La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

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MI BLOG PERSONAL

martes, 30 de junio de 2009

Quemado

Por avería en la cabeza del administrador, este blog se va a tomar un descanso de un par de meses y, a la vuelta, ya veremos qué pasa.

El martes 7 de julio presento "El colibrí blanco" en Jerez de la Frontera (Cádiz), casa de mis editores. Será a las 9 de la noche. Si algún amigo del sur se quiere pasar por allí y acompañarme, por correo electrónico le ampliaré la información.

Pasadlo bien.

(sí, es el mismo mensaje, no estoy para pensar)

Os dejo con un cuento de Cortázar. Uno de sus insuperables buenos cuentos. Tan fantástico es que todavía da qué hablar y, aún sabiendo lo que se esconde tras él, da gusto releerlo una y otra vez.

Después del almuerzo
Julio Cortázar

Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo.
Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y brillaban.
Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.
-Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco, es preferible.
Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.
Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.
Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.
A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los Álvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.
Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.
Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía alguna cosa.
A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía Encarnación.
Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.
No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.
No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo, las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez... No era fácil, pero a lo mejor... Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara
.

jueves, 25 de junio de 2009

En días idénticos a nubes, Ana Pérez Cañamares









En días idénticos a nubes
Ana Pérez Cañamares
(Ed. Baile del Sol, 2009)

Adolescente fui en días idénticos a nubes,

cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,

y extraño es, si ese recuerdo busco,

que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy.


Perder placer es triste

como la dulce lámpara sobre el lento nocturno;

aquél fui, aquél fui, aquél he sido;

era la ignorancia mi sombra.


Ni gozo ni pena; fui niño

prisionero entre muros cambiantes;

historias como cuerpos, cristales como cielos,

sueño luego, un sueño más alto que la vida.


Cuando la muerte quiera

una verdad quitar de entre mis manos,

las hallará vacías, como en la adolescencia

ardientes de deseo, tendidas hacia el aire.


Luis Cernuda


La edad de las luces
por Esteban Gutiérrez Gómez

Este poema de Luis Cernuda es el preámbulo al libro de relatos de Ana Pérez Cañamares centrado sobre aquella edad en la que todos nos sentíamos algo perdidos entre tantos descubrimientos: la adolescencia.

El libro se publicó por primera vez en el año 2003 editado por Mileto, y ha sido una feliz idea su reedición por parte de Baile del Sol.

En días idénticos a nubes muestra una prosa cuidada, medida, nada ñoña al tratar un tema tan delicado como los sentimientos de los quinceañeros. Las historias que cuenta Ana Pérez Cañamares nos llevan de la mano a nuestra propia adolescencia en la que descubríamos los secretos de la vida que nos ocultaban los adultos. Esa complicidad del lector, máxime tratándose de cuentos bien formados, con finales abiertos muy del estilo de Cheever y Carver (pero a punto de despeñarse por el acantilado), hace de cada uno de los relatos una joya narrativa.


No faltan las referencias al pecado de jugar con los tabúes, como el incesto, si bien se presentan de forma natural, sin tener en cuenta imposiciones sociales, vistos desde la perspectiva de quién se abre a lo novedoso en esa edad de las rvelaciones.




La locura de entonces, el no saber pero querer explorar, el desconfiar del propia pensamiento, el estar aburrido de vivir sin siquiera haber empezado a hacerlo, el tener pocas esperanzas en un futuro que se abre inmenso ante nosotros, está tratado de forma magistral por Ana Pérez Cañamares que ha logrado un tono narrativo y una distancia en el tiempo ideal para que el lector aborde estas historias.

Los veintiún cuentos que presenta el libro nos llegarán muy adentro, nos harán recordar aquellos tiempos de pérdida del sentido de la orientación, de caminar sin mano a la que agarrarse, de aventura cada minuto, cada segundo. Ese es uno de los méritos más importantes de esta obra: lograr una complicidad del lector en cada relato, no es nada fácil.


Destaco dos cuentos espléndidos de trama trabajada, con utilización de recursos técnicos importantes propios del cuento y muy bien acabados. Son “El biquini rojo” y “Tocarle la cara”. Ana consigue en ellos una atmósfera y una captación del lector mayúscula.

El relato que he elegido para ilustrar el libro es un buen ejemplo de lo que escribo. No pude evitar recordar al leerlo, con una sonrisa en los labios, aquellas pantallas de plástico que, situadas sobre la pantalla original del televisor en blanco y negro, lograban el milagro de dotar de colores supuestamente originales a aquella vieja televisión. Todo se veía verde o rojo, o se veía de un color u otro parte de la pantalla, pero en ningún caso aquello semejaba una televisión en color.
Así vivíamos nosotros por entonces, en la edad de las luces, de los descubrimientos, cuando las cosas parecían de una manera y realmente eran de otra, y llegaban los primeros desencantos y ya empezábamos a tener ganas de dejar de vivir.





John Wayne cabalga sobre el arcoiris




Vino a llamarme Pura. Yo estaba tumbada en el sofá del cuarto de estar, leyendo un tebeo. Por encima de mi cabeza la oí, a través de la ventana que daba al rellano de la escalera.


—¡Tere! ¡Tere! ¡Que te lo estás perdiendo!



La mandé callar porque mis padres dormían la siesta. Cuando abrí la puerta, me agarró por la manga y nos precipitamos escale­ras abajo. Me hablaba en lo que a ella le parecía voz baja, una particular forma de grito ahogado.



—En el segundo, que tienen tele en color.



—¿Quiénes del segundo?



—¿Quiénes van a ser? ¡Mario y Cristina! Están todos viéndola desde el descansillo. ¡Ponen una de John Wayne! Hasta los caba­llos se ven de colores.



Bajamos de cuatro en cuatro los escalones, aplaudiendo con nuestras chanclas el espectáculo por anticipado. La música de saloon sonaba tan alta como si las bailarinas de cancán estuvieran levan­tando las piernas sobre la mesa de centro del segundo izquierda.



Mario y Cristina estaban en primera fila, haciendo valer su con­dición de anfitriones. Detrás estaban Conchi, Pilar y por último los gemelos del quinto. Pura y yo nos colocamos al final. Entre todos ocupábamos el tramo de escalera desde el tercero al segun­do, como si estuviéramos sentados en gradas. Tuvimos que espe­rar a que los ojos se nos acostumbraran para captar algo más que destellos y figuras que volaban y caían. Cuando por fin pude dis­tinguir a John Wayne entre la barahunda, le aticé un codazo a Pura, cuyos ojos de miope se salían por encima de las gafas.



—Pura..., pero, Pura, eso es trampa, eso no es una tele en co­lor. Mi tía tiene una y no es así...



—Schssssssss —me contestaron todos.



Lo que podía vislumbrar, entre las cabezas de mis vecinos y las rejas de la ventana, era una televisión en blanco y negro cubierta por un cuadrado de tiras de celofán pegadas unas a otras en hori­zontal, de forma que el sombrero de John Wayne era verde, su cara de un rosa primer día de playa, la camisa naranja y los panta­lones azul celeste. Era un John Wayne de carnaval, al que nadie podía tomar en serio.



Pura se acercó a mi oído y me dio en el punto que ella tan bien conocía.



—Si no te gusta, te puedes ir, pero que sepas que ha sido idea de Mario.



Miré el cogote de Mario y le imaginé orgulloso de haber guiado a sus amigos hasta el lejano oeste, y sin pensarlo más me lancé a cabalgar con él por llanuras rosas, montados sobre caballos azu­les, bajo un cielo verde esperanza.



Y allí estábamos, asistiendo en primera fila a la arenga del jefe indio hacia sus nunca tan coloridos guerreros, cuando sobre sus gritos se superpusieron otros que surgían de la habitación del fon­do. La madre de Mario y Cristina cruzó el cuarto de estar a trompicones, tapándose la cara con un pañuelo de hombre, y se encerró en el cuarto de baño. Luego apareció el padre, que arran­có el celofán, lo arrugó y lo lanzó a través de la ventana en un escorzado primer plano, gritando: «¿Qué es esta mierda?». La per­siana se cerró en un repentino THE END.



Lo peor no fue el silencio, ni siquiera cuando lo rompieron los sollozos de Cristina. Lo peor fue ver a Mario subiendo las escale- ras con su papel de celofán en la mano, doblemente herido y humillado. Nos quedamos como tontos, sin saber qué hacer. Pura le pasó el brazo por los hombros a Cristina, y ambas encabezaron la triste procesión de descenso a la calle.



Yo seguí a Mario hasta el pasillo de los trasteros. Allí estaba, sentado en el último escalón, la cabeza apoyada en la mano que agarraba el celofán. Me senté a su lado, bajo la luz de la claraboya por la que se veía el cielo gris.



Por primera vez sentía que no había nada que decir. Cogí su mano y el celofán quedó allí, como un huevo de colores empolla­do en el hueco de nuestras palmas.



—Tere, ¿tú me tienes miedo?



—¿Quién, yo? ¿Miedo? ¿Por qué?



La vergüenza y la ira tiñeron su rostro como el de un John Wayne de trece años.



—Porque a lo mejor yo soy como él. Porque a lo mejor yo de mayor también pego. Porque podría pegarte a ti. No sabía qué decir, pero supe que tenía que hacer algo. Algo que lo sacara de aquel futuro horrible. Me levanté, bajé dos escalones, puse mi cara a la altura de la suya. Aquellos ojos azules me inspiraban. Y de repente lo hice. Zas. Zas. Le aticé dos bofetadas con todas mis fuerzas.



—Que no se te olvide que yo tengo la misma edad que tú. Y que yo también puedo pegarte a ti. Sus ojos se abrieron de sorpresa y dolor. Y como si por fin se hubieran dilatado los bastante como para hacerles hueco, dos enor­mes lágrimas gemelas cayeron por sus mejillas cruzadas por cinco franjas rosas.



Cuando se dejó caer de espaldas sobre el suelo me abalancé sobre él, dispuesta a pedirle perdón, a decirle que no sabía por qué había hecho aquello.



Por sus convulsiones supe que se estaba riendo. Como si le hubiera contado un buen chiste. Me tumbé a su lado y seguimos riendo cuando extendió el papel celofán sobre nosotros, para que las nubes que se veían por la claraboya fueran nubes en technicolor.

miércoles, 24 de junio de 2009

Ismaíl Kadaré, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2009



Se ha hecho justicia.

Leer más aquí


Y una recomendación: EL CORTEJO NUPCIAL HELADO EN LA NIEVE, un cuento imprescindible.

martes, 23 de junio de 2009

Un relato de Manolo D. Abad




UN ARGUMENTO PELIGROSO
Los días pasaban y Xavi Vega veía cómo la fecha de entrega de su manuscrito se acercaba más y más. Ya se había gastado dos anticipos y cuando Ernesto Vázquez, su editor, volviese a llamarle ya no quedaría ninguna excusa que poner. Vega paseaba por el bello boulevard, tomaba café o vino en la terraza del hotel, se bañaba en la coqueta piscina o deambulaba por las noches por algunos de los locales de la ciudad, pero no conseguía quitarse de sus pensamientos a Sofía Farreras. Hacía dos meses que le había abandonado y, desde entonces, apenas si había conseguido terminar los artículos semanales comprometidos por un buen contrato con un diario de difusión nacional. Sólo fantaseaba con el cuerpo de Sofía cimbreándose sobre el suyo, recordando los veintiún meses de fuego y rosas. La culpa había sido suya, no cabía duda. Demasiadas infidelidades, demasiado alcohol, demasiada noche, demasiados éxitos inesperados. Eso, y una mujer ambiciosa que se había aproximado a su sombra para brillar más que él. A ella no le bastaba la reducida fama de ser una de las pequeñas estrellas de la televisión autonómica. Necesitaba más. Y Xavi no parecía dispuesto a ser ese servicial y brillante perro faldero en el que ella quería convertirle.
Siempre le habían hecho gracia los desajustes sentimentales y ahora era él quien padecía esos efectos: Una sequía creativa pertinaz. Hasta Farreras, siempre había encontrado remedio a los finales inesperados. Él había sido quien los había provocado, yéndose a una nueva aventura, a una nueva historia antes de que la otra hubiese acabado. Cuando los hechos se consumaban ya no había heridas que lamer. El rostro de la precedente se difuminaba hasta no percibir su expresión en las escasas ocasiones en que pudieran cruzarse por las calles. En cambio, la figura de Farreras se colaba, tras el programa cultural que Vega consumía muchas noches, exultante, plena de esa belleza que derrotaba cualquier reticencia. Cada aparición invitaba al lamento, a una noche en blanco dando vueltas en la cama y a la cabeza. Vega no quería escribir sobre lo suyo. Fue una idea ridícula que se le apareció en uno de los momentos de mayor debilidad. Pero no, no podía acabar siendo una especie de Corín Tellado posmoderna, como le había sucedido a alguna que otra promesa literaria proclamada realidad apresuradamente. Debía buscar, aunque se tratase de una contrarreloj contra sí mismo. La temperatura primaveral, los paseos, ayudaban a mitigar la sensación de fracaso total que se asomaba siempre que un hermoso cuerpo le sugería el de Sofía Farreras.
Apenas si hablaba con nadie. Tampoco tenía muchas ganas, no era de esa clase de tipos capaces de observar en torno a sí mientras entablan conversación con el primer extraño con el que se encuentran. Sólo algunos barmans habían logrado traspasar apenas la máscara de silencio que Xavi Vega había tejido en torno a sí. Aquella noche de jueves era una de esas noches en que las defensas estaban bajas y el escritor se encontraba más dicharachero que de costumbre. Quizás habían ayudado los cuatro gin-tónics que llevaba en el cuerpo, quizás. El caso es que Vega comenzó a recorrer con su mirada el club de jazz en el que se encontraba, a la busca de una mujer o de una historia. Alrededor del escenario, donde un cuarteto desgranaba blues, una decena de mesas presentaban escenas que podrían servir para abrir la mente del artista en crisis. El escritor, desde la atalaya de la barra tres escalones más alto que las mesas, observaba sin fijarse, dejándose llevar por los sonidos tristes de la armónica, el bajo, la guitarra y la batería, por la voz profunda del cantante, por sus historias de amor y desamor. El humo, la música, el alcohol comenzaban a hacer su efecto en el ánimo de Vega.
-Otro gin-tónic. Oye, ¿quién es esa tía?
-¿Cúal?
-Esa que lleva ese vestido negro tan sexy, está sola en esa mesa y parece tan triste.
-Se llama Tatiana. Es la novia de Cabanas, un tiburón peligroso.
-¿Peligroso?
-Peligroso si llevas un negocio y tienes algo que a él le interese.
-Y, ¿qué le interesa?
-Todo aquello que le pueda dar dinero fácil. Un club de jazz como éste, por ejemplo, no. Además aborrece el rock y el jazz. Cabanas sólo quiere locales de música borrega.
-Y ella, ¿qué pinta aquí?
-A ella sí le gustan los locales nocturnos y la música con clase. Viene aquí escapando de él. Creo que quiere dejarlo, pero nadie abandona al gran Cabanas. Es él quien lo hace.
-¡Menudo elemento!
-No lo sabes bien, Xavi.
Ya se tuteaba con René, el rubio camarero, siempre de traje impoluto y estampa de duro de película.
El grupo terminó tras una hora de actuación en la que Tatiana apenas si había despegado sus ojos del escenario. Al finalizar, el cantante y armonicista se acercó a ella y le besó, cariñoso, en ambas mejillas. Charlaron distendidos varios minutos tras los que Tatiana se dispuso a salir del local. Cogió su largo abrigo de cuero del guardarropa seguida de cerca por Vega. Tomó el camino del boulevard de la playa y comenzó a pasear mirando al cielo, presidido por una enorme luna a punto de ser llena. El escritor la seguía a una distancia prudencial mientras observaba el mar iluminado por la luna, toda una invitación a abrir la mente. El corazón le latía con fuerza, por fin parecía haber encontrado algo emocionante en la tediosa rutina en la que se había sumergido para huir del recuerdo de Sofía Farreras. La misteriosa mujer de negro estaba llegando al final del paseo de la playa cuando el chirrido de las ruedas de un coche frenando bruscamente despertó a Vega de sus pensamientos. Un grandullón se bajó de un enorme Mercedes negro y mantuvo unas palabras con Tatiana al tiempo que sujetaba con fuerza su brazo izquierdo. La mujer trató de desasirse del matón pero éste cejó en su empeño. Vega trató de acercarse más, desafiando la prudencia y la discreción. Finalmente, tras un feo forcejeo, durante el cual Tatiana intentó abofetear, sin éxito, al matón, éste optó por subir al asiento trasero del coche e irse. La mujer lanzó su pequeño bolso contra el suelo y dio dos pasos tambaleándose. El tacón de uno de sus zapatos se había roto. El escritor se acercó a ella. Era el momento.
-¿Se encuentra bien? Parece mareada...
-¡Y a usted que le importa!
Era aún más hermosa vista de cerca. También rubia, como Farreras, pero su rostro no imponía esa belleza de quien se sabe seguro de sí mismo y del poder de su físico. Tatiana poseía unos rasgos mucho más dulces, la de aquella que no fía a su hermosura su camino en la vida.
Xavi había llegado hasta ahí y ahora nada podría detenerle. La exclamación de la mujer parecía venir más de la excitación del momento vivido que de un rechazo hacia él.
-Perdone, yo no...
La mujer escrutó su mirada con curiosidad.
-Discúlpeme a mí. Estoy bastante nerviosa...
-He visto lo que ha pasado y, luego, la he visto tambalearse y me ha preocupado. Le reitero mis disculpas si la he molestado.
-No, no, no es nada. Por favor, quédese. No me encuentro muy bien.
-¿Quiere que vayamos a algún sitio a tomar algo? Le relajará.
-¡Oh..., bien, sí! Sus mejillas enrojecieron.
El escritor conocía un pequeño local muy cerca de allí, de iluminación oscura, bastante discreto, donde podrían pasar desapercibidos. Se acomodaron en uno de los seis discretos reservados del pub, lejos de la pista donde bailaban, amarteladas, cuatro parejas. El lugar idóneo para una pareja que pretende pasar desapercibida.
Hablaron durante horas como si se conocieran desde hacía muchos años. Cuando el encargado del local les indicó que la hora del cierre ya había sido rebasada con creces, se dieron cuenta que sólo ellos permanecían dentro. Xavi acompañó a Tatiana a su casa y, en el momento de la despedida, optó por un beso en la mejilla derecha de la rubia. No pudo evitar el recuerdo de la trifulca con los guardaespaldas de Cabanas y la posibilidad de que éstos estuvieran observando la escena. Un bello amanecer se cernía sobre la ciudad y el escritor apuró el tiempo paseando por el boulevard de la playa, sin prisa por llegar a su hotel.
El teléfono de la habitación despertó a Vega. Lo hizo con esa extraña sensación de no saber dónde se encontraba ni en qué momento del día se hallaba.
La voz servicial del conserje del hotel le indicó que una mujer le esperaba.
-¿Podría decirme la hora que es, por favor?
-Son las nueve y media de la noche.
Fue entonces cuando recordó con nitidez todo lo acontecido y que la mujer en cuestión debía ser con toda seguridad la novia o exnovia del empresario Cabanas. La ducha consiguió despejarle lo suficiente para abordar lo que podía ser una gran velada.
La mujer estaba mucho más hermosa que la noche precedente. Vega contempló su rostro, más maquillado, sin la turbación que la había agitado veinticuatro horas antes. Fueron a cenar, pero no acudieron al club de jazz. Vega se escondía, era fundamental no ser visto por personas conocidas. Volvieron al mismo pub de la noche anterior y acabaron en la casa de Tatiana. Hicieron el amor apasionadamente toda la noche. Mientras fumaban un pitillo, entrelazados, el escritor no recordó que Sofía Farreras se hubiera entregado nunca como Tatiana lo había hecho.
-Voy a dormir un poco, dijo la mujer.
-Será mejor que me vaya a mi hotel. A veces ronco un poco y no quiero estropearte el descanso. La besó en la boca y el aroma del tabaco rubio le supo a gloria.
Volvió a pasear por el boulevard de la playa, donde los primeros bañistas comenzaban a tomar posiciones. Se sintió liberado. Un gran peso parecía haberle abandonado. En su hotel desayunó en abundancia, se dio una ducha y escribió sin parar hasta que el cansancio pudo con él, a eso de las cinco de la tarde.
La llamada de la conserjería del hotel le despertó como en la noche pasada. Y, como entonces, era Tatiana quien le esperaba.
Durante la cena, en el mismo restaurante, la exnovia del empresario Cabanas se mostró más reservada. Algo parecía inquietarle hasta que, a los postres, acabó por decirle.
-Tengo que hablar con él antes de que nos vayamos.
Habían planeado irse al día siguiente. Era final de mes y Tatiana abandonaría su apartamento, su vida anterior y se iría a una nueva ciudad, aquella en la que vivía Vega, lejos de Cabanas, lejos de líos, en pos de un nuevo horizonte. Volvería a buscar trabajo como azafata de congresos y abrazaría una vida en común junto a Xavi Vega.
-No me parece una buena idea, respondió el escritor.
-Lo sé, pero tengo que hacerlo. No soporto huir más tiempo de él.
-De acuerdo. Vega sabía que ella había tomado una determinación y sería inútil disuadirla. Tras la cena, Xavi la acompañó hasta su portal y se despidió de ella. Ambos tenían que hacer.
El escritor acudió muy temprano a alquilar un automóvil con el que se dirigió a montar guardia en el portal de Tatiana. No quería perderla de vista. Tenía miedo que pudiera sucederle algo, era una de esas inquietudes que desatan gestos, expresiones apenas perceptibles pero de las que emanan síntomas nocivos.
Dos paquetes de tabaco después, Tatiana salió de su domicilio. Vega no se precipitó y esperó para ver si sería más fácil seguirla a pie o en el recién alquilado coche. Se decidió por ir a pie y la elección fue correcta, puesto que el trayecto de la rubia fue bastante corto. Un par de manzanas y flanqueó un elegante portal de una vivienda de lujo, con un portero a la entrada que saludó como si la conociera de toda la vida. El escritor aprovechó para ir a buscar su automóvil y tratar de estacionarlo cerca de ese lugar.
Habían pasado varias horas sin novedad. Vega dudaba pensando en la posibilidad de que Tatiana hubiese salido inmediatamente y no la hubiera visto salir al haber acudido a buscar su automóvil. Recordó a uno de los matones de Cabanas al verlo salir del portal con andares de boxeador sonado. Pero de la rubia, ni rastro.
Una media hora después, un terrible estruendo hizo a Xavi salir de su coche. Miró en torno suyo: Gente corriendo, voces, confusión. Trató de abstraerse de la situación, de los gritos de pánico, de las carreras. Unos diez metros delante de donde había aparcado el coche de alquiler, en la acera de enfrente, un cuerpo yacía sobre el capó de un automóvil. Vega permaneció en silencio, sujetando la puerta de su vehículo, cuando la voz de Tatiana le sobresaltó.
-Vámonos de aquí. El problema ya está resuelto.
-¡Pero...!
El escritor sintió un extraño escalofrío pero condujo despacio abriéndose paso entre la alboratada multitud que contemplaba, asombrada, el cuerpo sin vida del conocido empresario Mateo Cabanas.

Este relato es el botón de muestra de lo que puedes encontrarte al leer cualquiera de las historias de Vasos sucios en la madrugada. Relatos marcados por dos hilos conductores presentes en todos ellos: la noche y el alcohol. Los dos elementos que guarecen, que transforman, que amparan secretos: los dos ingredientes de la alquimia de la mala vida.

Estas historias no os dejarán indiferentes.

Para saber algo más sobre el libro y, sobre todo, sobre el periodista y melómano Manolo Abad, pincha aquí



lunes, 22 de junio de 2009

LA BIBLIOTECA IMAGINARIA: novedades a 22 de junio de 2009


Esta semana viene cargada de cuento:

LA BIBLIOTECA IMAGINARIA
Novedades a fecha 22/6/2009
- Conversamos en diferido con ALBERTO GARCÍA SALIDO
- El tipo que escucha, de Alberto García Salido, reseña escrita por Cristina Monteoliva.
- La soledad de los ventrílocuos, de Matías Candeira, reseña escrita por José Cruz Cabrerizo.
- El paseante de las dos orillas, de Guillaume Apollinaire, reseña escrita por Raúl Rubio Millares.
- Nueva entrega de Noticias/Promociónate

Atmósferas: 100 relatos para el mundo



Os presento un proyecto literario y social interesante. Desde Escritores en Red vía Javier Ribas me hacen llegar la materialización hecha libro de un sueño. Cien relatos que distintos autores han donado para hacer del mundo un lugar más habitable, para volver la mirada hacia donde cuesta mirar.
Para obtener más información del proyecto o comprar el libro pincha aquí
Todos los beneficios del mismo son donados a la Fundación Vicente Ferrer, concretamente para becas de estudio.
Creo que merece la pena echar una mano.

viernes, 19 de junio de 2009

Presentación de "Cuentos para hambrientos"



VIERNES 19 DE JUNIO

19:00

tEATRO fEDERICO gARCÍA lORCA

GETAFE

lunes, 15 de junio de 2009

El colibrí blanco (fragmento)




TIROS EN LA NOCHE
¡Dios, Dios, Dios! ¡Qué he hecho!
El eco del trueno atravesó el silencio del bosque. La gasa helada que cubría la noche se quebró en dos. Se juntaron el aliento y la nube de humo. Poco a poco, el jadeo se fue apagando, alejando tras las pesadas huellas que descendían la ladera.
Parecía que lloraba.

EL COLIBRÍ BLANCO
Expiró. En ese mismo instante, vi aparecer en el centro de la habitación un colibrí blanco. Giraba rápido, bufando como un moscardón, con el pico hilado a un centro invisible. Formaba a cada vuelta órbitas más pequeñas, cada vez con más celeridad, componiendo una espiral vertiginosa que se elevó hasta llegar al techo de la sala. Tras una luz deslumbrante que inundó la habitación, desapareció. Duró un segundo.

Este es un fragmento de mi nueva propuesta literaria. Una vez más, no nos pondremos de acuerdo si es cuento, novela, nouvelle, novela corta o mixtura. Como a mí me gusta, fuera de etiquetas. Lo que es seguro es que requiere la complicidad del lector para enfrentarse a un proyecto con forma de puzzle que contiene narraciones con saltos en el tiempo, cartas, informes policiales y alguna que otra sorpresa. Me permito una recomendación: léanlo de una sentada, dispongan de un par de horas en un entorno amigable para, como decía Poe, no romper la intesidad ni la atmósfera buscada con la narración.


Mañana se presentará en Madrid de la mano de Miguel Ángel Zapata y Carlos Salem. También mañana se presenta por el distribuidor a las librerías, por lo que en una semana el colibrí estará volando por esos océanos llenos de papel y sueños.

Quisiera desde ya agradecer la apuesta por esta obra de mis editores, EH EDICIONES, mucho antes de que la misma resultase finalista del premio Felipe Trigo de Narración Corta 2008. Gracias por el calor y empeño para que El colibrí blanco inaugurase su colección de narrativa después de decenas de libros de poesía editados en su colección "Hojas de bohemia". Y gracias a Pilar González García-Mier por la fantástica ilustración de la portada.

El pequeño colibrí de nieve vuela ya en busca de corazones que conquistar.

viernes, 12 de junio de 2009

Revista digital LA BIBLIOTECA IMAGINARIA

LA BIBLIOTECA IMAGINARIA
Novedades a fecha 11/6/2009
- Conversamos en diferido con Rebeca Tabales
- Eres bella y brutal, de Rebeca Tabales, reseña escrita por Cristina Monteoliva
- Nuevos relatos para leer en el autobús, de Varios Autores, reseña escrita por José Cruz Cabrerizo.
- Mortal y Rosa, de Francisco Umbral, reseña escrita por Pedro Crenes Castro
- Nueva entrega de Noticias/Promociónate.
En el boletín anterior : Raúl Rubio Millares entrevistó a CARLOS CASTÁN y reseñó su último libro de cuentos Papeles dispersos.

jueves, 11 de junio de 2009

El peluquero de Dios, de Antonio Crespo Massieu


El peluquero de Dios
Antonio Crespo Massieu
Narrativa Bartleby,2009


7 obras de arte
por Esteban Gutiérrez Gómez


El valor de los recuerdos, el poder de evocarlos en una fotografía, en un cuadro; volver allí donde nunca deberíamos volver, el momento en que todo se perdió.

Antonio Crespo Massieu con estos siete relatos nos presenta a personajes que vuelven su mirada al pasado para encontrar aquél suceso que marcó su destino para siempre. Todas las historias marcadas a fuego en la mente, todas con olor a guerra. Sucesos gravísimos que han madurado en el tiempo y se divisan lejanos y asumidos.

Para ello se ayuda de profusas descripciones y un tono narrativo tierno y melancólico que nos sitúan inmediatamente en la vivencia personal del personaje, que son hacen vivir con él cada una de las historias, vivir personalmente cada uno de los sentimientos que ellos parecen sentir.
Ese tono narrativo será el que seguramente (y sin comparación porque en todo caso sería un logro del autor) recuerde al lector aquellos Girasoles ciegos de Alberto Méndez. A ello ayuda utilizarlo también en sucesos extremos, relacionados con todo tipo de guerras.

Los siete relatos son obras de arte.

“Un olor a verbena”, el primero de ellos, llena de esperanza los corazones en una situación crítica, seguramente la más espantosa que un ser humano puede vivir, y da la pauta para lo que el lector se va a encontrar en el libro: buscar la fuerza para seguir adelante en los recuerdos, porque el pasado que no nos ha matado nos hará más fuertes.

Don Alberto, el viejo profesor que se jubila, y que de todos los recuerdos imborrables que llegan en ese momento a su mente, el único que quisiera olvidar es el que cada día le atormenta, el fantasma de ese alumno al que defraudó, es el personaje del segundo relato: “La última clase”.
“El peluquero de Dios”, relato que da título al libro, es una historia bárbara pero entrañable que no voy a desvelar al lector. La vida de Samuel Lipstein se quebró aquél día que dio un paso al frente y decidió vivir. Juzguen ustedes mismos.

“Una fotografía”, al igual que el siguiente relato, “Pequeño paisaje con mirada”, nos muestra el poder telúrico de las descripciones de Antonio Crespo Massieu , su capacidad para envolver al lector y situarlo lejos en el tiempo para vivir uno de los momentos de quiebros al destino. La única diferencia es que en el segundo de los relatos el autor madrileño se reserva la única excepción al realismo que domina el libro, y lo hace también de manera silenciosa, natural, perfectamente lógica, como ocurrió con los peces aquellos de Cortázar.

“Madrid en otoño” es una bellísima historia de amor truncado por la dictadura argentina, que invita a la relectura por el placer de volver a disfrutar de ella.

El último de los relatos, “El regreso”, muestra una trama más complicada, también relacionada con los horrores de la guerra y de las dictaduras, y contiene a mi modo de ver la clave para comprender la profundidad del libro: “A veces hay que regresar. Irse, tomar distancia, luego volver. Mirar entonces con otra mirada. Descubrir este paisaje [...] y verlo como recién aparecido. Tan diferente, tan extraño, tan reconocible y ya tan ajeno.”


Este es, en definitiva, un libro de relatos muy valioso, imprescindible diría yo, que gustará a los lectores a los que encantó aquella única y asombrosa propuesta literaria de Alberto Méndez, y al que deseo su misma suerte porque habrá muchos lectores, como yo, que estaban deseando volver a posar sus ojos en relatos como aquellos, que narraban la barbaridad del mundo desde la melancolía del perdedor pero no vencido.

Y que nadie busque polémicas en el parecido de ese peculiar tono narrativo tan difícil de lograr. Antonio Crespo Massieu, más poeta que narrador, define los objetivos de su poesía de esta manera: “Mirar el mundo con los ojos de las víctimas, los olvidados, los excluidos de la historia. La poesía es esta mirada, esta voz herida”.
No cabe entonces ninguna duda.


Antonio Crespo Massieu (Madrid, 1951) es licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense y Diplomado en Estudios Portugueses por la Universidad de Lisboa. Profesor de literatura española en Enseñanza Secundaria. Ha publicado la antología comentada Una mano tomó la otra. Poemas para construir sueños (Comunidad de Madrid, 2002), en coautoría con Pedro Hilario, Roberto Bravo y Fernando Cañamares. Desde 1997 es responsable de las páginas literarias de la revista "Viento Sur", de cuya redacción forma parte. Ha escrito los poemarios: Acaso revelación, En este lugar (Fundación Kutxa, Donostia- San Sebastián, 2004) que obtuvo en 2004 el “Premio de Poesía Kutxa. Ciudad de Irún” en su XXXV edición, Orilla del tiempo (Germania, Valencia, 2005) y Elegía en Portbou. Ha publicado trabajos de investigación y de creación literaria en revistas como Anthropos, Revista da Faculdade de Letras-Universidade de Lisboa, Asparkía, La ortiga, Dossiers feministes, Diálogo de la lengua, El cielo de Salamanca, Riff-Raff y Viento Sur. Poemas suyos han sido incluidos en las antologías poéticas: La paz y la palabra, Letras contra la guerra (edición de Manuel Francisco Reina, Odisea Editorial, Madrid, 2003), Una mirada hacia la poesía española actual (revista Luna Nueva, Colombia, 2003), Voces del extremo V. Poesía y Realidad (Fundación Juan Ramón Jiménez, Moguer, 2003), Agua. Símbolo y memoria (Slovento, Madrid, 2006), Vida de perros (Editorial Buscarini. Logroño, 2007), Calendario de la poesía española. Antología poética (Alambra Publishing, Bertem, Belgium, 2007), Calendario de la poesía en español. Antología poética (Alambra Publishing, Bertem, Belgium, 2008), Voces del extremo IX-X. Poesía y capitalismo (Fundación Juan Ramón Jiménez, Moguer, 2008) y Los centros de la calle. Antología pequeña (Germania, Valencia, 2008) .

miércoles, 10 de junio de 2009

Presentación en Madrid de EL COLIBRÍ BLANCO



Presentación de EL COLIBRÍ BLANCO
Miguel Angel Zapata y Carlos Salem harán los honores
martes, 16 de junio de 2009
19:00
Espacio Ámbito Cultural de El Corte Inglés
Calle:Serrano, 52 7ª planta
Madrid, Spain
Dirección de correo electrónico:


Hola amigos.
El próximo 16 de junio a las 19:00 horas en la Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés, Calle Serrano, 52 7ª planta (MADRID) se presentará mi nueva novela El colibrí blanco.
Contará con la participación de Carlos Salem y Miguel Ángel Zapata.
Espero que allí nos podamos ver.
Un cordial saludo,
Esteban Gutiérrez Gómez


EL COLIBRÍ BLANCO
Finalista del Premio Literario Felipe Trigo de Narración Corta 2008

"Abandona uno noqueado, felizmente aturdido las páginas de El colibrí blanco, la nueva novela de Esteban Gutiérrez, sacudido por una narrativa magistral que desbroza, a camino entre una prosa de trinchera y la iluminación lírica, nuestro episodio histórico más trágico, aportando una visión personal y caleidoscópica de los espectros emocionales en que se convirtieron los represaliados, de los caminos inusitados y justos que la redención tendría que encontrar para algunos de ellos en alianza con el tiempo.
Antonio Menéndez Seoane, "el Carnicero" es, quizá, uno de los personajes más arrebatadores y de trazo más escalofriante que he tenido la suerte de poder disfrutar en mucho tiempo"

Miguel Ángel Zapata

domingo, 7 de junio de 2009

Sarta de cuentos y otros relatos, de Raúl Rubio


Una vez acabado el libro de cuentos de Raúl Rubio, Sarta de cuentos y otros relatos, lo primero que denotará el lector es que todo el amor por la literatura en general y por el cuento en particular que desprende el libro ha traspasado la cubierta y es capaz de alojarse en su corazón.
Casi todos los relatos cuentan con un personaje lector, escritor, mayormente cuentista, que focaliza en la literatura el Sol de su vida. Para mí entonces fue fácil empatizar con ellos, porque compartimos la misma pasión.
Las propuestas son interesantes, denotan las influencias cortazianas que esperaba encontrar y el gusto por el riesgo y la experimentación que seguro el amigo Poli ha inculcado en él.
Fruto de ello es un cuento excepcional, original y muy trabajado, que sería merecedor de un espacio reservado en los talleres de escritura creativa. Estoy escribiendo sobre “Manual de instrucciones”, una ensoñación atrevida que cautivará a cualquier lector. ¿Qué dirían ustedes si leyendo las instrucciones de uso de su pequeño electrodoméstico recién comprado descubriese que alguien les cuenta su vida?
Fantástico.
Otros relatos que destacaría de la propuesta de Raúl Rubio son: “La epidemia”, cuento en el que la historia subyacente está presente desde su inicio para al final emerger, como mandan los cánones, superando la aparente historia principal. En este relato la literatura es pan de vida. “La boda del primo Beltrán” les llamará la atención por su final y porque demuestra que Raúl sabe guardar el secreto. “Aquelarre” me hizo disfrutar especialmente. Es un cuento para cuentistas que se verán reflejados en alguno de los personajes que pululan por él. El hastío final es compresible.
Con sólo estos cuatro cuentos el libro ya merece la pena. Pero hay más... y no se los voy a descubrir.

sábado, 6 de junio de 2009

Un microrrelato, 7.000 euros


La Fundación César Egido Serrano convoca el I Concurso Internacional de Microrelatos “MUSEO DE LA PALABRA” de acuerdo con las siguientes bases:
1. Podrán participar cuantos escritores de cualquier país del mundo lo deseen.
2. Se establece un premio de 7.000 euros al microrrelato ganador del certamen.
3. Los originales (uno por autor como máximo) estarán escritos en lengua española y no podrán superar los 600 caracteres con espacios incluidos. Se enviarán exclusivamente rellenando el formulario que se encontrará en la página web del Museo de la Palabra: www.museodelapalabra.com. Los textos serán originales, inéditos en todos los medios (en papel, blog, publicaciones electrónicas, en red…) y que no hayan sido premiados en cualquier otro certamen.
4. El autor que envíe más de un microrrelato será descalificado.
5. El plazo de recepción de originales comenzará el día 1 de junio de 2009 y terminará a las 24h del día 30 de julio de 2009 (hora peninsular española).
6. El jurado evaluador hará una selección de finalistas que no superará los 150 microrrelatos. El listado de los títulos finalistas será publicado en la página web del Museo de la Palabra.
7. El fallo final del jurado se hará público dentro del año 2009.
8. El Museo de la Palabra publicará un libro con los relatos finalistas, bien por sus propios medios o mediante acuerdo con alguna editorial.
9. El relato ganador se publicará en la web del Museo de la Palabra.
10. La resolución del jurado será inapelable.
11. La inscripción en este certamen supone la total aceptación de sus bases.

Pincha sobre el cartel para acceder al formulario de envío de tu micro y SUERTE.

viernes, 5 de junio de 2009

Un cuento de Gustavo Nielsen


VALIENTE MUCHACHADA


Escribo de lo que me da miedo.

Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.

Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de teléfono y lo guardé.

Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano, con la luz apagada, parecía la cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la Capital.

Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para su abuela: ese barco estaba mal pertrechado; jamás iba a moverse demasiado lejos del puerto.

Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.

Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán. Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.

“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año. Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había cambiado las cifras.

Hoy ese chico debe tener cuarenta y dos años. Sé que es petiso, morocho, de buen reír, y tiene las manos llenas de callos.


Quizás pocos de usteden sepan que el escritor argentino Gustavo Nielsen denunció la concesión del premio Planeta en el año 1997 y que la justicia le dió la razón siete años después.

Leer la noticia aquí

Revista digital La biblioteca imaginaria


En esta entrega, reseña y entrevista a uno de los mejores cuentistas de la actualidad, JAVIER SÁEZ DE IBARRA, que este fin de semana firmará ejemplares en la feria del libro de Madrid.
Sábado 6 de junio, de 19 a 21 h:
El reciente ganador del I Premio Internacional de Narrativa Breve Riberadel Duero, Javier Sáez de Ibarra, firmará ejemplares de “Mirar al agua”, dela Editorial Páginas de Espuma.
Librería tres rosas amarillas




LA BIBLIOTECA IMAGINARIA
Novedades a fecha 4/6/2009
- Conversamos en diferido con JAVIER SÁEZ DE IBARRA
- Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra, reseña escrita por Cristina Monteoliva
- Rompepistas, de Kiko Amat, reseña escrita por Pedro Crenes Castro
- Diccionario del habla granaína, de Alfredo Leyva, reseña escrita por Cristina Monteoliva
- Nueva entrega de Noticias/Promociónate
- Nuevos enlaces

miércoles, 3 de junio de 2009

Firmas de cuentistas en 3 rosas amarillas

Más firmas en la caseta 54 de Tres rosas amarillas:

Jueves 4 de junio, de 18 a 20 h:Víctor García Antón firmará ejemplares para nosotros de “Nosotros, todosnosotros”, de la Editorial Gens.

Viernes 5 de junio, de 19 a 21 h:Esther García Llovet firmará ejemplares de “Submáquina”, de la EditorialSalto de Página.

Sábado 6 de junio, de 12 a 14 h:Medardo Fraile y Ángel Zapata firmarán ejemplares al alimón –amarillo de lacasa- de “Escritura y verdad” y “La vida ausente”, de la Editorial Páginasde Espuma, así como del resto de su obra.

Sábado 6 de junio, de 19 a 21 h:El reciente ganador del I Premio Internacional de Narrativa Breve Riberadel Duero, Javier Sáez de Ibarra, firmará ejemplares de “Mirar al agua”, dela Editorial Páginas de Espuma.

Domingo 7 de junio, de 12 a 14 h:Hipólito G. Navarro nos firmará ejemplares de “El pez volador”. ¿Encontraráel camino su pez desde tres rosas amarillas hasta la caseta en la Feria?

Domingo 7 de junio, de 19 a 21 h:Gema Fernández Esteban, tras su exitosa presentación en la librería, nosseguirá alborotando el tupé con su “Despeinadas”, de la Editorial Gens.

Librería tres rosas amarillas
San Vicente Ferrer 34
28004 Madrid
Metro Tribunal
915 228 108
www.tresrosasamarillas.com

Juan Gracia Armendáriz firma en la feria del libro de Madrid