LUNA ESCONDIDA
Durante la pausa para el almuerzo, Enrique Pérez, de atención al cliente, y el resto de personal de las oficinas centrales del Banco Mediterráneo se reunieron en torno a la mesa redonda de siempre del bar de siempre. Pérez tomaba un cortado con una tostada untada con mermelada mientras ojeaba distraídamente el diario local.
-¿Os habéis enterado? Han despedido a Pablo Muñoz.- Indicó Pérez señalando una pequeña reseña que se hacía eco de la noticia.
-¿Muñoz despedido? Será una errata. O eso o los de dirección se han vuelto locos. –Exclamó Méndez, de recursos humanos.
-Esta tarde tengo que presentarle al jefe el informe de incidencias del último mes, le preguntaré al respecto.- Añadió alguien de contabilidad.
-No quieras ganar enteros con el jefe. Ese puesto será ocupado por alguien de garantías. No ha de ser fácil suplir a Muñoz.- Replicó Pérez-
-Con un sueldo de cinco mil mensuales, yo suplo a quien sea necesario.- Añadió el desconocido de contabilidad.
Yo no conocía a Muñoz personalmente, pero llegó un día en que resultó difícil, casi imposible distinguirnos.
Ingresé en el Banco Mediterráneo hace ahora cinco años. Llevaba varios años, desde que obtuve mi licenciatura en empresariales, intentando encontrar un trabajo como este. Tan pronto como me enteré del ascenso de Muñoz y de su inmediato traslado a Madrid, me apresuré a presentar mi currículo en el Banco, instándome el responsable de recursos humanos a presentarme a las oposiciones que serían convocadas inminentemente. No pude prepararme demasiado, puesto que en esas fechas llevaba a cabo toda índole de pequeños trabajos manuales que eran el sustento de mi recién estrenado matrimonio. Apenas diez personas nos presentamos a la oposición, resultando yo el más capaz para cubrir la plaza vacante. La noticia fue recibida con alegres festejos por parte de mis familiares y amigos, que veían en mi futuro puesto de trabajo el modo ideal de retenerme en el pueblo, como nunca antes nada ni nadie había conseguido.
Desde que puse por primera vez mis pies en las oficinas solía cazar conversaciones en las que la palabra Muñoz aparecía siempre ligada a los adjetivos “brillante”, “servicial”, “trabajador” e “impecable”. Pero era sobre todo, cada lunes por la mañana, en la reunión de planificación semanal, cuando salía a colación su nombre y su “impecable trabajo para la empresa durante los últimos dos años”. Afirmaciones como: “Muñoz no utilizaba fotocopias, traía el trabajo echo en PowerPoint” o “A Muñoz no era necesario llamarle al móvil, él siempre estaba aquí” acabaron por convertir al maldito Muñoz en una sombra de la que era imposible desprenderme.
Un día, al llegar a mi despacho, encontré sobre mi mesa un proyecto de captación de clientes. Me alivió ver que la fecha se refería a varios meses atrás, puesto que llegué a pensar que había sido relevado en una de mis funciones más importantes. Firmaba el proyecto Pablo Muñoz. Una nota con el siguiente texto firmada por el jefe acompañaba el proyecto: “ Este es el modelo de proyecto con el que hemos trabajado los últimos dos años, funcionando a las mil maravillas con él. Si no le causa mucha incomodidad nos gustaría que prescindiera del modelo que hasta ahora ha empleado y se ciñera a la misma estructura que figura en el proyecto que le adjuntamos”.
Varios meses después de mi ingreso, en la puerta de mi despacho, todavía figuraba un pequeño letrero de plata que rezaba “Sr. Muñoz”. También en las tarjetas de la empresa correspondientes a mi puesto de trabajo que se me ofrecieron figuraba aun su nombre. Y hasta entonces, dieciocho meses después del ascenso de Muñoz a la oficina nacional, en el gigantesco organigrama situado en la entrada de las oficinas aparecía su nombre y su lustroso rostro debajo en lugar del mío.
Según ese retrato Muñoz debía ser un hombre desconfiado. Así parecían decírmelo sus ojos azules y despiertos, pero sutilmente entornados, como queriendo ver algo que los demás nunca serían capaces de ver. Su pelo era negro, y perfectamente peinado hacia la derecha. Su nariz y orejas no ofrecían nada especial. Eran ese tipo de nariz y de orejas que podrían haber pertenecido a cualquier otro hombre. El nudo de una corbata de rayas azul y gris se asomaba tímidamente en la parte inferior de la fotografía junto a las solapas de una camisa blanca y resplandeciente.
No es de extrañar que desde mi primer día en la empresa mi objetivo primordial fuera retomar la senda que Muñoz había iniciado con maestría.
Durante un tiempo indagué sobre las costumbres que tuvo mi predecesor, anotándolas cuidadosamente en mi agenda. Cada noche, en mi casa las ordenaba y analizaba minuciosamente tratando de hacerlas mías. Empecé por llegar al trabajo treinta minutos antes que el resto de mis compañeros. Durante ese tiempo planificaba el resto del día, y distribuía indicaciones en los puestos de trabajo de mis subordinados, de manera que a su llegada encontrarían las tareas a realizar durante la jornada.
Medidas como familiarizarme con determinados programas informáticos y con el inglés me obligaron a tomar clases en sendas academias las tardes de los días pares para las primeras, las tardes de los días impares para las segundas.
Nunca fui un tipo desgarbado, pero mi aspecto distaba mucho del que debía presentar si pretendía hacer olvidar a Muñoz. Así que pasé la tarde de algunos sábados en los centros comerciales más de moda con mi mujer, quién me asesoró convenientemente sobre lo que debía comprar. Ella siempre se mostró comprensiva con la empresa que me había propuesto, y su cooperación me permitió hacer grandes avances en relativamente poco tiempo. Mi primer gran logro fue conseguir que en la placa de plata de la puerta de mi despacho apareciera mi nombre. Lo celebramos por todo lo alto. Aquella noche cenamos en un restaurante tailandés que fascinaba a mi mujer, y después fuimos a tomar una copa al barrio de moda. Fue la noche soñada.
Fue durante esos días cuando tomé conciencia de lo que Muñoz había significado para Banco Mediterráneo, con todo lo que aquello acarrearía en el desarrollo de mi labor y de mi vida personal.
Conforme mis compañeros de trabajo se fueron haciendo a la idea de que Muñoz ya no estaba, y era yo quien ocupaba su puesto, diversas tareas de esas que suelen quedar en tierra de nadie empezaron a recaer sobre mis espaldas.
“Eso antes lo hacía Muñoz, mira a ver si puedes solucionarlo tú”, solían decirme mis compañeros. Y por su puesto, no les decía que no. Hacer olvidar a Muñoz fue mi máxima aspiración desde mi ingreso en el Banco, por lo que siempre estuve dispuesto a tragar todo lo que fuera necesario con el propósito de que no lo echaran en falta.
Fue entonces cuando llegaron las jornadas de catorce horas de trabajo, las comidas con clientes cualificados, los viajes a otras sucursales, los cursos de perfeccionamiento de técnicas de marketing, y un eterno etcétera. Tan sólo tenía que aparecer el nombre de Muñoz vinculado a cualquier tarea para que esta recayera sobre mi.
Mis descansos se restringían a esa hora vedada, en tierra de nadie, que convierte la noche en madrugada. Mi mujer mientras tanto, esperaba.
Mi máxima implicación pronto dio sus frutos. Fui nombrado empleado del mes en diversas ocasiones, y los trabajos de mayor responsabilidad se me encomendaban cada vez en mayor medida. Pero hubo un acontecimiento que me marcó especialmente. Sucedió antes de las últimas vacaciones estivales, cuando fui citado a una reunión con el Consejo rector de Banco Mediterráneo. Los trabajadores de oficina rara vez eran citados para estas reuniones en las que se trataban nuevas inversiones o grandes proyectos futuros en los que pretendía tomar parte la empresa. Diez hombres, mayores de sesenta todos ellos, impecablemente vestidos, me recibieron con aduladores saludos y felicitaciones. Tras tomar asiento el último miembro del Consejo, Don Enrique Calatayud se incorporó para instarme, con voz solemne, a responsabilizarme del departamento de marketing de Banco Mediterráneo a nivel nacional, siendo imprescindible, si aceptaba su propuesta, trasladarme con el equipo de trabajadores que yo considerara oportuno a la sede de Madrid.
Llegué a casa nervioso, sudoroso y con el corazón a mil. No sabría decir que me inquietaba más, si la posibilidad de cambiar de oficina, de compañeros y de ciudad, o el hecho de que fuera yo el elegido por aquellos hombres, de indudable reputación e inteligencia, para ocupar un puesto de semejante envergadura.
Cuando llegué a casa eran las ocho de la tarde, mucho más temprano de lo usual, por lo que me dispuse a ponerme cómodo para preparar la cena antes de que mi mujer llegara. No sabía con exactitud a que hora terminaba de trabajar, puesto que cuando yo llegaba a casa, ella ya había dispuesto diligentemente todas las comodidades que pudieran existir para satisfacerme. Aparte de esto nada más. Nada más que las pertinentes preguntas sobre el transcurso del día recién terminado, que siempre obtenían por respuesta monosílabos tan cortantes como hirientes. Las series televisivas nocturnas eran el mejor remedio para acolchar esos eternos silencios llenos de nada.
El coche de mi mujer retumbó en el parking poco antes de las nueve y media advirtiéndome de su inmediata llegada. Ultimé los preparativos para la cena cuando el tintineo de sus llaves introduciéndose en la cerradura de la puerta me advirtieron sobre su inmediata aparición. No le extrañó demasiado mi presencia a esas horas. Más bien, pasó de largo, como si mi comparecencia allí no fuera más notoria que la de unas flores secas en el jarrón de la entrada. Subió las escaleras rumbo al cuarto de baño, donde una ducha, mucho más atrayente que yo, le esperaba ansiosamente.
Pausé en la cadena musical su canción favorita, y sintonicé uno de esos canales digitales de documentales sobre viajes que tanto le gustaban antes de que ella bajara, cuando de pronto, todo cuanto me rodeaba quedó sumido en una profunda oscuridad, la misma que bañaba macabramente todo cuanto alcanzaba a ver desde mi ventana.
El contorno del comedor, donde esperé más de treinta minutos, se percibía difuso y vacilante a la luz de las velas temblorosas que lagrimeaban, en perfecta soledad, gotas de incandescente cera.
Ella bajó serena, indiferente, dejando tras de si una estela de un agradable olor que me resultaba tan familiar como distante en el tiempo. Distinguí en su cuerpo bañado por la luz indecisa de las velas, simas y valles que apenas acerté a reconocer. Su pelo, indomable otrora, se me mostraba dócil y refulgente como la luna argentina que surcaba desdeñada la media esfera celestial. Y sus manos, tan firmes para abrazarme cuando más urgía, y tan sedosas para acariciarme cuando más lo ansiaba, eran otras manos, no menos firmes ni sedosas, pero ajenas a aquellas que abrigaron mis últimos años de vida.
El tenso silencio que todo lo llenaba, se rompió con agradables palabras cuando ella descubrió la suntuosa cena vanguardista preparada con decoro que había quedado fría y gelatinosa sobre los platos. Unos rústicos bocadillos suplieron inmejorablemente a la opulenta cena prevista de antemano.
La velada, fría y silenciosa, sin artificios electrónicos, nos dejó desnudos, cuerpo a cuerpo, sin parapetos tras los que esconder la incipiente debacle de nuestra relación que tanto refulgió en un pasado borroso, pero cercano.
Tan pronto como terminé mi cena abandoné la mesa para salir fuera a fumar. Durante los últimos meses, el terreno exterior, que constaba de unos pocos centenares de metros cuadrados, abarrotados de fuentes, jarales, y centenares de flores multicolores cuidados meticulosamente por un jardinero extranjero de bajas pretensiones económicas, era empleado casi exclusivamente como fumadero. Una pequeña red de badminton pendía distendida, como un tendedero en una casa abandonada, entre dos manzanos florecidos. Las bicicletas, inmóviles desde hacía muchos meses, acumulaban polvo y óxido entre sus articulaciones en un pequeño cobertizo.
Aquella noche cientos, miles de estrellas de mortecina luz alhajaban con parpadeos iridiscentes un lienzo infinito, y los grillos componían su canción más perfecta para una luna huidiza, mientras yo, con los ojos entornados escrutando cada tarea por hacer, consumía las últimas caladas de mi cigarrillo.
Me disponía a abandonar aquel milagro de la naturaleza cuando un bulto blanco sobre el lecho verde del césped captó mi atención. Mis pasos, sigilosos en principio, se convirtieron en grandes zancadas al reconocer en aquella mole blanca a mi mujer.
Yacía en el suelo, con los ojos cerrados, con su cuerpo completamente relajado, con su cabeza mucho más lejos de mi de lo que nunca antes había estado. Su respiración sonora y lenta alejó todos los temores que me sobrevinieron por un instante. Quise preguntarle como se encontraba, pero no supe como romper aquella estampa perfecta. La luna y las estrellas se aliaron dibujando sobre ella delicados matices que endulzaban sus rasgos de niña pequeña. Su calma infinita se vio perturbada por mi último paso.
“Túmbate a mi lado” me impelió con un leve susurro. La hierba húmeda pronto se filtró por mi ropa hasta empapar mi cuerpo. Tirité unos segundos, aunque no era el frío quien hacía estremecer mi cuerpo. No me atreví a abrir los ojos hasta pasados varios minutos, cuando sus brazos firmes, pero dóciles, se empeñaban en hacerme suyo. Con aquella luz de plata recobré la memoria. La media luna de sus ojos, los arcos perfectos de sus cejas y la montaña rusa de su pelo volvieron a ser esos que, durante tanto tiempo, no lograba atreverme a recordar. Miles de recuerdos sacudieron cada poro de mi cuerpo que rogaba por gritar cada evocación surgida ahora de la nada.
Aquella noche de tez oscura, desprovistos de cualquier artificio electrónico, no existió nada que no fuéramos ella o yo.
El día siguiente empezó algo más tarde de lo usual. No fui el primero en llegar a la oficina, y tomé mi tiempo para almorzar en el mirador de la montaña con mi mujer, como tiempo atrás. De regreso a la oficina, junto a un colegio cercano, un hombre sentado en un banco llamó mi atención. Permanecía con los ojos cerrados, y una leve sonrisa dibujada en sus labios. Sus brazos completamente abiertos, apoyados sobre el respaldo del banco parecían abrazar algo desprovisto de color y forma, algo invisible. No pude evitar desviarme algunos metros de mi camino para intentar reconocer aquel rostro familiar. De pronto, cuando tan solo me separaban unos pocos metros de aquel hombre, un sonriente niño pequeño se abalanzó sobre los brazos del hombre, que lo acogieron con infinito candor. Los ojos del hombre, de un azul radiante, se abrieron revelándome su identidad.
-Tardé muchos años en encontrar la felicidad. Siempre estuvo conmigo, a mi lado, pero nunca fui capaz de reconocerla.
-Hasta hace dos meses.
-Hasta hace dos meses.
-¿Y ahora?
-Ahora le miro a los ojos, la reconozco, y la cojo de la mano. He aprendido a no perderla de vista.
Aquella fue la única vez que vi a Muñoz. Su silueta, asida a la de su hijo, desaparecieron en el horizonte sin dejar ni rastro del Muñoz que yo había creído llegar a ser.
Al llegar a la oficina, mis compañeros habían preparado una sorpresa. Toda clase de bebidas y manjares habían sido dispuestos en las mesas de trabajo, incluso todos los ancianos miembros del consejo rector del Banco Mediterráneo se dieron cita en la fiesta de mi despedida antes del inminente traslado a Madrid.
Nunca más volví a pisar Banco Mediterráneo. Tampoco la sede en Madrid. Rechacé casi sin pensarlo el ofrecimiento de mi traslado y fui despedido fulminantemente.
Actualmente todavía no he encontrado trabajo. En casa hemos tenido que prescindir incluso de ciertos productos que antes fueron imprescindibles. Sin embargo ahora, estoy mirándole a los ojos a la felicidad.
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