La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

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lunes, 30 de junio de 2008

Narrativas Nº10


Ya está a vuestra disposición el Nº10 de Narrativas.

En esta ocasión con un impresionante monográfico sobre literatura erótica.


Encontraréis relatos de Lorenzo Silva, Pepe Cervera, José Luis Muñoz, el propio editor de la revista, Carlos Manzano, y muchos más.


En el apartado Novedades Editoriales, Magda y Carlos se hacen eco de la publicación de El laberinto de Noé. Gracias.


Os dejo con el índice de contenido.


narrativas
revista de narrativa contemporánea en castellano

Núm. 10
Julio-Septiembre 2008
ISSN 1886-2519
Editores: Magda Díaz y Morales - Carlos Manzano

MONOGRÁFICO SOBRE NARRATIVA ERÓTICA
● Ensayo
“La misteriosa desaparición de la Marquesita de Loria” de José Donoso: faz y antifaz del erotismo, por Lilian Elphick
Seducción, erotismo y amor en “Travesuras de la niña mala” de Mario Vargas Llosa, por Luis Quintana Tejera

● Relatos
La felicidad, por Sandro Cohen
Contártelo, Adela, por Lorenzo Silva
Los placeres de la Ilustración, por José Luis Muñoz
Piedras, por Alice Velázquez-Bellot
Tríptico, por Gonzalo Lizardo
Pregunta retórica, por Rafael Ballesteros Díaz
Microtrilogía erótica, por Salvador Gutiérrez Solís
Herida de hembra, por Diego Fonseca
Manos, por Ana Alcolea
Atadijo fervoroso para impregnar un cuerpo, por CNP
Nawa shibari, por Paula Lapido
Final feliz, por Javier Delgado
Erótica IV, por Fernando Sánchez Calvo
Después de un cuento de Boris Vian, por Pepe Cervera
Amor hinchable, por Javier Puche
Voyeur, por Purificación Menaya
El ángel de L'orangerie, por Gemma Pellicer
No marques las horas, por Mónica Gutiérrez Sancho y Andrés Felipe Gómez Shool
Un mal día, por María Dubón
Preguntas y respuestas, por Carlos Manzano
Preludio y fuga, Carlos Arnal
Su aliento sobre mi espalda, por Elena Casero
Jenny o el vacío ético, por Salvador Alario Bataller
El roce de unos pechos de mujer, por Pedro M. Martínez Corada
Arthur, por Wilco Johnson
Amaranto, por Luis Emel Topogenario
Julia, por Carlos Frühbeck
Je t’aime mais non plus, por Sonia Fides
Ángel de Atocha, por Antonio Toribios
Dentro de las páginas del tiempo, por Soledad Acedo Bueno
Muñeca triste, por María Aixa Sanz
Tu cuerpo resplandeciente, por Carlos González Zambrano
Pornografía, por Antonio Báez Rodríguez
Libro del estremecimiento, por Ana Muñoz de la Torre
Oscuro deseo, por Patricia de Souza

● Novela
El Camino de Santiago (capítulo), por Francis Novoa Ferry
La orgía de Flipp (capítulo de Viaje por las ramas), por Román Piña
Suspiro azul (fragmento de capítulo), por Sandra Becerril Robledo
La cara oculta de la luna (fragmento de capítulo), por Carmen Santo

● Narradores
Marco Tulio Aguilera

● Reseñas
“Guapa de cara” de Rafael Reig, por Eugenio Sánchez Bravo
“El teatro de Sabbath” de Philip Roth, por Javier Avilés
“La huella del bisonte” de Héctor Torres, por Jorge Gómez Jiménez
“Nueve semanas y media” de Elisabeth Mc Nelly, por C. Martín

● Miradas
La erótica de la máquina, por Miguel Esquirol Ríos
Escribir el sexo: ¿asignatura pendiente?, por Blanca Vázquez
Literatura erótica, por María Dubón

● Novedades editoriales

lunes, 23 de junio de 2008

Carlos Castán: Presentación en Madrid de "Museo de la soledad"
















Carlos Castán en Madrid. El próximo jueves, en la librería Tres Rosas Amarillas, Carlos presentará la reedición de su segundo libro de cuentos Museo de la Soledad, por Tropo Editores. Cita imprescindible para los amantes del cuento.

Aprovechando esta presentación, os dejo con un relato maravilloso de Museo de la Soledad. Espero que lo disfrutéis.




CASI MARINO

I
Siempre que llueve es así. Pocos espectáculos para
Elisa como mirar el aguacero desde la ventana, esa
cosa tan simple. Apenas empiezan a caer las primeras
gotas corre a la cocina para prepararse un té y, a toda
velocidad, acude con su taza caliente a descorrer por completo
las cortinas y se queda apostada allí, junto al cristal
que marca la frontera entre su casa y el mundo, tan cerca y
tan lejos a un tiempo del chaparrón; a veces de pie, a veces
arrodillada encima de una silla. Pocos momentos tan de
ella, porque su vida pasada vuelve siempre de la mano
del agua. Sólo en días así le llegan episodios olvidados de
su infancia en el país del norte, recuerdos brumosos, como
cartas empapadas y con la tinta corrida que hubiera que ir
desdoblando cuidadosamente para evitar que sus mensajes
se pierdan para siempre dejando entre los dedos diminutos
pedazos de pasta de papel.
El árido clima de la ciudad donde ahora vive cada vez
le regala con menos frecuencia la fiesta íntima, la danza
interior, de ver su ventana convertida en escaparate gris
de lo vivido. Por eso ya no extiende la tabla de planchar,
como hacía antes, frente a los cristales, ni se acerca a ellos
protegida por un libro al que desviar de vez en cuando,
como distraídamente, la mirada. Simplemente se asoma
y espera a que le vayan llegando, a través de ráfagas de
agua u ondas en el cielo encapotado, esas escenas borrosas
de un tiempo perdido que, de otro modo, a buen seguro
no habrá de volver; instantes entrevistos, trozos de recuerdos,
imágenes que parecen cabalgar en las nubes y se descuelgan
en días así sobre la ciudad de polvorientos tejados
para quedar reflejadas efímeramente sobre los charcos, ser
evocadas por el penetrante olor a mundo mojado o dibujar
preguntas y adivinanzas sobre el cristal con sus pinturas
transparentes, invisibles lapiceros de agua.
Así, cuando llueve, si hay un instante en el rumbo de su
mirada perdida que la conduce a pasear, de niña, entre castaños
a bordo de sus botas de agua, al momento siguiente
recupera la visión de un rosal que asomaba sobre un muro
de cemento, en su ciudad norteña, provinciana y natal, dejando
ver sus flores salpicadas de gotas, como en los anuncios
de perfume de la televisión. O le vuelven a la memoria,
con increíble nitidez, cuadernos escolares y libros de mapas
o aritmética, tardes de sábado escuchando los cuentos de la
radio, sus dedos manchados de tinta azul oscuro, aquella
falda plisada de las teresianas; y, siempre en una esquina,
como de reojo en el recuerdo, un montón de periódicos de
su padre manchados de café. Como en una película en blanco
y negro va pasando, aunque desordenada, la simple historia
de su vida sin historia: unos cuantos cromos descoloridos.
Descoloridos, pero que ahora, a la luz medio muerta de
los años transcurridos, cobran -ante su ventana surcada de
temblorosas carreteras de agua con sus inquietas encrucijadas
y desvíos que aparecen y desaparecen-la dimensión
de estampas luminosas o vidrieras góticas en technicolor, el
majestuoso fresco de un universo por recorrer a la salida del
colegio, con la cartera olvidada en cualquier parte, las trenzas
medio deshechas y toda esa inocencia extraña que en
sus manos tomaba la forma de pan con chocolate.
y una de las cosas que había empezado a ocurrir sin
falta desde las últimas lluvias era la aparición, de punta a
punta de su calle, de alguien a quien ella había llamado
desde el principio, desde las primeras veces, el caballero de
la triste figura. Era un hombre delgado que caminaba despacio,
embutido en una de esas gabardinas de las películas
de los años cincuenta, con el cinturón apretado hasta parecer
un insecto de dos cuerpos y empuñando un paraguas
negro que sólo abría en caso de que la lluvia arreciase mucho.
Elisa nunca había visto a esta persona fuera de la ventana
de sus tardes de lluvia, jamás había coincidido con él en
la cola de la panadería o de la fruta ni se habían cruzado en
ninguna de las calles del barrio, de manera que su encorvada
figura, acudiendo puntual a la cita del agua, cobraba
ante los ojos de ella el irreal aspecto de un fantasma. Se diría
que el hombre aguardaba en alguna parte agazapado, escrutando
los movimientos de las nubes en el cielo, esperando el
momento de salir y ser, cada tarde de lluvia, la única figura
humana paseándose por el pasado de Elisa, entre todas esas
flores mojadas, empapándose los zapatos en los charcos que
Elisa saltaba en su infancia con aquellas botas impermeables
de siete leguas, rozando al pasar todos sus recuerdos, la canción
del barquero y sus dibujos de hadas azules en papel
cuadriculado. Era como si aquella sombra recorriese el territorio
de los aromas y miedos de su vida pasada, galería de la
tristeza, de la desolación más tierna. Cada vez que el cielo
se venía abajo, aquel hombre misterioso caminaba impasible
bajo la tromba, con la mirada perdida y un periódico chorreante
debajo del brazo. Elisa ya no sabía, cada vez que
comenzaba un nuevo chaparrón, si se apresuraba a tornar
posiciones en la ventana en busca de imágenes evocadoras
que la acercasen hacia sí misma corno venía sucediendo
desde tiempo atrás o, por el contrario, era la certeza de ver
aparecer entre la arboleda del bulevar a ese extraño príncipe
de las aguas lo que la hacía recoger a toda prisa lo que tuviera
entre manos para correr hecha un nudo de nervios hacia
su puesto de nostálgica centinela.
Una tarde de verano, justo cuando se disponía a salir de
una zapatería acompañada por una de sus amígas, les sorprendió
una tormenta brutal y repentina, y protegiendo sus
peinados con bolsas de plástico, cruzaron la calle de la mano,
a todo correr, para guarecerse en la cafetería de enfrente que
se hallaba ya repleta de público que esperaba pacientemente
la escampada. Aún reían divertidas comentando cómo se
habían puesto en un momento cuando, desde una de las
mesas, alguien llamó a su amiga por el nombre y entonces lo
vio de cerca: el hombre del agua estaba allí y, sobre el mármol
en que apoyaba sus codos, junto a una taza vacía, tambíén
su inseparable periódico mojado. Tras las presentaciones,
ese torpe rito de nombres y besos, se sentaron y
pidieron tres cafés. Yél lo tornaba sin azúcar, él hizo un barco
minúsculo con una servilleta de papel, él fumaba un tabaco
de pipa holandés que liaba con parsimonia de pastor jubilado,
él había sido tiempo atrás borrosamente amigo de su
acompañante, aunque hacía tiempo que no se veían (ya ha
llovido, dijeron), él trabajaba en una biblioteca a cuatro manzanas
de allí, él hablaba despacio y miraba más a su barquito
que a los ojos de nadie, y sobre la mesa caían de vez en
cuando gotas de su pelo. YElisa, corno distraída, pescó una
de esas gotas con la yema del meñique y se la llevó a los labios,
y todo lo demás que hacía era escuchar y mirar y sentir
esa danza interior, la que sólo se desataba en ella viendo llover
desde la ventana de su casa, cuando los recuerdos llegados
con el agua le devolvian trozos de la Elisa perdida, de la
Elisa olvidada por Elisa.
Cuando la intensidad decreciente del chaparrón dejó de
justificar que aquellos tres seres estuvieran allí sentados,
sus manos tan cerca encima de la mesa, comenzó el aleteo
de la despedida. Si hubo miradas corno promesas, labios
que al besar se demoran en la mejilla una fracción de segundo
más que en cualquier otro beso puramente formal,
las palabras en cambio se aliaron con la realidad más cuerda
y acabaron por ceder a la casualidad el papel de decidir o
no un próximo encuentro. La casualidad, acaso otra vez
con su vestido de agua, los volvería a juntar otra tarde
frente a una taza de café corno esas que ahora abandonaban
sucias sobre la mesa; a lo mejor en un sitio corno éste, al
abrigo de los vendavales; y quizá con esta misma desnudez
del corazón, con un temblor corno éste. Él olvidó queriendo
su estropeado periódico encima de una silla, y Elisa, aunque
no pudo verlo bien, corrida corno estaba la tinta de la
cabecera, juraría que al pasar vio la fecha y que ésta correspondía
nada menos que a treinta años atrás.

II
Puede que el azar en las películas o las lecturas de Elisa
se mostrara siempre corno mágico urdidor de destinos con
mayúscula; en su vida real, por el contrario, no había pasado
de ser una fuerza aburrida e inútil, carente de la más
mínima imaginación y generadora, en todo caso, de unas
cuantas coincidencias triviales y casi siempre molestas. Si
de los hados dependía la posibilidad de un nuevo encuentro,
podía esperar sentada.
Un par de semanas más tarde, Elisa se hallaba en la
cama terminando de pasar una gripe cuando las gotas en
el alféizar de la ventana del dormitorio la despertaron
como una música que llama al combate. Se dio una ducha,
se tragó un par de aspirinas y, tiritando, se fue poniendo la
ropa que cuidadosamente había elegido para la ocasión.
Insistente, la fiebre le había traído durante la noche la imagen
del extraño viajero del tiempo chapoteando hacia su
encuentro en una extensión pantanosa, entre cortinas de
agua. Los partes meteorológicos anunciaban largos días
por delante de tiempo soleado y quería aprovechar este
chubasco aislado porque, si no, sabe Dios cuándo podría
volver a encontrarlo; sabe Dios dónde y si sería lo mismo.
Elisa no quiere nada, nada en particular, es sólo que
tampoco tiene por qué dejarlo pasar todo, todo, como ha
hecho siempre hasta ahora, quedarse mirando, Elisa en
una ventana, esa odiosa imagen de sí misma, viendo cómo
huyen las oportunidades, hombres y días y viajes y proyectos
que se asoman y desaparecen sin cambiar nada de
su ordenada vida de enfermera solitaria y casera, soñadora
según sus amigas del cine y las cenas de algunos sábados,
tan aficionada a guardarlo todo y sacar siempre el
tema de los tiempos del colegio; es sólo que, a estas alturas,
algunas veces se le ocurre pensar que a lo mejor al
lado de esa persona que trae en el cabello gotas de todas
las lluvias, la vida es menos fría y vacía que a este lado del
cristal, el de la soledad y los programas de radio, y las
montañas de revistas leídas; es sólo que si fuera verdad,
como parece, que él llega siempre atravesando cada otoño
del mundo y su mirada encierra el poder de revivir las cosas
que se fueron, las estaciones ya muertas y el deseo olvidado
como un pétalo seco entre las hojas de un libro, entonces,
si eso fuera así, quizá valdría la pena, es un decir,
esconder entre sus brazos la cabeza, caminar por la vida
bajo su viejo paraguas.
Llevaba bien pensadas las palabras y los gestos para
cuando lo viera. Todo menos saludarlo al pasar sin detenerse,
tener miedo y cruzarse sin más en la calle o en el parque
con un leve movimiento de cabeza, porque entonces,
tras haberlo dejado marchar, la soledad multiplicaría sin
duda su amarga densidad, iría ganando en volumen y se
haría fuerte hasta el final de la noche y de todas las noches
hasta volver a encontrarlo. Loca, loca es lo que estaba, se
decía, empapada y con treinta y ocho de fiebre dando vueltas
a las mismas manzanas, retocándose el pelo, cambiando
de repente la dirección de sus pasos. Loca pero entonces lo
vio: doblaba la esquina con su gabardina de siempre y ese
paso desgarbado y lento. Elisa se detuvo en el escaparate
de una papelería y se dejó alcanzar. Lo verdaderamente
complicado es encontrar las palabras adecuadas, no parecer
más idiota de lo que se es, pero llegados a este punto basta
con no soltar el clavo ardiendo, lo que en realidad importa
es que no falten las palabras, inteligentes o no, lo mejor es
que acudan a raudales las palabras, porque un silencio más
largo de cuatro o cinco segundos dispara el impulso innato
de los solitarios de querer salir corriendo cuanto antes para
regresar en paz al hilo interrumpido de sus pensamientos.
Así que, en tiempo récord, tras recibir un par de besos en
las mejillas, el abordado paseante supo que a Elisa le encanta
la lluvia, que para ella nada como mojarse, nada
como salir en días así a pasear sin rumbo fijo por el barrio,
aunque la televisión dice que se avecinan días de sol, tiempo
seco para largo; y el tipo de libros que le gusta leer, y
cuáles son los próximos que piensa comprarse, y qué ciudades
no ha visto pero en sueños camina por ellas, y el frío
que tienen de repente y lo que le apetece un café si es que él
conoce algún sitio por allí cerca y tiene tiempo, claro, y ella
no le está aburriendo con tanta tontería, no lo está mareando
con lo tranquilo que él iba, a su rollo y a su aire, tan
ensimismado.
El hombre que Elisa tuvo a su lado en el bar andaba
Camino de los cuarenta años, un poco mayor que ella, y tema
la timidez de los que habitan sin cesar ciudades sumergidas
y horas interiores, la gravedad de la gente propensa
a morir. Cuando él hablaba, Elisa tenía la impresión
de que las palabras, el lenguaje humano, no acertaba a
plasmar la riqueza y profundidad de las ideas, y el comentario
más banal era recibido por ella corno una sutil y hermética
metáfora, clave para comprender algo que ahora
no estaba en condiciones de determinar exactamente qué
era, pero que tenía que ver con su vida o con la forma adecuada
de mirar su vida, el pobre tiempo transcurrido y el
que se abría nuevo y prometedor al otro lado de la cristalera
del bar, más allá de la lluvia, del envejecido presente
y de la noche. No averiguó de él tanto corno hubiera deseado,
casi nada a decir verdad, pero regresó a su casa con la
promesa de futuros encuentros y una servilleta de papel,
que Iba apretando su puño dentro del bolsillo del abrigo,
en la que estaba apuntado su número de teléfono. La que
metió la llave en la ranura de la cerradura y silbó melodías
de moda mientras se ponía un albornoz seco y se olvidaba
por completo de la gripe, era ya otra mujer. Dejó el paraguas
abierto en la bañera para que se fuera escurriendo la
tristeza de toda una vida, de los años que se habían ido
sucediendo sin permitirle sentir un vértigo corno éste.


III
Ahora, por las noches, si la jornada había sido dura,
podía al menos coger el inalámbrico -¿Te molesto?, ¿hacías
algo?- y hablar con Salvador una vez acostada y,
entre historietas del hospital y comentarios al hilo de la
prensa del día, ir desgranando confidencias a esa hora
tan proclive al susurro, mostrarle gotas de la Elisa que
duerme dentro de Elisa, de la niña crecida, de la que a escondidas
siguió coleccionando mariposas y recortables, la
misionera frustrada, la que en las acampadas se apartaba
del grupo para leer contra el cielo los Himnos de Novalis;
Elisa que duerme cada vez peor, que sueña con diluvios
interminables, con Gene Kelly bailando en la acera y las
tormentas de su infancia en casa de la abuela, dormir
abrazada a su camisón amarillento, sentir corno aliada la
cólera de los truenos, toda la ira del cielo contra un
mundo que, queriendo o sin querer, la condenaba a la angustia.
Que rompan los cristales de la estación, que lo
rompan todo, que encharquen el patio de recreo, que suspendan
la clase de gimnasia, los juegos en el parque y los
paseos de los enamorados que amenazan con comerse todas
las perdices; que los nubarrones devuelvan a los días
un color a tono con esa soledad que sobrevuelan, con
todo el miedo y el aburrimiento de que en realidad están
hechos.
A veces se les hacían las tantas. Hablaban mucho más
por teléfono que en las pocas ocasiones en que podían
reunirse para tornar algo y dar una vuelta a última hora
de la tarde, corno si el lenguaje fuese a aminorar el disfrute
de la simple presencia, o corno si las palabras, cualquier
palabra, terminase siendo poco más que una molesta
interferencia en el juego de miradas que, en el caso
de Elisa, era a la vez un juego interior de recuerdos que se
hilan, se barajan y se combinan de diferentes maneras, entre
sí y con el color de la tarde, y los ruidos y los olores de
la ciudad al caer la noche, ciudad de repente tan distinta,
tan de otros, corno un humo lejano, nido de historias enmarañadas
que Elisa no quiere saber. Su primer beso, tan
sentido corno torpe y temblón, envuelto corno un regalo
en la fragancia del masaje Floid para caballeros que usaba
Salvador, fue para ella un nítido retorno a la barbería de
la calle mayor a la que tantas veces había acudido acompañando
a su padre: recorrió con la lengua aquella edad
de violenta inocencia, amapolas rotas que había recogido
para el jarrón de su madre, agua en los cristales, siempre
el agua, tebeos en el desván y torrijas de Santa Teresa. Y
así todas las veces, así en cada beso y en cada caricia de
sus dedos de tinta china, en su silencio de aula aterrorizada.
Su príncipe azul, azul oscuro, casi marino, le devolvía
su propia vida y a su lado, o al escucharle por la noche
arropada hasta el cuello, era por primera vez Elisa
completa, y se sentía extensa y navegable como las historias
recogidas en los gruesos libros que le leía su abuelo,y
no sólo, como sucedía antes, la pobre inmediatez de las
últimas horas: la triste cena a solas, el inmediato cansancio,
el último desconsuelo antes del sueño.


IV
Es difícil decir con precisión desde cuándo -qué pasó,
qué se rompió-, pero Salvador lleva tiempo viviendo en
las sombras. A menudo imagina su vida como un tren
que da vueltas en círculo mientras se va deteriorando poco
a poco, perdiendo pedazos y velocidad y aceite. Es como
un pozo o como una nube densa que lo envuelve y, entonces,
qué difícil moverse, encontrar una palabra, emprender
una huida, respirar a veces. Si desde siempre le resultó
trabajoso comunicarse con los demás y mantener amistades
más o menos sólidas, el aislamiento de un tiempo a
esta parte comenzaba a adquirir dimensiones salvajes,
hasta el punto de que cada vez existían menos esos momentos
de antes en los que, al menos, caía en la cuenta de
estar deseando una conversación, el sonido del teléfono,
una carta inesperada en el buzón. No sabe qué busca en
sus paseos sin rumbo ni de quién se esconde saliendo a la
calle en los momentos en que todo el mundo corre hacia
los portales o se refugia quedándose quieto bajo las cornisas.
Ha pensado en eso muchas veces, ha pensado la palabra
locura, pero cada puente que ha intentado tender al
mundo se derrumba al instante como su ánimo, arquitecturas
de humo que dejan como único rastro un cansancio
antiguo y el gusto a ceniza de las derrotas interiores. Por
todos los rechazos y todas las renuncias, por la mordedura
del dolor ausente, ha acabado quedando sólo esta soledad
y estas pocas palabras, este andar de alma en pena, encorvado
e inseguro, que le arrastra, en los días de agua, más
allá de los escaparates de las librerías de viejo y de los parques
encharcados, hacia un horizonte gris y borroso, helado,
que le arrebata.
y ahora resulta que una mujer encantadora, a la que
conoció por casualidad en el día menos pensado, como
quien no quiere la cosa, dice que no puede dejar de mirarlo;
y le llama por la noche para saber cómo ha pasado el
día, y ríe al otro lado del hilo, le cuenta mil cosas sin pies ni
cabeza, y reconoce al final, ruborosa, las ganas que tiene de
volver a verlo y pasear otra vez con él, cogidos del brazo
bajo la lluvia hablando de libros y de películas, o en silencio,
qué más da en silencio, el caso es mojarse, había reído
ella al otro lado del hilo, bueno, mojarse y estar juntos.
Cada vez, al colgar el teléfono, se prometía no perderla;
no perder esta vez; que, aunque sólo por esta vez,
su hurañía no tirase por tierra el dulce milagro, el último
tren, el inmerecido amor hallado en una tarde de tormenta.
Se conjuraba para cambiar, para sacudirse el peso
de las absurdas sombras que, como perros muertos, llevaba
a todas horas sobre los hombros y no ceder a la llamada
del dolor, apartar de un manotazo la tentación del
vacío; favorecer, al menos, los gestos que alentaran lo
contrario, intentar mirar lo bueno de la vida, es decir, pensar
en ella, en cómo ella se retira el flequillo de la frente
mojada, en ella suave, en ella contando historias de cuando
era niña, en ella de niña, en ella tan tierna echando azúcar
y más azúcar en su café con leche, yendo a trabajar cada
mañana en el metro, acordándose de él. En ella. Cambiaría
lo que hubiese que cambiar, pero una cosa era segura: en
su interior, contra los viejos fantasmas y terrores, contra
toda sal en sus heridas abiertas, iba a ganar la sangrienta e
invisible batalla.


v
Hoy, casi un año después de aquel escarceo que prometía
ser una historia eterna, Elisa todavía no comprende
por qué su hombre misterioso, su adorable capitán del dolor,
comenzó a vestirse con camisetas de colores, se empeñaba
siempre en ir a bailar a ruidosos locales de moda y
hablaba sin parar de los temas más frívolos, forzando muchas
veces aquella risa que, en su rostro, cuya tristeza tantas
veces había recorrido antes con las yemas de los dedos, parecía
la mueca de una máscara barata. Todo lo que en él había
amado se esfumó, como convertido en vapor por el
calor de los soleados días que la televisión anunciaba sin
fin por aquel entonces y que se prolongaron desde aquella
primavera extraña hasta bien entrado el otoño. Con frecuencia
insistía en ir a la playa, silbaba las peores melodías
de la radio y, en apariencia lleno de energía, hacía
planes en nombre de los dos para un futuro luminoso y
pleno, una casita blanca bajo el arco iris. No hubo más lluvia
ni paseos, y su encantadora flaqueza, su adorable lan-
guidez, fueron sustituidas de la noche a la mañana por
una postiza seguridad, jovial y arrogante, que le hacían
preguntarse a Elisa ante quién estaba en realidad y, sobre
todo, dónde se ocultaba ahora, en qué abismo había desaparecido
su amor, su príncipe azul oscuro, casi marino, de
todas las lluvias, que arrastraba al andar un otoño inmenso,
un país de castaños mojados en el que ella reencontraba
su infancia y su sentido. Le parecía ahora un ser
tan sucio de presente, tan de hoy en día... Como grotesca
criatura del momento, podría sin mayor esfuerzo convertirse
en ávido excursionista, desenfadado concursante de
cualquier programa de televisión, la alegría de una boda,
el bailarín más borracho de la pista.
Ni Elisa comprendía aquellos cambios ni Salvador entendió
su despedida, por qué se le negaba el premio tras
haber cumplido con lo más difícil y derrotar al monstruo
que le mordía desde su niebla más interna; por qué, si por
primera vez caminaba erguido y seguro por la vida, dejando
atrás su isla, su vieja soledad a merced de las olas,
sin volverse a mirarla. Todas las fuerzas habían entrado en
juego y ya no había más en la reserva. Tras semejante revés,
a duras penas pudo regresar hacia sí mismo, recomponer
los pedazos de una existencia ya de por sí rota y volver
a ser, como había sido antes, la retraída sombra que se desliza
por la ciudad bajo un enorme paraguas negro: el personaje
que a Elisa, a oscuras en su ventana, le hace llorar
cada tarde de lluvia porque va vestido de nuevo de la amargura
que ella había amado en él, y arrastra otra vez todos
los otoños, y le devuelve fragmentos olvidados de su propia
historia, los cromos más difíciles, las fotografías perdidas
en un naufragio del que se salvó apenas su pobre vida
de hoy, vacía en la ventana, herida bajo las tormentas.

Os recuerdo el especial dedicado a Carlos Castán como cuentista del mes por su libro Frío de vivir. Si queréis volverlo a leer, pinchad aquí

© Esteban Gutiérrez Gómez, 2008

viernes, 20 de junio de 2008

¡¡¡Pregonero!!!

Sí, a mí también me cuesta creerlo, pero es así. La buena gente de la Junta de Distrito del barrio de Nuevo Versalles-Loranca en Fuenlabrada, me invitó a dar el pregón de las fiestas de este año.

Pasado el estupor inicial me puse a ello. La noche de San Juan, la noche más corta y mágica del año, el solsticio de verano, el fuego purificador. Las ideas se me desbordaban.

Creo que ha quedado un bonito pregón, lleno de buen rollo.

Esta noche a las 21:45 horas en la Plaza de la Concordia de Loranca.

PROGRAMA DE FIESTAS
Viernes, 20 de Junio
Alas20:00h: “Mercadillo Solidario” organizado
por los educadores de Calle de la Junta Municipal. Lugar:
Recinto Ferial de Loranca.


Alas21:00h: Espectáculo Infantil
“Dr. Ficante”
por la compañía LOS KIKOLAS
Genial Espectáculo de Malabares
Lugar: Plaza de las Artes


Alas21:45h:
Pregón de Fiestas a cargo de:
Esteban Gutiérrez Gómez
Escritor de Fuenlabrada, autor de la novela “El Laberinto de Noé”
Lugar: Plaza de la Concordia.


Alas22:00h:
Gran Concierto de Fiestas

“MODESTIA APARTE”
(Pop-rock)
Lugar: Plaza de la Concordia

martes, 17 de junio de 2008

Reseñas sobre El Laberinto de Noé

Gracias a los amigos que están colgando post sobre el libro.
Se trata de eso, de que la bola de nieve engorde hasta hacerse visible.
Dejo apuntados los dos últimos post:

http://davidgonzalezpoeta.blogspot.com/2008/06/el-laberinto-de-no-de-esteban-gutirrez.html

http://franciscocenamor.blogspot.com/2008/06/artculo-de-miguel-ngel-martn-sobre-la.html

domingo, 8 de junio de 2008

Feria del Libro 2008 en Madrid



No nos damos cuenta, pero cuando caminamos por las calles atestadas de gente, somos miméticos, como los bancos de peces, formamos corrientes que son ríos humanos y, a veces, nos dejamos llevar hacia el desagüe.

Lo pude comprobar el domingo, cuando buscaba desesperado la caseta 347 donde debería de firmar y aquellos bancos de peces me impedían el paso.

Es un lujo y una alegría poder haber estado en aquella caseta, rodeado de amigos que no se quisieron perder el acontecimiento. Y fue una verdadera gozada conocer a lectores anónimos a los que El laberinto de Noé les ha llegado al alma.




Por no olvidarme de alguno no pondré los nombres.
Gracias a todos por acompañarme.

jueves, 5 de junio de 2008

El cuentista del mes.MERCEDES CEBRIÁN: Algo resentido de este pie

Una vez más las clases de Luisa dan fruto. Nos trajo este relato como ejemplo que Eduardo Benavides ofrece de prosopopeya y etopeya (palabrotas malsonantes y descaradas) para construir un personaje tridimensional.

A mí, de por sí, el relato me parece de antología a tenor, sobre todo, del plano sicológico (del personaje narrador, por supuesto), por lo que creo que, efectivamente, consigue un todo de un personaje elíptico.

Dejo, una vez más, a la opinión del respetable lector el comentario acertado sobre este extraordinario caso de mala leche.

MERCEDES CEBRIÁN: Algo resentido de este pié

Salgo con un hombre desde hace seis meses. Es cojo. Él no me lo ha dicho así de viva voz pero no hace falta ser un lince para darse cuenta. Lleva un alza en el zapato derecho; discreta, de, no sé, como tres dedos. Es un hombre muy inteligente: da clases en la escuela diplomática y está especializado en relaciones hispano-francesas. Se formó en Dijon, donde la mostaza esa que pica, porque sus padres tuvieron que emigrar a Francia. De ahí su nombre, Floreal, que es el equivalente al mes de abril o mayo en el calendario republicano francés. Eso me explicó, yo no tenía ni idea. Aprendo mucho a su lado, me cuenta un montón de anécdotas y curiosidades, pero lo que es de sí mismo y de sus sentimientos habla más bien poco.
Le conocí aquí en Madrid, en una cafetería de las de ir a merendar con alguien. Yo estaba allí sola comiéndome un cruasán plancha y me fijé en él y en su mesa llena de papeles emborronados. Tenía pinta de existencialista parisino que se hubiera equivocado de local o incluso de ciudad. A veces miraba a su alrededor, parecía esperar a alguien que no llegaba y como a mí me ocurría más o menos lo mismo, que llevaba más de un año sin que apareciera nadie, pues me atreví a acercarme. ¿Qué escribes?, le pregunté, y él que pensamientos, impresiones a las que luego daba forma. Si trabajo un poco más estos textos es fácil que me los publiquen, ya estoy en conversaciones con una editorial, me dijo. Le miré con pupilas de cómic manga: Oooh, así que escritor. Yo soy profe en la facultad de pedagogía, le dije. Acabo de publicar mi tesis, La función del dibujo animado en el aprendizaje, pero esto último no quise mencionarlo en ese momento, a los hombres no les suele gustar que les abrumen con saberes ajenos. Dio resultado, gracias a mi discreción fui premiada con la oportunidad de quedar con él otro día, y después otro más, y otro.
A veces se muestra arisco, o eso me dicen mis amigas: Tu chico nuevo es un pocoooo (tardan en encontrar el término pero al final lo dicen) arisco, ¿no? Y no es eso, es que es cojo y al pobre le acompleja bastante. Para mí está claro pero Paula y Carmen no lo ven así. Qué tendrá que ver, me dicen. Pues claro que tiene que ver; cuando uno está acomplejado por algo, cree que los demás sólo se fijan en eso y su temor les hace estar siempre a la defensiva. A mí me pasaba de pequeña, cuando tenía que llevar el parche ese horrible en el ojo para corregirme la vista. E incluso ahora sigo teniendo mis neuras raras, por ejemplo con lo de las arañas, que les tengo verdadero pánico aunque a mí no me importe reconocerlo ante los más allegados. Por eso me enternece Floreal, me llama la atención su ego tan frágil, tan de azúcar caramelizado que al hacerle crij crij con una cucharilla enseguida se quiebra. Yo por supuesto nunca he osado sacar el tema: sé que él lo esquivaría como pudiese, a pesar de tratarse de una cosa tan tonta, de una leve cojera. Es cierto que debido a su inseguridad a veces se pone un poco agresivo si las cosas no están a su gusto, y sé que a Paula no se le olvida lo que pasó cuando ella metió un rato el vino tinto en el congelador en una cena que hicimos. Le montó una: que te has cargado el vino, que un tinto crianza frío es totalmente inexpresivo y pierde frutosidad, que eres una ignorante. En fin, tuvimos que sufrir un rato la cólera del enólogo, pero no fue para tanto.
Con mucha paciencia he llamado a la puerta blindada de su vida y he ido entrando en ella poco a poco cuando él me dejaba algún resquicio, adaptándome a sus rarezas y aceptando la presencia silenciosa de su cojera. Pero no he sido yo la única que ha tirado del carro; él, que jamás se quedaba a dormir en mi casa y no ponía buena cara cuando yo decidía amanecer en la suya, me propuso irnos de puente a París el mes pasado. A mí me apetecía más una de campo, una de Heidi y Pedro triscando por el monte, pero él se empeñaba en que mejor ir a una ciudad, a un sitio donde se pudiera pisar zona urbana y ver arte contemporáneo. Yo al principio no entendí por qué, a veces hasta se me olvida lo de su pierna, como no lo menciona. Luego caí en la cuenta y por eso le respeté. Veo que se cansa si anda mucho, y más en terrenos irregulares, por eso en París hicimos muchos planes de estar sentados tipo Café Flore, últimos estrenos de cine francés, cenas con velitas y cosas por el estilo. Él estaba en su salsa traduciéndome el menú en los restaurantes y enseñándomelo todo en plan Te voy a llevar a un sitio que ningún turista conoce, vas a ver, y yo, aunque ya había estado dos veces en París, no quise quitarle la ilusión, se le veía tan contento en su faceta de cicerone.
Además, igual el calzado deportivo o campestre no admite las alzas, o por lo menos eso me pareció al abrir su armario a escondidas y ver los siete u ocho pares de zapatos que tiene. Todos parecidos: negros o marrones, con o sin cordón; el típico zapato clásico de padre o de notario pero con su alcita correspondiente. Y ni rastro de zapatillas de andar por casa o de calzado informal de cualquier tipo, con lo que a él le gustan las nuevas tendencias en todo. Claro, a ver cómo se le coloca un alza a unas chanclas de goma de playa, supongo que habrá que ir a un zapatero especializado y ese zapatero, ¿tendrá suela de goma de colores? Quizá Floreal tenga su alcista particular, Ibáñez e hijos, maestros alcistas desde 1917. Es curioso hasta qué punto pueden condicionar unos zapatos la vida de alguien.
* * *
La gente rumorea que no nos va bien desde que vivimos juntos, pero puedo asegurar que no es así. Los roces de la convivencia son normales, y más con un hombre tan peculiar como Floreal. Es verdad que ahora, como quiere terminar su libro, está siempre delante del ordenador y a veces se pone un poco intransitable. Cuando voy a hacerle carantoñas me hace sentir infantil, pero no puedo evitar acercarme a él mientras escribe, taparle los ojos y preguntarle un obvio Quién soy mientras le doy mordisquitos en el cuello. Total para recibir siempre su chasqueo de lengua y su cara de Papá está trabajando, no le molestes.
Yo sé que lo dicen por lo que pasó hace dos semanas. Estuvimos jugando al Trivial en casa de Paula, la del vino tinto inexpresivo. Estaba su novio, Santi, y también mi amiga Carmen con el suyo. Decidimos hacer dos equipos: chicos contra chicas. A Floreal le tocó con Santi y Paco, que son bien majos pero que todo apunta a que escriben echar de menos con hache y son en parte responsables de los malos resultados en las encuestas sobre hábitos de lectura. En cambio las chicas éramos imbatibles. Las de ciencias las contestaba Carmen (¿cuántos tentáculos tiene el calamar? Diez. Correcto), yo las de historia y literatura y Paula resultó ser un hacha en espectáculos. Sólo flaqueábamos en deportes. El equipo de Floreal iba perdiendo al principio, tenían dos quesitos de plástico mientras que nosotras, por mi buen papel en una sobre la guerra fría, llevábamos el doble. Luego remontaron, en parte gracias a Santi y Paco que controlaban de ciclismo y de En qué año ganó tal equipo la copa de Europa. Una vez que todos nos habíamos hecho con los seis quesos, empezó la pugna por alcanzar el centro del tablero. Ellos llegaron antes que nosotras y, cuando ya estaban en el momento final, el de responder correctamente a todo un lote de preguntas, les tocó una de las qué sólo Floreal sabía (¿Cuál fue la última obra que escribió Molière?) y perdieron. No era El Misántropo sino El enfermo imaginario.
Al volver a casa, Floreal salió a la terraza a fumarse un cigarro. Estaba insufrible, no había quien le hablara. Yo, mientras, me fui a la cocina a hacer una ensalada César, con picatostes, bacon frito y esas cosas, pensando que para olvidarse del berrinche le apetecería cenar algo rico (los hombres funcionan a veces como los niños, cogen rabietas tontas pero con una piruleta se les pasa). Cuando acabó vino hacia mi y me abrazó por detrás, como yo suelo hacerle a él. Me dio un amago de beso, me metió la mano por debajo del jersey y me dijo Toma campeona, que te lo has ganado.
El alarido que di se oyó en todo el barrio, por eso vinieron los vecinos de enfrente con cara de querer asistir a un caso de malos tratos para luego decir por la tele Cómo pudo ser capaz de eso, un hombre tan educado. Se decepcionaron al no ver ojos morados ni contusiones, y como yo no podía hablar por el sofoco, él les explicó todo quitándole importancia No se preocupen, es que ha entrado una araña en la cocina y a mi novia le asustan tanto los insectos que se ha puesto histérica la pobre.
Cuando se fueron me dijo que mis amigas y sus novios eran una panda de analfabetos y que no quería volver a verles, que en lo sucesivo o salíamos los dos solos o quedábamos con su gente, que la verdad, aunque yo soy bastante abierta, me parecen todos una panda de engreídos acartonados.
Después de aquello hemos estado varios días sin hablarnos. Ahora las aguas han vuelto más o menos a su cauce, pero sí que he aprendido algo importante: que la gente acomplejada puede llegar a ser muy cruel. Yo no lo quería asumir pero es así. De todas formas, he aceptado sus condiciones. Ahora siempre vamos solos o con sus amigos, y a los míos los veo yo luego por mi cuenta. A pesar de todo no le guardo rencor y quiero que la gente lo sepa para que dejen de chismorrear. Es más, hoy, como era su cumple, le he montado una fiesta sorpresa en casa. Al llegar de trabajar y encender la luz se ha encontrado las paredes cubiertas de guirnaldas multicolores, la mesa puesta con un montón de viandas ricas y hasta una tarta con sus 36 velitas. Han venido mis amigas Paula, Carmen y dos o tres más con sus parejas y allí estábamos todos esperándole en el salón, y en medio su regalo: una caja cuadrada enorme con un envoltorio plateado y un lazo rojo brillante, como el paquete ese explosivo que lleva siempre el pitufo bromista en los tebeos. Me he gastado un dineral pero no importa, la ocasión lo merecía. Le he comprado unos zapatos preciosos, de superdiseño italiano. Son de cuero verde botella con apliques de nylon y un cierre de velcro negro que les da un aire futurista. Y bueno, la suela es chulísima, medio transparente con dibujos raros como de caligrafía china. Al pisar dejan una huella huecograbada que pone Number One. Supuse que le gustarían, como se pirra por lo vanguardista. Cuando abrió el paquete le dije: póntelos, Floreal, póntelos ahora y déjame ver cómo te quedan. Venga, hombre (mi amiga Paula también insistía) anda un poco con ellos en plan desfile de moda, ¿qué pasa, es que no te gustan? Y allí todos coreando como en las bodas Que se los ponga, que se los ponga. Yo, al verle la cara dudosa le dije Oye, si prefieres otro modelo se pueden cambiar sin ningún problema, eso me han dicho en la tienda. Pero la verdad es que sería una pena porque son de una piel buenísima, muy blandita. Espero que no le hagan daño.

Algo resentido de este pie (de El malestar al alcance de todos), Mercedes Cebrián
Cuento extraído de su libro de relatos y poemas El malestar al alcance de todos publicado en marzo de 2004 por Editorial Caballo de Troya.
Tomado prestado de El boomerang

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© Esteban Gutiérrez Gómez