La enfermedad del lado izquierdo

La enfermedad del lado izquierdo
El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

También estoy aquí...
MI BLOG PERSONAL

viernes, 29 de enero de 2010

Empieza el AñoLuján



En algún cielo
Marcelo Luján

Premio Ciudad de Alcalá de narrativa 2006
(Edita la Fundación Colegio del Rey, 2007)

Es una pena. Cuantos buenos cuentos se pierden en los concursos. Cuantos libros llenos de relatos magistrales. Los cuentistas somos seres humanos. Comemos y necesitamos cubrir esas mínimas necesidades básicas que se dan por supuesto en todos nosotros. Lo más accesible es enviar nuestros textos a concursos e intentar que los jurados aprecien vértices de nuestra obra que apunten hacia alguna genialidad. Ignacio Ferrando, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Oscar Sipán y, más recientemente y con el premio Setenil a sus espaldas, Fernando Clemot, son vivos ejemplos de ello. Excelentes cuentistas que dejaron sus obras diseminadas por ayuntamientos de toda España, publicadas ad hoc y sin distribución, en el mejor de los casos. El cuento, los cuentos, quedan enterrados por el éxito y los lectores no llegarán a ellos so pena de que luego los reúnan en un libro publicado por una editorial que cuente con eficiente distribución. Y aún así, es difícil llegar a las librerías.
Una especie de condena se cierne sobre nosotros.
Pero no vamos a llorar.
Es lo que hay.

Marcelo Luján es otro de los ejemplos de cuentistas condenados al olvido. Hasta hace unos meses, todo lo que ha publicado son premios literarios que lamentablemente han quedado varados en los anaqueles de las empresas gráficas que los imprimieron. Así ocurrió con su libro de relatos Flores para Irene, que ganó el Premio de cuentos Santa Cruz de Tenerife 2003 o El desvío, cuento ganador del Premio Kutxa Ciudad de San Sebastián 2007, o el libro del que les voy a hablar ahora: En algún cielo, que ganó el Premio Ciudad de Alcalá de narrativa 2006.

Y es que es una pena y de verdad lo siento. Lo siento por ustedes, que no podrán disfrutar de sus cuentos (a menos que contacten con la librería 3 rosas amarillas y lo encarguen, creo que es el único lugar donde este volumen de cuentos está disponible). Unos cuentos impregnados de aromas porteños (las propias esencias del autor, de nacionalidad argentina, y la de su principal influencia, Julio Cortázar), dotados de una prosa limpia, calibrada, no exenta de riesgos formales y de ansias por la renovación. Escritura sutil, como la del relato que da nombre al libro, En algún lugar, con uno de esos finales que impiden respirar. La experimentación avanza en el siguiente cuento, porque lo de Marcelo Luján son cuentos, donde nos muestra el juego de acá y de allá, la rayuela experimental de los sueños, dos voces y dos lenguas que se mezclan en la mente del lector con un resultado sorprendente. Habría que poner nombre a este coctel de palabras: “genial”. Ponme un genial, diría yo.
Con la copa en la mano disfrutarán de otra maravilla, La noche inminente, una copa nocturna, negra, llena de suspense, trazada como el resto de obras del autor: con tiralíneas, escuadra y cartabón. Nada se deja al azar.
Otro día (estos y todos los buenos libros de cuentos no se deben leer del tirón: empachan) abordarán el que quizá sea la más efervescente propuesta del libro, The queenless, otra incursión en el pasado, porque no les dije, pero ser recuerdos une estos relatos. Y, más tarde, llegarán a Cuidados intensivos, una obra de arte que ya explotó Marcelo tiempo atrás para fijar al jurado como se fija la mariposa a la tabla de corcho: con un alfiler en la garganta. Un cuento de barro y vida, humano y bestial. Y prosiguen las nuevas propuestas, los cambios de forma, el uso diferente del diálogo.
Para el cuento final les recomiendo una tarde, una bebida espirituosa y una hora de tranquilidad por delante. Por propia experiencia lo digo, porque una vez comiencen su lectura no podrán parar, y no digan que no se lo advertí. Una historia tremenda contada por uno de los personajes del cuento de forma tan magistral que el otro personaje, aprendiz de escritor, no logrará escribirla jamás y se refugiará en su intelectualidad y sus propios fantasmas, y un tren y un nombre de mujer: Irene, y esos hilos invisibles que unen las historias de los cuentos. Los aprendices, en plural, pondrán las cosas en su sitio.

En fin, un maravilloso libro que se perderán sobre todo aquellos a los que un eco de la voz de Cortázar les paraliza los sentidos. Pero creo que todo esto va a cambiar, porque este año 2010 será el AñoLuján. A la reciente publicación en septiembre de su primera novela La mala espera (otro premio, el Getafe Negro de Novela 2009, publicada por EDAF y, esta sí, con una excelente distribución) se sumarán un libro de relatos (Arder en invierno, que publicará Baile del Sol) y una nueva novela, Checoslovaquia, que publicará 451 Editores.

Entonces Marcelo Luján será más visible y lamentarán no haberlo leído antes.
Por cierto, el libro cuesta la escandalosa cantidad de seis euritos (6 €).
Una barbaridad.



Página web del autor: http://www.marcelolujan.com/

jueves, 28 de enero de 2010

Nº2 de aL oTRO lADO del eSPEJO, LA REVISTA DEL CUENTO



Ya estamos aquí una vez más, y una vez más dispuestos a compartir con vosotros las historias y sus respectivas porciones de vida que van llegando a esta redacción; ha habido más y posiblemente mejores, no os quepa duda, pero por ahora hemos elegido las que os presentamos, sin olvidarnos de las que han quedado en la recamara para una próxima ocasión. La selección ha sido compleja a la par que enriquecedora, nosotros hemos apostado por lo que a nuestro juicio nos ha parecido que supuraba alma y fantasía; historias cargadas de emoción, donde el lenguaje toma duros ascensos hasta el desenlace final; sucesos de ficción y no ficción donde lo real supera lo irreal y a veces lo imaginado tiene vida propia y tangible, en definitiva una amalgama de relatos y microrelatos seleccionados para uso y disfrute del lector –este si que es nuestro verdadero cometido-, con la novedad arriesgada en este NÚMERO DOS del relato gráfico y que queremos apostar por darle continuidad. Cómo siempre, a corto-medio plazo, esperamos tenerla impresa y organizar alguna que otra presentación para que el olor a tinta nos embriague a tod@s por igual, mientras tanto, en este enlace http://issuu.com/alotroladodelespejo/docs/aolde2
podéis visualizarla e incluso descargarla en pdf si lo creéis conveniente. Esperamos amigos y amigas, lectores siempre, que sea de vuestro agrado.






PORTADA:
Gsús Bonilla
NOS CUENTAN:
Antón P.Chéjov, Oscar Sipán, Fco. Javier Irazoki, Alberto Infante, José Jacinto Muñoz Rengel, Giovanna Rivero, Roxana Popelka, Nacho Abad, Juan Pardo Vidal, Musi Al- Ramli, Déborah Vukušić, Alberto García Salido, Manu Sánchez Vicente, Fusa Díaz, Jara Bedmar, Soledad Dávia, Begoña Leonardo, Javier Das, Yolanda Calahorra, José Ángel Beckett, Batania, Esteban Gutiérrez Gómez.
ILUSTRAN:
María Couceiro, Peter Jasen (VELPISTER), Laura Rosal del Rey, Ángel González González, Federico Romero, Pedro Morillas, Daniel Orviz.

¡Qué la disfrutéis!

miércoles, 27 de enero de 2010

Un cuento de Giovanna Rivero



Jamás te acerques a las ollas


Me llamo Diana, como las princesas. Esta respuesta complace a mi madre, nos reconcilia con las secretas herencias que hemos recibido de mi abuela, de mi tía Medea, de mi prima Lilith y de Eva, a quien nunca conocí, pero cuya leyenda va lamiendo mis talones, ensalivándolos.

Si doy más explicaciones, mamá se pone nerviosa, las uñas le crecen en punta y ligeramente curvadas, gata en celo. Las amas de casa tienen esas cosas, retuercen sus uñas sobre la masa del pan y sonríen, ya sin furia.

En este país, las amas de casa no tienen conciencia de clase, mas conocen secretamente su poder. Mamá dice que jamás me acerque a las ollas que hierven, y no porque sus brebajes tengan mal sabor, sino porque podría quemarme con agua, que jamás, jamás de los jamases es lo mismo que la caricia del fuego. Sin embargo, estos son mis dominios.

Abro latas de atún y preparo sándwiches que mis amantes devoran sin decir amén. ¡Qué buena cocinera!, piensan, y recogen con la lengua las migas desperdigadas sobre la corbata. Por lo demás, nunca, nunca, me aproximo al hervor de las ollas.

Aun hoy, mamá suele mezclar el tallarín con las medias nylon, y a mí me produce cierto asco. Hemos compartido algunas recetas, es cierto, una pizca de pimienta y dos lágrimas de limón, azúcar impalpable y colorante artificial, nada extraordinario.

La última vez preparamos una tarta de manzanas mordidas y tocamos, sonrientes, las puertas anaranjadas de la cuadra. Las vecinas, malagradecidas, vomitaron sobre nuestra gentileza con tanta profusión que cualquiera hubiese pensado en un baño chantilly, malditas bulímicas.

Pues bien, ahora he alistado un banquete.

Mamá está orgullosa. Me ha prestado los trinches de plata para darle clase a la mesa. Y el vino, Diana, el vino debe tener la densidad de la sangre antes de coagularse. He seguido todos los pasos: el mantel rosa, la jarra con agua, los panes con sus cuernitos a medio chamuscar y la bandeja sobre la que pondré la comida caliente.

Me llamo Diana digo, al abrir la puerta, donde se recorta mi nuevo amante. Me muero por hacerle probar mi receta; al fin y al cabo, a mí también me tenían harta los sándwiches de atún.

Yo soy Raúl dice, sacudiendo una melenita afeminada que amargamente me recuerda al marica de Sansón.

Por eso, cuando le corto el pescuezo para meter su cabeza al horno, compruebo, una vez más, que los melenudos son un problema: tienes que rasurarles el cráneo para sentir el sabor.


Giovanna Rivero publicó en 2009 el libro de relatos Niñas y detectives (Editorial Bartleby). Es una de las cuentistas colaboradoras en el nº2 de Al Otro Lado del Espejo.

sábado, 23 de enero de 2010

Un cuento de Jesús Serrano Belmonte



LUNA ESCONDIDA

Durante la pausa para el almuerzo, Enrique Pérez, de atención al cliente, y el resto de personal de las oficinas centrales del Banco Mediterráneo se reunieron en torno a la mesa redonda de siempre del bar de siempre. Pérez tomaba un cortado con una tostada untada con mermelada mientras ojeaba distraídamente el diario local.
-¿Os habéis enterado? Han despedido a Pablo Muñoz.- Indicó Pérez señalando una pequeña reseña que se hacía eco de la noticia.
-¿Muñoz despedido? Será una errata. O eso o los de dirección se han vuelto locos. –Exclamó Méndez, de recursos humanos.
-Esta tarde tengo que presentarle al jefe el informe de incidencias del último mes, le preguntaré al respecto.- Añadió alguien de contabilidad.
-No quieras ganar enteros con el jefe. Ese puesto será ocupado por alguien de garantías. No ha de ser fácil suplir a Muñoz.- Replicó Pérez-
-Con un sueldo de cinco mil mensuales, yo suplo a quien sea necesario.- Añadió el desconocido de contabilidad.
Yo no conocía a Muñoz personalmente, pero llegó un día en que resultó difícil, casi imposible distinguirnos.
Ingresé en el Banco Mediterráneo hace ahora cinco años. Llevaba varios años, desde que obtuve mi licenciatura en empresariales, intentando encontrar un trabajo como este. Tan pronto como me enteré del ascenso de Muñoz y de su inmediato traslado a Madrid, me apresuré a presentar mi currículo en el Banco, instándome el responsable de recursos humanos a presentarme a las oposiciones que serían convocadas inminentemente. No pude prepararme demasiado, puesto que en esas fechas llevaba a cabo toda índole de pequeños trabajos manuales que eran el sustento de mi recién estrenado matrimonio. Apenas diez personas nos presentamos a la oposición, resultando yo el más capaz para cubrir la plaza vacante. La noticia fue recibida con alegres festejos por parte de mis familiares y amigos, que veían en mi futuro puesto de trabajo el modo ideal de retenerme en el pueblo, como nunca antes nada ni nadie había conseguido.
Desde que puse por primera vez mis pies en las oficinas solía cazar conversaciones en las que la palabra Muñoz aparecía siempre ligada a los adjetivos “brillante”, “servicial”, “trabajador” e “impecable”. Pero era sobre todo, cada lunes por la mañana, en la reunión de planificación semanal, cuando salía a colación su nombre y su “impecable trabajo para la empresa durante los últimos dos años”. Afirmaciones como: “Muñoz no utilizaba fotocopias, traía el trabajo echo en PowerPoint” o “A Muñoz no era necesario llamarle al móvil, él siempre estaba aquí” acabaron por convertir al maldito Muñoz en una sombra de la que era imposible desprenderme.
Un día, al llegar a mi despacho, encontré sobre mi mesa un proyecto de captación de clientes. Me alivió ver que la fecha se refería a varios meses atrás, puesto que llegué a pensar que había sido relevado en una de mis funciones más importantes. Firmaba el proyecto Pablo Muñoz. Una nota con el siguiente texto firmada por el jefe acompañaba el proyecto: “ Este es el modelo de proyecto con el que hemos trabajado los últimos dos años, funcionando a las mil maravillas con él. Si no le causa mucha incomodidad nos gustaría que prescindiera del modelo que hasta ahora ha empleado y se ciñera a la misma estructura que figura en el proyecto que le adjuntamos”.
Varios meses después de mi ingreso, en la puerta de mi despacho, todavía figuraba un pequeño letrero de plata que rezaba “Sr. Muñoz”. También en las tarjetas de la empresa correspondientes a mi puesto de trabajo que se me ofrecieron figuraba aun su nombre. Y hasta entonces, dieciocho meses después del ascenso de Muñoz a la oficina nacional, en el gigantesco organigrama situado en la entrada de las oficinas aparecía su nombre y su lustroso rostro debajo en lugar del mío.
Según ese retrato Muñoz debía ser un hombre desconfiado. Así parecían decírmelo sus ojos azules y despiertos, pero sutilmente entornados, como queriendo ver algo que los demás nunca serían capaces de ver. Su pelo era negro, y perfectamente peinado hacia la derecha. Su nariz y orejas no ofrecían nada especial. Eran ese tipo de nariz y de orejas que podrían haber pertenecido a cualquier otro hombre. El nudo de una corbata de rayas azul y gris se asomaba tímidamente en la parte inferior de la fotografía junto a las solapas de una camisa blanca y resplandeciente.
No es de extrañar que desde mi primer día en la empresa mi objetivo primordial fuera retomar la senda que Muñoz había iniciado con maestría.
Durante un tiempo indagué sobre las costumbres que tuvo mi predecesor, anotándolas cuidadosamente en mi agenda. Cada noche, en mi casa las ordenaba y analizaba minuciosamente tratando de hacerlas mías. Empecé por llegar al trabajo treinta minutos antes que el resto de mis compañeros. Durante ese tiempo planificaba el resto del día, y distribuía indicaciones en los puestos de trabajo de mis subordinados, de manera que a su llegada encontrarían las tareas a realizar durante la jornada.
Medidas como familiarizarme con determinados programas informáticos y con el inglés me obligaron a tomar clases en sendas academias las tardes de los días pares para las primeras, las tardes de los días impares para las segundas.
Nunca fui un tipo desgarbado, pero mi aspecto distaba mucho del que debía presentar si pretendía hacer olvidar a Muñoz. Así que pasé la tarde de algunos sábados en los centros comerciales más de moda con mi mujer, quién me asesoró convenientemente sobre lo que debía comprar. Ella siempre se mostró comprensiva con la empresa que me había propuesto, y su cooperación me permitió hacer grandes avances en relativamente poco tiempo. Mi primer gran logro fue conseguir que en la placa de plata de la puerta de mi despacho apareciera mi nombre. Lo celebramos por todo lo alto. Aquella noche cenamos en un restaurante tailandés que fascinaba a mi mujer, y después fuimos a tomar una copa al barrio de moda. Fue la noche soñada.
Fue durante esos días cuando tomé conciencia de lo que Muñoz había significado para Banco Mediterráneo, con todo lo que aquello acarrearía en el desarrollo de mi labor y de mi vida personal.
Conforme mis compañeros de trabajo se fueron haciendo a la idea de que Muñoz ya no estaba, y era yo quien ocupaba su puesto, diversas tareas de esas que suelen quedar en tierra de nadie empezaron a recaer sobre mis espaldas.
“Eso antes lo hacía Muñoz, mira a ver si puedes solucionarlo tú”, solían decirme mis compañeros. Y por su puesto, no les decía que no. Hacer olvidar a Muñoz fue mi máxima aspiración desde mi ingreso en el Banco, por lo que siempre estuve dispuesto a tragar todo lo que fuera necesario con el propósito de que no lo echaran en falta.
Fue entonces cuando llegaron las jornadas de catorce horas de trabajo, las comidas con clientes cualificados, los viajes a otras sucursales, los cursos de perfeccionamiento de técnicas de marketing, y un eterno etcétera. Tan sólo tenía que aparecer el nombre de Muñoz vinculado a cualquier tarea para que esta recayera sobre mi.
Mis descansos se restringían a esa hora vedada, en tierra de nadie, que convierte la noche en madrugada. Mi mujer mientras tanto, esperaba.
Mi máxima implicación pronto dio sus frutos. Fui nombrado empleado del mes en diversas ocasiones, y los trabajos de mayor responsabilidad se me encomendaban cada vez en mayor medida. Pero hubo un acontecimiento que me marcó especialmente. Sucedió antes de las últimas vacaciones estivales, cuando fui citado a una reunión con el Consejo rector de Banco Mediterráneo. Los trabajadores de oficina rara vez eran citados para estas reuniones en las que se trataban nuevas inversiones o grandes proyectos futuros en los que pretendía tomar parte la empresa. Diez hombres, mayores de sesenta todos ellos, impecablemente vestidos, me recibieron con aduladores saludos y felicitaciones. Tras tomar asiento el último miembro del Consejo, Don Enrique Calatayud se incorporó para instarme, con voz solemne, a responsabilizarme del departamento de marketing de Banco Mediterráneo a nivel nacional, siendo imprescindible, si aceptaba su propuesta, trasladarme con el equipo de trabajadores que yo considerara oportuno a la sede de Madrid.
Llegué a casa nervioso, sudoroso y con el corazón a mil. No sabría decir que me inquietaba más, si la posibilidad de cambiar de oficina, de compañeros y de ciudad, o el hecho de que fuera yo el elegido por aquellos hombres, de indudable reputación e inteligencia, para ocupar un puesto de semejante envergadura.
Cuando llegué a casa eran las ocho de la tarde, mucho más temprano de lo usual, por lo que me dispuse a ponerme cómodo para preparar la cena antes de que mi mujer llegara. No sabía con exactitud a que hora terminaba de trabajar, puesto que cuando yo llegaba a casa, ella ya había dispuesto diligentemente todas las comodidades que pudieran existir para satisfacerme. Aparte de esto nada más. Nada más que las pertinentes preguntas sobre el transcurso del día recién terminado, que siempre obtenían por respuesta monosílabos tan cortantes como hirientes. Las series televisivas nocturnas eran el mejor remedio para acolchar esos eternos silencios llenos de nada.
El coche de mi mujer retumbó en el parking poco antes de las nueve y media advirtiéndome de su inmediata llegada. Ultimé los preparativos para la cena cuando el tintineo de sus llaves introduciéndose en la cerradura de la puerta me advirtieron sobre su inmediata aparición. No le extrañó demasiado mi presencia a esas horas. Más bien, pasó de largo, como si mi comparecencia allí no fuera más notoria que la de unas flores secas en el jarrón de la entrada. Subió las escaleras rumbo al cuarto de baño, donde una ducha, mucho más atrayente que yo, le esperaba ansiosamente.
Pausé en la cadena musical su canción favorita, y sintonicé uno de esos canales digitales de documentales sobre viajes que tanto le gustaban antes de que ella bajara, cuando de pronto, todo cuanto me rodeaba quedó sumido en una profunda oscuridad, la misma que bañaba macabramente todo cuanto alcanzaba a ver desde mi ventana.
El contorno del comedor, donde esperé más de treinta minutos, se percibía difuso y vacilante a la luz de las velas temblorosas que lagrimeaban, en perfecta soledad, gotas de incandescente cera.
Ella bajó serena, indiferente, dejando tras de si una estela de un agradable olor que me resultaba tan familiar como distante en el tiempo. Distinguí en su cuerpo bañado por la luz indecisa de las velas, simas y valles que apenas acerté a reconocer. Su pelo, indomable otrora, se me mostraba dócil y refulgente como la luna argentina que surcaba desdeñada la media esfera celestial. Y sus manos, tan firmes para abrazarme cuando más urgía, y tan sedosas para acariciarme cuando más lo ansiaba, eran otras manos, no menos firmes ni sedosas, pero ajenas a aquellas que abrigaron mis últimos años de vida.
El tenso silencio que todo lo llenaba, se rompió con agradables palabras cuando ella descubrió la suntuosa cena vanguardista preparada con decoro que había quedado fría y gelatinosa sobre los platos. Unos rústicos bocadillos suplieron inmejorablemente a la opulenta cena prevista de antemano.
La velada, fría y silenciosa, sin artificios electrónicos, nos dejó desnudos, cuerpo a cuerpo, sin parapetos tras los que esconder la incipiente debacle de nuestra relación que tanto refulgió en un pasado borroso, pero cercano.
Tan pronto como terminé mi cena abandoné la mesa para salir fuera a fumar. Durante los últimos meses, el terreno exterior, que constaba de unos pocos centenares de metros cuadrados, abarrotados de fuentes, jarales, y centenares de flores multicolores cuidados meticulosamente por un jardinero extranjero de bajas pretensiones económicas, era empleado casi exclusivamente como fumadero. Una pequeña red de badminton pendía distendida, como un tendedero en una casa abandonada, entre dos manzanos florecidos. Las bicicletas, inmóviles desde hacía muchos meses, acumulaban polvo y óxido entre sus articulaciones en un pequeño cobertizo.
Aquella noche cientos, miles de estrellas de mortecina luz alhajaban con parpadeos iridiscentes un lienzo infinito, y los grillos componían su canción más perfecta para una luna huidiza, mientras yo, con los ojos entornados escrutando cada tarea por hacer, consumía las últimas caladas de mi cigarrillo.
Me disponía a abandonar aquel milagro de la naturaleza cuando un bulto blanco sobre el lecho verde del césped captó mi atención. Mis pasos, sigilosos en principio, se convirtieron en grandes zancadas al reconocer en aquella mole blanca a mi mujer.
Yacía en el suelo, con los ojos cerrados, con su cuerpo completamente relajado, con su cabeza mucho más lejos de mi de lo que nunca antes había estado. Su respiración sonora y lenta alejó todos los temores que me sobrevinieron por un instante. Quise preguntarle como se encontraba, pero no supe como romper aquella estampa perfecta. La luna y las estrellas se aliaron dibujando sobre ella delicados matices que endulzaban sus rasgos de niña pequeña. Su calma infinita se vio perturbada por mi último paso.
“Túmbate a mi lado” me impelió con un leve susurro. La hierba húmeda pronto se filtró por mi ropa hasta empapar mi cuerpo. Tirité unos segundos, aunque no era el frío quien hacía estremecer mi cuerpo. No me atreví a abrir los ojos hasta pasados varios minutos, cuando sus brazos firmes, pero dóciles, se empeñaban en hacerme suyo. Con aquella luz de plata recobré la memoria. La media luna de sus ojos, los arcos perfectos de sus cejas y la montaña rusa de su pelo volvieron a ser esos que, durante tanto tiempo, no lograba atreverme a recordar. Miles de recuerdos sacudieron cada poro de mi cuerpo que rogaba por gritar cada evocación surgida ahora de la nada.
Aquella noche de tez oscura, desprovistos de cualquier artificio electrónico, no existió nada que no fuéramos ella o yo.
El día siguiente empezó algo más tarde de lo usual. No fui el primero en llegar a la oficina, y tomé mi tiempo para almorzar en el mirador de la montaña con mi mujer, como tiempo atrás. De regreso a la oficina, junto a un colegio cercano, un hombre sentado en un banco llamó mi atención. Permanecía con los ojos cerrados, y una leve sonrisa dibujada en sus labios. Sus brazos completamente abiertos, apoyados sobre el respaldo del banco parecían abrazar algo desprovisto de color y forma, algo invisible. No pude evitar desviarme algunos metros de mi camino para intentar reconocer aquel rostro familiar. De pronto, cuando tan solo me separaban unos pocos metros de aquel hombre, un sonriente niño pequeño se abalanzó sobre los brazos del hombre, que lo acogieron con infinito candor. Los ojos del hombre, de un azul radiante, se abrieron revelándome su identidad.
-Tardé muchos años en encontrar la felicidad. Siempre estuvo conmigo, a mi lado, pero nunca fui capaz de reconocerla.
-Hasta hace dos meses.
-Hasta hace dos meses.
-¿Y ahora?
-Ahora le miro a los ojos, la reconozco, y la cojo de la mano. He aprendido a no perderla de vista.
Aquella fue la única vez que vi a Muñoz. Su silueta, asida a la de su hijo, desaparecieron en el horizonte sin dejar ni rastro del Muñoz que yo había creído llegar a ser.
Al llegar a la oficina, mis compañeros habían preparado una sorpresa. Toda clase de bebidas y manjares habían sido dispuestos en las mesas de trabajo, incluso todos los ancianos miembros del consejo rector del Banco Mediterráneo se dieron cita en la fiesta de mi despedida antes del inminente traslado a Madrid.
Nunca más volví a pisar Banco Mediterráneo. Tampoco la sede en Madrid. Rechacé casi sin pensarlo el ofrecimiento de mi traslado y fui despedido fulminantemente.
Actualmente todavía no he encontrado trabajo. En casa hemos tenido que prescindir incluso de ciertos productos que antes fueron imprescindibles. Sin embargo ahora, estoy mirándole a los ojos a la felicidad.



Jesús Serrano Belmonte acaba de publicar el libro de relatos Metempsicosis. El relato que han leído pertenece al mismo. Más información en su página web.

miércoles, 20 de enero de 2010

Un microrrelato de Miguel Ángel Zapata


Retrato de una paranoia con Paul McCartney dentro

Me mareo, con muuucha facilidad me ma-re-o. Todo me da vueltas, vueltas, vueltas. Sólo notar la aguja clavarse en mí y ya empieza el viaje, uuuhhh, el mundo entero dentro de mi alma, el mundo todito girando y veo entonces veo sin duda veo a la gente que baila y cantan creo que cantan, y los muebles y la televisión y los danzantes apareciendo y desapareciendo a cada vuelta que yo, que el mundo ooopppss se empeña en dar dando. Y la música no se detiene, sabes, ya la oigo sin orejas porque creo que yo no tengo orejas pero la oigo y yo no tengo brazos ni piernas pero me muevo, me mueven, la aguja clavada en mi piel dura y comienzan las ro-ta-cio-nes, y siempre siempre siempre la misma canción en mis oídos que están sin estar, siempre la misma, como incrustada en mi alma y no puedo dejar de repetir una y otra vez la misma frase incompleta imposible inconcebible entiendes pobre McCartney pero muérete puto Paul McCartney entiendes porque me has envenenado los días siempre tu voz dear Paul porque yo sólo hablo por tu boca tan inglesa te digo te digo que siempre repitiéndose la frase liverpooliana que no acaba de acabar cuando la aguja puro diamante esta aguja encuentra en mi surco la misma resistencia de vinilo rayado forever siemprísimo y entonces

Yesterday, all my troubles seemed so f
Yesterday, all my troubles seemed so f
Yesterday, all my troubles seemed so f
Yesterday, all my troubles seemed so f


Relato de Miguel Ángel Zapata que se publicó en el nº1 de la Revista Al otro lado del espejo.

lunes, 18 de enero de 2010

Un relato de Pepe Pereza



EL PAN DE CADA DÍA


Blas llevaba cuatro años sin estar con una mujer. Casi mil quinientos días de pajas y soledad. Y todo ese tiempo esperando, suplicando por un poco de amor físico, por un coño que le acogiese y le diese calor… Bien dicen que la escasez agudiza el ingenio, y eso es lo que pasó, que Blas hizo uso de su ingenio y encontró la solución. A grandes males, grandes remedios. Descubrió que una barra de pan caliente era el sustituto ideal de una vagina. Quitándole el cuscurro y metiendo la polla entre la masa caliente, Blas vio más que satisfechos sus anhelos. Como en las vigilias religiosas había cambiado la carne por la masa hecha de harina y agua y le iba bien.
Todas las mañanas acudía temprano a la panadería del barrio y esperaba a que el pan saliese del horno. En cuanto entraba en el establecimiento y olía el pan cociéndose en el horno se le ponía la polla tiesa. Con el tiempo aprendió a distinguir el atractivo entre unas barras de pan y otras, es decir, había unas que por su forma le excitaban más y eran esas las que reclamaba al panadero. Siempre elegía las menos cocidas para que la corteza fuese blanda y suave. Solía comprar un par de barras y sintiendo el calor que desprendían debajo del brazo corría de vuelta a su agujero para hacer el amor con ellas.
Ese día regresaba de la panadería muy contento con la compra. De las dos barras que portaba, una de ellas le parecía especialmente seductora. Lo que la hacía tan deseable era que uno de los pliegues que se había formado en la corteza recordaba a una vagina abierta y lista para la penetración. Eso le excitó hasta el punto de que su erección resultó dolorosa. Su polla, prisionera en la bragueta del pantalón, estaba impaciente por hincarse en la suave y mullida masa caliente. Caminó presto hacia su casa, deseando llegar para aliviarse de inmediato y librarse del dolor de su potente erección y de ese deseo mañanero que le impedía concentrarse en las labores diarias.
Entró en el portal y cuando se dirigía al ascensor la portera del edificio se cruzó en su camino.

- Acuérdese de que pasao mañana tenemos reunión – dijo mientras se quitaba los mocos con un pañuelo de papel mil veces usado.
- ¿Reunión?
- Sí, de vecinos. Para discutir el tema del arreglo de la fachada.
- No tenía ni idea de que había que arreglar la fachada.
- Claro, como usted nunca viene a las reuniones…
- ¿Qué le pasa a la fachada?
- Pues sólo hay que verla para darse cuenta de que necesita unos arreglos y una buena mano de pintura.
- Ya… pero eso costará una buena cantidad de dinero.
- Por eso tenemos la reunión, pá discutir los gastos.

Blas notaba como poco a poco las barras de pan perdían temperatura. Era vital que se quitase a la portera del medio para acceder al ascensor.

- Y ¿a qué hora es la reunión?
- A las nueve de la noche.
- Bien, pues nos veremos pasado mañana a esa hora. – dijo avanzando hacia el ascensor.
- ¿Seguro que vendrá? – preguntó ella acompañándole en su trayecto.
- Claro, claro…
- Usted siempre dice lo mismo y luego nunca aparece.
- Le digo que esta vez asistiré.
Estaba a punto de lograrlo, tan solo estaba a un metro de la puerta del ascensor. Alargó el brazo para llegar cuanto antes con su dedo al botón de llamada, pero justo unos centímetros antes de que la yema tocase el interruptor, la portera le cogió del brazo obligándole a detenerse.

- Perdone que insista, pero es que el señor Benítez, ya sabe, el presidente de la comunidad de vecinos, me ha dejado bien claro que quiere que se lo diga a todos los inquilinos.
- Muy bien. Ya me lo ha dicho. Ahora, si no le importa, tengo prisa.

Blas presionó el botón de llamada y el motor del ascensor emitió un sonido agudo, una especie de queja.
Estaba cabreado con la portera. Por su culpa había perdido unos minutos preciosos y el pan se había enfriado más de lo deseado. Salió del ascensor con las llaves de casa preparadas para no perder más tiempo. Al salir del ascensor se encontró cara a cara con Benítez, el presidente de la comunidad de vecinos. Ambos vivían en la misma planta.

- ¡Coño, vecino! A ti te quería yo ver.
- ¿Qué hay, Benítez?
- Joder, llámame Paco, que hay confianza.
- Tengo prisa – recalcó Blas mientras se dirigía a su puerta.
- Tranquilo, hombre. Cualquiera diría que vas a apagar un incendio.
- Algo parecido.
- ¿Qué?
- Nada… ¿Qué querías?
- No sé si sabrás que el viernes que viene tenemos reunión.
- Me lo acaba de decir la portera.
- Es importante que acudamos todos, incluso tú.
- Acudiré, no te preocupes. Ahora si no te importa…

La puerta ya estaba entreabierta e hizo mención de entrar.

- Espera un momento, joder. Que aún no he terminado… ¿No querrás dejarme con la palabra en la boca?
- Ya te he dicho que voy con prisa.
- Es sólo un momento.
- Dime.
- Nada. Solo eso, que no faltes. Tenemos que discutir muchos temas ya que esto no va a ser barato. Pero sé de buena mano que podemos optar a unas ayudas del ayuntamiento y además…
- Ya te he dicho que no faltaré. Ahora tengo que dejarte.
- Pues nada, vecino, allí nos vemos.

Blas entró y cerró la puerta a sus espaldas. En la cocina comprobó la temperatura del pan.

- ¡Megaüenmiputaestampa!

Estaba frío y la corteza se había endurecido. Ya no había nada qué hacer.


Este es un relato inédito de Pepe Pereza. Acaba de editar en digital con Groenlandia un libro de relatos, PUTAS, que podéis descargaros de modo gratuito desde su blog.

lunes, 11 de enero de 2010

Un cuento de Fernando Clemot


CRISTAL ESMERILADO



"...casi en contra de mi voluntad y como estimulado por el deber de completar con la vista lo que he intuido por el oído, me he puesto a observar la escena desde el resquicio de la puerta..." Alberto Moravia, El hombre que mira.



No hay peor momento que el anochecer para arribar de un viaje.
Es bajo el influjo de esa luz mórbida donde se apagan las emociones de la jornada y resplandecen todos los miedos, chirrían como vidrios en nuestras plantas antiguos fantasmas que creíamos sofocados, se endurecen las certezas como una piedra que nos ha de llevar al fondo; añoramos entonces hogares y vidas pasadas, a nuestros padres muertos, a las parejas condenadas y a las amantes que no pasaron de serlo.
Si el viaje es de retorno a una ciudad conocida se afean todos los síntomas; acuden a recibirnos los que habitaron allí con nosotros, los que compartieron una vida pasada que se nos presenta con sus mejores galas, se agigantan virtudes discretas de aquel tiempo y se achican las miserias y pecados con que nos confundieron; no hay maleta con más lastre que el pasado, somos sólo fatiga al anochecer de este viaje, tristes esclavos del recuerdo.
Hacen cerco en sus fachadas sepia las primeras luces de Lisboa; me palpo el pecho, dicen que las heridas del muerto se abren y sangran a la vista del asesino; con las ciudades en las que vivimos debe suceder lo mismo, acude el recuerdo a recoger nuestro equipaje a la estación, o muchas veces ya antes, como ahora que bordeamos el Tajo y ya se adivina la presencia de la ciudad, aparecen las urbanizaciones más proletarias, las mismas que descubrí con curiosidad la primera vez que llegué, las carreteras concurridas que van hacia el norte, son las mismas por las que huíamos del centro en aquellos sábados enervados, saciados de salitre y saliva. A lo lejos la línea de cables del puente y una catenaria de utilitarios humildes cruzando el Veinticinco de Abril, focos que susurran al oído que mientras esté allí no me van a soltar los recuerdos, que harán presa de mí los vestigios morbosos de mi plenitud sexual, los instantes frívolos y también los más dulces, los de los últimos meses aúllan detrás como reses de matadero. Me duelen como la resaca de mis últimas veladas en Lisboa, cuando parecía que se acababa el mundo, aquellas noches que hinchan como el cuello de un ave las velas negras de mi nostalgia.
Hubiera preferido otra estación, Santa Apolonia o la Gare de Oriente, cerca de la Expo, no en el Rossío, allí no podría ampararme la noche; ellos esperaban, los vería sólo con cruzar el arco de herradura, y si no llegaran acudiría una niebla tricotada con su aliento, mal asunto, me envolvería y repetiría a cada paso con su lengua de chiribita, ¿por qué no te quedaste aquí, con nosotros? ¿no eras acaso feliz? ¿de qué te ha servido tanta aventura? ¿porqué te fuiste? ¿no ves?, nosotros seguimos iguales.
Fantasmas o ausencias iba a ser la estación su escenario, y aquella certeza hizo más acalorada la espera, anochecía bajo un cielo de conchas líquidas, tan sucio como las aguas en que se reflejaba el convoy. De tanto en tanto temblaba el suelo con el trantrán lento de puentes, se arrastraba el convoy por la ribera sur del río, aplastando rieles oxidados, se ahogaba como esos viejos que salen a correr y llegan sin resuello, esos abuelos que hacen sufrir a sus nietos; con aquel convoy igual, se le hacía largo el trayecto, silbaba exhausto al pasar arrabales llenos de uralitas y desguaces de coches. Miré con más atención por la ventanilla; había fluorescentes morados y amarillos, los restaurantes de Cacilhas, alguna farola torcida se acercaba al río a limpiarse su cara, un rostro de luz ártica que alumbraba unas barcas, aquellas que había atrapado el estiaje del río.
Como imaginaba me aguardaban en un taxi frente a la estación de Restauradores. Mònica había venido con Sabi, su eterna compañera de juergas con la que nunca llegué a intimar, estaban deslumbrantes los dos, ella con el pelo alisado y un rojo más lucido que nunca, las expresiones sin mella tras diez años, igual que si exhumara los tiempos del piso de Almirante Reis... Poco antes la había conocido en el Barrio Alto y me dijo que no solía bailar con chicos más altos que ella, yo tampoco con chicas tan guapas, se echó a reír y me anotó el teléfono en un chivato de Camel; al día siguiente la busqué por todo Setúbal, jugaba cuando llegué al futbolín, le cambió la cara como también le mudó al otro chico, un amigo lánguido con el que volví a tropezar otras veces, una compañía de vaivén, un reserva que siempre soñó con acceder al estatus de amante.
Mónica, la misma mirada entonces que ahora, las venitas rojas rasgando la pureza glacial de tus iris, junto a ella Sabi, melosa y cruel, siempre atenta a torpedear cualquier vestigio de complicidad, antaño cumpliste bien tu cometido, como lo intentas ahora insistiendo en que vaya con vosotras a una discoteca de las Docas, reiríamos mucho, estaba lleno de paletos, como los pesados de los que antaño las liberábamos cuando había que volver a casa... Pero no, pronto se rompería todo, aquella visión tenía tacto de cristal fino, lo dejaríamos así, no me gustaría ver como os desvanecéis, me miraron extraño, hacía diez años que no nos veíamos, no me apetece ir allí, insistí, en la rua dos Fanqueiros, casi tocando la plaza Comercio. Llovía al bajar del taxi, ¿volveremos a vernos?, seguían hablando entre ellas y sólo Mónica se volvió para susurrarme algo, un suspiro que no acerté a entender, no oía nada, el taxi cerró las puertas y se puso en marcha, ni el taconeo del diesel consiguió apagar sus risas, eterna frivolidad avenida abajo, hacia las Docas, hacia la nebulosa más profunda de mi memoria.
Bajé confundido, sin saber si había estado en el taxi con alguien o era la añoranza que me jugaba una mala pasada. Despertaba ahora frente al timbre ajedrez de la Pensão Alegría, blanco el pezón y negra la aureola, gastada su piel de tantas yemas; me abrieron con un timbrazo y subí los dos tramos de escalones con una barandilla de madera oscura, todo parecía escarchado, venido a menos, como esos comercios que se van quedando anticuados; el rodapié algo más despintado, y el mobiliario y el moño de la señora Úrsula un poco más tronados. Dentro todo me era igualmente familiar; aquí pasé los primeros dos meses, sin conocer a nadie, un tiempo rico en emociones, con los sentido siempre abiertos, limpios como los de un niño de teta. Me saluda sin afecto la señora y me da la misma habitación, no me pregunta qué hago aquí, se le escapa una sonrisa de cumplido, no muy limpia, acabó un poco enfadada por lo de la muerte de su padre, don Ricardo, yo todavía andaba por Lisboa pero no quise ir... Casi no lo recordaba pero ella me la guarda; es malo aguantar los rencores encerrados, doña, esa sonrisa hipócrita hará que esos enconos se avergüencen, como todos los sentimientos menores los rencores son tímidos, se esconden y la irán envenenando, doña Úrsula, dentro del cuerpo los humores se van aislando y viven poco, se agrian y los arrastra la sangre... le acabarán enfermando, luego más tarde emergen, son unas fiebres o una tos inoportuna, un ictus terrible le helará el aliento y no habrá entonces coñac que lo remedie.
Tendría que haberlo hablado antes con doña Úrsula, yo apreciaba a su padre, don Ricardo fue el primero que me abrió la puerta de esta pensión y también la primera persona que conocí en esta ciudad, yo venía como ahora, revenido de frío y cansancio, andando de la estación de Martim Moniz con la mochila a cuestas, él me enseñó el cuarto, ¿se va a quedar mucho tiempo?, y yo le devolví un no sé, el se rió con ganas, pues mire hijo le explicaré una historia, allí delante, y me señaló una fachada negra como el hollín enfrente de la pensión, allí vivió un hombre desgraciado, era joven como usted, quiso toda su vida ser poeta y a lo máximo que llegó fue a llevar con el negocio de su padre. Se llamaba Cesário Verde y murió de tuberculosis con treinta años... bonito recibimiento aquel de don Ricardo... Pasé toda la noche dándole vueltas a la historia de aquel poeta desconocido, llovía con rabia y repicaba el tejado, debió coger la enfermedad por aquella humedad maldita que parecía pudrir toda la casa, toda la ciudad, llovía desde hacía tiempo, debía ser la misma lluvia entonces que ahora porque el verdín todavía sigue entre las tejas, me moría aquellos días, me despertaba a cada instante la tos, sería por la maldición de Verde, quizá me crecía el verdín en el pecho, pensé. Siempre que volví a por aquella calle me acordé de lo que me dijo el viejo, miraba aquella casa con respeto, recordaba la fiebre que pasé durante dos días, las noches de lluvia, como la de ahora, parece que no ha parado de llover desde que llegué, hoy, ayer, bajo las mismas mantas abrasadas de lavadoras.
Palpo su tela endurecida, estas ropas desteñidas albergaron también a los que llamaba los amantes furtivos, nada muy romántico, eran enredos rutinarios, casi obligatorios, buscaban dar calor a sus vidas enmohecidas, grises empleados de los bancos ellos y secretarias de las aseguradoras de la rúa Aurea ellas, los veía esconderse primero bajo los toldos, o en los veladores de la pequeña cafetería, luego a las tres justo en la puerta, los oía pared con pared, apenas tres cuartos de hora, penaron también entre estas sábanas, hubo rupturas y celos, una chica del Totta & Açores llamaba traidor entre sollozos a su amante. Era, en general, una pensión más bien dada a nostalgias y postraciones que a alegrías, por eso me pareció siempre chocante su nombre, porque la pensión Alegría es uno de los lugares más tristes de Lisboa, y no se ¿por qué he vuelto aquí?, ¿porqué no fui al hostal de Madame Santa o a las Docas con Mónica y Sabi?, estaría apartando a paletos como en los buenos tiempos, cuando empezaron las clases y llegaron las amistades luminosas, yo ya no estaba aquí, les conté que había vivido allí y se rieron mis nuevas compañías, es sórdido, yo no dormiría ni aunque me pagaran, y fue así como acabé en el hostal de Saldanha, a tiro de piedra de las facultades. Siempre oí decir que las lluvias de la primavera anticipan un verano hermoso y sin duda las dos estaciones que siguieron a aquel fueron las más notables de mi existencia.
Mucho tuvo que ver en aquella época de felicidad mi cambio al hostal de madame Santa, porque era madame y no señora o doña como quería que la llamaran, era curioso porque me enteré que solo había vivido una temporadita en Dijon, muy poco tiempo, de allí trajo un hijo que le salió traficante, su amor irreducible por los cigarrillos mentolados y cierta afectación en los gestos que a todos nos parecía ridícula. Era alta y vieja, se ribeteaba los párpados con un rimel verde y la ojera con un contorno dorado, trataba de ser estricta, me dejó muy claro al alquilar el cuarto que no se podía fumar en las habitaciones, allí solo podía fumar ella y yo tendría que abrir la ventana que daba al patio de luces si quería pegarle a un pitillo. Siempre me pareció la Madame una anciana lasciva y maliciosa por lo que nunca respondía a sus miradas e insinuaciones.
Recuerdo bien nuestro patio de luces, allí daba mi única ventana y morían la mayoría de los cuartos; tenía al menos cinco plantas, las mismas que la pensión, y de los pisos superiores solían llegar sonidos infectos, reverberados en mil huecos cornisas y tuberías. También caían a menudo los cigarrillos lanzados de todas las habitaciones, había un poso en el fondo del patio de botellas de plástico, papeles y preservativos de cursos anteriores... Asomado a este fondo de inmundicia pasé las primeras tarde en Saldaña, con una pierna en el quicio de la ventana y otra dentro, leyendo a Andrade o Valente, pensando si también enfermaría como Verde de tanto respirar de aquel vertedero, a menudo me preguntaba qué hacía en Lisboa, mirando por aquella ventana, aguardaba tal vez un acontecimiento fatídico que lo revolucionara todo, que asomara alguno los que lanzaban los cigarros desde los pisos altos, un amigo de la juerga y la borrachera que me enseñara una vida nueva y divertida, o una chica, ¿por qué no?, podía llamar la atención de alguna de las que me había cruzado en la entrada del hostal, ver la sonrisa limpia de cualquiera de las que intuía que podían ser mis amantes, sabía que apretaban en sus labios las boquillas que veía caer carbonizadas, docenas durante tardes enteras, drogado por el sopor del la rutina.
Con el paso de los días se endureció mi pose en la ventana, intentaba ahora adoptar un aire inicuo, desvaído, un abandono sáfico que debía prender de aquella que pudiera asomar. Liquidaba uno tras otro los Ducados que me llegaban en los paquetes semanales, con galletas y fiambres que siempre tiraba, pero seguía inquieto, con mi atención en un punto que llamaba ahora mi atención. Era arriba, en una de las ventanas del tercer piso, a mi derecha, reparé que en ese lado era donde algunos cuartos tenían la ducha y pronto pasó a ser mi principal entretenimiento, y digo principal porque no había entonces otro, seguía solo en una ciudad extraña, sin amigos, maldiciendo de continuo mi carrera, era demasiado técnica, muy masculina y aburrida, eran otros, los de Humanidades, los que se divertían, los que conocían chicas de otros países y hacían en amor en las habitaciones contiguas, los oía bailar y reír hasta tarde mientras yo seguía arrastrando mis tardes como una carga fatigosa, encadenando un Ducados tras otro, alternando lecturas de Almeida Faria, Durrell o Miller con gruesos tomos de Delineación, con la única pasión de reconocer las figuras que se movían tras la ventana del tercero.
Llegué a sentirme en aquellos días un mirón compulsivo, la sublimación de todo lo que odiaba, luché pero era aquella una batalla perdida ya que mi voluntad y el instinto iban por caminos distintos; no podía alejar la vista de aquel juego de sombras, de vapores a veces cuando ventilaban, era inútil, volvía a la mesa y trataba de leer un rato, repasaba apuntes, pero de forma inevitable mi atención volvía a la ventana, a aquel mundo que me era ajeno y que se movía toscamente cincelado tras un cristal de esmeril.
De todas aquellas formas intuidas había una que llamaba especialmente mi atención, a tal punto llevó mi obcecación que conocía ya sus horarios: sabía fielmente que se duchaba por la mañana a las ocho y veinte, justo después de que lo hiciera una chica de pelo castaño que abría el agua caliente para hacer que el vapor lo velara todo. Recuerdo que aquel delirio debió durar unas tres semanas; hizo que perdiera o llegara tarde a muchas clases de primera hora y varios profesores me llamaron la atención por mis retrasos, debían achacarlo imagino a pereza, a que se me enredaban las sábanas como a tantos estudiantes extranjeros aunque en verdad debía madrugar más que la mayoría, entre ocho y veinte y la media estaba yo con exactitud kantiana en la ventana esperando a mi ninfa de piel de mármol. Era un ritual angustioso, había que aguardar unos minutos, abría la ventana y dejaba que se despejaran las brumas de la chica anterior. Deduje que se duchaba con agua tibia o fría, a tal punto llegaba casi la notaba temblar tras el cristal esmerilado, tenía la piel muy blanca, tanto como el universo añil que la rodeaba, el pecho grueso y pesado se vencía moroso, sus aureolas pendían como dos castañas gruesas, con divina cadencia... pese a lo blanco de su piel era muy oscuro el color de sus pezones, un bosquejo grueso de lápiz bermejo sobre sepia, apenas intuía el resto ya que los diminutos recortes del cristal me dejaban un desdibujado bosquejo del cuerpo, el pelo panocha, las caderas anchas y claras, cándida y voluptuosa como una bacante de Dante Gabriel Rossetti.
Devorado por aquella pasión pensé que lo mejor que podía hacer era disimular mi deseo, esconder la mirada ansiosa tras un porte airado; imaginaba que si se reparaba en ello podía olvidarme de conocer a alguien, mi nombre estaría señalado y debería abandonar aquel hostal... con estos pensamientos dejaba pasar la tarde, languidecía reclinado en aquel poyo que manchaba mis pantalones de yeso. Iba decayendo septiembre y con él las horas de tarde, cada vez se encendía antes la luz de los cuartos y cada vez tenía menos sentido mi presencia en la ventana. Hacía frío y las ráfagas de viento norte revolvían como un hocico una madriguera el estrecho patio de luces. De forma casi natural fui abandonando aquella malsana costumbre, fui normalizando mis hábitos y en cierta forma hallé de mis cuitas consuelo.
Coincidió todo aquello con mis primeras amistades serias, fue por casualidad, en la biblioteca de la Universidade Nova. Formamos pronto un grupo que entonces me pareció casi ideal; elevado y promiscuo, ahora ya tenía muchas tardes ocupadas, conocí a chicas y en todas busqué siquiera un reflejo de aquel cuerpo, Cathy, María, un débil hálito de aquella textura estaba también en el tejido de la fría Debi, al extender mis manos sobre ellas me alumbraba un deseo hermano al que sentía con aquella figura del cuarto de baño. No, nunca olvidé aquel cuerpo quebrado por los taladros del cristal esmerilado, se me antojaban todas mis amantes pálidas representaciones de aquel primer deseo, alivios de una codicia insatisfecha, igual con Mónica en los días de Almirante Reis como con Jutta cuando dejé Lisboa, siempre busqué aquel cuerpo primero en otros cuerpos.
No debí volver nunca aquí; es un campo yermo, no queda nada que no sea yo de mi pasado; el recuerdo no son más que olvidos, menciones imprecisas, deseos, cachivaches ya oxidados que hay que desenterrar con las uñas hasta que cedemos porque nos duelen. No vendrá Mònica a buscarme, quedara eternamente con Sabi en alguna discoteca de las Docas, quedará cristalizada y será entonces una clepsidra en la burbuja de alguna mañana pasada, como en los tiempos de Almirante Reis, cuando temblaba su piel blanca entre racimos de sábanas caídas. Si siguiera aquí sólo me quedaría perder el sentido, correr hacia Saldaña y hospedarme de nuevo donde madame Santa, volver a mi ventana y tratar de aventar rescoldos apagados, olfatear aquellas paredes como si fuera perro, ir ya de día a la puerta de la Universidade Nova, ver si encontraba algo de mis antiguas amantes en otros rostros huraños.
Fue una bella estación aquella, una “bella estate” de Pavese; nos las prometíamos muy felices pero la vida es rácana y suele darnos menos de lo que soñamos. La última vez que hablé por teléfono con Mònica estaba de au-pair en Bruselas, luego supe que vivía con Manuel, el tipo del futbolín, su perrito faldero de tristes miradas. Luego vino la nada, el tiempo nos fue separando como chalupas batidas por el oleaje, no supe más de ella, como tampoco de la fría Debi, Cathy o María, nos fuimos hundiendo todos en un mar embravecido, éramos náufragos que va separando el temporal, leños que cogen peso embrutecidos hasta que de un golpe de mar se hunden. Qué agrios nos han hecho estos años a todos, volver a una ciudad conocida es una mal viaje, hiede el pasado como la hiel, se diría que la vida nos regurgita...
Nadie vendrá a despedirme, quizá el recuerdo de la chica del cristal, tintineando sus dedos en el vidrio repetirá una y otra vez en un hermético código telegráfico, ¿por qué no te quedaste aquí? ¿no eras acaso feliz? ¿de qué te ha servido tanta aventura?


Fernando Clemot, obtuvo el Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en 2009 con Estancos de Chiado. Este cuento, obtenido de la revista La siega (gracias), se ofrece a los lectores con la única intención de que conozcan un poco más la obra de Fernando Clemot y valoren un libro que cuesta 10 euros y vale su peso en oro.
La fotografía de Lisboa es mía.

sábado, 9 de enero de 2010

Uno de mis relatos en LaFanzine




Dedican un especial Música&Literatura y colaboro con Angus, una "píldora" narrativa que me trae muy buenos recuerdos. Si quieres leerlo pincha aquí

miércoles, 6 de enero de 2010

Nº 9 revista SPJismos











Una nueva propuesta efectuada por la revista granadina SPJismos, vinculada al relato, que cuenta con una colaboración de Fernando Clemot, reciente premio Setenil 2009 al mejor libro de relatos publicado en 2009 con su Estancos del Chiado. Podréis leer también una colaboración mía, el relato Chejov, que quedó finalista de uno de los premios "importantes" que se convocan sobre el cuento en España en el pasado 2009.

En todo caso, una gran apuesta por el cuento.

martes, 5 de enero de 2010

Un cuento de Patxi Irurzun





Dando una vuelta por los blogs de los amigos, he visto que Patxi Irurzun (recientemente excomulgado, aún lo está celebrando) va a publicar en su blog uno de sus cuentos sanfermineros. No he podido dejar de recordar aquel día que leí el cuento que sigue a continuación. Todavía tengo agujetas de la risa. No se lo pierdan.

Fiambre (cuento sanferminero)
1
Usted, abuelo, siempre fue un poco puñetero. Incluso para palmarla: la víspera del chupinazo, tuvo que estirar la pata -o sea, el muñón-.
Estaba tan contento sentadito en su silla de ruedas y de repente su corazón se paró, silenciosamente, como un viejo motor que no da más de sí, ni siquiera para hacer aspavientos cuando revienta.
-Ya verás, ya, Mintxo -me decía- mañana nos meteremos en el cohete, y después nos comeremos unos fritos en el Cordobilla, y también nos tomaremos unos txikitos ¿no?, je, je -intentaba contagiarme su entusiasmo con su risa como un virus.
Pero yo ya estaba inmunizado y no le hacía demasiado caso. Tenía mis propios problemas. Encerrado dentro de mi cuarto oscuro, recordaba aquello que dijo la Postiza, el día que usted la trajo a casa, poco después de morir la amatxi (la Txinurri, como usted la llamaba):
-A este niño le faltan un par de hervores.
La Postiza era una arpía aunque eso era lo que pensaban todos cuando me veían, tan chiquitito, tan cabezón (tanto que despanzurré a mamá al nacer y por ello papá murió al poco de tristeza), sobre todo tan enervantemente tartaja.
Y pensaba que usted, al menos, podía haberme defendido, contestar lo que la amatxi me decía cuando me atascaba y echaba a llorar enrabietado:
-Tranquilo Mintxo, lo que te pasa a tí sólo es que eres un poco más lento, pero eso es porque en la cabeza te caben muchas más cosas que a los demás.
Sin embargo, no abrió la boca, sólo se encogió de hombros y permitió que los insectos que le correteaban por la entrepierna le esculpieran una sonrisa, je, je, en honor de esa mala mujer. Creo que fue entonces, y lo tuvo merecido, cuando la Postiza comenzó a hacerle la vida imposible. Y cuando yo, claro, dejé de prestarle atención, abuelo.
Vivía, pues, encerrado en mí mismo, aunque desde que la Postiza también, ejem, ejem, murió, la relación entre usted y yo había mejorado. Los demás me habían castigado en el cuarto oscuro pero ahora comprendía que yo nunca había intentado abrir la puerta y había preferido vivir a oscuras, amargado, resentido, incapaz de querer a nadie... En cierto modo, igual que usted. La diferencia estaba en que a usted le había pasado eso porque había abierto la puerta con demasiado ímpetu y se había dado con ella en las narices. Quería tanto a la Txinurri (bastaba con oírle explicar por que le llamaba así: "Es pequeñita como una hormiga" decía cariñosamente) que al morir ella le resultó inconcebible vivir sin sentir ese amor, necesario como el oxígeno, y corrió, cojeó más bien, a buscarlo a Benidorm, y de aquel Rastro de emociones baratas para viejos verdes se trajo ese cacharro oxidado y sucio como una lata que era el corazón de la Postiza. Y se acabó el txikiteo, el mus... Y ahora que la Postiza por fin había muerto pensó que era el momento de recuperar, a toda hostia, porque a usted tampoco le podía quedar mucho -no le quedó nada, en realidad-, todo el tiempo perdido. Y ahí estaba diciendo:
-Mañana nos meteremos en el cohete.... -y todos esos proyectos tan desmelenados para un calvo nonegenario que, con sólo imaginarlos, detuvieron su motorcito viejo y cansado.
En cuanto a mí, si no le hice caso fue por por pura rutina, pues en realidad también había decidido salir del cuarto oscuro, buscar fuera un poco de alegría, un pellizco de amor, y qué mejor ocasión que los sanfermínes, aquella celebración de la vida.
-Así que -pensé- usted tranquilícese, abuelo, de todas maneras iremos al chupinazo, y al encierro, que siempre le gustó tanto, aunque aquel toro traidor le llevara por delante la pierna, y a los toros, y hasta saldremos alguna noche, a ver si encontramos alguna chica tan guapa como la Txinurri ¿eh? Claro que sí, abuelo, cumpliré su última voluntad, iremos a donde usted quiera.-Pu....pu...pu...puñetero.
2
Nadie hubiera dicho que era usted un fiambre, abuelo. Quizás por ese tufillo levemente rancio, como el de un calcetín sudado, pero faltaban sólo unos minutos para que tiraran el cohete y la chavalería ya había empezado a descorchar champán del barato, y a embadurnarse con harina, y de los bares llegaban vaharadas de huevos fritos con jamón, y entre esa aureola confusa de olores que envolvería la ciudad en los próximos días no llamaba la atención el de un cadáver. Ni siquiera su presencia.
Todo vestidico de blanco le había amarrado con la faja a la silla de ruedas, había plantado en su cabeza una txapela descomunal y en la boca un puro de esos que a usted tanto le gustaban. Eso fue lo que más me costó. Al principio hasta me daba repelús, porque sus labios estaban resecos y rechinaban, y el puro no se aguantaba, pero después lo pegué con loctite y resultó todo un exito, incluso nos ofrecieron fuego media docena de veces.
De esa manera llegamos hasta una de las esquinas de la Plaza del Ayuntamiento. Por delante sólo se veía primero una marea de cabecitas inquietas, que de vez en cuando despedía espumarajos de champán y, cuando sólo quedaban un par de minutos para las doce, una selva impenetrable de brazos extendidos y pañuelos rojos. Afortunadamente, alzando la cabeza pude conseguir para nosotros un trocito de cielo azul, hacia el que iban a parar todas esas voces convertidas en una sola, como la de un monstruo, cuando a través de la megafonía se escuchó el emocionante:
-PAMPLONESES: ¡VIVA SAN FERMÍN!¡GORA SANFERMIN! -ese cielo en el que se dibujó después la estela del cohete, y finalmente estalló, y con él la ciudad entera... Y aunque esa alegría colectiva a mí, que soy de natural parado, me sobrepasó, por un momento me dejé llevar por la euforia: salté, abracé a quienes me rodean, bebí de alguna botella... Fue un momento agradable pero casi inmediatamente me di cuenta de que me había olvidado de usted, abuelo, y cuando me volví lo encontré medio escurrido en la silla de ruedas, zarandeada por la multitud. Rápidamente volví a amarrarlo y miré a mi alrededor. Nadie se había dado cuenta.
-¡¡Hombre, Don Miguel!! -me lo confirmó alguien que se acercó y le felicitó las fiestas, abrazándole. Era mi profesor de parvulitos. Un capullo. Recordé mi primer día de clase con él:
"Nos mandaron hacer un dibujo. Al acabar lo entregábamos a aquel señor y salíamos al pasillo, donde nos esperaban nuestros familiares. Usted, abuelo, que siempre fue un poco puñetero, se retrasó. -Tranquilo, bonito, tus papás vendrán enseguida -dijo el profesor.-Mis papás están en el cielo -le contesté, como me había enseñado la Txinurri.
Y él me acarió el pelo, dijo "claro, bonito", pero en realidad no entendió nada, pues mis papás, sonriéndome desde el cielo se veían bien claros en el dibujo. Cuando usted vino a buscarme se disculpó muy afectado, pero después, otro día, aquel profesor nos mandó dibujar a nuestros papás, y yo pinté al profesor y un cielo muy azul con unas letras que decían "Hestamos, aquí, vovo", y entonces, él me estampó una bofetada terrible".
Seguramente, ahora, cuando el profesor dejó de abrazarle, abuelo, sin sospechar nada, y se dirigió a mí, no lo recordara. Pero yo no me había olvidado.
-Felices, fiestas, Mintxo -dijo, tendiéndome la mano. Casi a la vez hubo una avalancha de gente. Aproveché la ocasión y le metí un rodillazo entre las piernas. El profesor se quedó tirado en el suelo, retorciéndose como un viejo acordeón al que nadie hacía caso. Yo coloqué la silla en dirección al "Cordobilla", intenté imitar su risa, abuelo, je, je, y me dejé llevar por la marea humana que comenzaba a desparramarse por toda la ciudad. Tan contento.
3
A la mañana siguiente madrugamos para ir al encierro. Después de los fritos de pimiento, el día anterior, habían venido los txikitos, y luego alguna copita de pacharán, y un sorbete y más txikitos, y cuando por la noche nos acostamos la cama era como un barquito en mitad de una tormenta de alcohol. Así que ahora tenía los brazos entumecidos, de empujar la silla, y en la cabeza un pájaro carpintero que revolvía con sus picotazos en el cenicero de mi garganta. Pero usted, abuelo, todavía estaba peor, apestaba ya como un cubo de basura y en la piel habían comenzado a dibujársele bubones. Cambié, pues, su ropa por otra empapada en Nenuco y bajo la txapela introduje un antipolillas. Y así, tan frescos, nos presentamos en la cuesta de Santo Domingo, que era donde a usted le gustaba correr, antes de que aquel toro traidor le rebanara la pierna.
"Fue hacía muchísimos años. Usted se había vestido con el traje de los domingos, como requería un acontecimiento de la talla del encierro (bueno, por eso y también por que quería impresionar a la Txinurri, su novia). Comenzó a correr unos metros antes de la Plaza, al principio despacito, hasta que escuchó los cencerros, y las pezuñas golpeando el adoquinado, y entonces se deshizo de toda la tensión, sintió como el cuerpo se le abombaba y se colocó en mitad de la calle. Aguantó allí delante todo cuanto pudo, echándose a un lado, casi por instinto, en el momento preciso. La manada pasó como una exhalación, dejando como único rastro una mezcla dulce de estiercol y sudor nervioso. Usted, abuelo, entonces se sintió bien, satisfecho por la carrera bien hecha, y sobre todo vivo, después de haber regresado victorioso de su desafio con la muerte. Pero entonces apareció aquel toro traidor, que se había vuelto en sentido inverso. Se fue directo hacia un grupito que charlaba, casi más excitados con el relato de la carrera que con ella misma, y enganchó a uno de ellos, lo zarandeó como a un guiñapo, arrojándolo al suelo. Justo antes de que volviera a la carga fue cuando usted tuvo aquella valerosa pulsión de nobleza, y se abalanzó hacia el morlaco, intentando hacer un recorte mal medido. El toro le enganchó por el muslo. Usted no recuerda la cornada, sólo supo que le habían cogido cuando comenzó a sentir un cálido picor en la pierna y vio la sangre brotándole a borbotones. Lo único, lo último que recuerda es la mirada asustada de la Txinurri, esa mirada en la que comprendió que ella le querría siempre sin necesidad de esos ridículos gestos."
Usted me lo había contado miles de veces, y aunque la Postiza dijera que todo era mentira podrida, aunque yo mismo supiera que en realidad las cosas no habían pasado así, esa era la verdad.
Desde entonces había tenido que conformarse con ver el encierro desde el otro lado de la valla. Ni siquiera pudo consolarse con que yo le tomara el relevo. Había corrido una vez y lo había hecho bien, me había gustado, pero sólo por no volver a soportar la tensa espera decidí no repetir. Esa mañana, sin embargo, sentí que debía de resarcirle, de modo que le dejé al cuidado de un japonés que pasaba por allí y salté el vallado. Y, abuelo, puede quedarse tranquilo, porque no se ha perdido nada. Ya queda muy poco de heroico en el encierro. Es la ley del más fuerte. En cuanto sonó el cohete cada cual se buscó egoistamente la vida, empujando, sacando los codos, abriéndose hueco...
Intenté explicárselo también al japonés cuando regresé, pues, en una lección de urbanidad, por cuidarle a usted no había conseguido tirar ni una triste foto, pero tartamudeé demasiado. Para compensarle le invité a unos churros en la Mañueta. Eso sí, pagó él.
4
No me remordió la conciencia haberle levantado la cartera al japonés del día anterior, porque le estaba haciendo un favor. Necesitaba espabilarse, dejarse de tanta reverencia, y sonrisita sumisa, aprender a no airear de esa inocente manera el fajo de billetes. Y, por otra parte, el dinero nos vino de puturrú a nosotros, pues la reventa estaba por las nubes.Ya me fastidió bastante tener que pagar por usted, abuelo, ahora que solo era un fiambre. En realidad me fastidió tener que pagar por mí mismo. Los toros no me gustaban. Es decir, los que no me gustaban eran los toreros. Usted decía lo mismo, pero se justificaba con aquello de que en el tendido de sol lo de menos era la corrida, que allá se lo pasaba barbis, con los cánticos, la merienda... Y como usted otros tantos miles de mentirosos, a los que quizás no les gustaran los toros, pero tampoco les importaba ver sus lomos perlados de sangre.
Por si fuera poco tuve que aparcar la silla en la puerta y cargar con usted a horcajadas. Llegamos, por tanto, con cierto retraso, y eso debía de ser algo muy grave, pues no sólo nos recibieron con una lluvia de sangría sino que además tuvimos que conformarnos con sentarnos en las escaleras. Yo no se que se pensaban aquellos mozopeñas (los cuales, por otra parte eran ya más bien "carrozapeñas", de 35, 40 tacos para arriba, y no me extrañaba, si se mostraban tan reacios como con nosotros para abrir hueco a gente nueva)... El caso es que entre eso, el mal rollo que me daba contribuir a la masacre y el Lorentxo pegándome de frente me entró el sueño. Pero en ningún momento llegué a dormirme por completo. Siempre había un trozo de melocotón que se incrustaba en mi nuca, o el estruendo de una charanga entre toro y toro, y entonces yo daba un respingo, abría los ojos y antes de volver a cerrarlos me llevaba una imagen, como un fotograma: una pantorilla peluda con grumos de colacao, confeti, enredados, una cazuela con cangrejos, una guiri con la espalda despellejada saludando al tendido mientras le empapaban de champán...
Finalmente me espabilaron los zarandeos de alguien que se había colocado tras de mí y ejecutaba un "kaiiiikú". Y entonces descubrí horrorizado que usted, abuelo, había desaparecido. Lo encontré varios escalones más arriba, pasando en volandas de mano en mano. Salté como si en lugar de columna vertebral tuviera un muelle, y esta vez no hubo problemas para abrirme paso, porque no puse demasiada atención en qué lugar colocaba mis pies. Al llegar hasta donde se encontraba, abuelo, comencé a repartir mamporros. Tuvieron que inmovilizarme entre 10 ó 12, pero ninguno devolvió los golpes. Comprendieron que se habían pasado, y para compensar nos permitieron quedarnos entre ellos, beber de su cubo, rebañar en su ajoarriero.
-¡Fermintxo! -me saludó, incluso, uno.
A mí su cara me sonaba, pero no caía, aunque sabía que debía de ubicarla entre el corro de niños que me daban patadas en el colegio, al grito de "cabezón, tartaja", o entre quienes me robaban el bocata en algún currelo. Y ahora allá estaba, tan simpático. Yo, por mi parte, intenté corresponderle y le invité a una cerveza.
-Es....es....está... estalgocaliente -le advertí, y cuando el último toro doblaba las patas, caía vomitando sangre sobre la arena, y todos saltaban, bailaban, lo celebraban, me abrí un hueco hasta la puerta y, desde allí, ví como aquel desgraciado bebía del vaso mientras yo me abrochaba la bragueta.
5
-La Txinurri debió de ser una chica muy guapa, ¿eh, abuelo? -pensaba mientras le amortajaba, algo cutremente. Hacía ya cuatro días que la había palmado y entre el calor, el traqueteo de las fiestas, y el propio proceso natural de descomposición, los bubones habían comenzado a reventársele y a rezumar humores hediondos. Hacía unos minutos había bajado a la herboristería a comprar sales y vendas de lino. Había leído que los egipcios momificaban así a sus muertos. Yo, de todas maneras, no tenía ninguna intención de encerrarle en un sarcófago, abuelo. Ese fin de semana, no obstante, nos quedaríamos en casa. Al bajar a la calle había percibido ya la afluencia masiva de visitantes y no me apetecía pelear todo el rato por abrir un hueco con la silla de ruedas entre la marabunta borracha y con la vejiga a reventar. Ahora mismo, mientras miraba la foto de su boda, desde la calle -vivíamos en Navarrería -trepaba un murmullo ensordecedor de voces, charangas...-Sí, muy guapa -repetí.
Mi amatxi tal vez fuera pequeñita como una hormiga, pero tenía un cutis delicado, y un pelo negro y encaracolado, y unos ojos enormes y vivaces, y una sonrisa encantadora... Un rostro, en suma, agradable porque era en realidad la expresión de su carácter. Por desgracia lo único que yo heredé de ella fue su estatura, lo cual, cuando eres cabezón, tartamudo, algo lento, no resulta nada simpático.
En parte si yo vivía encerrado en mí mismo era porque me acomplejaba ser tan distinto a ustedes dos. Ella, tan guapa, usted tan tan echado para adelante. De usted tampoco heredé nada bueno, sólo ese resabio que se le quedó, abuelo, cuando perdió la pierna. La Postiza solía decirle: "Eres un muñón avinagrado". Y los niños, mis compañeros del colegio, se asustaban cuando le veían, con sus gruesos bastones y las cejas peludas fruncidas. Yo no lo comprendía, pensaba que usted era un héroe, que cualquiera de esos niños podía ser nieto del mozo al que usted salvó la vida en el encierro, sacrificando su pierna. Pero un día usted me contó, una sola vez, la verdad.
"Estábamos en Unzué. Solíamos pasar allí, en el campo, los domingos. Al atardecer nos tumbábamos a ver las nubes que venían a hacer cosquillas a la peña y los rescoldos de sol que se consumían tras ella. La tarde en que habló de eso usted dijo de repente:
-En la guerra estuvimos en una peña como esa y cada vez que pasaba un rojo... -imitó con la boca y con los brazos la ráfaga de una ametralladora- ...disparábamos.
Luego añadió:
-Aquel obús tenía que haberme hecho la pierna añicos mucho antes.
Y se quedó callado. Al rato me di cuenta de que estaba llorando. Yo no sabía que usted había estado en la guerra, ni de qué guerra hablaba, ni quiénes eran los rojos, pero no me atreví a preguntarle nada, porque me daba miedo hablar de algo tan terrible como la guerra, que era capaz de hacer llorar a un viejo. Yo ni siquiera sabía que los viejos podían llorar, pero cuando le ví hacerlo no me pareció ridículo, sino conmovedor y algo inquietante, y por primera vez intuí que también en el mundo de los mayores existían monstruos abominables".
Más tarde, sin embargo, volvió a contarme mil veces la historia del encierro y todos, usted, la Txinurri, yo, decidimos que esa era la verdad, que bastante había tenido usted con arrancarse la pierna con las dentelladas de su conciencia, de sus ideales atrapados en un uniforme equivocado.
Aunque ahora, donde estaba usted atrapado era entre las vendas lino con las que había envuelto su cuerpo hecho un pingo.
-¡Listo! -exclamé.
No había quedado mal. Todavía podía aguantar. Estábamos en el ecuador de las fiestas y aún teníamos que ir a los gigantes, a las barracas, salir alguna noche...
6
Yo no me había comido una rosca en mi vida y la chinita aquella de las flores tampoco es que fuera un adefesio, pero, no sé, había algo en ella que me repelía. Probablemente que se pareciera tanto a mí mismo: pequeñita, cabezona y chapurreando un idioma ininteligible.
Era nuestra noche loca, abuelo, y usted les había hecho gracia a un grupo de punkis en las txoznas, pues se mostró muy cariñoso con sus perros, que comenzaron a lamerle de arriba abajo, así que pensé que mientras se quedaba allá, calentito entre las nubes de gasolina que escupían sus nuevos amiguitos, yo podía tomarme un respiro, divertirme un poco en el casco viejo.
A la chinita la encontré en un bar de Jarauta. Intentaba venderles sus rosas a un grupo de casticas, pero lo único que conseguía era que le invitaran a un chupito de licor de manzana detrás de otro. La hacían bailar, girar como una peonza, y cuando finalmente ella estuvo como una cuba me vio, observando indignado la escena. Vino hacia mí directa, me abrazó y los dos rodamos por el suelo del bar. Cuando nos levantamos todos nos miraban, nos señalaban, se reían. Enrosqué a la chinita como pude por la cintura y salí abochornado a la calle. Ella apenas conseguía caminar. Me dirigí, para que le diera el aire, hacia las barracas. Una vez allí ella se encontró mejor. Sonreía bobaliconamente y me acariciaba con torpeza el pelo. Era tan feliz como cualquiera de los niños que daban vueltas sobre los caballitos de madera convertidos en forajidos, caballeros andantes, sheriffs del condado... Pero yo me sentía mal.
Acabamos tumbados en los fosos de la Ciudadela. Encendí un cigarrillo. ¿Por qué resultaba todo tan complicado? Yo me enamoraba de chicas que me ignoraban, a las que no me atrevía ni siquiera a saludar y a su vez chicas que me repelían se enamoraban de mí. ¿Por qué resultaba tan difícil amar, querer y ser querido? Tiré el cigarrillo y besé a la chinita, la acaricié, le dije que era hermosa... Ella entonces se sentó sobre mí, se introdujo despacito mi pene, con pequeños, delicados vaivenes que no lastimaran su vagina chiquitita, aumentando el ritmo conforme la dilataba y apoyó las palmas de sus manos sobre mi pecho, como si me aplicara un masaje cardiaco que redoblara el bombeo de sangre a la entrepierna cuando se aproximaba al orgasmo. Por mi parte, al llegar ese momento cerré los ojos y pensé que aquella era una manera hermosa de perder la virginidad. Después miré a mi alrededor y vi los arbustos de medio metro de altura, las bolsas de basura, las carcasas de los fuegos artificiales... Quise llorar. Todo era mentira. Todo era triste y sórdido. Quería irme de allí, volver a los bares, saltar, gritar, olvidarme de que la vida era retorcida y fea.
Cuando la chinita se quedó dormida, recogí las rosas desparramadas por la hierba, le introduje en un bolsillo el dinero que todavía quedaba del que le había levantado al japonés y volví a las txoznas, a por usted, abuelo.
7
Las cosas se estaban poniendo feas. A pesar del Nenuco, del antipolillas, a pesar incluso de las sales y las vendas de lino, usted apestaba, abuelo. En parte la culpa había sido mía, por haberle dejado a la buena de dios la noche anterior con aquellos perros, que deshilacharon todos los vendajes. Además se ve que los punkis encontraron un buen sistema para gorronear kalimotxo colocándole un katxi entre las manos y paseándole por las distintas txoznas. A la gente le resultaba simpático, y rellenaban el katxi, por cierto, sin demasiada puntería, de manera que entre una cosa y otra se le dibujaron por doquier corronchos de vino, de pus, de otras sustancias misteriosas y nauseabundas. Tenía gracia. Ahora que usted era sólo un fiambre a todo el mundo le parecía simpático, mientras que, al menos desde que murió la Txinurri, mientras estaba vivo pensaban que era un amargado, un cascarrabias... Es decir, no, no tenía ni puñetera gracia. Claro que también eso era en parte culpa mía. La descomposición de su cuerpo podía disimularla con la ropa, los vendajes, pero en la cara hubiera resultado más sospechoso, de manera que a la enorme txapela que le había encasquetado el día del chupinazo había ido añadiendo otros grotescos elementos, unas gafas de sol con parabrisas, una peluca rastafari... Y así iba tirando. El olor, por contra, ya resultaba difícil de ocultar, a pesar de la indulgencia de las narices durante los sanfermines, acostumbradas a los urinarios improvisados e irrespirables, a esa costra negra del tendido de sol en los traseros, al barrillo entre los adoquines de agua sucia, vino, puros destripados... A pesar de todo ello, yo notaba como la gente nos abría paso, se apartaba contrayendo la cara en una mueca de asco...
Esa misma noche fue por eso por lo que conseguimos aquel lugar de privilegio en la Vuelta del Castillo, durante los fuegos artificiales. Por delante sólo había algunas parejas, ajenas al resto del mundo -aunque éste apestara-, exclamando "oooooh" cada vez que del techo de la noche se descolgaban explosivas culebritas de colores. Me acordé de la chinita de la noche anterior, y sentí envidia porque a aquellas parejas les resultaba sencillo ser felices, no sentirse solos, y me acordé también de usted, abuelo, de que ese fue el motivo por el que se trajo a la Postiza de Benidorm.
-Miguel, tú me camelaste aprovechandote del miedo que me daban los petardos -solía decir ella, porque era cierto, a La Postiza le provocaban pavor los cohetes, las explosiones, y en Benidorm, cuando usted la vió temblando durante aquellos otros fuegos artificiales que despedían las vacaciones, se le acercó, un poco a la desesperada, y la abrazó, y por un momento ella se sintió protegida, y usted menos solo.
A mí se me hacía raro oírle a la Postiza llamarle por su nombre, y el tono de voz que empleaba cuando contaba aquello, y, las pocas veces que sucedía, la aborrecía todavía más, porque a mí nunca me habló con cariño, sólo decía "a este niño le faltan dos hervores", y "mentira podrida", cuando usted explicaba, una vez más, lo de su pierna y el encierro, y "tu papá qué va a estar en el cielo ¡en el infierno!", y me resultaba inconcebible que una mujer mala como ella pudiera albergar ni siquiera aquella migaja de ternura.
Y durante muchos años, cada vez que veía, como ahora, los fuegos artificiales, o el torico de fuego, soñaba con que en lugar de en el cielo, o por las calles de la vieja Iruña, explotaran dentro de la habitación de la Postiza, porque sabía que usted ya no iba a estar ahí para abrazarla, que prefería sentirse solo que querer a esa bruja que no nos dejaba vivir en paz. Luego el sueño se desvaneció y pasó a ser, ejem, ejem, una conmemoración que no podíamos perdernos. Ni siquiera aunque las cosas se estuvieran poniendo feas. Había que aguantar. Después de todo ya sólo faltaban dos días. Todavía dos días.
8
Hacía muchos años que no veía a los gigantes. Mi amatxi solía llevarme alguna que otra vez, tampoco muchas, porque los kilikis me asustaban: siempre la tomaban conmigo, como si encontraran una amenaza, la competencia, en las dimensiones de mi cabeza. Yo prefería los gigantes, me gustaba verlos caminar con aquel balanceo un poco macarra, pimpán, pimpám, y, por el contrario, cuando bailaban, sus movimientos galantes, y los giros vertiginosos al compás de la música de los gaiteros, que se me metía en el cuerpo como un nido de tarántulas que paralizaban mi respiración, pues siempre temía que alguno de aquellos gigantes perdiera pie, se mareara, cayera sobre quienes los veíamos danzar. Aunque sobre todo me gustaba colarme bajo sus faldones, cuando hacían una parada para descansar, y quedarme muy quieto allá, entre los esqueletos de madera, solo, aislado de los demás niños, de los vergazos del Caravinagre, incluso de la Txinurri. Soy un canalla, abuelo, pero me avergonzaba de la amatxi cuando me llevaba a los gigantes, ya no me parecía tan guapa, porque el resto de los niños estaban con sus papás, y ellos eran jóvenes y fuertes y se los subían en sus hombros cuando se cansaban, o ellas corrían deprisa cuando tiraban de sus manos porque algún zaldiko les perseguía.
Fué precisamente un zaldiko quien desmoronó todos aquellos recuerdos, golpéandome, y a usted, con una saña inusual. Era mi profesor de parvulitos, aquel que me abofeteó en el colegio y al cual yo había devuelto, después de tantos años, un rodillazo entre las piernas en el chupinazo.
-¡Mintxo, Don Miguel! -exclamó hipócritamente risueño, escudándose tras su personaje.
Por mi parte, braceé malhumorado y le devolví una mirada asesina. El zaldiko retrocedió unos pasos. Una escena nada apropiada para una pacífica mañana sanferminera. Rápidamente miré a mi alrededor. No me apetecía llamar la atención, ahora que usted había empezado a deshacerse como un helado de carroña. Afortunadamente la única persona que se había dado cuenta era un borrachuzo, repantigado en un portal. Era un hombre de unos cincuenta, quizás sesenta años. Con los borrachos nunca se se sabía. Su piel estaba abrasada por el fuego de infinitos tragos. Entre las manos sujetaba una botella, a la que de vez en cuando besaba los labios de cristal, permitiendo que su lengua encarnada le acariciara las tripas y un corazón probablemente maltrecho. Pero en ningún momento apartaba de nosotros esa mirada, sólo la pasaba de usted a mí, arrastrando con ella oscuros arrepentimientos, resentimientos humedecidos en vino y lágrimas hasta la putrefacción, una vida como un infierno...
Y de repente, como un trallazo, me vino a la memoria aquel reproche de la Postiza:
-Tu papá qué va a estar en el cielo ¡En el infierno!
Justo en ese momento, aprovechando el descuido, el zaldiko volvió a la carga. Me alcanzó con la esponja justo entre las cejas.
-¡Cabronazo! -no me pude contener.
Lo enganché por una manga y nos enzarzamos en un torbellino de patadas, puñetazos, algunos de los cuales se extraviaban y los recibía usted. Estuvimos así, no se cuanto tiempo, hasta que tirada en una acera descubrí una de sus orejas carcomidas, abuelo, que el zaldiko había arrancado de cuajo con uno de los vergazos. Entonces me deshice del profesor como pude, me incorporé y descubrí aterrorizado que nos había rodeado una multitud de curiosos. Rápidamente me volví hacia usted, empujé la silla, me abrí hueco, y escapé atolondradamente. Mi cabeza se había convertido en una olla en la que hervían, confusos, miedos, sentimientos, culpas...
-Seguro que ahora nos detienen -me decía -¿Por qué tendré que haberme complicado la vida así?
Pero sobre todo, por debajo de aquellas burbujas que explotaban, salpicándome, veía la mirada de aquel borracho clavada en mí como si fuera la mía propia.
9
Había llegado el final. El "pobre de mí". Lo sabía, no sólo por los curriquis que desmontaban el vallado, ese complicado puzzle que sólo ellos sabían encajar y desencajar, sino por aquel pajarraco que nos había estado persiguiendo apenas había amanecido, graznando amenazador, planeando sobre nosotros, mientras nos arrastramos por los descampados, los polígonos industriales... Tras la pelea con el zaldiko me había asustado. No me atrevía a volver a casa y nos habíamos apartado hacia las afueras. Pasamos la noche deambulando entre cementerios de coches, barrios-dormitorio... Al final, sin embargo, el sueño, el cansancio, el miedo chuperreteándome los sesos como si fueran un granizado, habían podido conmigo y había decidido regresar. En realidad sólo intentaba prolongar un final que era inevitable. Por eso no me sorprendió encontrarme en el portal, en Navarrería, con aquella patrulla de la policía, con aquel agente con una bolsita con hielos, y dentro de ella su oreja, abuelo, lo que quedaba de ella, ni tampoco que su compañero vomitara en una esquina cuando le quitó la txapela, y la peluca rastafari, y las gafas con parabrisas... Ni siquiera que después entre los dos me pusieran las esposas y me trasladaran a comisaría.
Lo que me ha sorprendido ha sido que hagan tantas preguntas sobre usted, sobre mí, sobre nuestra relación. Es como si insinuaran que en lugar de intentar estirar un poco más su vida, despedirla de la manera que a usted le hubiera gustado, yo le habría matado. Y es curioso, porque sobre la Postiza, sin embargo, no preguntan nada. Como si nunca hubiese entrado en su habitación, aquella noche, con aquella ristra de petardos, ni los hubiese hecho explotar, y me hubiese quedado después mirándola desde detrás de aquella careta, con el dibujo de Quasimodo, degustando como una ambrosía cada uno de sus estertores, hasta que su corazón como una lata oxidada y sucia dejó de, precisamente, darnos la lata.
Pero, en fin, así ha sido siempre, nunca nadie, salvo la amatxi -la Txinurri, como usted la llamaba-, salvo, tal vez, usted mismo, nunca nadie me ha comprendido.Y todo porque yo era chiquitito, cabezón, tartaja, algo lento.
Ahora todo ha terminado. Desde esta sala de interrogatorios, en la comisaría, puedo ver los reflejos en la ventana de cientos de velas, que comienzan a vertir sus lágrimas de cera, y escucho también los vaivenes en las voces que entonan el "Pobre de mí", primero apesadumbradas, al compás triste de las trompetas, luego de nuevo alegres, respaldadas por los bombos, las charangas... Así es la vida. Todo ha terminado. Es el momento de despedirnos, abuelo. Cada uno debe seguir su camino. Usted hacia esa nada extraña, en la que tal vez encuentre algo, algo bueno, una vida eternamente feliz junto a la Txinurri. En cuanto a mí, no se preocupe, siempre he sido un desgraciado, pero estos días junto a usted, estos sanfermines, me han devuelto la esperanza que perdí nada más nacer, pues he descubierto que, entre tanta pobredumbre, siempre aparecerá una explosión de alegría, una flor de piedad, un gesto de nobleza, una migaja de ternura...
Tranquilo, pues, abuelo, y hasta siempre.
-Puñetero.



Patxi Irurzun, España © 1999

lunes, 4 de enero de 2010

Presentación en Madrid de AOLdE eSPECIAL pEQUES (II)




sERÁ EN



LA lIBRERÍA lA cLANDESTIONA



eL VIERNES 8 DE ENERO DE 2010



A LAS 19:00 HORAS







cUENTOS HECHOS POR Y PARA NIÑOS,



EL GÉRMEN DE LA LECTURA



Y DE ALGÚN POSIBLE ESCRITOR



ESTÁ NACIENDO AHORA

viernes, 1 de enero de 2010

Un cuento de Virginia Woolf


Nada mejor que empezar el año con un magnífico cuento.

Cercedilla me espera en unas horas para cumplir la tradición y leerlo en el Mirador de Luis Rosales. Va por ustedes.

Un resumen


Como sea que dentro de la casa hacía calor y las estancias estaban atestadas, como sea que en una noche como aquélla no había riesgo de humedad, como sea que los farolillos chinos parecían pender como frutos rojos y verdes, en el fondo de un bosque encantado, el señor Bertram Pritchard llevó a la señora Latham al jardín.
El aire libre y la sensación de hallarse fuera de la casa dejaron un tanto desorientada a Sasha Latham, la alta y hermosa señora de aspecto algo indolente, la majestad de cuya apariencia era tan grande que poca gente llegó a advertir que se sentía totalmente incapaz y torpona, cuando tenía que decir algo, en una reunión. Pero así era; y Sasha Latham se alegraba de hallarse en compañía de Bertram, de quien cabía esperar, sin la menor duda, que hablara sin cesar, incluso al aire libre. Si se escribiera lo que Bertram decía, resultaría increíble, ya que, no sólo todo lo que decía resultaba, en sí mismo, carente de sentido, sino que además no había relación alguna entre sus diferentes observaciones. En verdad, si una hubiera cogido un lápiz y hubiera escrito textualmente sus palabras -y lo que decía en el curso de una noche hubiera bastado para formar un libro-, nadie osaría dudar, al leerlo, de que el pobre hombre era un deficiente mental. Y no era éste el caso, ni mucho menos, por cuanto el señor Pritchard gozaba de prestigio en su calidad de funcionario público y era Compañero de la Orden del Baño. Pero resultaba todavía más raro que gozara de casi universales simpatías. Había en su voz un matiz, cierto enfático acento, un esplendor en la incongruencia de sus ideas, como una emanación surgida de su cara regordeta y morena, de su figura de petirrojo, algo inmaterial e inaprehensible, que existía y florecía y se hacía notar por sí mismo, con independencia de sus palabras, e incluso, a menudo, en oposición a ellas. Por esto Sasha Latham se dedicaba a pensar -mientras el señor Pritchard parloteaba acerca de su visita a Devonshire, acerca de posadas y posaderas, acerca de Eddie y Freddie, acerca de vacas y viajes nocturnos, de nata y estrellas, acerca de los ferrocarriles europeos y de Bradshaw, de pescar bacalaos, resfriados, la gripe, reumatismo y Keats-, Sasha pensaba en él, en abstracto, considerándolo persona cuya existencia era buena, creándolo, mientras él hablaba, a guisa de ser diferente de su habla, y éste era ciertamente el auténtico Bertram Pritchard, aunque nadie pudiera demostrarlo. Cómo podía una demostrar que Bertram Pritchard era un leal amigo, dotado de gran comprensión y... pero en este momento, como tan a menudo le ocurría cuando hablaba con Bertram Pritchard, Sasha se olvidó de su existencia, y comenzó a pensar en otro asunto.
Sasha pensaba en la noche, después de haber conseguido concentrarse un poco, y con la vista en el cielo. De repente olió a campo, la sombría quietud de los campos bajo las estrellas, pero aquí, en el jardín trasero de la señora Dalloway, en Westminster, la belleza la emocionaba, debido a que Sasha Latham había nacido y se había criado en el campo, probablemente por contraste. Allí el aire olía a heno, y había, a sus espaldas, estancias repletas de gente. Paseó al lado de Bertram. Sasha caminaba de manera algo parecida al paso de los ciervos, con una leve flojera en los tobillos, abanicándose, mayestática, silenciosa, atentos todos sus sentidos, aguzado el oído, olisqueando el aire, como si fuera un ser salvaje, aunque con perfecto dominio de sí mismo, gozando de la noche.
Esto, pensó, es la mayor maravilla, el supremo logro de la raza humana. Por una parte, hay mimbrales y rudimentarias barquichuelas navegando por pantanosas aguas, y por otra está esto. Y pensó en la casa seca, de gruesos muros, bien construida, con valiosos objetos en su interior, con el murmullo de hombres y mujeres que se acercaban los unos a los otros, que se alejaban los unos de los otros, que intercambiaban opiniones, y que se estimulaban recíprocamente. Y Clarissa Dalloway había hecho lo preciso para que aquello surgiera en los eriales de la noche, y había puesto planas piedras formando un sendero sobre la tierra, y, cuando llegaron al final del jardín (en realidad era muy pequeño), y ella y Bertram se sentaron en sendas tumbonas, Sasha miró la casa con veneración, con entusiasmo, como si la hubiera atravesado un eje de oro en el que se formaron lágrimas que cayeron en profunda acción de gracias. Sasha, a pesar de ser tímida, y casi incapaz de decir algo, cuando de repente le presentaban a alguien, pese a ser fundamentalmente humilde, sentía una profunda admiración hacia todos los demás. Ser ellos sería maravilloso, pero estaba condenada a ser ella misma, y lo único que podía hacer, a su manera silenciosamente entusiasta, sentada allí, en el jardín, era aplaudir el trato social de la humanidad, del que ella estaba excluida. Retazos de poesías en loa de la gente acudían a sus labios; la gente era adorable, buena, y sobre todo valiente, y triunfaba sobre la noche y los fangales, eran todos supervivientes, eran la compañía de aventureros que, asediados de peligros, se hace a la mar.
Por maligno capricho del destino, ella no podía participar, pero sí podía estar sentada y loar, mientras Bertram parloteaba, por ser uno de los viajeros, quizá mozo de camarote o marino simplemente, un ser que se subía a los mástiles, silbando alegremente. Mientras pensaba esto, la rama de un árbol ante ella quedó empapada y rezumante de su admiración por la gente dentro de la casa; y goteó oro; o se puso erecta, en centinela. Formaba parte de la valiente y arremolinada compañía, como un mástil en el que ondeaba una bandera. Había una barrica junto a un muro, y también a la barrica infundió Sasha alma.
De repente, Bertram, que era hombre físicamente inquieto, quiso explorar los contornos, y, poniéndose de un salto sobre un montón de ladrillos, miró por encima del muro del jardín. Sasha también miró. Vio un balde o quizás una bota. En un segundo la ilusión se esfumó. Una vez más, allí estaba Londres, el vasto e inatento mundo impersonal, autobuses, negocios, luces ante los bares y policías bostezando.
Habiendo satisfecho su curiosidad, y después de haber vuelto a llenar, gracias a un momento de silencio, sus burbujeantes depósitos de palabras, Bertram invitó al señor y a la señora Nosecuántos, a sentarse con ellos, arrastrando al efecto dos tumbonas más. Volvieron a sentarse, mirando la misma casa, el mismo árbol, la misma barrica, aun cuando, después de haber mirado por encima del muro y de haber vislumbrado el balde, o, mejor dicho, Londres viviendo indiferente, Sasha ya no podía cubrir el mundo con aquella vaporosa nube de oro. Bertram hablaba y los nosequé -aunque le fuera la vida, Sasha no podía recordar si se llamaban Wallace o Freeman- contestaban, y todas sus palabras cruzaban una sutil neblina de oro e iban a parar a la prosaica luz del día. Sasha miró la seca y gruesa casa Reina Ana, hizo cuanto pudo para recordar lo que había leído en la escuela acerca de la Isla de Thorney y de los hombres en piragua, y de las ostras, y de los patos salvajes y de las nieblas, pero la casa no le pareció más que un lógico asunto de desagües y carpinteros, y la fiesta nada, sino gente vestida de gala.
Entonces Sasha se preguntó cuál de las dos visiones era la verdadera. Podía ver el balde, y podía ver la casa, mitad iluminada, mitad a oscuras.
Formuló la pregunta a aquel nosequé a quien Sasha había construido, a su humilde manera, utilizando al efecto la sabiduría y el poderío de cuantos no eran ella. A menudo, recibía las contestaciones de manera puramente accidental, casos hubo en que su viejo perro spaniel contestó por el medio de menear la cola.
Ahora el árbol, despojado de sus oros y de su majestad, pareció darle una respuesta; se convirtió en un árbol de campo, el único en un páramo. Sasha lo había visto a menudo, había visto nubes matizadas de rojo, por entre sus ramas, o la luna quebrada, lanzando irregulares destellos plateados. Pero, ¿la respuesta? Pues bien, que el alma -por cuanto Sasha notaba que en ella se movía un ser que iba de un lado para otro y que intentaba escapar, ser al que, con carácter provisional, denominaba alma- es por esencia desaparejada, un pájaro viudo, un pájaro solitario posado en aquel árbol.
Pero entonces Bertram, cogiendo del brazo a Sasha, con la familiaridad habitual en él, ya que no en vano eran amigos de toda la vida, observó que no estaban cumpliendo con sus deberes, y que debían entrar en la casa.
En aquel instante, en alguna calleja o bar, sonó la habitual voz terrible, asexuada e inarticulada; un chillido, un grito. Y el pájaro viudo, sobresaltado, emprendió el vuelo, describiendo círculos más y más anchos, hasta que se transformó (lo que ella llamaba su alma) en algo tan remoto como un grajo contra el que se ha lanzado una piedra y emprende asustado el vuelo.