La enfermedad del lado izquierdo

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viernes, 30 de octubre de 2009

"El colibrí blanco" en Conocer al Autor

Desde ConoceralAutor, la nueva web de difusión de la literatura que tanto éxito ha tenido en Estados Unidos e Inglaterra y que ahora importa el modelo para los escritores en lengua castellana, me brindaron la oportunidad de poder dirigirme a los lectores y contarles algo de El colibrí blanco. Pinchad aquí y sed benevolentes.

El incendio y otros relatos, de José Naveiras


El incendio y otros relatos
José Naveiras García
(Ediciones Atlantis, 2009)

¿Nos conocemos a nosotros mismos?
Mejor dicho: ¿nos reconocemos en las palabras de los demás?
Yo creo que no, que no nos conocemos ni aceptamos lo que los demás ven en nosotros. Nos da miedo mirar dentro por si nos asusta lo que podamos descubrir. Seguramente tenemos pavor al “vacío”, a ser personas “huecas”, porque sabemos que nos rellenamos con pretensiones de ser algo más.
Eso es lo que cuenta José Navieras en estos relatos. De ahí, quizá, el miedo a asomarse a ellos, igual que tememos ver la verdad en nuestra propia alma.

El terror de lo cotidiano está presente en cada uno de estos 27 relatos. La monotonía, la vida gris, la dictadura del destino. Con un tono narrativo marcado por la distancia que logra dar profundidad a los relatos, José Naveiras nos envuelve en humanidad. No podremos despojarnos de nuestra verdadera personalidad, ni forzar la sonrisa, ni inventar hipócritas palabras para evitar complicarnos la vida.

Para que no haya ninguna duda, José Naveiras utiliza a menudo el personaje narrador en primera persona. Para que no puedas apartar la mirada del espejo en el que se convierten estos relatos. Atrévete y entra en ellos.


Dos ejemplos de su hondura, dos ejemplos completamente opuestos de lo que El incendio y otros relatos puede ofrecer: en el primero disfrutarán de la poesía que contiene la prosa de José Naveiras, de sus silencios llenos de contenido, de sus secretos más abisales. El segundo nos mostrará la otra cara de la moneda, la maldita hora de ajustar cuentas al destino.

Espero que se atrevan a leerlos. No se arrepentirán.

Transparente

Cuelga una a una las prendas de la colada. El viento que corre por la azotea mueve y hace bailar la ropa. La camisa de Rodrigo le acaricia la cara una y otra vez y ella continúa colgando lo que queda en el cesto sin apenas moverse del sitio, alargando los brazos en busca del sitio vacío de la cuerda. La camisa le acaricia de nuevo y ella deja que continúe, con los ojos cerrados, por necesidad. Se abstrae con los roces y continúa de pie ensimismada con los brazos colgando y las pinzas cayendo de sus manos al suelo.
Suena el móvil y su melodía la devuelve a la azotea. Dime Rodrigo... No, nada... pensaba en cuando éramos jóvenes y yo aún no era transparente.

*******


El incendio

La observo de nuevo, después de tanto tiempo.
Se toca el pelo con una distracción premeditada. Vuelve a encender un cigarrillo. Creo que es el segundo en el rato que llevamos aquí sentados.
La sirvo agua en su copa y noto que su mano tiembla cuando se la acerca a la boca.
Apaga el cigarrillo a medias y vuelve a tomar la copa de agua. Su mano sigue temblando.
-¿Cuánto tiempo hace ya? –pregunta mientras deja la copa sobre la mesa.
-Cinco años, creo. Quizás algo más.
-Estás estupendo.
-Ya.

Aparece el camarero y ambos pedimos la comida. Ella, para variar, una ensalada y de segundo algo de verdura. Yo, algo raro, con un nombre de esos muy largos. En realidad da lo mismo, apenas lo probaré, no debería haber venido.
Otra vez coge la copa. Veo que su copa ya está demasiado sucia, la deben sudar las manos porque entre el pintalabios y las marcas de sus dedos la copa está hecha un asco.
Comienza a contarme su vida desde que dejó de estar conmigo. No la presto demasiada atención, pero ha debido ser una vida triste ya que al poco rato parece haber terminado. Vuelve a estar callada y con la copa de agua en su mano de nuevo.
-¿Y bien?, ¿no vas a contarme nada de ti? –comenta seria
-Creo que mejor no, no quiero que sepas nada de mí.

Vuelve a beber de su copa. Cuando la deja sobre la mesa la lleno de agua otra vez.
-¿Para qué has venido entonces?
-No lo se, dímelo tú.

Lo cierto es que no tendría que haber venido, no se que es lo que estoy haciendo aquí con ella. Nada de lo que me diga me interesa y preferiría no haberlo hecho.
El camarero vuelve con los primeros platos y ambos jugueteamos con la comida, metiéndola luego en la boca sin ganas.
-Me han dicho que te va muy bien con una chica, ¿es verdad? –me pregunta sin levantar la vista del plato.
-Creo que de las diecisiete cosas que menos te deben importar en la vida, una de ellas es esa.

Ahora tomo yo mi copa y bebo agua de ella. Me fijo en ella y veo que está llorando. Esbozo una sonrisa.
-¿Y eso?, ¿desde cuando lloras?
-Eres un cabrón. Me hablas como queriendo vengarte de mi cuando solo quería saber como te va todo. –gimotea sobre su ensalada sin levantar aún la vista.
-Vaya, lo mismo que tú en el tiempo estuviste a mi lado. ¿Recuerdas?, la diferencia es que yo aún no se de quién te vengabas entonces.

Tiene la boca metida en su copa que ha perdido casi totalmente su transparencia ya y gimotea dentro de ella, haciendo que lágrimas, agua y saliva se mezclen. Deja la copa en la mesa, al mismo tiempo que le indico al camarero que cambie su copa. Saca un pañuelo del bolso y se seca las lágrimas.
-¿Sabes?, aún recuerdo cuando me decías que yo había provocado un incendio dentro de ti. –me dice mientras guarda de nuevo el pañuelo en el bolso.
-Ahora ya no quedan ni las cenizas de aquello, hace tiempo que vino alguien a soplarlas. –me doy cuenta que ya la he contado algo que no quería.
-Siempre tan poético.
-Mira, esto es una estupidez, creo que ha debido irte muy mal en estos años y como te has quedado sin nadie a quien poder joder, me llamas a mí para probar suerte –va a responderme, pero con un gesto la callo, aún no he acabado- Eso o quizás has encontrado a otra persona que te haya hecho el mismo daño que sueles provocar, si es así, felicita a ese tipo de mi parte. Desde este momento es mi héroe.

Me levanto, recojo mis cosas y me preparo para irme, ella continúa llorando en la mesa con la mano agarrando la copa. La gente de alrededor la mira de reojo y parece incómoda por la escena. Me acerco al maître y tras dudar un momento, opto por pagar la factura de la comida. Vuelvo a echar un vistazo hacia la mesa y sigue gimoteando sobre su plato. Esbozo mi segunda sonrisa y salgo del restaurante satisfecho por la comida de hoy.

miércoles, 28 de octubre de 2009

De mecánica y alquimia, de Juan Jacinto Muñoz Rengel


De mecánica y alquimia
Juan Jacinto Muñoz Rengel

(Ed. Salto de Página, 2009)

La orfebrería del cuento
Por Esteban Gutiérrez Gómez

Intro.
Decir que Juan Jacinto Muñoz Rengel es un especialista en el cuento sería obvio para muchos de los seguidores de este blog, pues conocerán de sobra su trabajo. Decir, además, que domina las técnicas clásicas y que aplica la teoría con rigor científico para lograr su propósito (el propósito de cualquier cuentista: sorprender al lector, conmocionarlo, crearle una realidad paralela de la que le sea difícil salir, alterar su normalidad, cambiar su mundo de tal manera que éste no sea el mismo después de haber leído el cuento), es también una obviedad; añadir, además, que es heredero (Borges, Bioy Casares) y trasmisor (algunos de sus alumnos del taller Fuentetaja y muchos de sus admiradores en todo el mundo) de lo mejor que en cuento fantástico podemos llevarnos a los ojos es asumir una verdad.

Tras este reconocimiento a una sapiencia, comenzaré la reseña de este libro por el final: deben leerlo, es imprescindible tanto si les apasiona el cuento fantástico como si se apegan a la realidad, deben leerlo si les gusta sumergirse en atmósferas inquietantes, si buscan el simple entretenimiento, la evasión de lo cotidiano, si encuentran placer en los juegos narrativos que dan qué pensar. En cualquier caso, deben leerlo, porque les aseguro que este volumen de cuentos no les defraudará.

I.
El proyecto literario que nos ofrece Juan Jacinto Muñoz Rengel no tiene equivalencia entre lo publicado en los últimos veinticinco años. No encontraran una propuesta tan armada de artificios y juegos, tan profunda, tan ambiciosa, tan inmortal.


Los cuentos fantásticos que conforman De mecánica y alquimia trasportarán al lector a mundos lejanos o inexistentes y les provocarán paradojas que se le van formulando en su mente según avanza la lectura. Y cada una de ellas en su momento. Qué gran conquista ésta, que independientemente del bagaje cultural del lector o de su práctica literaria, cada uno verá formulada su paradoja en el momento preciso. Porque ese es uno de los secretos que esconde este volumen de cuentos: han sido elaborados con infinidad de formulas para lograr llegar a todos.

El dominio de la maquinaria en su construcción, el tono narrativo empleado, los giros en las tramas y lo oculto (pero revelado); los principios y finales óptimos, que tensionan la atención del lector, hacen que el interés prenda en él como un fuego ambicioso que no parará hasta arrasar su mente. No en vano, muchos de estos cuentos han obtenido premios literarios de relevancia.
La atmosfera especial que emana de cada uno de los cuentos de este volumen (la típica atmósfera de cuento), la propuesta de innumerables mecanismos lúdicos al lector, la densidad que desprenden cada uno de ellos ( acumulativa, cuanto a cuento, como después explicaré), su contenido abismal en cuanto a pretensión literaria, y, atención, la vinculación de unos con otros de tal forma que la lectura lineal de los cuentos es casi obligatoria, hacen que la propuesta de Juan Jacinto Muñoz Rengel sea meritoria sólo por ello, por la causa, aunque no hubiese logrado el efecto deseado en el lector (que es muy poco probable).

Este libro se ha fraguado durante años, la vinculación de un relato con el siguiente (existe una ordenación temporal de los mismos) en forma de trama añadida, la utilización de instrumentos de decantación de humores, habrá obligado una y otra vez a Juan Jacinto Muñoz Rengel a la reescritura de los cuentos sin hacerles perder “naturalidad”.

Ese es el secreto de su alquimia: el lector disfrutará de la lectura y se preguntará cómo es posible. El lector admirará a Juan Jacinto Muñoz Rengel por su genialidad, por su chispa creativa. Sin embargo no sabe que para conseguir sorprenderle, cautivarlo, el autor estuvo tres años buscando el párrafo clave de la historia o aquella palabra demoledora que causó su nocaut.


II.
De mecánica y alquimia
pretende mostrar la trasformación del mundo a través de los elementos mecánicos y químicos. La materia y la psique, cuerpo y alma, involucrados en el proyecto de la evolución. Desde el Toledo musulmán hasta nuestros días la ambición del hombre siempre ha sido la misma: obtener aquello que desea y no pagar un alto precio por ello. En diversas etapas en ese recorrido histórico se detiene Juan Jacinto Muñoz Rengel, mostrando las trasformaciones de ese mundo en cada época. Pero esas trasformaciones son una metáfora porque en realidad siempre ocurren. Ocurren con la muerte (se pasa del estado “vivo” al estado “muerto”), y ocurren cuando un personaje humano se trasforma en un pez o se humaniza un robot o cobra vida un pedazo de barro. Y estos son ejemplos de los personajes que pueblan estos cuentos: robots, golems, fantasmas, objetos inanimados que comienzan a hablar.

El libro conforma un puzzle en todos los sentidos (fondo y forma) y cada relato se acumula en el siguiente, hilvanándose, añadiendo valor al conjunto. Lo repito, ya sé, pero es que es muy importante para entender el alcance de este proyecto narrativo.

El primero de los cuentos “El libro de los instrumentos incendiarios” obligó al camarero que me servía el desayuno a calentarme dos veces el café porque me sumergía tanto en el ambiente de cuento, en ese Toledo musulmán de sabios astrónomos y de constructores de máquinas del futuro, que lograba abstraerme de la realidad. En el cuento ya se utilizan casi todas las armas narrativas de Juan Jacinto Muñoz Rengel, logrando la atmósfera ideal y proponiéndonos infinidad de juegos y lecturas.

El siguiente cuento, “El relojero de Praga”, muestra al menos dos (quizá en ulteriores lecturas descubra alguno más, porque les aseguro que este volumen de cuentos esconde muchísimos secretos), al menos, decía, dos hilos de seda casi imperceptibles que lo unen al primero, siendo consecutivo en el tiempo (ya dije que los cuentos están ordenados cronológicamente) volviendo a crear atmósfera de cuento legendario, clásico, inmortal. La historia no tiene desperdicio y todos aquellos que hayan visitado Praga y hayan estado frente a las esferas doradas del reloj, sentirán un estremecimiento helador.

Lo mismo ocurre con el siguiente cuento, con “Lapis philosophorum”. Juan Jacinto Muñoz Rengel nos introduce en una abadía medieval en la Provenza y nos presenta al hijo de Nostradamus. Hijo que hereda los poderes proféticos de su padre a pesar de sus impedimentos y que luchará contra su maestro, un monje que busca la Piedra Filosofal y que será consumido por su ambición.

Y así cuento tras cuento, situando la acción en algún lugar de Europa y en momentos consecutivos de la Historia. Sagas malditas, juegos de muerte, historias cada vez más fantásticas. La evolución por la trasformación del mundo, el cambio a través de elementos mecánicos y químicos.


Epílogo.
Hay un cuento clave en este volumen. Se trata de “El sueño del monstruo”. La historia es clásica, sobre todo para muchos de nosotros, los cuentistas que no publicamos porque parece ser que a nadie le importa lo más mínimo lo que tenemos que decir. El personaje principal es un escritor y la acción se sitúa en Londres mediado el siglo XIX. Nuestro escritor no logra publicar, pero su mente no deja de trasladarle historias que escribir. Son historias descabelladas, con personajes imposibles. Se nos presentan intercaladas entre frazadas de la realidad cotidiana y aburrida de ese personaje escritor. Quién sabe si no es este escritor “fracasado”, que acaba tragado por el mundo de la ficción, el personaje que, a modo de delegación cervantina en Cidi Hamete Benengeli, ha escrito los cuentos que conforman este volumen.

Vale.




El botón de muestra:

El pescador de esponjas

Entró en la cantina, buscó con la mirada, evitando los cuerpos de los feligreses que se desparramaban sobre las mesas, se acercó al capitán y le dijo:

—Soy un pescador de esponjas.
El capitán rio de buena gana.
—¡Todo el mundo en Kalymnos es pescador de esponjas! —Al reír descubrió la doble hilera de dientes podridos, y las encías ulceradas, enmarcadas en una barba gris. Luego la sonrisa volvió a sumirse en las comisuras de una boca torcida, y se bebió el vaso de un trago, como para cauterizar las llagas que lo mortificaban.— A ver, muchacho, ¿de cuántas expediciones has vuelto ya con vida?—
De ninguna todavía, señor. Pero puedo contener la respiración durante mucho tiempo, soy fuerte, no me importa el riesgo y aprendo rápido. Y si he venido hasta estas islas es porque quiero ser un pescador de esponjas de Kalymnos. —El pecho desnudo del joven precipitaba su ritmo conforme avanzaba en su discurso, y sus grandes pulmones parecían querer escapar a algún otro sitio.
—Comprendo —dijo el hombre, volviendo a encajar la mirada entre las botellas que se alineaban tras la barra—, eres todo voluntad.
Esa noche el capitán llevó al joven a su casa, y le ofreció hospedaje y alimento a cambio de unas pocas monedas, hasta que partieran para la siguiente expedición. Mientras tanto, esos días practicarían la pesca de esponjas en la orilla, a tres o seis metros de profundidad, le dijo, algo que necesita tanto de técnica como de astucia, y de mucho tesón. Aquella misma noche comieron sardinas con pan y aceitunas, sobre una mesa de madera ennegrecida por el hollín y la grasa. Antes de que el joven se retirara a su alcoba, la esposa del capitán le pidió que le diera la mitad de las monedas como señal. El muchacho así lo hizo, y la mujer contó una a una cada pieza de cobre, y las envolvió en un pañuelo manido que fue a parar a su seno. Cuando subía las escaleras, el joven miró hacia el calor del hogar, y vio al hombre y a la mujer allí de pie, siguiendo sus pasos fijamente, con ojos redondos y chispeantes, como dos gatos que cazan en la noche.
Principiaba el otoño, la estación en la que comienzan las partidas de pesca a lo ancho del Egeo, para luego alcanzar las costas de Túnez, Libia y Egipto. El joven tendría que aprender pronto el oficio de buzo, si quería hacerse rico recolectando las esponjas que todos conocían como el oro de Kalymnos. En su primera jornada, nadando con un cilindro de metal entre los brazos, cuya base de vidrio le permitía ver el fondo marino, aprendió a distinguir la acaracolada y porosa psilo de la esponja lagophyto, que era más bien como un gran trozo de seta, o de la tsimoucha, que parecía alargar sus dedos anaranjados hacia los cuerpos de los pescadores.
—Es cierto que estos animales valen su peso en oro —le dijo el capitán, sentado junto a las capturas—. Pero no te engañes, ningún buzo de las islas del Dodecaneso se hace rico pescando esponjas. Con mayor probabilidad se dejará aquí la vida, prendida de cualquier arrecife. O quedará paralítico. Ni siquiera yo, con un pequeño barco de no más de seis tripulantes, llegaré nunca a escapar de la miseria. En estos fondos no hay ninguna piedra filosofal.
—Pero mucha gente se ha hecho rica con las esponjas... —decía el muchacho, siguiendo al capitán por las rocas, tratando de distinguir dónde pisaba el marinero para apoyar él su pie en el mismo sitio.
—Unas cuantas familias, sí. Pero ellos no pescan, ellos tienen sus empresas en Londres, en Kiev y en Moscú. ¿Has visto la casa de los Vouvalis, aquí en Pothia?
—Sí —asintió el joven, con un suspiro preñado de sueños.
—Pues tú nunca tendrás una casa así. —El capitán se volvió para mirarle.— Tú morirás aquí —sentenció con la línea negra de su boca, y al torso bronceado del muchacho lo recorrió un escalofrío disfrazado de húmeda brisa del crepúsculo.
—Me están saliendo unas extrañas durezas en las manos y en los pies— dijo el muchacho, sentado en la mesa de la oscura cocina, anegada por el humo de las sardinas asadas.
—Es normal —le contestó el capitán—, habrás cogido hongos.
—Pero son más bien como verrugas, enormes y llenas de escamas.
—¿Te duelen? —preguntó la mujer.La esposa del capitán era achaparrada y obesa, tenía la nariz torcida y pegada al labio superior, y llevaba el pelo grasiento recogido en un moño.
—No. Pero no dejan de crecer, y se me empiezan a extender por todo el cuerpo —continuó el joven, señalando con el dedo algunas erupciones que le rodeaban el codo.
—Tonterías, eso son tonterías para un mozo sano y fuerte como tú. Se te curarán solas —zanjó la mujer, frotando con ambas manos los hombros desnudos del apuesto muchacho.
Más tarde en la cama, el joven pescador de esponjas soñó que estaba en el fondo del mar, y que no podía librarse de la piedra que los buceadores usan como lastre para mantenerse pegados al lecho marino. Arriba, en el sueño, de pie sobre la cubierta de un barco, deformados por las ondulaciones de una masa de agua verde, estaban el capitán y su esposa, observando cómo se ahogaba sin que ninguna onda conmoviera la expresión de sus semblantes, con ojos grandes como platos.
Cuando las esponjas son sacadas del agua, son de color negro y tienen un aspecto poco atractivo. Apenas el muchacho arrojaba sobre las rocas las esponjas que había amontonado en su cilindro de metal, el capitán las pisoteaba con fuerza, hasta romper los tejidos internos. Luego, entre ambos, las sumergían en el mar en una red, y las dejaban allí durante horas, para que se les desprendiera la membrana exterior y todos los tejidos, y se quedaran en la mera fibra del esqueleto. El muchacho era tenaz e incansable, sonreía por cualquier motivo, y cada jornada sus proporciones clásicas de efebo se sumergían en el mar dos veces más que el resto de los aprendices de buzo que practicaban en la orilla. A pesar de que la enfermedad que le atacaba las manos y los pies lo estaba deformando por completo.
Cada atardecer, al final de la jornada, los dos hombres golpeaban las esponjas capturadas con las ramas de una palma, para eliminar cualquier cuerpo extraño trabado entre las fibras, una vez desechados los tejidos. Pero aquel día lo hubo de hacer el capitán sin ayuda, porque los dedos del muchacho se habían convertido en un manojo de bultos chatos, como una ristra de mórbidos berberechos, que no le permitía coger nada punzante. Más tarde, al regresar a casa, el joven se tuvo que apoyar en los viejos hombros del capitán, porque sus pies regastados no le permitían ya desplazarse por la tierra firme.
—Las tenderemos en el patio, y cuando estén secas las prensaremos —le decía el capitán, para hacerle pensar en algo distinto que su dolor—. Luego el comerciante al que se las vendamos las recortará en su taller, y les dará formas de fantasía, y las bañará en agua y ácido hasta que se tornen doradas.
En la casa, la mujer ayudó a su marido a subir al joven a su alcoba, y sumando las fuerzas de ambos lo consiguieron introducir en la cama; los peldaños quedaron manchados por un rastro blanquecino, como la baba de un molusco gigante. Una vez bien arropado en su jergón, los ancianos permanecieron un rato mirándolo, complacidos. El lecho del joven era blando y confortable, tenía el poder de sumirlo en el sueño apenas lo tocaba, meciéndolo con el vaivén de las algas acunadas por la marea; y sin embargo, luego, el joven acababa siempre arrastrado hasta pesadillas angustiosas, pesadas, con la forma de un remolino que se hunde y se hunde en las profundidades. A la mañana siguiente, las piernas del muchacho terminaban donde empezaban sus rodillas.
—¡No tengo piernas! —lloró el muchacho venido del norte en busca de fortuna.
—No te preocupes —le tranquilizó el viejo marino—, para bucear no son estrictamente necesarias las piernas. Podrás seguir haciéndolo en cuanto te recuperes.
—¡Pero no podré andar! ¡Ya no puedo andar, ya no hay nada ahí abajo, mis pies no están! ¡Y puede que pierda mis manos! Entonces no podré pescar, ni coger nada, no volveré a ser una persona normal nunca más...
—Vamos, tienes que ser fuerte —dijo la vieja, acompañándolo de nuevo a la cama—. Acuéstate y pronto estarás bien.—¿Han llamado a un médico? —preguntó el muchacho.
—Sí —respondió ella—. Pronto estará aquí. Ahora está en otra isla, pero es muy buen médico y pronto llegará. Duérmete.
La mujer lo ayudó a meterse en la cama, estiró la sábana sobre el colchón deforme, que cada día se mostraba más y más grande, y revistió los extremos de membrana que habían quedado al descubierto. Allí, arropado, el perfil del joven pescador de esponjas parecía una cordillera de arena deshaciéndose bajo el agua, un hatillo de sangre, carne y esperanzas filtrándose sobre un tamiz de millares de poros. Los viejos, sin perder detalle, se abrazaron.

Relato extraído de “De mecánica y alquimia", Salto de Página, 2009

Esteban Gutiérrez Gómez, 2009

lunes, 26 de octubre de 2009

domingo, 25 de octubre de 2009

El nº1 de AOLdE en la librería 3 rosas amarillas


Será el martes 27 de octubre, a las 20:30 horas y contará con la presencia de Miguel Ángel Zapata, Roxana Popelka, Ana Pérez Cañamares, Carlos Salem y José Ángel Barrueco; de muchos de los seleccionados para la publicación en este número y de todo el equipo de la revista.

Luego nos tomaremos un vino y nos iremos de fiesta.

Estáis invitados.

jueves, 22 de octubre de 2009

aL oTRO lADO del eSPEJO en el Festival literario Getafe Negro



12.00 h
PRESENTACIÓN
REVISTA AL OTRO LADO DEL ESPEJO
Primer número de una publicación que recopila cuentos inédito de autores consagrados y noveles, editada por la asociación cultural La vida rima.
Coordina Jesús Bonilla
Carpa de actividades

Ver programa:http://www.getafenegro.com/ediciones/II/


Contaremos con muchos de los autores que han participado en el número, encabezados por Lorenzo Silva.

José Ángel Barrueco y yo en Getafe Negro

Será el Sábado 24 de octubre
de 18:30 a 20:30
en la caseta de la editorial Drakul


Getafe Negro.
Festival de Novela Policiaca de Madrid
"La caseta se encuentra situada en la calle Madrid,
esquina con calle Ramón y Cajal,
muy cerca de la estación de Getafe Central".
(Supercartel de Javi Das. Gracias)

miércoles, 21 de octubre de 2009

Presentación del nuevo libro de cuentos de Juan jacinto Muñoz Rengel


"El planeta de los libros" dedicó un programa al mundo del cuento

Si queréis escuchar la entrevista de ayer en el programa "El planeta de los libros" que dirige Nieves Martín, en Radio Círculo de Bellas Artes, sobre la Revista Al Otro Lado del Espejo, sobre El colibrí blanco y sobre El incendio, libro de relatos de José Naveiras, hacer clik aquí.

martes, 20 de octubre de 2009

"El colibrí blanco" vuela y vuela...


Hoy programa doble: Grabación del vídeo sobre "El colibrí blanco" para Conocer al autor y entrevista a las 22:00 en "El planeta de los libros" de Radio Círculo (100.4 FM).

Aquí, unos cuantos amantes de lo breve daremos cancha al cuento de la mano de Nieves Martín.


Que vuele...

Dos amigos premiados en el Certamen Getafe Negro

Así es:

MARCELO LUJÁN ha resultado ganador del Certamen Literario Ciudad de Getafe, en su modalidad de novela negra (ojo que este es el año Luján y si no, al tiempo), y LUISA FERNÁNDEZ ha obtenido el accesit en la modalidad relato corto.

Enhorabuena a los premiados.

La entrega de premios sera el jueves 22 a las 20.30 h:


GALA DE LAS LETRAS
Ceremonia de entrega de los premios del Certamen Literario Ciudad de Getafe, en su modalidad de relato corto y novela negra, que concede la editorial Edaf. Por primera vez, también se entrega en Getafe el premio Xatafi- Cyberdark de la Crítica Literaria de Literatura Fantástica a novela ya publicada, que en ediciones anteriores se entregaba en la Semana Negra de Gijón. Y, además, el premio al mejor microrrelato del concurso virtual de Getafe Negro.
A continuación, concierto de la Banda Municipal de Getafe con una selección de música policiaca para recordar.
Teatro-Auditorio Federico García Lorca


Pincha sobre el cuervo para obtener el programa completo de actividades.


+COSAS

Seguimos con Getafe Negro y su Feria del Libro.

El sábado por la tarde estaré firmando ejemplares de mis libros en la caseta de la Editorial Drakul junto a José Ángel Barrueco que firmará su novela "Recuerdos de un cine barrio" que acaba de ser reeditada. Pincha aquí si quieres leer el primer capítulo (y entonces seguro que nos vemos el sábado porque querras más).

Por cierto que "El colibrí blanco" lo tienen ya disponible (o lo tendrán en un par de días) en su página web (la de Drakul) con iguales condiciones que "El laberinto de Noé": un 5% de descuento sobre el PVP y envío gratuito a domicilio en 2/3 días a cualquier punto de España. Querer es poder.

Y+

Y el domingo, presentación en la Feria del Festival Getafe Negro (con sorpresas) del Nº1 de Al Otro Lado del Espejo, cuya versión digital lleva ya más de doce mil descargas gratuitas. En breve saldrá una entrada con todos los datos del evento.

lunes, 19 de octubre de 2009

SOLSTICIO DE VERANO (un cuento inédito)



SOLSTICIO DE VERANO

Estábamos casi todos. Chusa y Nora con las viandas y las velas de olor, los nenes echando carreras alrededor de la cama y Alfredo y yo mirando los álbumes de fotografías. Rosa ya no veía, pero parecía escuchar nuestros comentarios ¿Te acordás de ésta, de cuando Tonin ganó el torneo de bicicleta? ¿Vos viste la pinta que tenés acá? Y el peque Rober siempre cogido a sus faldas. Ella intentaba sonreír, seguro, una casi imperceptible media mueca de sonrisa, un pequeño abultamiento en las arrugas de la comisura de sus labios. Pusimos opera en la gramola y cantamos juntos “La bella bendición”, como a Rosa le gustaba, para empezar el solsticio antes de que se ocultase el sol. Vinieron Marga y la otra chica del hospital, les dijimos lo de la fiesta y no se extrañaron porque qué bonito, y trajeron guantes de goma para inflar, para hacer dragones a los nenes. También Picu y Bartolo llegaron con sus zapatazos de medio metro y sus trajes de color, guau, guau, ¿sabés quién se ha comido al perro? ¿Te has comido al perro? Es que era un perro salchicha, guau, guau, la punta de goma encarnada en la nariz, cartero y barrendero que en sus ratos libres reparten sonrisas por las camas del hospital. Y recordamos las fiestas en la pradera, y los asados de tira bajo las estrellas, y la fogata con los trastos viejos, porque escribe deseos y échalos al fuego purificador, y el traje de Lolita de Bienve y jugar con el polvo de las hormigas. Se veía cómo se apagaba, cómo se iba consumiendo. No poco a poco, muy deprisa. Y la música que no dejaba de sonar y los berridos de los nenes váyanse por favor, arrugas en la frente de Rosa que dicen que no, que se queden, que son vida. Y llegó la noche, y prendimos la pira en el patio. Estoy seguro de que llegó a sentir el calor, a oír el chasquido de los leños. Estoy seguro de que todavía esperaba.
Roberto llegó con las brasas, cuando el rojo candente guiñaba los ojos. Un silencio cómplice del mundo presagió su inminente aparición. Y ella lo supo, siempre presagiaba cuándo iba a llegar. Abrió los párpados con fuerza, sus ojos velados nada veían, pero sabía que había llegado. Y así fue, incluso los nenes callaron en sus gritos de indios alrededor de la hoguera. Nos saludó con la mirada cansada, vuelo desde Luján, se metió dentro y fuimos tras él.
Roberto se arrodilló junto a la cama y puso la mano sobre la frente de Rosa. Ella tembló ligeramente, un instante. Todos nos colocamos alrededor, observando cómo él la acariciaba con la mirada. De nuevo volvió el temblor, más fuerte, y Rosa abrió la boca como para respirar. Entonces Roberto se inclinó sobre ella y susurrando se lo dijo ¿Te querés ir ya? Ella cerró los parpados muy lentamente y luego los apretó con un gesto cansado. Fue entonces, cuando ya estábamos todos, cuando Roberto pronunció aquella frase tan maravillosa que jamás habíamos oído pronunciar a un hijo con tanto amor: Pues entonces vete, princesa.

Relato y fotografía: Esteban Gutiérrez Gómez, 2009


Un cuento inédito para empezar la semana. Espero que os guste.

Presentación de "Horas para Wallada" de Miguel Ángel Cáliz


El próximo miércoles, 21 de octubre, a las 19 h. se presentará la novela "Horas para Wallada" de Miguel Ángel Cáliz, (Paréntesis Editorial) en el Museo Casa de los Tiros, C/ Pavaneras, 19, de Granada.
El acto será presentado por el poeta y profesor Álvaro Salvador.

jueves, 15 de octubre de 2009

aL oTRO lADO del eSPEJO en Illeskas

Gracias al pajarrako más conocido de Illeskas, El Kebrantaversos, disfrutaremos de una Jam Session de cuentos en la que participará casi todo el equipo de aL oTRO lADO del eSPEJO y muchos de los participantes de los dos números editados.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Presentaciones en Tres rosas amarillas



El próximo jueves 15 de octubre a las 20h., Ediciones de aquí y Tres rosas amarillas celebran la presentación de los libros NECESITO LLAMAR AL OLIMPO de Federico Fuertes Guzmán y CONOZCO UN ATAJO QUE TE LLEVARÁ AL INFIERNO de Pepe Cervera.

martes, 13 de octubre de 2009

J.J. Muñoz Rengel, nuevo libro de cuentos



De mecánica y alquimia

De la investigación de un enigma en el Toledo musulmán a la legendaria construcción del reloj de Praga, de las visiones apocalípticas de un ayudante de alquimista a las ficciones futuristas de un escritor en el Londres victoriano, en este volumen el lector encontrará clepsidras y gólems, autómatas y pájaros mecánicos, azufre y melodías; historias que se trenzarán a través del tiempo en inesperadas relaciones hasta desvelarnos su misterio.
Juan Jacinto Muñoz Rengel, uno de los mayores especialistas del relato en España, nos muestra con estas ficciones la gran calidad de su escritura y su capacidad para enhebrar once artefactos con la precisión de un maestro relojero. En definitiva, las razones que lo hacen ser uno de los autores de cuento más galardonados de este país.

lunes, 12 de octubre de 2009

La señora del perrito, un cuento de Chejov



Aquella persona que haya visto la película El lector comprenderá el porqué de la elección de este cuento.
Espero que lo disfruten.



La señora del perrito

Anton Chejov

UNO

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.

Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».

«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.

Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.

La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.

Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.

Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.

La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.

-No muerde -dijo, y se sonrojó.

-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?

-Cinco días.

-Yo llevo ya quince aquí.

Un corto silencio siguió a estas palabras.

-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.

-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!

Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...

De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.

También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.

Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.

«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.


DOS

Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.

Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.

A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.

La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.

Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.

-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?

Ella no contestó.

Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.

-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.

La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.

Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.

-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.

Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.

Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.

La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.

-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.

-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.

-Parece que necesita usted ser perdonada.

-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.

Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.

Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.

-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?

Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.

-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.

-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.

Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.

Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.

-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?

-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.

En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.

Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.

Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.

-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.

-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.

Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.

Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.

-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»

El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:

-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.

No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.

-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.

El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.

Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.

-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!



TRES

En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.

Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...

Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.

Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:

-No te va el papel de conquistador, Dimitri.

Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:

-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!

El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:

-¡Dmitri Dmitrich!

-¿Qué?

-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!

Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.

Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.

En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.

Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».

Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.

-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.

Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.

Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.

-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?

Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.

-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...

Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.

-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.

El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.

Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.

Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...

Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.

En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:

-Buenas noches.

Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.

Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:

«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»

Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!

Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.

-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...

-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...

Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.

-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...

En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.

-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!

Alguien subía por las escaleras.

-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.

Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.


CUATRO

Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.

Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.

-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.

-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?

Y le explicó esto también.

Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.

Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.

-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?

-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.

Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.

«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.

Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.

-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.

Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.

Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.

Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.

Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.

Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.

Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.

Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...

-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.

Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...

-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...

Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.

sábado, 10 de octubre de 2009

Nº 15 de la Revista NARRATIVAS



Gracias a Carlos Manzano y su equipo de colaboradores vuelve otra vez más la revista a su cita trimestral.

En este número:

Ensayo
Violencia y transgresión en dos cuentos latinoamericanos: “La casa nueva” de Silvia Molina y “Yo a las mujeres me las imaginaba bonitas” de Andrea Maturana, por Guadalupe Pérez-Anzaldo

“Tomate”, imágenes de la violencia genérica en la Ciudad de México, por Demetrio Anzaldo González

Donde la vestimenta se abre. Momentos eróticos en “Aura” de Carlos Fuentes, por Juan Fernando Covarrubias


● Relatos
Cazadores y recolectores, por Ricardo Bernal

Cuentos, por Salvador Alario Bataller

El país que se parecía al Oeste, por Xandru Fernández

La fe, por Jennifer Díaz Ruiz

Hasta siempre, Brasil, por Rosa Silverio

Testiculario, por Luis Emel Topogenario

La cuesta arriba, por José Antonio Lozano

Vinagre y hierbabuena, por Ruth Mª Rodríguez López

Relatos, por Bertha Ramos

Los otros libros, por Ramiro Sanchiz

El tipo que escucha, por Alberto García Salido

Sumersión, por Lucía Lorenzo

Las andanzas del mago don Fidel, por María Dubón

La gruta nos era conocida, por Carlos Santi

La vida sucia, por Carlos Ardohaín

La flor del frío, por Jorge Luis Cáceres

Nacida para mentir, por Sara Martínez

El subalterno, por Pepe Pereza

Una cita a las seis de la tarde, por Blanca del Cerro

Inventrén, por Sergio Borao Llop

Correspondencia nicaragüense (III), por Berenice Noir

Crimen perfecto, por Carlo Reategui Avilés

Siempre te encontré, por José Ángel Beckett

La ley del más fuerte, por Carlos Manzano

La rebelión del inanimado, por Julio Blanco García

Regreso al pasado (I), por Enrique García Díaz

● Narradores
Israel Centeno

● Entrevista
Enrique Redel, por Pilar Adón

● Reseñas
“El club de los estrellados” de Joaquín Berges, por Luis Borrás“Los alcores. Crónicas visueñas” de Leopoldo de Trazegnies Granda, por Carlos Manzano“Erotika” de Patricia de Souza, por Gilmar Simoes“Construyendo Babel” de Hilario J. Rodríguez, por Luis Borrás

● Miradas
Manuel Rivas y La desaparición de la nieve, por María Aixa Sanz

● Novedades editoriales

Pincha sobre el logo para descargarte la revista .

viernes, 9 de octubre de 2009

Número de otoño de la Revista La Casa de los Malfenti




PRESENTACION Nº32 - OTOÑO 2009 / En este número 32 de la revista literaria virtual La Casa de los Malfenti, reivindicamos la literatura en estado puro. Ésa que nos es imprescindible para la supervivencia, como asegura Carlos Pranger en su artículo y donde nos confiesa haber leído a Beckett y a Bernhard como única alternativa para sobrellevar los rigores y los excesos del pasado estío. La misma que lleva al pez de tinta, Miguel Martínez-Lage, a bucear por las páginas del original libro que nos presenta, titulado 27 de septiembre, y que está escrito por magníficas narradoras con firmes vínculos en común. Reivindicamos la literatura que nos regala Juan Gracia Armendáriz... (seguir leyendo)



EL PEZ DE TINTA, 17 por Miguel Martínez-Lage / El pasado 27 de septiembre volví de Segovia en sendos trenes, el tren rápido de trayecto corto y el tren lento de trayecto largo. Y no volví por el camino más recto, aunque por momentos pensé que me había embarcado en una de aquellas novelas de Peter Handke que leíamos ―bueno, leía yo― cuando no éramos ―yo no era― tan escasamente jóvenes como ahora. Con Lento regreso (1979) inicia Handke una tetralogía que concluye con otro de sus finos volúmenes, Por los pueblos (1981), de la que no forman parte las joyas posteriores que escribirá en esa misma línea ―sujeto escindido, desaprendizaje, extrañeza total ante el mundo en que ¿vive?... (seguir leyendo)



DE HOMBRES Y RATONES por Francisco Rodríguez Criado / Una amiga me cuenta que este verano no le ha dedicado tiempo a la lectura. Confieso mi envidia: yo he intentado en varias ocasiones pasar varios días sin leer y no lo he conseguido. Hace años hice una excursión organizada por Italia durante una semana y me prometí no viajar en esas condiciones. Los motivos de mi hartazgo: el cansancio físico (apenas dormíamos), el poco poso cultural que quedaba tras ver tantos monumentos en tan poco tiempo, y la imposibilidad de dedicar al menos una hora diaria a leer. No pretendo con estas líneas robarles el trabajo a los responsables de Fomento de la Lectura... (seguir leyendo)



DIARIO DEL HOMBRE PÁLIDO, 3 por Juan Gracia Armendáriz / Día veintisiete Nelson tiene treinta y dos años y nació en Trujillo, Perú. Hace seis años que vive en España. Comparte un pisito alquilado con su novia, también peruana, y con un perro bulldog llamado Charlie. Es un chico con mirada de fakir, educado y simpático. En Perú fue bailarín. Nos sentaron juntos en la sala y me contó su historia. Su padre fue narcotraficante. Hizo mucho dinero y Nelson se crio en un barrio rico, lejos de las chabolas y de la miseria, pero un día la policía asaltó su casa y se llevó a su padre esposado. La justicia lo condenó a pudrirse en una cárcel de Cuzco... (seguir leyendo)



MONOCOTILEDÓNEAS por Ignacio Lloret / En la playa donde pasábamos los veranos, las olas dejaban en la orilla muchos objetos perdidos. Entre ellos había montones de algas, botellas de plástico y moluscos arrancados del fondo. Aparecían en la arena después del temporal y se quedaban ahí hasta que se hundían o hasta que alguien los recogía paseando. Algunos días llevábamos una bolsa y metíamos dentro piedras de colores y todas las conchas que encontrábamos. A nosotros nos gustaban más las grandes, las que tenían dientes en el borde, mientras que las niñas buscaban las pequeñas para hacerse un collar ensartando un hilo por los agujeros... (seguir leyendo)



ENTREVISTA A BERNARDO ATXAGA por Belén Galindo / Bernardo Atxaga ha abandonado el territorio de Obaba para publicar “Siete casas en Francia” (Alfaguara), un libro que transcurre en la época colonial, en el Congo, y que ha supuesto un reto para el escritor en lengua vasca más premiado de todos los tiempos: "He querido escribir un libro sobre la brutalidad y he optado por un tono entre frívolo, absurdo y siniestro”. Además de charlar con él sobre su último libro, en esta entrevista nos ha permitido acercarnos a los engranajes de su particular mundo creativo, a su mirada como escritor y a los orígenes de Obaba... (seguir leyendo)



EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX por Fco. Javier Irazoki / Acabado el siglo XX, empiezan los inventarios. Ya sabemos que, en materia artística, se trata de un trabajo peligroso. Resumir es salvar o arrinconar creadores y obras cuyo peso debe ser fijado por una aguja precisa: el fiel que juega en la caja del tiempo. Mientras tanto, las injusticias son inevitables. He procurado anotar las variadas corrientes teatrales que se produjeron en Francia en los últimos cien años. Y señalo algunas características biográficas y literarias de quienes las lideraron. No olvidemos que se reconocieron los méritos de muchos de ellos... (seguir leyendo)



MI VIDA Y LOS LIBROS por Elena Zorrilla / Cuentos" de Fiodor Dostoievski (Edición de Bela Martinova, Ed. Debols!llo) - Como ya cité en otra antología de cuentos, es inevitable dejarse llevar por el editor, por el que selecciona. Su gusto, sus preferencias y sus inclinaciones van a determinar el disfrute de los lectores y van a influir en su opinión, pues en la mayoría de los casos estos conocerán al autor o al tema objeto de estudio a partir de su selección. El editor será responsable en gran medida del juicio que vamos a formarnos del autor. Pocas veces un lector medio tendrá la oportunidad de refrendar la opinión asentada en primera instancia... (seguir leyendo)



NOVENO ARTE por Roberto Goñi / El Relato; inspiración y caldo de cultivo para el Cómic En la ya no tan breve historia del noveno arte, muchos han sido los géneros artísticos que han querido dejar una impronta plagada de ejemplos más o menos acertados. Desde la pintura surrealista hasta la literatura costumbrista, pasando por la fotografía o el inevitable e influyente séptimo arte. Pero si existe un modo literario en el que el cómic se siente cómodo este sería el de la historia breve o relato. A diferencia de la novela, el relato literario, tal y como es concebido generalmente, tiene una importante limitación: su espacio. Mientras que una novela puede permitirse contar toda una historia... (seguir leyendo)



CITA CON EL POETA JOSÉ LUIS ALLO por Belén Galindo / 1- ¿En qué momento de su vida como poeta llega este nuevo trabajo, “De la ceniza y otros bienes perecederos”? Creo que en el de la mejor madurez, aquella que me ha permitido observar lo hecho hasta ahora y corregir en lo posible aspectos de mi poesía con los que no estaba de acuerdo. 2- Son cien poemas de una poesía, según el prólogo, "esencial, minimalista, que busca mediante la palabra acercarse al meollo secreto de los días, muy consciente de lo efímero de la vida y del canto". ¿Qué secreto guarda la vida entre sus días? La de lo efímero, lo frágil, la de tener plena consciencia de que nuestro paso está sujeto a circunstancias... (seguir leyendo)



CABEZA DE TURCO por Daniel Forcada / Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu, es quizá una de las mejores radiografías que se han escrito sobre una sociedad enferma y lastrada durante décadas por la pandemia mortal del fanatismo terrorista. Por eso, esta crónica del día a día de las víctimas y de los verdugos que conviven casa con casa en las calles y pueblos del País Vasco me ha cautivado desde la primera a la última página. Leerlo ha sido como consumir con vicio y a bocanadas de desesperación uno de esos cigarrillos que se agotan hasta la última calada. Un ejercicio apasionante y a la vez, asfixiante, angustioso... (seguir leyendo)



B-RANO por Carlos Pranger / Todos los veranos siento una especie de eterno retorno: el calor, el odiado calor que aborrezco con todas mis fuerzas. No fue hasta el enésimo anuncio televisivo de una conocida marca de comida basura, en el que el rey de las hamburguesas –que parece un asesino psicópata de una película de serie B– asiste a una reunión de una RAE imaginaria, en la que se acuerda aceptar Whopper como sinónimo de suculento, cuando decidí plasmar por escrito mis propias reivindicaciones. Mi propuesta sería cambiar la v de verano por la b de «berano». Es una idea descabellada, que reivindico porque me he pasado buena parte del estío leyendo a suculentos escritores... (seguir leyendo)



CRÓNICA DE LOS ENCUENTROS EN ARÓSTEGUI 2009 por Ignacio Lloret / El sábado 8 de agosto se celebró una nueva edición de este evento centrado en el género del relato que tiene lugar cada año en el Valle de Atez. El paisaje no estaba tan verde como otras veces, pero el entorno era el mismo, esa combinación armoniosa de bosques y prados, de colinas suaves en un horizonte de nubes que nunca se van. No corría el agua por las acequias como en noviembre, pero sí soplaba viento del norte y, a pesar del verano, se respiraba ese aire otoñal tan propicio para la literatura. Siguiendo el ideario de siempre, se trataba de leer y debatir, de pasear por el campo... (seguir leyendo)



CAPRICHOS / ENTREVISTA A JULIO CORTAZAR (TVE / Programa "A fondo" emitido en 1977) / En estos tiempos de la era digital en los que abunda lo efímero, es interesante volver la mirada atrás y recuperar el sentido de lo relevante, de lo imperecedero. Con este espíritu rescatamos la entrevista que Joaquín Soler Serrano realizó a Julio Cortázar en el programa “A fondo” de televisión española que se emitió por primera vez en 1977. Dos horas de deleite ante la subyugante presencia y el exotismo verbal de uno de los grandes de la Literatura Universal... (IR A VER EL VIDEO DE LA ENTREVISTA)

jueves, 8 de octubre de 2009

Blues y otros cuentos, de Iñaki Echarte


ALREDEDOR DE LO SABIDO

Se sentó con cuidado y puso los brazos sobre la mesa.
—Tengo algo que deciros. Seguro que ya lo sabéis.
Os lo habéis podido imaginar, os lo han podido sugerir, pero quiero decíroslo yo.
La madre no se permitió parpadear. El hermano sonrió maliciosamente. El padre adoptó el gesto severo de cuando recibe una noticia inesperada, por sí acaso.
—Lo que os voy a contar es la razón por la que durante todos estos años he sido inaccesible, distante, desagradable e incluso borde.
—Cállate —la madre arrugó la servilleta con cuidado—. Ya lo sabemos.
—¿Qué es lo que sabemos? —Dijo bruscamente el padre con la taza en la mano—. Yo no sé nada de lo que estamos hablando. ¿De qué estamos hablando?
—Estamos hablando de mí.
—Y, ¿qué es lo que no sabemos de ti? Lo sabemos todo. Eres nuestro hijo.
La madre se levantó de la silla y se puso a recoger la mesa.
—A veces creo que no te enteras de nada.
Él le puso la mano sobre el brazo y la agarró con fuerza.
El padre la miró con ojos suplicantes.
—Ya ha llegado el momento, ¿verdad?
—Hace mucho que está aquí. Ya deberías haberte hecho a la idea.
La madre se giró, abrió el grifo y empezó a fregar.
El padre miró la taza vacía.
—¿Puedo decir algo? ¿Puedo terminar?
—Hijo, ya no hace falta. Ahora no.
Este es el primero de los relatos que integran Blues y otros cuentos (Editorial Baile del Sol, 2009). No podía haber elegido Iñaki Echarte mejor carta de presentación. Como habrán podido comprobar, sin siquiera nombrarlo, lo dice todo.
La homoerótica que desprende impregna muchos de los relatos. Distanciados los momentos de las historias, en todas puede apreciarse la losa del silencio y del temor a la incomprensión. Me atrevo a decir que el espíritu de Iñaki colmó muchos de esos silencios y no pudo hacer cosa mejor que escribirlos, que realizar el exorcismo.

Sorprenderá al lector la frescura de los relatos y la buena concepción de muchos de ellos, el intimismo que los llena, la sensibilidad que desprenden. En otros veremos el gusto de Iñaki por la experimentación, como en “Bailaré siempre” o en “Jonay”, del primer grupo de relatos; y alguno nos sorprenderá en su trama (“Nadador”); pero habrá que llegar a el bloque cuarto para encontrarse tres relatos magníficos (“El minuto”, “El hombre” y “El campeón”) que hubiesen sido memorables si hubiese cerrado su final con un golpe certero en vez de dejarlos abiertos hacia un camino que ya no interesa al lector.

Buena apuesta la de Iñaki. El libro no podía llamarse de otro modo conteniendo la música que contienen estos retazos de vida. Qué mejor que un blues para fumarnos los silencios de la vida.