La enfermedad del lado izquierdo

La enfermedad del lado izquierdo
El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

También estoy aquí...
MI BLOG PERSONAL

viernes, 29 de octubre de 2010

Un cuento de Felisa Moreno Ortega


EL NÚMERO CUATRO

No sé cuánto tiempo llevo encerrada aquí. Al principio gritaba y arañaba las paredes con mis uñas, hasta sangrar. Finalmente desistí; a veces un pequeño sollozo me asaltaba, otras era una lágrima salada que rebañaba ansiosa con mi lengua para deleitarme en su sal, hastiada de los alimentos tan sosos que me obligaban a ingerir.

La habitación tiene cuatro muebles, es importante lo del número; todo aquí es par, menos yo, aunque pienso que también estoy duplicada. Algunos días consigo verme a mí misma tumbada encima de la cama, con las piernas cruzadas y las manos sobre el pecho, como en el último reposo de un difunto. En una esquina hay un par de sandalias de tacón alto, están destrozadas y cubiertas por una pasta seca. No me atrevo a tocarlas.
El armario está vacío, tiene cuatro cajones, con frecuencia los saco y me entretengo con ellos, los alineo y les explico la lección, como cuando era niña y jugaba a ser maestra. Aunque parecen iguales, cada uno dispone de una personalidad diferenciada, el izquierdo superior atesora una mancha de aceite en el fondo con forma de diamante, el inferior está desconchado en el frontal, como si hubiera sido picoteado por un ave hambrienta. El superior derecho huele intensamente a alcanfor y el cuarto sufre un descuadre estructural, lo que obstaculiza el encaje en su hueco.
Me divierte meterme dentro del armario, permanezco un buen rato aspirando el aire viciado y oscuro. Cuando por fin salgo, disfruto con la sensación de libertad, lleno los pulmones de aire y grito con todas mis fuerzas. Las paredes acolchadas se tragan el sonido de mi voz, como los pavos de la abuela engullían el maíz hinchado que le arrojábamos desde la puerta del corral. ¿Por qué recuerdo esos pavos de moco colorado y no el motivo por el que estoy aquí?

El otro mueble es una butaca de piel sintética, con cuatro patas y cuatro botones adornando el respaldo. Juego a marcarlos en mi espalda, hasta hacerme daño, otra excusa para gritar. El sillón es rígido, como los que se ven en los hospitales de la seguridad social.

Un descalzador es el tercer elemento. Siempre me pregunto qué hace aquí, si yo no tengo zapatos. Me da asco usar las sandalias, aunque debieron de ser bonitas en su momento. Creo que los pies me han crecido de tanto andar descalza por la habitación. La banqueta me da escalofríos, siento como si estuviera allí para recordarme algo que trato de olvidar.

El cuarto mueble, y último, es la cama. No tiene mantas, ni colcha, ni sábana superior; sólo la bajera, fuertemente sujeta al colchón con unas correas. No puedo taparme con nada y eso me impide conciliar el sueño. Para mí no existía mayor placer que esconderme bajo una sábana, sentirla sobre mi cuerpo, resguardarme en el hueco que moldea, acogedor y cálido como el vientre de una madre. Hay cosas que transcienden de la propia memoria.

Además del mobiliario y las sandalias, junto a una esquina hay una ducha y un váter. De la ducha casi nunca sale nada. Todos los días, cuando creo que es de día, porque nunca veo la luz del sol, abro el grifo y me meto en ella, esperando que caiga el agua sobre mí. Puedo aguardar durante horas. He aprendido que, casi siempre, la paciencia me es recompensada. Aun así, en ocasiones, me desespero y golpeo la pared con los puños, hasta despellejarlos. El agua me calma, la necesito, ¿por qué me la niegan?

No hay espejos, apenas recuerdo cómo es mi cara. La recorro con los dedos, creo que soy guapa, la piel suave, las facciones rectas, el cuello largo, los hombros esbeltos. Estoy desnuda, ya me he acostumbrado. Llevo peor lo de no tener sábanas para cubrirme por las noches. Mis miedos infantiles me atacan, nada me protege de los monstruos.

No sé lo que he hecho para merecer este castigo. Ni siquiera sé si esto es un castigo o una forma de vida. Me cuesta trabajo recordar los momentos en los que me movía libremente por las calles, cuando el sol me calentaba el rostro y el aire despeinaba mi cabello y me arrullaba con sus susurros. A veces pienso que todo eso sólo es un sueño, que no hay otra realidad que la que encierran estas cuatro paredes. Cuatro.

Los zapatos. Es lo último que recuerdo con claridad, estaban allí, sobre un estante forrado con terciopelo verde. Eran unas sandalias doradas, con pequeñas incrustaciones de brillantes y tacones de vértigo. Me recuerdan a las que yacen abandonadas en una esquina de este cuarto. Cuánto las desee nada más ver mis pies vestidos con ellas. El precio…, sí, eran muy caras.

La puerta se abre, es la hora de la cena, entra el encapuchado de siempre y me deja la comida en el suelo. Como todos los días le pregunto quién soy, qué hago allí encerrada, obtengo el mismo silencio que ayer, la misma indiferencia a mis gritos.

Las sandalias…, eran realmente preciosas, con ellas puestas me sentía la reina de la fiesta, capaz de conseguirlo todo, incluso ese papel en la nueva película de un afamado director. ¿Soy actriz?

Sí, era un contrato para hacer una película, me lo ofrecieron nada más ver mis zapatos, ¿o fue al revés?, ¿compré las sandalias después de firmarlo? Recuerdo algunas palabras sueltas, recuerdo la boca con bigote fino que las pronunciaba: cine experimental..., oportunidad única en su carrera..., mucho dinero..., estudio sobre soledad..., mucho dinero... Recuerdo que pensé que con esa cifra podría comprarme las preciosas sandalias doradas.

Cómo he podido olvidar algo tan importante. Me siento en el descalzador para comer, la bandeja sobre mis rodillas. La comida se compone de una sopa y un puré indescriptible. Este último cambia de color cada día, pero mantiene el gusto insulso, a cartón mojado. He pensado en dejar de ingerirla, si enfermo tendrán que llamar a un médico y él me sacará de aquí; siempre desisto, el hambre consigue doblegar mis propósitos. Es un puño que aprieta mi estómago y me obliga a tragar.

El número cuatro sigue rondando mi cabeza, como si fuera lo único que puede sobrevivir dentro de ella. Cuatro, cuatro, cuatro… ¿Cuatro qué? Cuatro muebles en la habitación, cuatro cajones, cuatro botones en un sillón, cuatro… ¡¡¡¡¡¡años!!!!!!
De repente lo comprendo todo, mi memoria intermitente vuelve a torturarme con la verdad, he vendido cuatro años de mi vida para comprarme unas sandalias.

Cuatro, cuatro, cuatro… ¿Cuatro qué?


(Relato incluido en el libro Trece cuentos Inquietantes, editorial Hipálage, 2010)


Felisa Moreno Ortega : http://felisamorenoortega.blogspot.com/


miércoles, 27 de octubre de 2010

Firma en Getafe Negro


El viernes 29 de octubre, de 18:30 a 20:30 horas estaremos firmando Jose Ángel Barrueco y yo ejemplares de nuestros libros en la caseta de la Editorial Drakul,dentro de la Feria Getafe Negro.

Si os apetece, allí nos vemos.

viernes, 22 de octubre de 2010

Presentación del nº3 de Al Otro Lado del Espejo


Será el martes 26 de octubre, a las 20:00 horas en la librería Tres rosas amarillas y contaremos con muchos de los participantes , como Antonio Crespo Massieu, cuentista del número. También habrá alguna sorpresa (alguién del otro lado del Atlántico que a más de uno le dejó con la boca abierta con sus relatos).
Os esperamos para compartir una noche más de cuento.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Un cuento de Jean-Marie Gustave Le Clézio





“La Rueda de Agua”

El sol todavía no ha salido sobre el río. Por la angosta puerta de la casa, Juba mira las aguas planas que ya espejean, al otro lado de los campos grises. Se incorpora en la cama, aparta la sábana que lo envuelve. El aire frío de la mañana le da escalofríos. En la casa oscura, hay otras formas enrolladas en las sábanas, otros cuerpos dormidos. Juba reconoce a su padre, al otro lado de la puerta, a su hermano y, al fondo, a su madre y a sus dos hermanas muy juntas bajo la misma sábana. Un perro ladra largamente, en alguna parte, con una voz extraña que canta y luego se estrangula. Pero no hay muchos ruidos en la tierra, ni en el río, pues el sol todavía no ha salido. La noche está gris y fría, lleva el aire de las montañas y del desierto y la luz pálida de la luna.
Juba mira la noche temblando, sin moverse de su cama. A través de la manta de juncos trenzados, el frío de la tierra sube y se forman gotas de rocío sobre el polvo. Fuera, las hierbas brillan un poco, como filos húmedos. Las acacias grandes y delgadas están negras, inmóviles en la tierra resquebrajada.
Juba se levanta sin hacer ruido, dobla la sábana y enrolla la estera, luego camina sobre el sendero que atraviesa los campos desiertos. Mira el cielo, al este, y adivina que el día aparecerá de un momento a otro. Siente la llegada de la luz en el fondo de su cuerpo, y la tierra también lo sabe, la tierra labrada de los campos y la tierra polvorienta entre los arbustos de espinos y los troncos de acacias. Es como una inquietud, como una duda que viene desde el cielo, recorre el agua lenta del río y se propaga a ras de la tierra. Las telas de araña tiemblan, los pastos vibran, los moscardones sobrevuelan las charcas, pero el cielo está vacío, pues los murciélagos se han ido y todavía no han llegado los pájaros. Bajo los pies descalzos de Juba, el sendero es duro. La vibración lejana camina al mismo tiempo que él, y los grandes saltamontes grises comienzan a brincar por los pastos. Lentamente, mientras Juba se aleja de la casa, el cielo se aclara río abajo. La bruma desciende entre las orillas, a la velocidad de una balsa, estirando sus membranas blancas.
Juba se detiene en el camino. Mira un instante el río. Sobre las orillas de arena, los juncos mojados están inclinados. Un gran tronco negro oscila en la corriente, se hunde y saca sus ramas como el cuello de una serpiente que nada. La sombra está todavía sobre el río, el agua es pesada y densa, fluye formando pliegues lentos. Pero más allá del río, ya aparece la tierra seca. El polvo es duro bajo los pies de Juba, la tierra roja está quebrada como las vasijas viejas, los surcos zigzaguean, semejantes a antiguas fisuras.
La noche se abre poco a poco, en el cielo, sobre la tierra. Juba cruza los campos desiertos, se aleja de las últimas casas de campesinos, ya no ve el río. Sube un montículo de piedras secas de donde cuelgan algunas acacias. Juba recoge del suelo algunas flores de acacia que mastica al escalar el montículo. El jugo se esparce en su boca y disuelve el embotamiento del sueño. Al otro lado de la colina de piedras esperan los bueyes. Cuando Juba llega cerca de ellos, los grandes animales patean cojeando y uno de ellos echa la cabeza hacia atrás para mugir.
«¡Tttt! ¡Uta, uta!», dice Juba y los bueyes lo reconocen. Sin dejar de chasquear con la lengua, Juba les quita las trabas y los conduce hacia lo alto de la colina de piedras. Los dos bueyes avanzan con dificultad, cojeando, porque las trabas han entumecido sus patas traseras. El vapor sale de su hocico.
Cuando llegan frente a la noria, los bueyes se detienen. Se agitan y tiran para atrás, hacen ruidos con la garganta, las pezuñas golpean el piso y despiden piedras. Juba ata los bueyes en el extremo de un largo madero. Mientras ajusta las bestias en el yugo, sigue chasqueando la lengua contra el paladar. Las moscas comienzan a volar alrededor de los ojos y el hocico de los bueyes y Juba ahuyenta las que se posan en su cara y en sus manos.
Los animales esperan junto al pozo, el pesado timón de madera cruje y rechina cuando dan un paso adelante. Juba tira de la cuerda atada al yugo y la rueda comienza a gemir, como un barco que se sacude. Los bueyes grises caminan pesadamente por el sendero circular. Las pezuñas se apoyan sobre las huellas del día anterior, cavan los antiguos surcos en la tierra roja, entre las piedras. En el extremo del largo madero está la gran rueda que gira al mismo tiempo que los bueyes y cuyo eje impulsa el engranaje de la otra rueda vertical. La larga correa de cuero baja hasta el fondo del pozo, llevando los cubos hasta el agua.
Juba excita a las bestias haciendo chasquear la lengua continuamente. También les habla, en voz baja, suavemente, porque la oscuridad envuelve aún los campos y el río. La pesada máquina de madera rechina y cruje, se resiste, vuelve a empezar. Los bueyes se detienen cada tanto, y Juba tiene que correr tras ellos, darles un latigazo en las nalgas, empujar el timón. Los bueyes retoman su marcha circular, la cabeza gacha y resoplando.
Cuando el sol sale por fin, ilumina de una vez los campos. La tierra roja está llena de surcos, muestra sus bloques de greda seca, sus piedras agudas que brillan. Sobre el río al otro lado de los campos, la bruma se rasga, el agua se ilumina.
Una bandada de pájaros surge brutalmente de las orillas, entre los juncos, estalla en el cielo claro lanzando su clamor. Son las gangas, las perdices del desierto, y sus gritos agudos sobresaltan a Juba. De pie sobre las piedras de los pozos, las sigue por un instante con la mirada. Los pájaros suben alto en el cielo, pasan frente al disco del sol, luego se inclinan nuevamente hacia la tierra y desaparecen en las hierbas del río. Lejos, al otro lado de los campos, las mujeres salen de las casas. Encienden los braseros, pero la luz del sol es tan nueva que no llega a empañar el brillo rojo del carbón de madera que está ardiendo. Juba oye gritos de niños, voces de hombres. Alguien, en alguna parte, llama y su voz aguda resuena largo rato en el aire:
«Ju-uuu-baa».
Ahora los bueyes caminan más rápido. El sol recalienta sus cuerpos y les da fuerzas. El molino gime y rechina, cada diente del engranaje cruje al encajar en el otro, la correa de cuero, tensa por el peso de los cubos, produce una vibración continua. Los cubos suben hasta el brocal del pozo, se derraman por la canaleta de chapa, vuelven a bajar golpeando las paredes del pozo. Juba mira el agua que fluye haciendo olas a lo largo de la canaleta, corre por la acequia, baja a espacios regulares hacia la tierra roja de los campos. El agua corre como tragos lentos y la tierra seca bebe ávidamente. El barro invade el fondo del foso y el flujo regular avanza, metro a metro. Juba no se cansa de mirar el agua, sentado sobre una piedra en el borde del pozo. Junto a él, la rueda de madera gira muy lentamente, crujiendo, y el zumbido continuo de la correa sube por el aire, los cubos golpean contra la canaleta de chapa, uno después de otro, derraman el agua que fluye sibilante. Es una música lenta y llorosa como una voz humana, llena el cielo vacío y los campos. Es una música que Juba reconoce día tras día. El sol se eleva lentamente por encima del horizonte, la luz del día vibra sobre las piedras, sobre los tallos de las plantas, sobre el agua que fluye en la acequia. Los hombres caminan a lo lejos, en la curva del campo, siluetas negras en el cielo pálido. El aire se calienta poco a poco, las piedras parecen inflarse, la tierra roja brilla como una piel de hombre. Hay gritos, de un extremo a otro de la tierra, gritos de hombres y ladridos de perros, y que retumban en el cielo sin fin, mientras la rueda de madera gira y cruje. Juba ya no mira más a los bueyes. Les da la espalda, pero oye el aliento que les raspa la garganta, que se aleja, que vuelve. Las pezuñas de los animales golpean siempre las mismas piedras en el camino circular, se hunden en los mismos huecos.
Entonces Juba envuelve su cabeza en la tela blanca y ya no se mueve. Mira a lo lejos, tal vez, al otro lado de los campos de tierra roja, al otro lado del río metálico. No oye el ruido de la rueda que gira, no oye el ruido del pesado timón de madera que gira alrededor de su eje.
«¡Eh-oh!»
Canta en su garganta, lentamente, él también, con los ojos entrecerrados.
«¡Eeeeh-oooh, oooh-ooooh!»
Con las manos y el rostro ocultos bajo la tela blanca y el cuerpo inmóvil, Juba canta al mismo tiempo que la rueda que gira. Abre apenas la boca y su canto sale largamente de su garganta, como el aliento de los bueyes, como el zumbido continuo de la correa de cuero.
«¡Eeh-eeh-eyaah-oh!»
El aliento de los bueyes se aleja, vuelve, gira sin cesar a lo largo del camino circular. Juba canta para sí mismo y nadie lo puede oír, mientras el agua fluye a borbotones a lo largo de la acequia. La lluvia, el viento, el agua pesada del gran río que desciende hacia el mar, están en su garganta, en su cuerpo inmóvil. El sol sube sin prisa en el cielo, el calor hace vibrar las ruedas de madera y el timón. Quizá sea el mismo movimiento que mueve el astro hacia el centro del cielo, mientras los bueyes avanzan pesadamente a lo largo del camino circular.
«¡Eya-oooh, eya-oooh, oooh-oh-ooo-oh!»
Juba oye el canto que sube en él, que atraviesa su vientre y su pecho, el canto que viene de la profundidad del pozo. El agua fluye en olas, del color de la tierra, y desciende hacia los campos desnudos. El agua gira también, lentamente, rodea los ríos, rodea los muros, rodea las nubes alrededor del eje invisible. El agua fluye estallando, crujiendo, fluye sin cesar hacia el abismo oscuro del pozo donde los cubos vacíos la vuelven a tomar.
Es una música que no puede terminar, pues está en todo el mundo, en el mismo cielo, donde asciende lentamente el disco solar, a lo largo de su camino curvo. Los sonidos profundos, regulares, monótonos, suben de la gran rueda de madera de engranajes plañideros, el torno gira alrededor de su eje haciendo su queja, los cubos de metal descienden hacia el pozo, la correa de cuero vibra como una voz y el agua sigue fluyendo por la canaleta ,en oleadas, inunda el canal de la acequia. Nadie habla, nadie se mueve y el agua cae en cascadas, crece como un torrente, se expande en los surcos, en los campos de tierra roja y de piedras. Juba inclina un poco la cabeza hacia atrás y mira el cielo. Ve el lento movimiento circular que deja sus huellas fosforescentes, ve las esferas transparentes, los engranajes de la luz en el espacio. El sonido de la rueda de agua llena toda la atmósfera, gira interminablemente con el sol. Los bueyes caminan al mismo ritmo, con la frente inclinada, la nuca tiesa bajo el peso del yugo. Juba oye el ruido sordo de sus pezuñas, el ruido de su aliento que va y viene, y les sigue hablando, les dice palabras graves que duran mucho, palabras que se mezclan con el quejido del timón, con los ruidos de esfuerzo de los engranajes de las ruedas, con el tintineo de los baldes que suben sin cesar, derraman el agua.
«¡Eeeya-ayaaah, eyaaa-oh! ¡Eyaaa-oh!»
Luego, mientras el sol sube lentamente, arrastrado por la rueda y por los pasos de los bueyes, Juba cierra los ojos. El calor y la luz forman un torbellino suave que lo transporta en esa corriente, a lo largo de un círculo tan vasto que parece que nunca se volverá a cerrar.
Juba está sobre las alas de un buitre blanco, muy alto en el cielo sin nubes. Se desliza sobre sí mismo, a través de las capas del aire, y la tierra roja da vueltas lentamente bajo sus alas. Los campos desnudos, los caminos, las casas de techos de hojas, el río de color metal, todo gira alrededor del pozo, haciendo un ruido que cruje y se desvencija. La música monótona de las ruedas de agua, el aliento de los bueyes, el gorgoteo del agua en la acequia, todo eso da vueltas, lo transporta, lo levanta. La luz es grande, el cielo está abierto. Ahora no hay más hombres, han desaparecido. Solamente hay agua, tierra, cielo, planos móviles que pasan y se cruzan, cada elemento semejante a una rueda dentada que muerde un engranaje.
Juba no duerme. Ha abierto nuevamente los ojos y mira frente a él, más allá de los campos. No se mueve. La tela blanca cubre su cabeza y su cuerpo y respira suavemente.
Entonces aparece Yol. Yol es una ciudad extraña, muy blanca en medio de la tierra desierta y de las piedras rojas. Sus altos monumentos todavía se mueven, indecisos, irreales, como si no hubieran sido terminados. Son semejantes a los reflejos del sol en los grandes lagos de sal.
Juba conoce bien esta ciudad. La ha visto a menudo, a lo lejos, cuando la luz del sol está muy fuerte y un velo de fatiga cubre los ojos. La ha visto a menudo, pero nadie se ha acercado, por los espíritus de los muertos. Un día, le preguntó a su padre el nombre de la ciudad, tan bella y tan blanca, y su padre le dijo que se llamaba Yol, y que no era una ciudad para los hombres sino solamente para los espíritus de los muertos. Su padre también le habló de aquel que reinaba en esta ciudad, hace mucho tiempo, un joven rey que había venido del otro lado del mar y que llevaba el mismo nombre que él.
Ahora, en la música lenta de las ruedas, en la luz cegadora, cuando el sol está en lo más alto del cielo, Yol ha aparecido, una vez más. Crece delante de Juba y él ve claramente sus grandes edificios temblar en el aire caliente. Hay altas torres sin ventanas, casonas blancas en medio de jardines de palmeras, palacios, templos. Los bloques de mármol brillan como si acabaran de ser cortados. La ciudad gira lentamente alrededor de Juba y la música monótona de la rueda de agua se parece al rumor del mar. La ciudad flota sobre los campos desiertos, liviana como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal y, frente a ella, fluye el agua del río Azan como un camino de luz. Juba escucha el rumor del mar, al otro lado de la ciudad. Es un ruido muy pesado, que se mezcla con los redobles del tambor y con los bramidos de las bocinas y de las tubas. El pueblo de Himyar se amontona en las calles de la ciudad. Hay esclavos negros llegados de Nubia, cohortes de soldados, caballeros de capas rojas con cascos de cuero, los niños rubios de los habitantes de las montañas. El polvo sube por el aire, por encima de los caminos y de las casas, forma una gran nube gris que se arremolina en las puertas de las murallas.
«¡Eya! ¡Eya!», grita la multitud, mientras Juba avanza a lo largo de la vía blanca. Es el pueblo de Himyar que lo llama, que le tiende los brazos. Pero él avanza sin mirarlos, a lo largo de la vía real. En lo alto de la ciudad, por encima de las casas y de los árboles, el templo de Diana es inmenso, sus columnas de mármol parecen troncos petrificados. La luz del sol ilumina el cuerpo de Juba y lo embriaga, y él oye crecer el rumor continuo del mar. La ciudad a su alrededor es liviana, vibra y se ondula como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. Juba camina y sus pies no parecen tocar el suelo, como si lo transportara una nube. El pueblo de Himyar, los hombres y las mujeres caminan con él, la música escondida resuena en las calles y en las plazas y, a veces, el rumor del mar queda cubierto por los gritos que llaman:
«¡Juba! ¡Eya! ¡Ju-uuu-baa!».
La luz aparece de repente, cuando Juba llega a lo alto del templo. Es el mar inmenso y azul que se extiende hasta el horizonte. El lento movimiento circular traza la línea pura del horizonte y la voz monótona de las olas retumba contra las rocas.
«¡Juba! ¡Juba!»
Las voces del pueblo de Himyar gritan y su nombre suena en toda la ciudad, por encima de las murallas color tierra, en los peristilos de los templos, en los patios de los palacios blancos. Su nombre llena los campos rojos, hasta los límites del río Azan.
Entonces Juba sube los últimos peldaños del templo de Diana. Está vestido de blanco, sus cabellos negros están atados con una cinta de hilo dorado. Su bello rostro color cobre señala la ciudad y sus ojos oscuros miran, pero es como si vieran a través del cuerpo de los hombres, a través de los muros blancos de los edificios.
La mirada de Juba atraviesa las murallas de Yol, va más allá; sigue los meandros del río Azan, pasa la extensión de los campos desiertos, va hasta los montes Amour, hasta el manantial de Sebgag. Ve el agua clara que surge entre las rocas, el agua preciosa y fría que fluye haciendo su ruido regular.
La multitud se calla ahora, mientras Juba mira con sus ojos sombríos. Su rostro se parece al de un joven dios y la luz del sol parece multiplicada en sus ropas blancas y en su piel color cobre.
La música surge nuevamente, como un clamor de pájaros, reverbera entre los muros de la ciudad. Hincha el cielo y el mar, su onda se aleja largamente.
«Soy Juba», piensa el joven rey, luego dice en voz alta, con fuerza:
«¡Soy Juba, el hijo de Juba, el nieto de Hiempsal!».
«¡Juba! ¡Juba! ¡Eya-oooh!», grita la multitud.
«¡Soy Juba, vuestro rey!»
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!»
«¡He regresado hoy y Yol es la capital de mi reino!»
El rumor del mar sigue creciendo. Ahora, por los escalones del templo sube una joven mujer. Es hermosa, lleva un vestido blanco que se mueve con el viento y sus cabellos claros están cargados de chispas. Juba toma su mano y camina con ella hasta el templo.
«¡Cleopatra Selene, hija de Antonio y de Cleopatra, vuestra reina!», dice Juba.
El ruido de la multitud cubre la ciudad.
La joven mira sin moverse las casonas blancas, las murallas y la extensión de tierra roja. Tiene una leve sonrisa.
Pero el lento movimiento de las ruedas continúa y el ruido del mar es más fuerte que las voces de los hombres. En el cielo, el sol desciende poco a poco, en su camino circular. Su luz cambia de color en los muros de mármol, alarga las sombras de la columnas.
Es como si ahora estuvieran solos, sentados en lo alto de los escalones del templo, junto a las columnas de mármol. A su alrededor, la tierra y el mar giran mientras emiten su quejido regular. Cleopatra Selene mira el rostro de Juba. Admira el rostro del joven rey, la frente alta, la nariz aguileña, los ojos alargados rodeados por el dibujo negro de las pestañas. Ella se inclina hacia él y le habla suavemente en una lengua que Juba no puede comprender. Su voz es suave y su aliento perfumado. Juba, a su vez, la mira y dice:
«Todo es hermoso aquí, hace tanto tiempo que deseo volver. Cada día, desde mi infancia, pensaba en el momento en que podría volver a ver todo esto. Quisiera ser eterno, para no abandonar nunca esta ciudad y esta tierra, para ver esto siempre».
Sus ojos sombríos brillan por el espectáculo que lo rodea. Juba no deja de mirar la ciudad, las casas blancas, las terrazas, los jardines de palmeras. Yol vibra a la luz de la tarde, ligera e irreal como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. El viento que sopla mueve los cabellos de Cleopatra Selene, el viento lleva hasta la parte más alta del templo el rumor monótono del mar.
La voz de la joven lo interroga, pronunciando simplemente su nombre:
«¿Juba… Juba?».
«Mi padre murió vencido aquí mismo», dice Juba.
«Me llevaron como un esclavo a Roma. Pero hoy esta ciudad es bella y quiero que sea aún más bella. Quiero que no haya una ciudad más bella sobre la Tierra. Se enseñará la filosofía, la ciencia de los astros, la ciencia de las cifras, y los hombres vendrán de todos los puntos del mundo para aprender.»
Cleopatra Selene escucha las palabras del joven rey sin comprender. Pero también mira la ciudad, escucha el rumor de la música que gira alrededor del horizonte. Su voz canta un poco cuando lo llama:
«¡Juba! ¡Eyaaa-oh!».
«En la plaza, en el centro de la ciudad, los maestros enseñarán la lengua de los dioses. Los niños aprenderán a venerar el conocimiento, los poetas leerán sus obras, los astrólogos predecirán el porvenir. No habrá tierra más próspera ni pueblo más pacífico. La ciudad resplandecerá por los tesoros del espíritu, por esta luz.»
El hermoso rostro del joven rey brilla en la claridad que rodea el templo de Diana. Sus ojos ven lejos, más allá de las murallas, más allá de las colinas, hasta el centro del mar.
«Los hombres más sabios de mi nación vendrán aquí, a este templo, con los escribas, y yo estableceré con ellos la historia de esta tierra, la historia de los hombres, de las guerras, de los grandes hechos de la civilización, y la historia de las ciudades, de los cursos de agua, de las montañas, de las orillas del mar, desde Egipto hasta el país de Cerné.»
Juba mira a los hombres del pueblo de Himyar que se amontonan en las calles de la ciudad, alrededor del templo, pero no oye el ruido de sus voces, escucha solamente el rumor monótono del mar.
«No he venido por venganza», dice Juba.
Mira también a la joven reina sentada a su lado.
«Mi hijo Ptolomeo va a nacer», sigue diciendo. «Reinará aquí, en Yol, y sus hijos reinarán después de él, para que nada se termine.»
Luego, se pone de pie, en la plataforma del templo, completamente frente al mar. Una luz cegadora está sobre él, la luz que viene del cielo, que hace resplandecer los muros de mármol, las casas, los campos, las colinas. La luz viene del centro del cielo, inmóvil sobre el mar.
Juba ya no habla. Su rostro parece una máscara de cobre y la luz brilla en su frente, en la curva de su nariz, en sus pómulos. Sus ojos sombríos ven lo que hay más allá del mar. A su alrededor, las paredes blancas y las estelas de calcita tiemblan y vibran como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. El rostro de Cleopatra Selene está inmóvil también, iluminado, apaciguado como el rostro de una estatua.
Juntos, de pie el uno contra el otro, el joven rey y su esposa están sobre la plataforma del templo y la ciudad gira lentamente a su alrededor. La música monótona de las grandes ruedas ocultas llena sus oídos y se confunde con el ruido de las olas sobre las rocas de la orilla. Es como un canto, como una voz humana que grita de muy lejos, que llama:
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!».
Las sombras se agrandan en la tierra, mientras el sol baja poco a poco hacia el oeste, a la izquierda del templo. Juba ve los edificios temblar y deshacerse. Se deslizan como nubes y, en el cielo y en el mar, el canto de las ruedas se vuelve más grave, más quejumbroso. Hay grandes círculos blancos en el cielo, grandes ondas que nadan. Las voces humanas disminuyen, se alejan, se desvanecen. A veces, todavía, se oyen los acentos de la música, los sonidos de las tubas, las flautas agrias, el tambor. O los gritos guturales de los camellos, cerca de las puertas de las murallas. La sombra gris y malva se extiende bajo las colinas, avanza en el valle del río. Sólo el templo está iluminado por el sol, se levanta sobre la ciudad como un navío de piedra.
Ahora Juba está solo en las ruinas de Yol. Las ondas lentas pasan sobre los mármoles quebrados, agitan la superficie del mar. Las columnas descansan en el fondo del agua, los grandes troncos petrificados perdidos entre las algas, las escaleras devoradas. No quedan hombres ni mujeres aquí, no hay más niños. La ciudad se asemeja a un cementerio que tiembla en el fondo del mar, y las olas vienen a golpear los últimos peldaños del templo de Diana, como un escollo. Siempre está el ruido monótono, el rumor del mar. Es el movimiento de las grandes ruedas dentadas que rechinan todavía, que gimen, mientras el par de bueyes atados al timón hace más lenta su marcha circular. En el cielo azul oscuro, la luna creciente ha salido y brilla con su luz sin calor.
Entonces Juba se quita el velo blanco que cubre su cabeza. Tiembla, porque el frío de la noche llega rápido. Sus miembros están entumecidos y tiene la boca seca. En el hueco de su mano, toma un poco de agua de un cubo inmóvil. Su bello rostro está muy oscuro, casi negro, por todo el calor del sol. Sus ojos miran la extensión de los campos rojos, donde ahora no hay nadie. Los bueyes se detienen en su camino circular. Las grandes ruedas de madera ya no giran, pero crujen y rechinan y la larga correa de cuero vibra todavía.
Sin prisa, Juba deshace los nudos de los bueyes, separa la pesada viga de madera. La noche avanza al otro lado de la tierra, río arriba. Cerca de las casas, los fuegos de brasas están encendidos y las mujeres están paradas frente a los braseros.
«¡Ju-uuu-baa! ¡Ju-uuu-baa!»
Es la misma voz que llama, aguda y musical, en alguna parte al otro lado de los campos desiertos. Juba se da la vuelta y mira por un instante, luego desciende el montículo de piedras guiando a los bueyes por la correa. Cuando llega al pie del montículo, Juba anuda las trabas a los jarretes de los bueyes. El silencio en el valle del río es inmenso, ha cubierto la tierra y el cielo como un agua calma donde no se mueve ni una ola. Es el silencio de las piedras.
Juba mira a su alrededor, largo rato, escucha el ruido de la respiración de los bueyes. El agua ha dejado de fluir por la acequia, la tierra bebe las últimas gotas, en las fisuras de los surcos. La sombra gris ha cubierto la ciudad blanca de los templos livianos, las murallas, los jardines de palmeras.¿Queda, quizás, en alguna parte, un monumento en forma de tumba, una cúpula de piedras partidas, donde crecen las hierbas y los arbustos, no lejos del mar? Tal vez mañana, cuando las grandes ruedas comiencen de nuevo a girar, cuando los bueyes vuelvan a empezar, lentamente resoplando, por su camino circular, tal vez entonces la ciudad aparezca nuevamente, muy blanca, temblorosa e irreal como los reflejos del sol. Juba gira un poco sobre sí mismo, mira solamente la extensión de los campos que descansan de la luz bañadas por el vapor del río. Luego, se aleja, avanza rápidamente por el camino, hacia las casas donde esperan los vivos.


Cuento perteneciente a "Mondo y otras historias" (Tusquets, 2010)

Jean-Marie Gustave Le Clézio ganó el premio Nobel de literatura en 2008.

Presentación de "Un koala en el armario"



El próximo jueves, 21 de octubre, a las 20.00h., Cuadernos del Vigía y Tres rosas amarillas te invitan a la presentación de UN KOALA EN EL ARMARIO de GINÉS S. CUTILLAS. Intervendrán el autor, Clara Obligado y Carmen Peire.


UN KOALA EN EL ARMARIO es finalista del Premio Setenil 2010 al mejor libro de relatos publicado en el año. Según el escritor Jesús Ortega, unos cuentos que pueden atraer a los jóvenes al mundo de lo breve.

lunes, 18 de octubre de 2010

Presentación del libro "CHÉJOV COMENTADO"



Nevsky Prospects y Tres rosas amarillas te invitan a la presentación del libro "CHÉJOV COMENTADO" el próximo martes, 19 de octubre, a las 20h. 16 relatos de Chéjov comentados por 16 autores de excepción: Jon Bilbao, Matías Candeira, Luis Alberto de Cuenca, Óscar Esquivias, Ignacio Ferrando, Hipólito G. Navarro, Víctor García Antón, Eduardo Halfon, Salvador Luis, Juan Carlos Márquez, Ricardo Menéndez Salmón, Elvira Navarro, Marta Rebón, Care Santos, Eloy Tizón y Paul Viejo. Nos acompañará el editor de este volumen, Sergi Bellver y alguno de los comentaristas. ¡No puedes perdértelo!

miércoles, 13 de octubre de 2010

Nº 19 Revista Narrativas


Ya está en línea el número 19 de NARRATIVAS. Revista de Narrativa contemporánea en castellano. La revista puede descargarse en la siguiente dirección: http://www.revistanarrativas.com/
Este número consta de los siguientes contenidos:
- Ensayo
Vanos a la memoria y la imaginación, por Demetrio Anzaldo González
La chola y el cholaje en La Paz. La fiesta del Señor del Gran Poder como sostén social en el marco de la novela paceña actual, por Magdalena González Almada
La novela histórica inglesa en la época victoriana: los seguidores de Walter Scott, por Enrique García Díaz
“Conejo en la luna” y “Matando cabos”; espectáculo de la violencia, por Guadalupe Pérez-Anzaldo
- Relato
Los surcos de la esquiadora de fondo, por José Luis Muñoz
El primer paciente del doctor Emilio Castelao, por Fernando Aínsa
Lunacon 71, por David Bombai
La plaza infinita, por Adriana Bañares
Variantes del laberinto, por Rosalba Campra
¿De qué estábamos hablando antes?, por Roberto Strongman
Viñeta de niño y pelota, por Gustavo Made
Magnetismo, por Alan Grané
La rosa azul, por José Ignacio Alonso
Descenso al purgatorio, por Ángeles Prieto Barba
Yocasta, por Ramiro Sanchiz
Microrrelatos, por Víctor Lorenzo
Pide un deseo, por Noel Pérez
Irse, por Lucía Lorenzo
Correspondencia nicaragüense (VII), por Berenice Noir
Esqueleto del monte Irago, por Diego Chozas
Por un franco, por Juan Manuel Candal
Artritis, por Topogenario
El perro de Kafka, por Daniel Sánchez Pardos
Último asalto (chupa, chupa más fuerte), por José Antonio Lozano
Aquel día de lluvia, por Blanca del Cerro
El hombre del saco de doble fondo, por Juan Amancio Rodríguez García
Rutinas, por Federico Manuel Rodríguez Sluismans
La burbuja de cristal, por Catalina Gómez Parrado
Mujeres en los árboles, por María Aixa Sanz
Un lunes cualquiera, por José Alejandro Brito Boadas
Quinto anaquel, por Jorge Eliécer Pacheco
- Novela
Tierra de bárbaros (Capítulo I), por Norberto Luis Romero
- Narradores
Ángel Olgoso
- Reseñas
“El menor espectáculo del mundo” de Félix J. Palma, por Luis Borrás
“Una heredera de Barcelona” de Sergio Vila-Sanjuán, por José Luis Muñoz
“Cuentos vagabundos” de Gisbert Haefs, por Ághata
“La perdiz blanca” de Cecilia Bardají, por José Luis Muñoz
“Con el pie en el estribo” de Ramón Acín, por Luis Borrás
“Carne cruda” de Josecarlos Nazario, por Rey Andújar
“Tarde, mal y nunca” de Carlos Zanón, por José Luis Muñoz
“Ojos que no ven, corazón desierto” de Iris García, por Joaquín Guillén Márquez
“Recuerdos de la era analógica. Una antología del futuro” de Daniel Tubau, por Ághata
- Miradas
Sobre la titulación, por Jorge Eliécer Pacheco
“Cartas” de Emily Dickinson, por María Aixa Sanz
El nacimiento del cine. Sueños y Realidad, por Ángeles Prieto Barba
- Novedades editoriales

viernes, 8 de octubre de 2010

Pedro Mairal en Madrid


Uno de los escritores del momento. Su libro de relatos Hoy temprano no tiene desperdicio.

Ganas tenía de conocerlo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Un cuento del nuevo Novel de literatura, Vargas LLosa


EL ABUELO
Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña encendida hacía rato, y bajo ellas sombras imprecisas que se deslizaban de un lado a otro, con las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya cenaban o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaido y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo sorprendía en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?" Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los macizos de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin ser visto.
"¿Y si hubiera venido ya?", pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo hubieran despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado.
Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menos fuerte, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilindrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en circulo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos, cirios y velas de diversos tamaños. "Esta", dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo y extrajo el precioso paquete. La tenia envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo seria más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraidamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto lo divisó.
-"¡Deténgase!" -dijo, pero el chofer no le oyó-. "¡Deténgase! ¡Pare!".
Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo.

Dos días la tuvo oculta en un cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza; se diría que examinaba con devoción profunda y algo de pavor, los dibujos sangrientos y mágicos del circulo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado; podían sobrevenir complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos grises y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenia decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía súbitamente el palomar y causaba desasosiego entre los animalitos, mientras él, desde su ventana, observaba la escena con un catalejo.
Había imaginado que limpiar la calavera sería algo muy rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y era tal vez excremento por su aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una mina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que desapareciera la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza seria posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz; una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies, y él ni siquiera notaba que el aceite iba humedeciendo también el filo de sus puños y la manga de su saco. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club Nacional. El automóvil que ocupó en la Plaza San Martín lo dejó a la espalda de su casa, en Orrantia. Había anochecido. En la fría semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxigeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado por las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo, todavía limpia.
La pérgola estaba a unos veinte metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano, de divisar al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más; extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre las piedras y colocar a ésta, como un obstáculo, en medio del sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida era justa, por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque sus palabras eran todavía incomprensibles, supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo; lo fulminó el nieto, chillando: "Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy". Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados.
¿Venia corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente lo que había imaginado, cuando una llamarada súbita creció entre sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por la nariz y por la boca. "Se ha prendido toda", exclamó maravillado. Había quedado inmóvil y repetía como un disco "fue el aceite, fue el aceite", estupefacto, embrujado ante la fascinante calavera enrollada por las llamas.
Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal atravesado por muchisimos venablos. El niño estaba ante él, las manos alargadas, los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenia los ojos y la boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta, independientemente, hacía unos extraños ruidos roncos. "Me ha visto, me ha visto", se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquella cabeza llameante. Sus ojos estaban inmovilizados con un terror profundo y eterno retratado en ellos. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de terror. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido más perfectos incluso que su plan, cuando sintió voces y pasos que venian y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero menos sincero que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.
*******
Un excelente narrador que me ha hecho disfrutar de momentos álgidos literariamente hablando.
Como persona, no sé, aunque no comulgo con su ideario político.
En todo caso, mi enhorabuena.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Presentación en Madrid de "Velas al viento", antología de microrrelatos


Cuadernos del Vigía y Tres rosas amarillas te invitan a la presentación de
"VELAS AL VIENTO".
Los microrrelatos de "La nave de los locos" coordinada por Fernando Valls,
el próximo jueves 7 de octubre, a las 20 h.
Intervendrá Fernando Valls y leerán algunos de los autores antologados.
Te esperamos!

lunes, 4 de octubre de 2010

"Amor malo y feroz", de Larry Brown



Amor malo y feroz
Larry Brown

(Traducción de Luis Ingelmo)

Bartleby, 2010


La película es la siguiente: alguien va al cine, el film le deja impactado, averigua que está basado en un libro de relatos de un tal Larry Brown, adquiere el libro (ese alguien es un curioso peligroso, un perro de caza), el libro está en inglés (ese alguien domina el inglés, of course), le parece bárbaramente bueno, jodídamente increíble y decide traducirlo al español para compartirlo con los no angloparlantes, una vez traducido, confiado por el diamante que posee, se da de narices con docenas de puertas de editores, pero ese alguien (perro de presa, ya lo dije) no se da por vencido e inicia una cruzada para lograr publicarlo, más o menos al final de esta historia encuentra a otro alguien que algo de esto (de publicar, digo) sí que sabe y le convence para que se haga con los derechos en español de los cuentos, ese alguien que sí que sabe algo de esto de editar decide hacer un experimento y envía las galeradas a unos cuantos zumbados (perdón, profesionales, libreros, escritores, críticos y demás parranda del oficio) a ver qué sucede, y sucede que nadie queda indiferente ante la propuesta literaria que Larry Brown ofrece, sucede que las comparaciones con Carver o Cheveer o Bukowski se amontonan a la vuelta de correo, sucede que, aunque fuese imposible, se ha ido más allá de los maestros.

Ese primer alguien tiene nombre, Luis Ingelmo, y a él debo agradecer las horas que he disfrutado con la lectura de Amor malo y feroz.

De carácter marcadamente autobiográfico, los cuentos de Larry Brown son una propuesta casi definitiva sobre la Norteamérica más abismal. Bebedores compulsivos que no tienen otro entretenimiento que conducir sus furgonetas (las famosas pick-up) por carreteras secundarias escuchando música (buen rock, por cierto), perdedores en el infierno de una ciudad pequeña, paletos habituales en bares desangelados en la rueda de las rondas de cerveza, soñadores sin esperanzas en lograr el objetivo. Sus personajes son héroes de la vida: Viven a pesar de estar muertos.

Larry Brown se empapó de ese espíritu atractivo y bondadoso del perdedor leyendo los libros de Carver, Bukowski y Flannery O`Connor. Pasaba las noches de guardia en el puesto de bomberos leyendo y escribiendo lo que veía, lo que sentía, lo que vivía. Muchos de estos relatos hablan de eso, del anhelo por ser escritor, por llegar a publicar, algo que a él le atormentaba. A Larry Brown le costó muchos años ver publicado su primer cuento (concretamente diez) y su primer libro de relatos tardó unos cuentos más en llegar.



Fiel al espíritu de los autores que leía, alcanza y supera en algunos casos con sus escritos a sus ídolos. Relatos como Esperar a las señoras o Amor malo y feroz, que da título a este volumen de relatos, muestran un marcado acento hemingway. Profundiza aún más el autor en el secreto oculto a la búsqueda del lector cómplice que se identifique con el escrito (o con él, no estoy muy seguro). Los relatos de la primera parte del libro son homenajes a estos autores, pero homenajes que se convierten en joyas distintas, de diferente luminosidad.



¿Por qué sucede esto?¿Qué tienen que no tuvieran aquellos? Están muy bien escritos. Trabajados y medidos, la mayoría de los relatos dejan un regusto amargo en la boca por el tema tratado y una sensación de placidez por la composición del cuento en sí.

Si alguno de ustedes aprecia o ha apreciado los cuentos de Fante o Cheveer, Hemingway o McCarthy, si el realismo social le es próximo y amigable, si ha intentado escribir o es un escritor (ah, esa tercera parte, esos 92 días), si disfruta con la lectura de cuentos y relatos, estoy convencido de que este libro no les defraudará.



Por último, un consejo: busquen un álbum de Thin Lizzy ( Live and Dangerous o Jailbreak no estarían mal, pero vale cualquiera de su primera época con el inconfundible Phil Lynott al frente) y póngalo a bajo volumen mientras leen los primeros cuentos. No pregunten porqué y háganlo. Ya me dirán..

Esteban Gutiérrez Gómez, 2010


Amor malo y feroz estará en librerías a partir de hoy 4 de octubre


ISBN: 978-84-92799-20-6


287 páginas


PVP: 18,00 €




Pinchando aquí pueden leer el relato Desenamorase y hacerse una idea de cómo es este libro.