La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

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MI BLOG PERSONAL

sábado, 27 de febrero de 2010

Un cuento de Poli G. Navarro



JAMÓN EN ESCABECHE
Hipólito G. Navarro



Una historia pequeña debe necesariamente estar formada por una anécdota mínima con un gancho fuerte en la primera línea, un desarrollo posterior de dos o tres líneas a lo sumo, y otra línea ya más corta para cerrar con un portazo una sugerencia apenas dibujada.



A mí la historia pequeña que se me apetece ahora tendría que partir de un gancho clavado firmemente en el techo de la cocina, lo suficientemente agarrado como para soportar el peso de un buen jamón que habré comprado para sorprender a la parienta con un manjar no muy habitual en nuestra economía, continuar la pequeña historia con un taburete para colgar la pieza impresionante a una altura lo suficiente como para que sea un fastidio rebanar las lonchas y que el asunto nos dure un tiempecito, y procurarme un cuchillo bien afilado para separar las partes de tocino y catar en principio la calidad de curación de este arrebato. Luego, en una desesperación del paladar recién nacido a la abundancia y a la gula, abusar de las capacidades de mis tripas devorando la mitad del artefacto sin esperar a la parienta, que el jamón comido así como a escondidas sabe más y se cuela livianito como un caldo de gazpacho introductorio a las siestas del verano, y realizar una parada para el trago de cerveza cotidiana antes de atacar la cara oculta con ansias renovadas y la firme determinación de exterminar en diez minutos lo que aunque ya es medio jamón puede ser un argumento completísimo de bronca con la Ignacia, que vendrá reventada de apañar aceitunas para encima verme a mí vagueando en lo alto de un taburete agarrado ya tan sólo de una cuerda y limpiándome las grasas delatoras en la bocamanga del abrigo, que para entonces el hueso ya lo habré escondido en la alacena y habré terminado la faena farragosa de construir el lazo que me sirva de corbata, rodeándome el pescuezo con el aroma intenso todavía del jamoncito, antes de darle la patada definitiva al taburete que termine de una vez por todas con esta digestión tan indigesta.
Me apetecería una historia así de pequeñita, pero como no está el horno para bollos, con la Ignacia deslomada a la sombra de los olivos recogiendo los sustentos, me conformo con el culebrón de una historia más larga, con este carajo de lata de sardinas que no se quiere abrir y mira que ya tengo abierto el pan hace media hora y la cerveza sin espuma, que ya tengo claro que una tarde más me la tendré que beber sosa y sin fuerza por culpa de esta afición desmesurada y por obligación del escabeche, con lo bueno que estaría este bocadillo repleto de las lonchas de la otra historia, rebanadas con delicadeza de un jamón colgado en un gancho que pertenece a ésta y que me mira desde el techo cada tarde manejar peor el abrelatas.


[De Los tigres albinos. Editorial Pre-Textos, Valencia, 2000.
También recogido en Los últimos percances. Seix Barral, Barcelona, 2005]
Cuento cedido por el autor para su publicación en el Nº1 de AOLdE.
(¡Gracias, Maestro!)

jueves, 25 de febrero de 2010

Presentación del Nº2 de Al Otro Lado del Espejo en Tres rosas amarillas



Un edición más, y van cuatro, La Revista Al Otro Lado del Espejo, os hace participes de este recién estrenado Nº2, para ello os invitamos a que nos acompañéis el próximo día Martes 2 de Marzo en la Librería Tres Rosas Amarillas, c/San Vicente Ferrer, 34, Tribunal, Madrid, a eso de las 20:00H y celebrar este nuevo parto, para ello brindaremos con vino, también por el milagro de la sed y placer de la amistad.

Vente a pasar una tarde-noche al calor del cuento y el relato.

Nos acompañaran varios de los autores que han colaborado en este número.






PORTADA:
Gsús Bonilla
NOS CUENTAN:
Antón P.Chéjov, Oscar Sipán, Fco. Javier Irazoki, Alberto Infante, José Jacinto Muñoz Rengel, Giovanna Rivero, Roxana Popelka, Nacho Abad, Juan Pardo Vidal, Musi Al- Ramli, Déborah Vukušić, Alberto García Salido, Manu Sánchez Vicente, Fusa Díaz, Jara Bedmar, Soledad Dávia, Begoña Leonardo, Javier Das, Yolanda Calahorra, José Ángel Beckett, Batania, Esteban Gutiérrez Gómez.
ILUSTRAN:
María Couceiro, Peter Jasen (VELPISTER), Laura Rosal del Rey, Ángel González González, Federico Romero, Pedro Morillas, Daniel Orviz.

lunes, 22 de febrero de 2010

Muchachos, maten a Borges


Lo dijo Joseph Conrad


El autor sólo escribe la mitad del libro.

De la otra mitad debe ocuparse el lector.

(Joseph Conrad)



sábado, 20 de febrero de 2010

Un cuento de Ignacio Aldecoa



Un cuento de reyes

El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas.
—Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona?
—No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón.
—¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás?
—Mi señor padre.
—Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura:
—Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
—¿Qué, bailas?
—No, no bailo.
—Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas.
—Es el estómago.
—¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió:
—No, una úlcera.
—¡Ah!
__ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
—Sí tengo que ir, pero...
—Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada:
—Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente.
—¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
—¿Qué te parece, Federico?
—Bueno, como tú quieras...
—Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel...
La vendedora de lotería le felicitó:
—Vaya, has empezado con suerte, negro.
—Sí, a ver si hoy se hace algo.
—Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
—Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
—Bueno, dámelo y te invito a un café.
—¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación.
—No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés.
—Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo:
—Esto reconforta, ¿verdad?
—Sí
El «sí» fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó.
—¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó
la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón:
—Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del... de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad.
_Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
—¿Yo?
—Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo:
—Acepta, negro, tonto... Son veinte « chulís» que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
—Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
—Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se despidió.
—Adiós, píenselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de despedida.
— Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo?
—No, muchas gracias, adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada.
—Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa.
—Bueno, eso de que voy a ser Rey... —dijo Omicrón.
Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños.
—Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos:
—¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir:
—Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad.
Luego, unos guardias las echaron hacia la acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente.
Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano:
—¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó.
—¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron.


Ignacio Aldecoa es uno de los cuentistas españoles más decisivos e importantes del siglo XX. El componente social que marcó sus narraciones se echa de menos en nuestro tiempo, donde la mayoría de los cuentistas tendemos a la fantasía. Sería un buen momento para el renacimiento del cuento-denuncia social.

jueves, 18 de febrero de 2010

Lo dijo John Cheever...



La ficción es experimentación; cuando cesa de serlo, cesa de ser ficción. Uno nunca escribe una oración sin la creencia de que nunca ha sido escrita de la misma manera y quizás, incluso, con la idea de que lo sustancial de esa oración jamás se ha oído. Cada oración es una innovación.


Entrevista completa aquí

martes, 16 de febrero de 2010

Un cuento de Boris Vian

LOS PERROS, EL DESEO Y LA MUERTE
Cuento publicado originalmente con el seudónimo de «Vernon Sullivan». (N. del E.)


Me han jodido... Mañana voy a la silla. Pero lo escribiré en cualquier caso, pues me gustaría dejar una explicación. El jurado, como es natural, no comprendió nada. Además, Slacks está muerta. Me resultaba difícil hablar sabiendo que no me creerían. Si Slacks hubiera podido arrojarse del coche, si hubiera podido venir a contarlo... Pero por fin todo ha terminado. Ya no hay nada que hacer. Al menos en este mundo.
Lo malo, cuando se es taxista, son las maniáticas costumbres que se adoptan. Se circula durante todo el día y, por fuerza, acaban por conocerse todos los barrios. Hay algunos que se prefieren a otros. Conozco tipos, por ejemplo, que se dejarían hacer picadillo antes de llevar a un cliente a Brooklyn. Yo los llevo de buen grado. Los llevaba, quiero decir, porque ya no podré volver a hacerlo. Sí, es cuestión de costumbre.
Como ésa que me dio de pasar casi todas las noches, hacia la una, por el Three Deuces. Cierta vez llevé a ese sitio a un cliente borracho perdido. Se empeñó en que entrara con él. Cuando salí, conocía de sobra el género de chicas que en aquel antro podían encontrarse. El resto vino rodado, como podrán comprobar por ustedes mismos...
Todas las noches, entre la una menos cinco y la una y cinco, pasaba por el lugar. Ella salía mas o
menos a esa hora. En el Deuces actuaban cantantes con mucha frecuencia, y yo sabía quién era ella. La llamaban Slacks porque llevaba pantalones más a menudo que cualquier otro tipo de indumentaria (16). Después los periódicos dijeron también que era lesbiana. Casi siempre salía acompañada por los dos mismos fulanos, su pianista y su contrabajo, y se metían los tres en el coche del primero. Hacían un pase por otro antro, como diversión, y regresaban más tarde al Dcuces para acabar la noche. Esto lo supe más tarde.
Nunca permanecía demasiado tiempo allí. No podía conservar libre mi taxi durante todo el rato ni tenerlo estacionado demasiado tiempo. Siempre había más clientes en aquel lugar que en ningún otro sitio del recorrido habitual.
Pero, en la noche de la que hablo, tuvieron una agarrada entre los tres que resultó cosa seria. Ella le atizó al pianista un soberano puñetazo en el rostro. Tenía la mano singularmente pesada la maldita. Lo tiró al suelo con tanta facilidad como lo hubiese hecho un poli. Desde luego, él iba bastante bebido, pero aunque hubiera estado sobrio creo que se habría caído. Sólo que, borracho como una cuba, quedó tendido en la acera, mientras que el otro intentaba reanimarle arreándole bofetadas tales como para arrancarle la cocotera. No pude ver el final porque la chica optó por largarse. Abrió la portezuela del taxi y se sentó a mi lado, en el traspontín. Después encendió un mechero, y se puso a contemplarme colocándomelo debajo de las narices.
-¿Quiere que encienda la luz?
Contestó que no, y apagó el mechero. Nos pusimos en marcha. Un poco más lejos, después de haber girado en York Avenue, le pregunté la dirección, pues me di cuenta de que todavía no me había dicho nada.
-Todo recto.
A mí me daba lo mismo, claro está; el contador estaba funcionando. Así que continué recto. A esa hora sigue habiendo gente en los barrios de las boîtes, pero en cuanto se deja el centro, se acabó: las calles están desiertas. Nadie lo cree, pero pasada la una, es peor que los suburbios. Algunos coches solamente, y un tipo de vez en cuando.
Después de la idea de sentarse a mi lado, no cabía esperar gran cosa de la normalidad de la chica. La veía de perfil. Tenía el pelo negro llegándole hasta los hombros, y el tono de piel tan pálido que le daba aspecto casi enfermizo. Los labios pintados de un rojo casi negro, daban a su boca la apariencia de una oscura madriguera. El coche seguía su camino. Por fin se decidió a hablar.
-Déjeme conducir.
Paré el automóvil. Estaba decidido a no llevarle la contraria. Había visto la manera en que acababa de poner fuera de combate a su amigo, y no me apetecía en absoluto tener que vérmelas con una hembra como aquélla. Me disponía a echar pie a tierra cuando me agarró por el brazo.
-No merece la pena. Pasaré por encima de usted. Haga sitio.
Se sentó primero sobre mis rodillas y, a continuación, se deslizó a mi izquierda. Era de carnes firmes como una barra de hielo pero su temperatura era muy otra.
Se dio cuenta de que la cosa me había afectado; se puso a sonreír, pero sin malicia. Tenía aspecto de estar casi contenta. Cuando arrancó, pensé que la caja de velocidades de mi viejo cacharro iba a explotar.


Nos hundimos como veinte centímetros en los respectivos asientos, tan brutal fue su manera de poner el coche en marcha.
Nos acercábamos a la parte del Bronx después de haber atravesado Harlem River, y seguía pisando el acelerador como una loca. Cuando me movilizaron tuve ocasion de ver conducir en Francia a determinados fulanos. Desde luego sabían darle marcha a un automóvil, pero, aun así, no lo castigaban ni la cuarta parte que aquella furia con pantalones. Los franceses se limitan a ser peligrosos. Ella era un cataclismo. Sin embargo, yo seguía sin decir nada.
¡Oh, el asunto les hace sonreír! Seguramente piensan que con mi estatura y mis músculos habría
podido poner en su sitio a la damisela. Pero no, tampoco ustedes lo hubieran intentado después de ver la boca de aquella chica y el aspecto de su cara al volante del coche. Pálida como un cadáver, y aquel agujero negro... La miraba de reojo sin decir ni pío y procuraba estar atento al mismo tiempo. No me hubiese gustado nada que un poli nos hubiera visto a los dos en el asiento de delante.
Como ya he dicho, tampoco podrían ustedes creer la poca gente que se ve a partir de determinada hora en una ciudad como Nueva York. La chica daba una vuelta tras otra metiéndose por no importa qué calle. Circulábamos manzanas enteras sin encontrar ni un gato y, de vez en cuando, distinguíamos a uno o dos individuos. Un mendigo, en ocasiones una mujer y personas que regresaban de su trabajo. Hay tiendas que no cierran antes de la una o las dos de la madrugada y otras que incluso permanecen abiertas toda la noche. Cada vez que veía un fulano sobre la acera de la derecha, la chica daba un volantazo y procuraba pasar rozando el bordillo, lo más cerca posible del individuo en cuestión. Antes de llegar a su altura frenaba un poco. Después, daba un acelerón justo en el momento de pasar a su lado. Yo continuaba sin decir ni mus, pero a la cuarta vez que lo hizo, le pregunté:
-¿Para qué hace usted eso?
-Supongo que me divierte -contestó.
No respondí nada. Ella me miró. Como no me gustaba que separase los ojos de la calzada mientras conducía, la mano se me fue atomáticamente a sujetar el volante. Entonces, como el que no quiere la cosa, me la golpeó con su puño derecho. Pegaba como un caballo. Se me escapó una maldición, y ella volvió a sonreír.
-Resultan tan ridículos cuando saltan en el aire al oír el ruido del motor...
Sin duda alguna, tenía que haber visto al perro que en aquel momento cruzaba la calle. Me dispuse a agarrarme a algún sitio para prevenir las consecuencias del frenazo. Pero, lejos de aminorar la marcha, aceleró a fondo. Pude sentir el choque y oír el ruido sordo proveniente de la parte delantera del automóvil.
-¡Cuernos! -exclamé-. ¡Está empezando a pasarse! Un perrazo como ése ha debido abollarme la
cafetera...
-¡Cierra el pico!
Parecía estar en trance. Los ojos le parpadeaban y el cacharro comenzó a hacer ligeras eses. Dos
manzanas mas adelante paró junto a la acera.
Intenté bajar para ver si el golpe había dejado señales en la carrocería, pero volvió a cogerme por el brazo. Respiraba resoplando como un caballo. En aquel momento, su cara... No, no puedo olvidar su cara... Ver a una mujer con esa expresión cuando es uno mismo quien la ha provocado es todo un placer, estamos de acuerdo... Pero estar a kilómetros de pensar en eso y verla así de repente... Había cesado de moverse y se limitaba a apretar cada vez con más fuerza el puño. Babeaba un poco. Tenía húmedas las comisuras de los labios. Miré hacia fuera. No sabía dónde estábamos, pero no había nadie. Su pantalón se abría con un cierre de cremallera. En el interior de un coche, por regla general, no suele quedar uno demasiado satisfecho. Pero, a pesar de eso, nunca olvidaré aquella vez. Ni siquera mañana, cuando los muchachos me hayan afeitado ya la cabeza.

Un poco después la hice volver a pasar a la derecha y cogí de nuevo el volante. Casi inmediatamente me obligó a parar el coche. Se arregló lo mejor que pudo, sin parar de jurar como un carretero, y echó pie a tierra para acomodarse en la parte de atrás. Acto seguido me dio la dirección de una sala de fiestas a la que tenía que ir a cantar. Intenté darme cuenta de dónde nos encontrábamos. Me sentía perdido, como cuando uno se levanta después de un mes de convalecencia. Pero conseguí mantenerme en pie, cuando a mi vez, bajé para echar un vistazo a la parte delantera dcl coche. No tenía nada. Apenas una mancha de sangre extendida sobre la aleta derecha por efecto de la velocidad. Podía tratarse de cualquier tipo de mancha. Lo más rápido era dar media vuelta y regresar por el mismo camino.
La veía en el retrovisor. Iba fisgoneando por el cristal de la portezuela. Cuando distinguí la mancha negra de la carroña sobre la acera, volví a oírla. De nuevo respiraba con más fuerza. El perro se movía todavía un poco. Debíamos haberle quebrado los riñones, y el animal se había arrastrado hasta el bordillo.
Sentí ganas de vomitar y me noté desfallecer, pero, a mi espalda, ella comenzo a reírse. Viendo que me sentía mal, se puso a injuriarme en voz baja. Me decía cosas terribles, y hubiera podido poseerla otra vez allí mismo, en mitad de la calle.
No sé de qué estarán hechos ustedes, amigos, pero por mi parte, en cuanto la hube dejado en la sala de fiestas donde iba a seguir cantando, no pude quedarme fuera esperándola. Volví a ponerme en camino casi al instante. Tenía que volver a casa. Sentía necesidad de acostarme. Vivir solo no siempre resulta muy agradable, pero, carajo, felizmente estaba solo aquella noche. Ni siquiera me desnudé. Bebí algo de lo que tenía y me eché sobre el catre. Estaba muerto. Estaba verdaderamente muerto.
Por lo demás, al día siguiente por la noche estaba como un clavo en el mismo sitio, y la esperaba justo delante de la puerta. Bajé la bandera y me apeé para estirar un poco las piernas. Había movimiento en aquel lugar. No podía quedarme más rato. Y, sin embargo, la esperaba. Salió a la misma hora de siempre.
Puntual como un reloj, la chica aquella. Casi al instante me vio. Y, desde luego, me había reconocido. Los dos fulanos la seguían como de costumbre. Ella sonrío con su sonrisa habitual. No, no se cómo decirlo. Al verla frente a mí, sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Abrió la puerta del taxi, y los tres se metieron en su interior. Se me cortó la respiración. No me lo esperaba. Idiota, me dije. ¿Cómo no te has dado cuenta de que para una mujer como ésta todo se queda en caprichos? Una noche tal vez le hayas apetecido, pero la siguiente no eres más que un conductor de taxi. Un desconocido.
¡Y que lo digas...! ¡Un desconocido...! Conducía como un tarugo, y a punto estuve de empotrarme en la trasera del cochazo que llevábamos delante. Echaba humo, seguro. Me sentía mal y todo. Detrás de mí, los tres lo estaban pasando bomba. Ella les contaba historias con su voz hombruna, aquella voz, carajo, que parecía salir de la garganta a contrapelo. Oírla hacía el mismo efecto que una buena curda.
En cuanto llegamos, se apeó la primera. Los dos tipos ni siquera hicieron intención de pagar. También la conocían... Desaparecieron en el interior del local, y ella se asomó a mi ventanilla para acariciarme la mejilla como si fuese un niño. Acepté su dinero. No tenía ganas de discusiones. Intenté decirle algo, pero no supe qué. Fue ella quien habló.
-¿Me esperas? -dijo.
-¿Dónde?
-Aquí. Salgo dentro de un cuarto de hora.
-¿Sola?
Yo no cabía en mi pellejo. Hubiera querido retirar lo dicho, pero ya no podía retirar nada. Me clavó las uñas en la mejilla.
-¡Habráse visto! -dijo.
Sonreía todavía. Yo apenas si me daba cuenta de nada. Me soltó casi enseguida. Me toqué el carrillo.
Sangraba.
-No es nada -añadió-. Te habrá dejado de sangrar cuando salga. Me esperas, ¿eh? Aquí.
Se metió en la boîte. Intenté verme en el retrovisor. Tenía tres marcas en forma de media luna en mitad de la mejilla. Una cuarta, algo mayor, frente a las anteriores. Apenas si salía sangre. No me dolían.
Así que esperé. Aquella noche no matamos nada. Por mi parte, tampoco obtuve recompensa.

Me pareció que hacía tiempo que no hacía el asunto ése. Como no hablaba mucho, tampoco sabía
demasiado sobre su vida. En cuanto a mí, vivía aletargado durante el día y, por la noche, cogía el
armatoste y me iba a buscarla. Ya no se sentaba a mi lado. Hubiera sido demasiado tonto dejarnos echar el guante por eso. Cuando lo pedía, yo me bajaba y ella se ponía en mi sitio. Al menos dos o tres veces por semana conseguíamos dar caza a algún perro o a algún gato.
Pienso que empezó a apetecerle algo más a partir del segundo mes. La cosa comenzaba a hacerle
menos efecto que las primeras veces, y creo que por entonces se le ocurrió la idea de buscar una presa más importante. El asunto me parecía natural, para qué engañarles... Ella no reaccionaba ya como antaño, y a mí me apetecía que volviera a hacerlo. Sí, lo sé. Dirán que soy un monstruo, pero ustedes no conocieron a aquella chica. Matar un perro o matar a un niño; me hubiese dado igual con tal de complacerla. Así que nos cargamos a una joven de quince años. Estaba paseando con su amigo, un marinero. Volvían del parque de atracciones... Pero mejor será que lo cuente.
Slacks se mostraba implacable aquella noche. En cuanto se montó, me di cuenta de que necesitaba algo. Al instante comprendí que, aunque tuviéramos que rodar toda la noche, habría que encontrar algo.
¡Caray, la cosa se presentaba mal! Enfilé directamente por Queensborough Bridge y, desde allí, por las autopistas de circunvalación. Nunca había visto tantos coches y tan pocos peatones. Lo normal, me dirán ustedes, en las vías rápidas. Pero aquella noche no me lo parecía. No, no estaba en lo que hacía. Rodamos kilómetros y kilómetros. Dimos toda la vuelta y, al final, nos encontramos en pleno Coney Island. Slacks llevaba el volante desde hacía un rato. Yo iba detrás, procurando sujetarme bien en los virajes. Simplemente esperaba, como de costumbre. Dicho está que yo vivía aletargado. Y sólo me despertaba cuando ella pasaba a la parte de atrás para reunirse conmigo. ¡Cuernos! No quiero volver a pensar en ello. La cosa fue simple. Comenzaba a zigzaguear desde la Veinticuatro Oeste hacia la Veintitrés, cuando les vio. Se divertían aminando él sobre la acera y ella a su lado, por la calzada, para parecer aun mas pequeña. El muchacho era grandote, un mocetón. Vista de espaldas, la chica parecía muy joven. Tenía los cabellos rubios y llevaba un vestido diminuto. No había demasiada luz. Vi el movimiento de las manos de Slacks sobre el volante. Qué zorra. Bien sabía lo que se hacía. Cargó sobre el bordillo y enganchó a la
chica a la altura de las caderas. Tuve la impresión de estar a punto de reventar. Sin embargo, reuní fuerzas para volver la cabeza. Como un amasijo de carne inerte, la joven estaba en el suelo. Su amigo gritaba y corría detrás de nosotros. Después vi salir de su escondrijo un coche verde, uno de los antiguos patrulleros de la policía.
-¡Más rápido! -grité.
Ella me miro un segundo, y a punto estuvimos de subirnos a la acera.
-¡Pisa...! ¡Pisa...!
Sé muy bien lo que me perdí en aquel momento. Lo sé. No veía más que su espalda, pero sé
perfectamente lo que hubiera sido. Por eso, ahora, todo me importa un rábano, ¿me entienden? Por eso es por lo que me importa un bledo que los muchachos vayan a afeitarme el coco mañana por la mañana. Es más, por mí como si me quieren dejar flequillo, cosa de reírse un rato; o pintarme de verde, como el coche de la policía. Me da absolutamente igual, ¿me entienden?
Slacks pisaba. Consiguió salir del paso y desembocamos en Surf Avenue. La vieja cafetera hacía un ruido horroroso. Detrás, la de la policía debía estar empezando a darnos alcance.
Poco después alcanzamos una rampa de acceso a la autopista. Se acabaron los semáforos rojos.
¡Caray! ¡Si hubiera tenido otro coche...! Todo se conjuraba. Y el de atrás arrastrándose también, pero pisándonos los talones. Parecía una carrera de caracoles. Era como para arrancarse las uñas con los dientes.
Slacks ponía de su parte todo lo que podía. Yo seguía no viendo más que su espalda, pero sabía lo que le apetecía, y me apetecía tanto como a ella. Le chillé una vez mas: «¡Pisa!». Y pisó. A continuación volvió la cabeza un segundo. Otra patrulla desembocaba en aquel momento por una rampa en la pista. Ella no la vio. Nos alcanzaba por la derecha. Por lo menos venía a setenta y cinco por hora. Al ver el árbol me hice una bola, pero ella ni siquiera se inmutó. Cuando me sacaron de entre la chatarra berreaba como un animal, y Slacks seguía sin moverse. El volante le había hundido el tórax. La extrajeron con muchas dificultades tirando de sus pálidas manos. Tan pálidas como su cara. Babeaba todavía ligeramente. Tenía los ojos abiertos. Yo tampoco podía moverme a causa de mi pata, que se me había doblado de mala manera. Pero les pedí que acercaran su cuerpo a mi lado. Entonces fue cuando vi sus ojos. Y después la vi a ella. Tenía sangre por todas partes. Chorreaba sangre. Salvo del rostro.
Le quitaron el abrigo de piel y vieron que no llevaba nada debajo, excepto los pantalones. La pálida carne de sus caderas parecía asexuada y muerta bajo el resplandor de los reflectores de sodio que iluminaban la calzada. La cremallera del pantalón estaba ya abierta cuando nos dimos contra el árbol...
(1947)


(16) Cierto tipo de pantalón deportivo muy suelto con pliegues en la cintura. (N. del T.)

jueves, 11 de febrero de 2010

22 escarabajos, presentación en Madrid



Librería Tres rosas amarillas y Editorial Páginas de Espuma

te invitan al GRAN CONCIERTO BEATLE

con Mario Cuenca Sandoval (bajo),

Fernando Iwasaki (guitarra)

y Andrés Neuman (voz)

en la presentación de

"22 ESCARABAJOS",

Antología hispánica del cuento Beatle.

Viernes, 12 de febrero, a las 20.30 horas.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Un cuento de Juan Rulfo





La noche que lo dejaron solo




-¿Por qué van tan despacio? -les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante-. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?
-Llegaremos mañana amaneciendo -le contestaron.
Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después, al día siguiente.
Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la noche.
"Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán." También habían dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.
Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda, donde llevaba terciados los rifles.
Mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía balanceando su cabeza dormida.
Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.
Oyó cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: "De la Magdalena para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y ésta es la tercera. No serían muchas -pensó-, si al menos hubiéramos dormido de día". Pero ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos -dijeron-. Y eso sería lo peor.
-¿Lo peor para quién?
Ahora el sueño le hacía hablar. "Les dije que esperaran: vamos dejando este día para descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si tenemos que correr. Puede darse el caso."
Se detuvo con los ojos cerrados. "Es mucho -dijo-. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena". En seguida gritó: "¿Dónde andan?"
Y casi en secreto: "Váyanse, pues. ¡Váyanse!"
Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en agua fría. Ésta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del gabán: "Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas."
Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el cuerpo.

Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.
Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras.
"Está oscureciendo", pensó. Y se volvió a dormir.
Se levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.
Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: "Buenos días", le dijeron. Pero él no contestó.
Se acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más resguardado. Se lo habían dicho.
Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas terregosas.
Le parecía oír a los arrieros que decían: "Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae muchas armas."
Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.
Había que "encumbrar, rodear la meseta y luego bajar". Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.
Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.
"Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente", pensó.
Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.
"Obre Dios", decía. Y rodaba cada vez más en su carrera.
Le parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: "¡Buenos días!" Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: "Lo vimos en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí."
De pronto se quedó quieto.
"¡Cristo!", dijo. Y ya iba a gritar: "¡Viva Cristo Rey!", pero se contuvo. Sacó la pistola de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.
Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.
No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en el estómago.
Arriba de él, oyó que alguien decía:
-¿Qué esperan para descolgar a ésos?
-Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres. Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes.
-¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido.
-No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.
-Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por aquel rumbo.
Feliciano Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos.
Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.


Todo todito el llano en llamas a golpe de clik. Pinchen sobre el libro y ya me dirán...

martes, 9 de febrero de 2010

Un cuento de Antonio Toribios


Tu nombre y otros nombres
Antonio Toribios
Ed. La bolsa de pipas, 2004

En diciembre del año pasado, parte del equipo de AOLdE fuimos a León a presentar nuestra revista de cuentos . De allí me traje un cargamento de positividad (todos los abrazos del mundo) y unos cuantos libros de autores afincados en León fruto de nuestros intercambios de hachas de guerra (hachas de guerra, para el que no me conozca, es como llamo yo a los libros).

Del primer libro, El merodeador de Vicente Muñoz Álvarez, escribí hace poco tiempo. El segundo es este: Tu nombre y otros nombres, del leonés Antonio Toribios. Antonio es un cuentista, tiene alma de narrador de ficciones breves, le gusta dar la vuelta a la Historia.

He disfrutado mucho de la lectura del libro. En él hace una propuesta que aunque ya ha sido utilizada en literatura (La importancia de llamarse Ernesto, por ejemplo) no deja de ser sorprendente: el nombre que a cada uno de nosotros nos impusieron al nacer o con el que nos bautizaron más tarde los amigos, marca a las personas, y, así, Antonio Toribios inventa historias con personajes señalados con su nombre.

Es un libro que no tiene por qué leerse en el orden que se aprecia en la edición, y les sorprendería, como me ocurrió a mí, toparse de primeras con el relato Maosetún, una filigrana del cuento escrito con un tono narrativo acertado como contraposición a la tremenda historia que cuenta, de modo que el sabor agridulce no se despegará de su paladar y ese cuento no desaparecerá jamás de sus mentes; o Lorenzo, en el que nos muestra un personaje que “lógicamente” y de acuerdo a su nombre, no le importa el calor del sol, y ese calor al que está acostumbrado, significará mucho en su vida, "todo" me atrevería a decir.

Hay cuentos que se acercan al microrrelato, verdaderos disparos al entrecejo del lector, como Magdalena, que podrán leer en la Revista Al Otro Lado del Espejo próximamente gracias a la cesión de su autor, y que me dejó nocaut.

El libro puede comprarse por internet en agapea, y el autor mantinene un blog (que se llama, como no podía ser de otro modo, Almanaque) en el que ha seguido escribiendo cuentos en los que el nombre marca a sus personajes.




El cuento que les ofrezco a continuación no pertenece a Tu nombre y otros nombres. Fue galardonado con el 1er. Premio del XIX CERTAMEN DE RELATOS BREVES “Imágenes de mujeres” 2008 y da cuenta del buen hacer de este leonés.

NOCTURNO CON RELOJES BLANDOS
Antonio Toribios


(La cosa empezó por unos calabacines fritos. Sería un buen comienzo para un relato, quizás también para una conferencia. No sé si tan bueno como “el día en que lo iban a matar...” o “cuando despertó después de un sueño inquieto, Gregorio Samsa...”, quizás más chusco, pero al menos sorprendería al auditorio. Un auditorio anodino, formal hasta la nausea, que me observa desde sus cómodas butacas con expresiones que van de la falsa mueca de interés a la lasitud del bóvido tumbado en el pasto. Reconozco que hoy estoy hipersensible; no todos los días se sienten emociones dadas ya por perdidas para siempre. No todas las noches se encuentra una mujer hecha y derecha, de porvenir resuelto –qué expresión tan tonta-, con su pasado resucitado en cuerpo y sangre y con la misma o parecida alma que tenía. Miro al rector repantigado en su sillón y me dan ganas de decir en alto todo esto, en lugar de leer la sobada conferencia de la que nadie espera nada nuevo, y observar regocijada su cara demudada por el pasmo)

“Señores y señoras, muchas gracias. Que Salvador Dalí es un genio es a estas alturas un lugar común. No sólo fue un pintor de delicado e intachable oficio sino un osado creador y recreador de mitos y un escritor notable. Vamos a iniciar un recorrido...”

(Me llamo Obdulia, Obdulia Solano Iniesta, Dulita para los amigos. Soy doctora en Arte y me dedico a dirigir cursos de postgrado. Me lo repito a mí misma con frecuencia, no es que quiera presentarme a ustedes, es que a veces necesito recordarme quién soy, cuál es el hueco que ocupo en el tinglado. Hacía más de veinte años que no pisaba esta ciudad, donde estudie mi licenciatura. Ayer se presentaba el ciclo “Creación y locura”, dentro de los cursos de verano de la universidad local. Yo era la encargada de dictar la conferencia de hoy, ésa que mantiene en estado letárgico a la pandilla de estultos que me miran con cortesía forzada. O sea: “Salvador Dalí, su concepto del cosmos y el tiempo a través de sus símbolos”. Soy una reputada —eso dicen en los papeles— especialista en la obra daliniana y en especial en lo concerniente a sus relojes blandos. Ahora ya lo saben ustedes también.)

“Dalí es, si nos atenemos a sus propias memorias, un ser conflictivo y en constante crisis, ya desde la infancia. Cabría hablar de comportamientos de raíz sadomasoquista y de un Edipo resuelto de modo muy abrupto y cruel, que desemboca en el Sagrado Corazón, cuya leyenda abominable provoca una ruptura con el padre que...”

(Ayer sentí una mirada en el cogote que me hizo sentir algo ya olvidado. Creí que era un trastorno pasajero de los sentidos. Pero no, me giré y ahí estaba él, mirándome con ese mirar profundo de entonces, de siempre. Me sonrió y nos saludamos cortésmente, como si nos hubiéramos visto el día anterior. Yo me sorprendí de mi propia frialdad externa, pero mi corazón ardía de pasión. Narciso, le dije, qué sorpresa. Y él me explicó no sé qué acerca del porqué de su presencia aquí. No le oí porque estuve absorta en el movimiento de sus labios, sus labios constantemente deseados. Esta noche podemos quedar en el reloj, dijo él, a las doce, para charlar, y se perdió entre la concurrencia.)

“También, conocedor de las teorías de Einstein, los relojes blandos remiten a la concepción de la cuarta dimensión y la teoría del espacio-tiempo. Cuando la blandura afecta a un objeto sólido también indica su condición de fantasía o, mejor dicho, vestigio consciente del mundo del sueño...”

(Ahora estoy bajo al reloj de la torre, en una noche de verano que amenaza tormenta. Esto fue ayer, pero lo rememoro y la vivencia se hace presente de indicativo, mientras sigo disertando y añoro su presencia en esta sala, brillando entre tanta mediocridad. Él fue mi dueño durante los años de carrera y aún después, hasta que un día se fue a Milán, con una beca, para no volver jamás. Lo nuestro no fue ni siquiera una historia de amor. Quedábamos a menudo aquí mismo “en el reloj” para ir luego al cine o a estudiar en aquella sombría biblioteca donde nos quemábamos los ojos. A veces era cariñoso y otras distante. Yo nunca supe a qué respondían sus cambios de actitud. Pasaba meses sin hablarme y luego aparecía con un libro, una flor, siempre el libro o la flor que yo más intensamente deseaba. Tenía la rara cualidad de conocer en todo momento aquello que podía hacerme absolutamente feliz.)

“Entre sus muchas obras vamos a centrarnos en la titulada La persistencia de la memoria, conocida también como “de los relojes blandos”. Luego sería un objeto muy presente en su pintura. En su Vida secreta nos cuenta una visión en la que se le aparece un olivo...”

(Nunca me he llevado bien con el tiempo, es verdad. No sé si esto explica algo, ni siquiera sé si hay algo que explicar. El hecho es que incluso siendo niña sentía la desazón del avance sin fin del minutero, ese viaje hacia ninguna parte que nos hace mayores y no siempre mejores. No sé por qué pienso ahora esto; ahora que espero en esta plaza brillante por la lluvia de verano, bajo esa esfera tantas veces escudriñada en el pasado. No sé por qué siempre llueve en las escenas culminantes de las películas. ¿Será esto una escena de película?
He venido un cuarto de hora antes. Quizás lo he hecho por recordar aquello que le decía el zorro al Principito: “si quedamos citados a las cuatro, yo empezaré a ser feliz desde las tres”; cito de memoria, con mi mala memoria. No sé por qué, es un capítulo que se me quedó grabado desde la infancia. Bueno, sí lo sé, por mi obsesión con el tiempo, claro. Como ven ustedes —que dormitan bajo mi cháchara absurda— soy un caso perdido...)

“En el centro, el rostro durmiente del gran masturbador sigue yacente y, ensillado con uno de los relojes, parece metamorfosearse en un caballo. Los relojes blandos son el contrapunto de la dureza de las rocas...”

(He estado en la conferencia inaugural y luego me he visto obligada a asistir a una cena con las autoridades académicas. Allí he soportado a duras penas los halagos sobre mi obra y otras frases de compromiso. Al terminar, he corrido a mi hotel con apenas tiempo para acicalarme. Me he duchado y he estado dudando sobre qué ropa ponerme. El espejo me ha devuelto la imagen de una mujer madura, aunque —así es, aunque les suene autocomplaciente— atractiva todavía. Me he sentido igual que en la adolescencia. Incluso he elegido con mimo la ropa interior.
He pensado en Félix, mi marido, tan buena persona, tan solícito. El me ha dado la paz y el sosiego que con Narciso me faltaban, pero... me parece en este momento tan vulgar, tan sórdida, esa vida acomodaticia y anodina. Mi mente funciona con tal celeridad que se suceden imágenes lúbricas, sensaciones de afán inmarcesible, sentimientos ambiguos que mezclan situaciones vividas con otras por vivir en una noche eterna de relojes parados.)

“Entre las recreaciones personalísimas de Dalí se encuentra la historia entretejida alrededor del Angelus de Millet, donde el pintor catalán cree ver representado el recogimiento de unos padres ante la tumba del hijo asesinado...”

(Observo el ojo de cíclope que domina la torre, con sus agujas afiladas que, como palillos chinos, intentan atrapar ese número doce que juega a escabullirse con culebreos de pequeña alimaña. El ángulo se acorta acercándose ya al grado cero que generará el estruendo de la primera campanada. Observo las sombras de los viandantes, alargadas bajo la luz de las farolas, camino de los bares de copas de la zona. Mi inquietud y mi excitación crecen al creer adivinar la figura temida y deseada. Quizás esta noche vaya a ser la primera de una nueva vida, tras romper amarras con lo cotidiano, en pos de singladuras más intensas pero sin la seguridad del puerto conocido. Puede que sólo sea la noche en que, por fin, se desentrañe el enigma sin fin de los porqués que llevaron a Narciso a maltratar mi alma con tal saña, y luego pueda descansar. Quizás todo quede en una vulgar descarga de pasión y deseo. A lo mejor sólo en un hablar y hablar, ante una copa, para que todo siga igual por otros veinte años)

“Una imagen recurrente de Dalí, representada en alguno de sus cuadros, es la de Guillermo Tell y su hijo. La figura del padre, Moisés y Júpiter para él, queda aquí reducida a la del progenitor que depende del temple del hijo...”

(Miro fijamente la esfera iluminada del reloj. De repente, quizás por la tensión de la espera, empieza a transformarse ante mis ojos. La línea perfecta de la circunferencia empieza a ser rugosa y las agujas devienen hormigas o semillas. Pepitas, sí, las de una rodaja de calabacín. Ya he dicho que Narciso y yo solíamos ir al cine. Solíamos ir a salas de las llamadas entonces de “arte y ensayo”, donde universitarios ávidos de novedades de fuera soportaban malas copias subtituladas de Passolini, Bergman o Visconti. Fue una de esas tardes, viendo los Cuentos inmorales de Borowczyk, cuando me sentí presa de un deseo irrefrenable y agarré el brazo de Narciso mientras una actriz simulaba una penetración con un gran calabacín. Ya sé que parece de risa. Casi todas las tragedias tienen algo de risible para quien las observa desde fuera. Mi público prorrumpiría en carcajadas, si pudiera leer mi pensamiento, en lugar de aguantar el tostón de refritos y lugares comunes que les estoy largando con desgana. Pero el hecho es que ocurrió así. Entonces yo estaba enloquecida de amor y de deseo, alimentados por una frialdad que me desconcertaba a cada paso. Narciso no sólo hizo oídos sordos a mi solicitud, sino que abandonó de repente la sala y me dejó de hablar cerca de un mes.)

“No voy a extenderme mucho más. Sólo unas últimas consideraciones que ilustren el motor narcisista que prepondera en todas las acciones artísticas y personales del artista y del hombre. Un artista difícilmente entendible si no analizamos sus pulsiones más íntimas...”

(Ya sé que esto que sigue parece digno de Dalí, sacado de alguna de sus fantasías paranoico-críticas. El hecho es que, una mañana, Narciso se acerca impasible a mí en clase y me deja un papelito doblado sobre la mesa. Me acuerdo del texto como si lo tuviera delante ahora: “Dulita, perdóname, te invito esta noche a cenar en mi casa”.
Por supuesto que fui, el amor es así. Lo primero que vi al llegar fue una gran fuente de rodajas de calabacín fritas. No dijimos nada. Fue esa noche cuando me anunció que se iba, que ya tenía el billete.
Ha sonado la primera campanada, cuyo ruido me ha asustado al pillarme por sorpresa. Suena otra y otra más. De repente, un trueno apaga con su estruendo la cuarta de la serie. Caen grandes gotas. Los paseantes corren en todas direcciones a guarecerse en los soportales o en los cafés de la plaza. Es como una señal irracional que me hace huir a grandes pasos. No huyo de la lluvia, no sé de qué huyo, el caso es que enfilo la calle con premura de fiera acosada, perseguida por el sonido de mis propios tacones. Suenan más campanadas. Mis lágrimas se mezclan con la lluvia. Mi llegada a la puerta del hostal coincide con la número doce.
Mi auditorio se remueve inquieto debido a mi silencio repentino. En las primeras filas algunos han reparado ya en los regueros de mis mejillas. Hago un esfuerzo sobrehumano. Consigo al fin hablar.)

“Estimado público... está lloviendo sobre los rescoldos de mi corazón.
Buenas noches.”

lunes, 8 de febrero de 2010

¡Gracias, muchas gracias!










Bueno, no sé cómo decirlo... mejor dicho, sí sé. Una vez me preguntó un editor, para ver la posibilidad de publicar un libro (de cuentos), que si sería capaz de vender 750 ejemplares. No, dije convencido. Y era verdad, no creía poder llegar a vender tanto, un par de cientos vale, pero esa cantidad me parecía estratosférica. Pues bueno, el caso es que hace unos días me llamó mi editor de El colibrí blanco (EH Ediciones) y me dijo que llevaba 800 ejemplares vendidos y que otros 500 estaban en librerías con la esperanza de no devolución. Lo flipé, como es lógico, porque eso significa que me lee mucha más gente de lo que creía, y que el colibrí sobrevuela muchos lugares amigos.


Así que muchísimas gracias a todos, de corazón, porque muchos de los que os habéis gastado los 10 euros del libro soléis visitar este blog. Espero que haya sido un dinero bien invertido, y que hayáis disfrutado de su lectura. En todo caso, aquí podéis comentar lo que queráis.

Para leer cualquiera de mis libros no os tenéis que gastar un céntimo. Os acercáis a la biblioteca pública más cercana y anotáis el título y el autor en la lista de pedidos de lecturas, en 30-40 días el libro estará en la biblioteca y mucha más gente podrá leerlo. Pero, de todas maneras, y por si tenéis un compromiso y queréis regalar mis libros, os recuerdo que tanto El colibrí blanco como El laberinto de Noé están a vuestra disposición a un clik de ratón, que os lo llevan a casa de modo gratuito (sin cobrar los portes) en 3 o 4 días y que además os hacen un descuento del 5%. Y esto es posible porque un amigo, Javier, a través de sus dos sellos editoriales, Drakul y Likantro especializados en cómic y novela gráfica, dice que se puede hacer.

La verdad, no me gusta esta parte "comercial" de la escritura, pero tengo claro que si quiero seguir publicando, llegando a los lectores de ahora y, espero, de dentro de unos años, tengo que vender ese mínimo para que a la gente que apuesta por ti le sea rentable este asunto (o, al menos, no palmen pasta).


Pincha aquí si quieres un colibrí o aquí si no has leído el laberinto y te apetece tenerlo



¡Gracias, muchas gracias, de corazón!

viernes, 5 de febrero de 2010

Una reseña de "El colibrí blanco" que valoro especialmente

Y la valoro especialmente porque Palip tiene la virtud de no escribir lo que no siente y porque mi narrativa le recuerda a uno de los escritores que más me han marcado, MANUEL RIVAS.
Gracias, Palip.


Juan Pablo Fuentes (Palip)
para Cuchitril Literario

...Leyéndolo me ha recordado a un Manuel Rivas de la meseta castellana (como elogio lo digo y espero que así lo entienda el autor). Me ha gustado más que El Laberinto de Noé y es una buena incursión en el terreno de la novela...
Leer reseña completa aquí


jueves, 4 de febrero de 2010

Un cuento de Juan José Arreola


Cuento de horror



La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

Juan José Arreola

lunes, 1 de febrero de 2010

El merodeador, de Vicente Muñoz Álvarez


El merodeador
Vicente Muñoz Álvarez

(Editorial Baile del sol, 2007)
Ilustraciones de Toño Benavides

Un vaciamiento
por Esteban Gutiérrez Gómez

Un vaciamiento. Ese es el subtítulo de esta propuesta narrativa de Vicente Muñoz Álvarez. En El merodeador nos ofrece unas escenas de su propia experiencia vital, una angustia latente fruto de la soledad, ya que Vicente Muñoz vivió durante diez años en casas deshabitadas de distintos pueblos leoneses. La soledad más extrema, aún buscada, que le hizo luchar con los demonios pesimistas que le habitan.

Vicente Muñoz Álvarez nos muestra diversas escenas relacionadas con la trama central de la obra que fue su vida: un personaje enfrentado a sus pensamientos en plena soledad, en la soledad más extrema, querida y odiada a partes iguales, en la que cualquier sonido es un mundo, y los ladridos de los perros o el trinar de los pájaros, una absoluta distracción. Aparecerán por estos parajes diversos relatos que trasmiten inquietud, que sumergen al lector en baldes de angustia en los que se reconocerá.

Dedica Vicente Muñoz Álvarez el libro a los insomnes, como él, como su personaje, y también a los hipertensos, a los que viven en el pánico interior e inexplicable, se lo dedica a ellos y a Thomas Bernhard. Al Thomas Bernhard de La Calera, me atrevería a decir, con las mismas obsesiones, con el mismo deseo de soledad y las mismas dosis de pesimismo existencial.

Los pasos, el primero de los relatos del libro (perfectamente hilados de tal forma que podría ser una novela o, para expresarlo mejor, una película narrada) sumerge ya al lector en la atmósfera angustiosa que domina toda la narración. Como en los buenos cuentos, en este relato ya se contiene todo el libro: quizás los ruidos, los pasos, los merodeadores estén dentro de mí. El narrador se confiesa en un pensamiento último que le cuesta creer, que teme pronunciar porque huyendo de la ciudad y de el hombre social e hipócrita no ha encontrado más bálsamo en su soledad que al propio monstruo que le habita: un ser intelectual e incomprendido que no pertenece a este mundo.


En Las tarjetas, el siguiente relato, continúa la introspección, en la que una confusión siembra más temor sobre nuestro personaje y, por ello, sobre el lector. Más miedo, más angustia. El insomnio sigue latente. Opresión. Magistral el tono narrativo elegido, la tensión que provoca en el lector, la intensidad de su propuesta.


El cartero y su retraso en suficiente argumento para desolarlo, para impedir que se concentre en su trabajo. Su trabajo, algo indigno que cada vez le cuesta más llevar a cabo. Una condena. Y los estudios, las oposiciones, son como la fronteras imposibles de salvar.


Ante la perspectiva de no encontrarse, opta por El paseo, por la búsqueda de la paz, por intentar dejar la mente en blanco, pero los demonios interiores son tan poderosos...
Los relatos se suceden a modo de imágenes de una película de autor, de un film de culto que sólo pretende mostrar la humanidad de la persona, con sus defectos, con sus carencias, con sus obsesiones y con sus miedos.

Entonces El lunar, el primero de los quiebros del libro. Un relato en el que nuestro protagonista comparte escena con otro hombre en la consulta del médico y nos muestra su asombrosa (y convincente) visión de la realidad. Una metáfora, una explicación extrapolable a lo que en verdad es el mundo.

Y la angustia se mezcla con la agonía de Los gatos, y nuestro personaje no encuentra el final del abismo. Y no encuentra confort en La noche, porque el insomnio agranda su vacío. Se exige mucho Vicente Muñoz Álvarez, llegar a querer entender el mundo nada menos. Y eso le lleva a confundir la vida con Los sueños.

A estas alturas de la obra, el lector estará completamente desasosegado, empatizará con el protagonista y autor de la obra, porque los demonios son los mismos y alguna vez habrán llamado a su puerta. Sobre todo de aquellas personas sensibles, creativas, de aquellos que se proponen cambiar el mundo. De ellos es este libro.


En El relato, Vicente Muñoz Álvarez quiere cumplir el exorcismo del personaje-narrador-autor, dar de comer a la bestia para poder cerrar los ojos y dejar de pensar.

Pero pronto llegan Los malentendidos que buscan la herida, porque la incomprensión, el no entenderse con “otros”, es su condena. De ahí la búsqueda de la soledad. Una búsqueda incansable que en El artículo le coloca al borde de la locura. Es conciente de que no puede seguir así, pero es tan difícil reencontrar el camino adecuado que le haga salir de sí mismo. Y entonces aquel recuerdo, descrito en La playa, aquellas imágenes con su admirado padre, aquella soledad compartida por el silencio en una playa donde, recuerda, fue feliz por un instante y su alma reposaba en paz.

Inmediatamente después, como pegada a la felicidad, la desdicha. Felicidad y fatalidad, cara y cruz de la misma moneda: la vida. Los peces son la antesala de La carta, el relato más impactante, la imagen más desoladora, a la que el lector deberá haber llegado después de leer casi todo el libro para obtener de ella todas las sensaciones que ofrece, toda su desolación. Un relato magistral, equilibrado, trama y forma perfectamente medidas, intensidad creciente, tensión en el momento cumbre: una obra de arte narrativa.

La lluvia trae la realidad de la asfixia del personaje y El merodeador, relato final, cierra el libro de modo perfecto, porque el merodeador no existe, piensa el narrador encerrado en una casa vacía, donde el silencio de la soledad suena a crujir de vigas de madera, a repiqueteo de gotas de lluvia en el tejado, a pasos arrastrados sobre la tarima de madera, a cuchicheos extraños, a inquietantes susurros animales.

El merodeador no existe Vic, no existe, está dentro de ti, de nosotros, y estamos condenados a vivir con él, a entendernos, ya sea en la ciudad o en la soledad de unas montañas. Debemos aprender a dormirlo, a dejarlo descansar después de un empacho de sus obsesiones, para disfrutar de esos momentos únicos, de esos instantes que a lo largo de una vida seguro que sólo completan unas pocas horas y que llamamos, de modo iluso, felicidad.

Sí, debemos perseguir siempre esa "perla azul". Si no sería como estar muertos.

El merodeador, un libro grande, que permanecerá en la mente del lector. Una propuesta literaria que traspasará el tiempo, siempre de actualidad, que sobrevivirá otras épocas, porque en el fondo no es más que la confesión de una buena persona que intenta alejarse de la mezquindad del mundo y descubre que el mundo enemigo del que quiere alejarse también se encuentra dentro de él.

El botón de muestra:

LOS PASOS


Quien quisiera hacer un catálogo de monstruos no tendría más que
fotografiar con palabras esas cosas que la noche trae a las almas somnolientas
que no consiguen dormir. Planean como murciélagos sobre la pasividad del
alma, o vampiros que chupasen la sangre de la sumisión.
Fernando Pessoa


Se oyen pasos.
Arriba se oyen pasos. En el sótano, en la galería, en el desván,
en toda la casa se oyen pasos: un ligero arrastrar de pies, deslizarse
a lo largo de los tabiques, en las paredes, bajo la tarima y en los
techos. Pasos de animales, de obsesiones, de merodeadores o insectos,
pero pasos: inequívocos e irregulares pasos en el interior de
la casa. No lo parecen, a veces, como un susurro o un silbido en los
tabiques, algo acuoso, una corriente de aire o el agua en la tubería,
quizás, porque las casas viejas, los caserones de pueblo están llenos
de extraños ruidos, inmemoriales vigas que crujen, que crepitan,
ratas en el sótano y en el desván, polillas, arañas e infatigables
termitas. Es el pulso, la respiración, la vida interior de la casa, compuesta
por cientos de diminutas criaturas, pequeños e inquietos
corazones latiendo al compás del reloj de pared que monótono,
obsesivo, desgrana en el salón las horas. Pero a veces, en ocasiones,
ciertas noches se despierta uno súbitamente y escucha sobrecogido
esos nítidos pasos que resuenan por encima del tic tac del reloj de
pared y que en nada se parecen a la habitual pulsión de la casa,
pasos en las paredes, de abajo a arriba y de arriba a abajo, sobre el
techo, irregulares pasos que parecen avanzar hacia ti, acercarse pausadamente
a ti, y que se detienen sobre tu cabeza, justo encima, o
en el tabique que roza la cama, a escasos centímetros de tu cuerpo,
para escuchar tu respiración jadeante y nerviosa, entrecortada, y el
acelerado fluir de la sangre en tus venas... O se acompañan, los
pasos, de otros ruidos, cuerpos que se deslizan, que se arrastran,
que reptan, y arañazos estridentes en la pared... Ratas corriendo, tal
vez, o polillas que incuban en la oscuridad sus huevos... Cualquier
cosa puede ser en estos caserones de pueblo, con cámaras de aire
vacías, aislantes, entre los tabiques interiores y los gruesos muros de
adobe que delimitan el exterior. Cualquier cosa: gatas maullando como
bebés sobre el tejado o murciélagos batiendo sus alas membranosas
en la cuadra. Pero uno tiende siempre a pensar lo peor cuando en las
noches de insomnio escucha esos pasos, ratas, merodeadores o insectos
acechando tras los tabiques, esperando no se sabe qué ni por
qué... Tiende uno siempre a pensar lo peor porque el insomnio es
así, dado a fantasmagorías, creador infatigable de monstruos... Ratas
corriendo, quizás, o cualquier otra cosa... niños encerrados,
emparedados, llorando... manos amputadas que se abren camino...
Delirios nocturnos, por supuesto, divagaciones de una mente agotada,
necesitada de descanso y sueño, porque a decir verdad no
pueden ser más que ratones, los causantes, ratas o ratones y sus
crías, probablemente cientos, que se deslizan y arrastran por esas
cámaras de aire a las que no existe acceso. Habría que derribar alguna
pared interior para cerciorarnos de lo que allí pueda haber. Claro
que entonces habría que estar preparados, habría que tener calculado
y previsto de qué manera proceder, cómo enfrentarse a ellas, las
ratas, si es que en el mejor de los casos son realmente ratas lo que
se agita tras la pared. Podríamos utilizar entonces gatos, cepos, venenos
durante unos días, limpiar las cámaras en cuestión y volver a
levantar luego el tabique... Podríamos entonces serenarnos, podríamos
dormir al fin tranquilos... Sólo que a veces, por las noches, no
parecen de ratones ni ratas, esos pasos, sino de algo más grande y
pesado, pasos humanos, diría yo, si no fuera porque sé que nadie
puede entrar ahí, ni por el tejado ni por el sótano ni por el desván se
puede acceder a esas cámaras, de unos treinta centímetros de anchura,
cuya única finalidad es proteger el interior del frío... Cámaras
vacías, inhabitables, selladas... Sólo pueden ser por tanto insectos o
en todo caso ratas, las causantes, y sin embargo a veces esos pasos
parecen humanos, pasos de alguien aprisionado, comprimido, que
se arrastra lentamente y se dirige vacilante hacia nuestra habitación,
recorre ominosamente la casa hacia nuestro dormitorio y allí
se detiene, junto a nuestra cama, al otro lado, y nos escucha y araña
insistentemente la pared... Parecen pasos humanos y sin embargo
nadie puede entrar ahí, nadie puede sobrevivir ahí encerrado por
más que yo me empeñe en razonar lo contrario... Es la inteligencia,
la coordinación, la dirección de esos pasos lo que en realidad me
inquieta: por qué hacia nuestra habitación, por qué siempre de noche,
por qué invariablemente ese destino... Las ratas, creo, no se
comportan así. Aunque a decir verdad, tampoco los merodeadores
se comportan así... Nadie se comporta así, pero yo sigo escuchando
esos pasos... Por la noche, cuando mi mujer duerme, se dirigen lentamente
hacia nuestro dormitorio y allí se detienen, alguien o algo
nos controla, acecha, nos vigila desde el otro lado y no sé para qué
ni por qué... Claro que eso a ella no se lo puedo decir, esta vez no,
porque entonces sobrevendría de nuevo el terror, nos dominaría
seguramente el pánico y tendríamos que cambiar de vivienda otra
vez... Una vez más tendríamos que mudarnos de casa y seguramente
en la próxima nos pasará lo mismo, empezaríamos cualquier día a
escuchar ruidos, pasos tal vez, y poco a poco todo se poblaría de
sombras, se tornaría siniestro, extraño, hostil... Quizás los ruidos,
los merodeadores, los pasos estén dentro de mí, en lo profundo, al
interior, y sea yo el que al fin y al cabo se los haga escuchar a ella,
pasos y ruidos que no existen y que sólo nosotros dos escuchamos...
Quizá esta vez sean sólo ratas, las causantes, y pura y simple
sugestión, sobreexcitación, cansancio, fatiga... Sólo eso. Así que no
debemos precipitarnos, tampoco, mejor considerar esos ruidos simples
ruidos y esos pasos simples pasos, ratas corriendo tal vez, en
lugar de sacar de quicio las cosas y forzar de nuevo otro traslado...
No puede uno cambiar de vivienda sólo por eso y pese a todo
nosotros lo hemos hecho ya, hemos cambiado de casa por escuchar
susurros, pasos, ruidos, y por sentirnos dentro asfixiados, descorazonados,
vacíos... Pero no siempre se puede seguir así, no siempre
se puede cambiar de vivienda, mudarse sólo por escuchar ruidos, a
algún sitio alguna vez hay que llegar... Mejor quedarse, no decir
nada, no hablar del tema y esperar. Porque no obstante es pese a
todo muy probable que sean solamente ratas, las culpables, y abriendo
algún tabique, el de nuestra habitación tal vez, podamos terminar
con ellas, eliminarlas, zanjar el asunto, y podamos asimismo
serenarnos, relajarnos y dormir al fin tranquilos...

Blog personal de autor: http://mividaenlapenumbra-vinaliatrippers.blogspot.com/