La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

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lunes, 29 de marzo de 2010

Nº 17 de NARRATIVAS

En este nuevo número observo que colaboran amigos cuentistas como Carlos Salem, Andrés Portillo, Carlos Manzano o Ana Patricia Moya, y un especial sobre Norberto Luis Romero, amén de otros cuentistas con muy buenos relatos.
Una lectura enriquecedora para esta semana santa.





Ya está en línea el número 17 de NARRATIVAS. Revista de Narrativa contemporánea en castellano. La revista puede descargarse en la siguiente dirección:

http://www.revistanarrativas.com

Este número consta de los siguientes contenidos:

- Ensayo
Cosmomemorias de otro mundo: “Llanto. Novelas imposibles”, por Demetrio Anzaldo González
La visión de la ciudad moderna en “Los pasos perdidos” de Alejo Carpentier, por Jorge Eliécer Pacheco Gualdrón
Sancho y su renuncia, en el camino a la novela moderna, por Nerea Marco Reus
Yocandra a través del espejo, en la novela “La nada cotidiana” de Zoé Valdés, por Orlando Betancor
Los relatos góticos de Sir Walter Scott: “La habitación tapizada”, por Enrique García Díaz

- Relato
El albañil cósmico, por Carlos Salem
Mi nombre en el google, por Claudia Apablaza
Sexo, cárceles y un soplo en el corazón, por José Antonio Lozano
Tres microcuentos, por Jesús Esnaola
Muñón de cerdo, por Gonzalo Martín de Marcos
obispos, por axel l. krustofski
Hay amores que matan, por Juan Carlos Vecchi
La procesión, por Mari Carmen Moreno
Carlos (el plural), por Sergio Sastre
En el pantano, por José Carlos Nazario
Mujeres como usted, por Lucía Lorenzo
Vaso de bourbon, por Ana Patricia Moya
Lo terminé porque siempre acabo el libro que empiezo, por Daniel Pérez Navarro
Un viaje poco común, por Carlos Montuenga
Como hacen los hombres, por Noel Pérez
Tokio en abril, por Rodrigo J. Gardella
6025, por Jorge Eliécer Pacheco Gualdrón
M. O. Hoppern, por Ramón Araiza Quiroz
Worm, por Luis Emel Topogenario
Juntos para siempre, por Blanca del Cerro
Correspondencia nicaragüense (V), por Berenice Noir
Tomates podridos, por Andrés Portillo
Sal en sus libros, por María Virginia Ocando
Después, por Gabriela Urrutibehety
La carpa, por Luis Mariano Montemayor
Cirugía Plástica, por Javier Silvela Maestre
Bar, por Giovanni Rodríguez
El secreto del árbol, por Raúl Barrozo
Una historia del Japón, por Carlos Manzano
Ella trabaja en una guardería, por Santiago Eximeno

- Narradores
Norberto Luis Romero

- Reseñas
“La noche de los tiempos” de Antonio Muñoz Molina, por Ághata
“El momento del unicornio” de Norberto Luis Romero, por Luis Borrás
“El viaje del elefante” de José Saramago, por Ághata
“Literatura thantica: búsqueda de una memoria común” de Pablo García Dussán, por Lillyam González
“Espejos” de Eduardo Galeano, por Daniel Orizaga Doguim
“El cuento de nunca acabar” de Carmen Martín Gaite, por María Aixa Sanz

- Miradas
Una mirada al anticlericalismo de Blasco Ibáñez, por Johari Gautier Carmona
Carmen Martín Gaite: el espíritu de superación, por María Aixa Sanz
El sino melancólico del tango, por Gabriel Cocimano

- Novedades editoriales

Un saludo

Revista Narrativas
http://www.revistanarrativas.com

jueves, 25 de marzo de 2010

Un cuento de Jon Bilbao



Rata

JON BILBAO

El jefe tenía la costumbre de rezar. Se trataba de algo que no hacía con una frecuencia establecida, ni en un lugar concreto, cada noche antes de acostarse o en la iglesia. El momento venía dictado en cada caso por las circunstancias. Y en cuanto al lugar, éste importaba poco, siempre que el jefe se hallara a solas y tuviera la certeza de que nadie podía interrumpirlo.
No confiaba en obtener respuesta a sus rezos. Ni siquiera era creyente. No acudía a los oficios. Tampoco conocía las oraciones del catecismo. La letanía que desgranaba era fruto exclusivo de su invención, depurada por la práctica de años y años.
Rezar lo ayudaba a definir sus deseos y necesidades, a valorarlos, a establecer una adecuada jerarquía entre ellos.
Había rezado antes de lograr su cargo en la Compañía, al frente de uno de los departamentos de mayor relevancia. Medio centenar de personas a su cargo. Un presupuesto anual cuyo desglose cubría más de mil páginas de papel reciclado. Toda una planta en la sede de la Compañía; una planta alta, elevada sobre los edificios circundantes. En los días nublados, al otro lado de las ventanas sólo era posible distinguir una tupida masa gaseosa que dejaba el mundo reducido al espacio que ocupaban aquellas oficinas.
Casi un año después, cuando se acercaba su primera Navidad en el puesto, el jefe rezó de nuevo. Había organizado una fiesta para su gente, en la oficina; contribuiría a estrechar lazos. No es que esto fuera de veras necesario, opinaba él. Se llevaba bien con todos, conocía sus nombres, si estaban casados o solteros, algún detalle personal de la mayoría de ellos… Pero también era cierto que existían tiranteces. Casos aislados. Lo que se puede esperar en cualquier lugar, se decía a sí mismo. Siempre hay elementos que prefieren guardar las distancias, con estilos propios de actuar.
Mediante su rezo concluyó que deseaba, de veras, que la fiesta saliera bien.
Escogió un viernes para la celebración, que tendría lugar a media mañana. Contrató un servicio de catering. Se hizo con un equipo de música. Adquirió de su bolsillo un presente para cada uno de los empleados a su cargo: un llavero de plata para los hombres; un monedero de piel, repujado con una filigrana vegetal, para las mujeres. Se reprendió por sentar tal precedente. En las Navidades siguientes, predijo, esperarían una atención similar, si no mejor.
Pero a pesar de ello cedió a la tentación del derroche. Quería impresionarlos.
Trató de mantener la celebración en secreto. Y lo consiguió hasta que los del catering lo telefonearon al trabajo para aclarar una duda sobre el menú y una de sus secretarias contestó la llamada. Cuando todavía faltaba una semana para la fiesta, todo el mundo se encontraba ya al tanto. Las agendas se reordenaron a fin de liberar la mañana del viernes.


Al principio todo marchó bien, tal como el jefe había planeado, e incluso mejor. Recibió agradecimientos por los regalos. Se desplazó de un grupo a otro, charlando con todos y deseándoles unas felices fiestas. Acogió con risas los comentarios jocosos sobre la ausencia de alcohol en el surtido de bebidas. Todos parecían felices y satisfechos.
La celebración aún mejoró. En lo más alto de la fiesta, la esposa del jefe hizo aparición al frente de una columna de empleados del catering cargados con bandejas de dulces. Llevaba un abrigo de piel sobre los hombros y la rodeaban los olores de la peluquería. Por delante de ella, a modo de pajes, desfilaron sus hijas gemelas de cinco años, ataviadas con vestidos a juego y zapatos de charol, quienes lo contemplaban todo entre admiradas y sobrecogidas. Durante años persistiría en ellas la idea de que en el lugar donde su padre trabajaba, la gente lucía a diario gorritos de fiesta, sonaba la música y adornos navideños pendían de las lámparas y coronaban los ordenadores.
Empleados de otras plantas del edificio se unieron a la celebración. Cada vez había más gente. Resultaba complicado hacerse oír entre el vocerío. Por eso en un primer momento casi nadie prestó atención al grito lanzado por una de las secretarias. Luego éste se repitió, multiplicado al sumarse a él nuevas voces, y las conversaciones comenzaron a enmudecer, con lo que los gritos pudieron por fin ser oídos claramente, y las miradas se dirigieron hacia el centro de la conmoción. El jefe, sosteniendo un vaso en la mano, se abrió paso a codazos hasta allí. La gente había retrocedido despejando un círculo.
A primera vista no había nada anormal. Una mesa, una silla…, el puesto de trabajo de alguien. Pero bajo la mesa había una papelera y ésta se hallaba volcada. Su contenido, incluido un canapé de la fiesta a medio comer, estaba en el suelo. Y una rata mordisqueaba los restos del canapé. Y la rata era grande. Y ante el griterío y los dedos que la señalaban se alzó sobre sus patas traseras para hacer frente a la congregación. Y la rata llevaba un primoroso lazo rojo en torno al cuello. Como un regalo de Navidad.
Luego el roedor echó a correr y se zambulló en la maraña de pies. Se produjeron nuevos chillidos y varias personas se encaramaron a mesas y sillas. La carrera del animal permitió que fueran muchos los que pudieron verlo con sus propios ojos, y también el lazo rojo que lo adornaba y probaba que su presencia allí no se trataba de algo casual.
Finalmente la rata quedó acorralada en una esquina y de nuevo se irguió en actitud retadora, como si hubiera sido adiestrada para resistir hasta el final. Pero eso no la salvó. Uno de los empleados se adelantó decidido y le lanzó, a modo de red, la funda de un monitor de ordenador. Y una vez atrapada acabó con ella mediante un pisotón. El sonido hizo estremecerse a quienes estaban más cerca.
Las conversaciones habían concluido. La esposa del jefe trataba de tranquilizar a sus hijas, a las que el griterío y la confusión había hecho llorar. Sin despedirse de nadie las tomó de la mano y desapareció camino de los ascensores.
La misma persona que había terminado con la rata la alzó del suelo sirviéndose de la funda de monitor, que oportunamente mantenía el cuerpo sin vida fuera de la vista. Por debajo del envoltorio oscilaban el largo rabo rosado y un extremo del lazo.
Sosteniéndolo todo lejos de sí se dirigió al cuarto de la limpieza mientras decía:
Ya está. Ya está. No pasa nada. Tranquilos.
Sobre la moqueta quedaron una mancha de sangre y un amasijo de restos blandos, entre rojo y gris.
Tras lo ocurrido, el ambiente se enfrió con rapidez. Alguien desconectó el equipo de música. Los grupos se disolvieron. Cada empleado regresó a su puesto de trabajo. Se observaban entre ellos de reojo, comenzando ya las conjeturas. Los del catering empezaron a recoger las mesas.
Solo, en el centro de donde unos minutos antes la gente había estado comiendo, bebiendo y conversando, quedó el jefe, todavía con su vaso en la mano, mirando aturdido a su alrededor y preguntando a quien quisiera escucharlo a dónde habían ido su mujer y las niñas.
Así concluyó su fiesta de Navidad, por cuyo éxito y consecuencias beneficiosas él había rezado.


Hubo consecuencias, por supuesto. La aparición de una rata con un lazo alrededor del cuello era algo demasiado jugoso para dejarlo correr o que se olvidara en poco tiempo. Nunca había ocurrido algo semejante en la Compañía, ni siquiera que se le aproximara. Alguien tenía que haber llevado la rata hasta allí. Se había tomado la desagradable molestia de capturarla, la había adornado con el lazo, la había introducido en la fiesta y la había soltado teniendo la precaución de que nadie se percatara de ello.
¿Quién lo hizo?
Nadie lo sabía.
Los empleados bromeaban señalándose unos a otros como culpables, aunque tenían buen cuidado de cerrar la boca si el jefe estaba cerca.
De modo casi inmediato, la noticia se había propagado por todo el edificio y también fuera de él, hasta la última sucursal de la Compañía.
El jefe tuvo que soportar comentarios sarcásticos con motivo del insólito invitado a su fiesta. Comentarios que provenían de sus superiores e iguales, y también de los empleados a su cargo. Empleados que nunca antes se habían atrevido a bromear con él, pero a los que el incidente de la rata parecía haber dotado de coraje.
Porque desde el primer instante todos habían dado por sentado que la rata iba dirigida a él, al jefe: un regalo; o mejor: un mensaje. Había alguien entre ellos que no sólo no le profesaba respeto, sino que albergaba algo contra él. Aquello no se trataba tan sólo del trabajo de un bromista. Alguien se había tomado numerosas molestias para sabotear el que debía haber sido uno de los momentos álgidos del jefe. Y lo había logrado con creces, de un modo tan sencillo como efectivo: una rata y un lazo. Y esto –la meditada elaboración–, unido a que ninguno de los empleados supiera, que ni siquiera pudiera sospechar respaldado por un mínimo grado de certeza, quién había sido el culpable, que todos pudieran serlo –todos–, les hacía pensar que quizás el saboteador había obrado impulsado por motivos legítimos, que quizás el jefe se lo merecía, que detrás de la fiesta, de los regalos, del desempeño correcto aunque no brillante de su cargo, de su familia salida de un anuncio de mobiliario de gama alta, de todo el conjunto de su persona, había algo turbio que justificaba un ataque semejante, algo que estaba ahí pero que hasta la fecha sólo esa persona desconocida había tenido la perspicacia de apreciar. Y si era así, la rata ya no era un regalo, ni siquiera un mensaje. Era un castigo.
Mientras todos llegaban a tal conclusión, la historia de la rata iba creciendo, ganando en detalles, sin que tampoco nadie supiera de dónde éstos surgían, y sin que a nadie le importara si eran ciertos o falsos.
Cuando apareció en la fiesta de Navidad, la rata presentaba muy buen aspecto. No parecía una vulgar rata de alcantarilla.
Había sido alimentada.
Había sido desparasitada.
El lazo que portaba tenía un ribete dorado.
La rata había sido lavada.
La rata había sido perfumada.
El perfume que llevaba era el mismo que el de la mujer del jefe.
Así, fragmento a fragmento, la historia se desarrolló, asegurándose la pervivencia, pasando a formar parte de la mitología de la Compañía.
Sólo faltaba una pieza más para completarla. La más importante de todas. Y ésta también terminó por llegar; al igual que las anteriores, sin que se supiera quién la había descubierto. Alguien había oído un nombre, y se lo deslizó a otro alguien, que a su vez se lo dijo a otra persona, y ésta a otra, y ésta a otra…
Y así hasta que una mañana todos los empleados del departamento, en una planta elevada del edificio, con el sol matutino entrando oblicuo por las ventanas, volvieron la cabeza, estiraron el cuello, se pusieron en pie, para ver cómo el saboteador, el dueño de la rata, entraba en la oficina como cualquier otro día y tomaba asiento en su puesto. En apariencia indiferente a la atención que despertaba.
Un hombre introvertido, de escasas palabras pero de trato amable, buen trabajador, eficiente. Nadie habría creído que pudiera tratarse del culpable. Habían sospechado de él lo mismo que habían sospechado de todos los demás. Pero las sospechas habían pasado sobre su persona sin detenerse.
El autor era un buen hombre. Intachable.
Luego era cierto, pensaron todos.
Un castigo.
La rata se trataba de un castigo.
La puerta del despacho del jefe se abrió y éste se asomó. La noticia también lo había alcanzado. Ante la expectación de los presentes, los dos intercambiaron una breve mirada. Luego la puerta volvió a cerrarse.


Y el jefe volvió a rezar. Porque detestaba a aquel hombre y deseaba que desapareciera. Lo quería en un lugar lo bastante alejado como para que ni él ni nadie en toda la Compañía lo recordara.
No.
No es así.
Lo quería reducido.
Lo quería humillado.
Claro que no podía hacer nada al respecto. Carecía de pruebas en su contra. No existían más que rumores, que nadie –y menos aún el presunto culpable– iba a encargarse de confirmar. Aunque esto no resultaba necesario. Todos sabían lo que había ocurrido y quién era el protagonista. Y si todos pensaban igual, era cierto.
Cierto, pero el jefe continuaba sin poder hacer nada.
Y aunque hubiera podido hacerlo, tampoco habría dado ningún paso al respecto. Tomar medidas contra el empleado, trasladarlo a otro puesto, incluso aumentar su carga de tareas, incluso adoptar con él una actitud que fuera tan sólo un poco menos amigable, un poco más exigente, habría significado el reconocimiento definitivo de que aquella rata iba, en efecto, dirigida a él.
Luego no podía hacer más que soportar su presencia.
Y rezar para que el culpable desapareciera –del modo que fuese–, y –por encima de todo– para que no surgieran más ratas con lazos.
En la oficina le parecía que se topaba con él en todo momento. Lo veía en la sala de descanso, junto a la máquina de café, siempre rodeado por otros empleados que lo escuchaban atentamente. El jefe nunca era capaz de averiguar lo que les estaba diciendo. Lo veía salir a la hora del almuerzo, de nuevo en compañía, a aquel hombrecillo callado que antes siempre comía solo en su mesa mientras leía una novela de bolsillo.
Pensaba en él los fines de semana en que, junto a su mujer, visitaba almacenes de materiales procedentes de derribos y seleccionaba antiguos ladrillos árabes, puertas de cuarterones y columnas de fundición con que decorar su nueva casa, adquirida gracias al incremento de ingresos que acompañaba el cargo al frente del departamento. Una casa que iba a parecer un palacio. Y un cargo para el cual –a decir de algunos– él no era la persona idónea.
Y en particular, pensaba en él cuando se reunía con sus superiores y apreciaba en ellos una desconfianza hasta entonces nunca demostrada, como si de veras creyeran que existía en él un motivo de sospecha, que era merecedor de un castigo. Las señales eran sutiles, pero estaban ahí. Saludos esquivos. Un especial escrutinio de las actividades de su departamento. Petición de aclaraciones ante sus informes de resultados.
Y a medida que su popularidad disminuía, la del manipulador de ratas crecía sin cesar. En este caso las señales no eran sutiles, sino evidentes. O al jefe así se lo parecían. El respeto que los demás empleados le profesaban de repente. El aire desenvuelto con que se movía por la oficina. Su imborrable sombra de sonrisa cada vez que el jefe se dirigía a él. Cada vez.


La situación se mantuvo así, uno bajando, el otro subiendo, durante varias semanas, hasta que el verdadero responsable de llevar la rata a la fiesta de Navidad decidió que ya era suficiente.
Una tarde aguardó en un rincón del garaje del edificio, fuera del alcance de las cámaras de seguridad, hasta que el hombre introvertido, de escasas palabras pero de trato amable, buen trabajador, eficiente y que estaba gozando del beneficio de algo que no había hecho, y que tampoco se le hubiera ocurrido nunca hacer, pues carecía de la imaginación y mucho menos aún del impulso necesario para ello, apareció al final de la jornada camino de su coche.
El garaje estaba desierto salvo por ellos dos.
Entonces el verdadero responsable salió de su escondrijo, y antes de que el otro alcanzara a tener un atisbo de su rostro lo golpeó en la cabeza con una llave inglesa. No demasiado fuerte. Sólo lo justo para darle una lección. Porque él sí era de veras eficiente, además de cuidadoso. Y cuando el farsante cayó al suelo, todavía lo castigó con varias patadas y nuevos golpes de llave, en el rostro y el cuerpo, dando desahogo al resentimiento acumulado a lo largo de todos los días y semanas anteriores, cuando en la oficina, desde una mesa cercana, lo veía alardear y alardear a diario. A diario.
A continuación se guardó la llave inglesa en el bolsillo, comprobó que continuaban solos y sin mirar atrás desapareció a paso ligero.


Fue el jefe quien momentos después, también de camino a su coche, encontró el cuerpo. Sangraba por la cabeza. Balbuceaba. El jefe corrió hacia él, sin saber de quién se trataba. Intentaba levantarse y él se lo impidió, manchándose a su vez de sangre.
Aguarde. No se mueva, dijo. Pediremos ayuda.
Fue entonces cuando lo reconoció, al hombre de la rata.
Tenía la nariz rota y la cara machacada. Había dos dientes sobre el pavimento del garaje.
Y mientras seguía diciéndole, ordenándole, ahora en un tono más frío, y también perplejo, que no se moviera hasta que llegara la ayuda, el jefe oyó unos pasos que se aproximaban.
Eran tres, también empleados de la Compañía. Altos cargos. Antes comía con ellos y tomaban una copa juntos después del trabajo. Ya no.
Se detuvieron al unísono cuando lo descubrieron junto al cuerpo ensangrentado. Los miraron, boquiabiertos. Sus miradas saltando de uno a otro. Y parecieron querer retroceder cuando el jefe se irguió, apretó los puños y se dirigió a ellos diciendo:
¿Y cuál es vuestro problema, eh? ¿Cuál es? Venid si os atrevéis. De uno en uno.


*********


Cuento perteneciente a su libro Como una historia de terror (Salto de Página, 2008), también publicado en el nº0 de Al otro lado del espejo. Está próximo a aparecer un nuevo libro de relatos, Bajo el influjo del cometa, también con Salto de Página.

martes, 23 de marzo de 2010

El vuelo del "Colibrí blanco"


Álvaro Quintero, poeta y asesor literario de EH Editores, me pidió un breve artículo sobre El colibrí blanco. Lo podéis leer pinchando sobre la portada del libro o marcando este link:
La revista-blog literaria gaditana EL CALLEJÓN DEL GATO, gestionado por el también poeta Domingo J. Failde, también se ha hecho eco del vuelo del colibrí:
Podéis también daros una vuelta por la nueva web de la editorial:

viernes, 12 de marzo de 2010

Un cuento de Miguel Delibes




Ha muerto un maestro de la narrativa castellana.
Ahora que lo hemos perdido,
tendremos que empezar a valorarlo
(más, mucho más).








El amor propio de Juanito Osuna




Eso sí, Juanito Osuna es amigo de sus amigos; créame, es un tipo estupendo. Le contaría de él y no acabaría. Juanito Osuna se entera en París de que uno está en un aprieto en Madrid y se coge el primer avión. Eso, fijo. Nada le digo en lo tocante a dinero. Ya de chico era igual. Mi amistad con Juanito Osuna viene desde que éramos así. Es un caso de voluntad este muchacho. ¿Qué? Sí, ahora andará por los cincuenta y uno. Es un tipo estupendo, Juanito. Y habrá usted notado que es fuerte. De muchacho ya era así. De un mamporro tumbaba al más guapo. ¡Qué manos! Son como mazas. Lo habrá usted advertido. En el Colegio, el profesor de gimnasia se sentía disminuido. Ejercicio que proponía, Juanito Osuna lo mejoraba. ¡Había que verle en las salidas de paralelas! Ahora ha engordado un poco, pero sigue fuerte el condenado. Se habrá usted fijado en las manos. Dan miedo. Eso sí, nunca las empleó con ventaja. Juanito tiene un exacto sentido de la justicia. Pero por encima de todo, incluso de la justicia, pone Juanito Osuna la amistad. Juanito Osuna se entera en París de que está usted en un aprieto en Madrid y se agarra, sin más, el primer avión. Yo con Juanito Osuna, qué le voy a decir, una amistad fraternal. Anduvimos juntos desde que nacimos. Juanito Osuna es hijo de uno de los más grandes terratenientes extremeños, don Donato Osuna. Ella era hija de la Marquesa de Encina; un Osuna con una Castro-Bembibre; dos fortunas. Ella era una mujer original, pero estaba completamente loca; le daba miedo dormirse; era capaz de traer en jaque a toda la casa con tal de no acostarse. Así ha salido Juanito.



Juanito Osuna lo que quiera de generosidad y corrección, pero está completamente loco. Es una pena que no se quede usted más tiempo; le conocería bien. Esto de hoy no ha sido más que una muestra. Pero Juanito las gasta así. Cuando la guerra lo pasó mal. Salvó la piel gracias al hijo de un criado a quien don Donato Osuna hizo operar por su cuenta en la mejor clínica de Madrid. Créame, los Osuna nunca miraron el dinero. Si usted saca una conversación en que se roce el dinero delante de Juanito Osuna, le dirá que es una ordinariez. Pero en la guerra lo pasó mal. Tuvo mala suerte, le requisaron los dos coches y él anduvo movilizado. Mal. Pasó muchas privaciones. ¿Eh? Sí, creo que en Sanidad, pero de soldado raso, no se vaya usted a pensar. Imagínese a un Osuna con el caqui, un despropósito. Lo pasó mal; verdaderamente mal. Pero él es fuerte. Ya ve, a los cincuenta y uno continúa haciendo gimnasia sueca todas las mañanas. Juanito Osuna es un caso de voluntad. Y es fuerte. ¿Ha reparado usted en sus manos? La escopeta entre ellas parece una estilográfica. Y tira bien, el condenado. No voy a negar la evidencia. En Mérida yo le he visto, no es que hable por hablar, que lo he visto yo, hacer treinta pichones sin cero a treinta metros. No creo que esta marca la mejore Teba siquiera. Claro que un día es un día. Yo, en una ocasión, sin homologación, hice treinta y dos. Esto no quiere decir nada. Juanito Osuna es un gran tirador, pero el amor propio le perjudica. Desde luego, Juanito es un tipo estupendo, pero está completamente loco. El mes pasado asistió a veintidós cacerías, algunas distanciadas entre sí más de doscientos kilómetros. ¿Cómo? Sí, naturalmente, un Mercedes de aquí hasta allá. El Mercedes anda mucho. Pero de todos modos veintidós batidas en treinta días es un disparate. Fallan los nervios, se altera el pulso... Siento que no se quede usted más tiempo, le conocería bien. Por otro lado, es como un muchacho. De que ve venir la barra de perdices, antes de matar la primera, se pone temblón como un novato. En el tiro le pasa igual. Luego coge el tranquillo y un pájaro detrás de otro... Tira bien, desde luego. Ahora, eso de que sea la primera escopeta de la provincia... Pero, además, lo que yo digo, esto de tirar mejor o peor, no tiene importancia. Lo importante, creo yo, es salir al campo y tomar el aire. Bueno, pues a Juanito Osuna no le vaya usted con ésas. Ya le vio hoy. Y le anticipo que Juanito es un amigo como no habrá otro. A Juanito Osuna le dicen en París que usted anda en un aprieto en Madrid y se agarra el primer avión aunque tenga que maniatar a la azafata. Es un gran muchacho. Ahora, el amor propio le ciega. Ya le vio usted hoy. No quiere enterarse de que a mí el matar o no matar me trae sin cuidado. Bueno, pues habrá que oírle ahora en el Club. Julia, le digo a este señor que habrá que oír a Juanito Osuna ahora en el Club. No quiera usted saber. Ya le oyó en el bar. «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» ¿Le oía usted? Bueno. Bien. Otra vez será al revés. Y con más frecuencia de lo que él quisiera: lo de hoy no es normal. Y no es que yo presuma de tirador, la verdad. Ahora, modestia aparte, yo, en batida, mato todo lo que entre para matarse. Pero no hago de esto una cuestión de amor propio. Yebes me elogió una vez en el ABC. Bueno, no me han salido plumas por ello. A propósito del artículo de Yebes, tenía usted que haber visto a Juanito Osuna cuando se lo dieron a leer en una batida al día siguiente. Ji, ji, ji. Se puso loco. No había quien le contuviera. Yo no lo tomaba en serio. A mí, el matar o no matar, me trae sin cuidado, ya me conoce usted. Pero empezaron todos con el pitorreo y él acabó por decirme que cada uno teníamos una escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. ¡Buen muchacho Juanito! Lástima que esté completamente loco. Usted le ha visto esta tarde. Julia, este señor te puede decir el plan de Juanito esta tarde: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A voces por las calles. Y voy y le digo: «Estos días traerán otros», y él, entonces, que el día que yo le echaba mano era por una perdiz o dos, mientras que él hoy me había más que doblado la cifra. Ya ves, como si esto para mí fuera una cuestión vital. ¡Con su pan se lo coma! A mí, la verdad, no me da frío ni calor, pero me fastidia que se ponga en ese plan delante de los batidores y toda la ralea. Para qué voy a darle más vueltas, Julia, como el día de las pitorras. ¿Te acuerdas del día de las pitorras en la sierra? Pues el mismo plan. Ahora, no se vaya usted a pensar que yo no estime a Juanito Osuna. No hay en Extremadura un tipo mejor que él. ¿Eh? ¿Cómo? Sí, creo que ocho. ¿Son ocho o nueve, Julia? Ocho, ocho tiene, tres varones y cinco muchachas. Eso. Y con los chicos no quiera usted saber. A usted, ¿qué le decía? ¿Qué le decía, eh? Que los picadillos con los muchachos eran fingidos, ¿verdad? Eso dice a todo el que llega. Julia, ¿oyes? Que los picadillos con los muchachos son de mentirijillas. Mire, yo he visto a Juanito Osuna, y de esto no hará más de dos temporadas, ponerse temblón porque Jorgito le sacó dos piezas en la primera batida. ¿Qué le parece? Jorgito es el mayor de la serie. Es un buen rapaz, pero está completamente loco. Ahora anda metido en un estudio sobre la justicia o la injusticia del latifundio. Ya ve usted qué le irá a él que el latifundio sea justo o no lo sea. Es un tímido, eso le pasa. Eso sí, orgullo y amor propio como su padre; si va a cazar es para ser el primero. Y usted ha visto cómo han rodado hoy las cosas. Yo no creo que sea inmodesto si digo que he matado todo lo que podía matarse. ¿Podría decir Juanito Osuna lo mismo? La primera batida todavía. Ahí la perdiz, usted lo vio, entró repartida. Tiramos todos. Bueno, pues Juanito se apuntó diez y yo nueve. Luego, ya lo vio usted. De punta, volviendo el cerro, y cargando aire. Es un puesto de castigo, ése. Si no disparo la escopeta, ¿cómo voy a matar? Eso no es posible. Pero no le vaya usted con razones a Juanito Osuna. Usted le oyó esta tarde como un energúmeno: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A estas horas toda la ciudad andará en lenguas. ¡Y todavía pretendía que fuera con él al Club! Tú sabes, Julia, lo que es Juanito en el Club el día que cobra más que yo. Oye, Julia, por favor, dile a este señor cómo se puso Juanito el día de las pitorras. Créame, el día que mata se pone inaguantable. Y es el cochino amor propio. Porque a mí, si acepto una batida, es por tomar el aire y aguantar en forma. Matar o no matar es secundario. Si se mata, bien. Si no se mata, también. Pero él... Habrá que oírle ahora. Me juego la cabeza a que toda la ciudad está enterada a estas horas de que me ha doblado los pájaros. ¡Figúrese qué tontería! Cincuenta y un años y es como un muchacho. Y en la tercera batida ya lo vio usted. La del canchal, quiero decir. Bueno. Empecemos porque un cancho pelado no es un puesto envidiable. O asomas y te ven o no asomas y no la ves. Así y todo, usted lo presenció, derribé cinco. Pero perdices redondas como hay que matarlas. Bueno, salgo con Carmelo y no tropezamos más que tres. Las otras dos habían volado. Lo que pasa es que los secretarios de Pepe Vega, ya le ha conocido usted, el otorrinolaringólogo, andaban más despabilados. La caza es así.



Este Pepe Vega es un médico estupendo, pero como cazador es un chambón. No creo que en ninguna batida haya hecho más de diez. Y hoy va y me saca siete pájaros. ¿Vamos a decir por eso que Pepito Vega las sujeta mejor que yo? Le digo a este señor de Pepito, Julia. Pepito Vega es un buen muchacho, pero está completamente loco. Si no tuviera usted tanta prisa le conocería a fondo. Y le advierto que Pepito Vega, donde le ve usted con esa apariencia de truhán, es de una de las mejores familias de por aquí. Veguita, padre, tenía título. ¿Qué título tenía el padre de Pepito, Julia? No recuerdo ahora. Lo cierto es que este chico ha derrochado en whisky tres dehesas de más de tres mil fanegas cada una; bueno, pues Pepito Vega tiene ese récord. Y hablando de whisky, Juanito Osuna tampoco se queda atrás. Es una esponja. Juanito bebe como un cosaco. Eso sí, jamás le he visto dar un traspiés. Juanito Osuna tiene una naturaleza envidiable. Es fuerte como un toro. .¿Ha reparado usted en sus manos? Son como palas; pero tenga por seguro que nunca las empleó con ventaja. ¡Habrá que verle ahora pavoneándose en el Club! Usted le oyó esta tarde, en el bar: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» Yo no es que vaya a discutirle que tire bien. Discutir eso sería tonto. Ahora, cuando Yebes dijo lo que dijo en ABC tendría algún fundamento, creo yo. Yebes conoce el paño y nunca habla a humo de pajas. Y Yebes estuvo precisamente en la batida de Granadilla, con Teba y toda la pesca. Aquel día las cosas rodaron bien y quedé a dos pájaros de Teba. Usted ha visto tirar a Teba, supongo. Julia, este señor no vio tirar nunca a Teba. Es un espectáculo, créame. A uno le entra la barra y se pone temblón. Teba, no. Teba sujeta dos pájaros por delante y dos por detrás, como mínimo. Si le dijera que hay quien asiste a una batida con Teba y no tira sólo por el placer de verle tirar a él. Bueno, pues Yebes asistió a la batida de Granadilla y me sacó en el ABC. A Juanito Osuna le mostraron el recorte en la cacería siguiente y le llevaban los demonios. Cómo andarían las cosas, que terminó diciéndome que cada uno teníamos una escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. Juanito es un gran muchacho, pero está completamente loco. ¿No es cierto, Julia, que Juanito Osuna está completamente loco? Ya le vio usted hoy. A voces por las calles. En cambio, cuando yo quedo por delante, se amurria como si tuviera encima una desgracia. ¿Eh, cómo dice? ¿Cazando? Toda la vida. Juanito Osuna no hizo otra cosa en su vida que pegar tiros. En la guerra lo pasó mal. Le requisaron los dos coches y le movilizaron. ¿Cómo? Julia, ¿fue en Sanidad o en Intendencia donde anduvo Juanito durante la guerra? Bueno, es igual. El caso es que lo movilizaron. Pasó una mala temporada. Pero fuera de eso no ha hecho otra cosa que pegar tiros. Ahora que recuerdo, Juanito tenía un tío general. Un tipo pintoresco. No era mala persona, pero estaba completamente loco. Anduvo por la parte de Don Benito. Contaban que dormía con las condecoraciones prendidas en la colcha. Un tipo divertido... Sí, era un tipo divertido el general aquel. Yo no sé qué fue de él. Seguramente murió. No me acuerdo ni de su nombre. A Juanito le ayudó mucho aquella temporada. Todos, en realidad, han ayudado siempre a Juanito. Puede decirse que es un muchacho mal criado. Todo el mundo, desde chico, a reírle las gracias. De ahí, seguramente, su amor propio. Usted le vio esta tarde. Era como para matarle o dejarle. ¡Y aún tenía la pretensión, el botarate, de que fuésemos con él al Club! Es una pena que usted no se quede más tiempo. Llegaría a conocerle. ¡Si le pudiéramos ver ahora por una rendija! ¿Eh, Julia? Digo que si pudiéramos ver a Juanito Osuna por una rendija ahora, en el Club. Estará imposible. Se habrá sacudido media docena de whiskys y sus cuarenta y siete perdices se las habrá refrotado cuarenta y siete veces por la nariz a la concurrencia. Y lo malo es que, detrás, irán las veintitrés mías. Sus cuarenta y siete pájaros sin los veintitrés míos no tienen ningún valor para él. Habrá que oírle. Y usted ha sido testigo. A mí, si me quitan la primera batida, la cuarta y la sexta, prácticamente no he disparado la escopeta. He matado lo matable; lo que entraba para matarse. Nada más. Y, además, lo he matado como había que matarlo. ¿Reparó usted en la segunda batida aquellas tres que le cayeron a Juanito alicortas? Eso no es matar. Matar es hacer una bola con la perdiz. Perdiz que no suelta plumas en el aire no es perdiz matada. La perdiz alicorta se ha encontrado un perdigón. Eso es todo. Pero eso no es matar. Bueno, pues me juego la cabeza a que a Juanito le han cobrado hoy sus secretarios más de una docena de piezas alicortas. ¿Qué te parece, Julia? Más de una docena, alicortas. Así. Si se las restas le quedan treinta y cinco.



Añade a las veintitrés mías las dos del tercer ojeo, el del canchal, usted las recuerda, más las siete u ocho que entre Pepito Vega y Floro Gilsanz me han quitado a izquierda y derecha y las tres perdidas en las dos últimas batidas y me salen treinta y seis, una más que Juanito Osuna. Esta es la realidad. Usted es testigo. Parto de la base de que a mí matar más o menos no me importa. Yo salgo al campo a respirar. Pero lo que es de justicia es de justicia y usted lo ha visto. Es una lástima que no se quede más tiempo. Si se quedara podría asistir a la revancha. Ya me gustaría que viera usted a Juanito Osuna en un día de vacas flacas. Se encoge como un perro apaleado. Entonces es la mala suerte, o que no ha tirado, o que la batida estaba mal organizada. Él siempre encuentra disculpas. ¿Eh, Julia? Le digo de Juanito que cuando no mata, siempre hay una razón. No se me olvidará nunca el día de las tórtolas en el Cornadillo. Ji, ji, ji. Y ese día no podrá decir. Tiramos el mismo número de cartuchos. Bueno, pues cincuenta por treinta y seis. Ahí no hay vuelta de hoja. Y es que la caza es así. Que él mate hoy más que yo no quiere decir nada. Ya ve, Yebes en Granadilla nos vio a él y a mí. Bueno, pues en el ABC sólo me mentó a mí. Y no es que yo vaya a pensar que soy por eso mejor tirador que él. No. La caza es eso. Y hoy yo y mañana tú. Prácticamente, yo no he tirado hoy en tres batidas. De punta y cargando aire, no se puede pensar en matar. Usted lo ha visto, y si le pone un promedio de ocho perdices por batida, pues ya estoy a su altura. Y no hay más. O me quita usted de al lado a Pepito Vega y Floro Gilsanz, que se apuntaban las mías, y son una pila de perdices más. Florito Gilsanz ya sabe usted quién es, ese grueso de las alpargatas. Bueno, pues este muchacho no pega ordinariamente un baúl y hoy, ya lo ha visto usted, veinte perdices. Casi las mías. El bueno de Florito... Es pena que usted tenga que marchar mañana. De Florito Gilsanz podríamos hablar toda una noche. Es un tipo. Tiene una dehesa, El Chorlito, de la parte de la Sierra, que es la más bonita de Extremadura. Me gustaría que asistiera usted a esa batida. Alfonso XIII corrió los jabalíes una vez, allí, de noche. Eran unas cazatas aquellas como para romperse la crisma. Pero le decía de Florito... Florito Gilsanz, metido en juerga, es lo más salado que usted puede imaginar. Oye, Julia, Florito, digo. Para que usted se dé cuenta, Florito, una vez caldeado, rompe los frascos del whisky y se pasea descalzo sobre los cascotes como si tal cosa. Es como un faquir. Ni sangra, ni se araña, ni nada. Este muchacho podría muy bien ganarse la vida en el circo. Un buen tipo, Florito. Lástima que esté completamente loco. Es de los que andan siempre con las pastillas y eso. El bueno de Florito Gilsanz. Bueno, ya no sé adonde íbamos a parar. ¿Qué es lo que yo iba a decir, Julia? ¡Ah! Bueno, eso, Florito Gilsanz es un excelente muchacho, como le digo, pero de caza, cero. El va al campo a comer y a beber y a reír un rato con los amigos. Lo demás le importa un rábano. Bueno, pues hoy, usted lo vio, veinte perdices. Más o menos, las mías. ¿Qué quiere decir eso? Sencillamente que Florito tuvo el santo de cara y yo le tuve de espaldas. Pero váyale usted a Juanito Osuna con estas historias. «¡Cuarenta y siete perdices contra veintitrés, Paquito!» Usted le oyó. Como un energúmeno. Oye, Julia, que no es que lo diga yo, pero me gustaría que hubieras visto a Juanito, como un loco, a veces, por las calles. Eso mismo, su histeria, le demuestra a usted que no está acostumbrado a esta ventaja. Lo que siento es que se marche usted sin ver la otra cara de la luna. Me gustaría que viese a Juanito Osuna en barrena. Pero, por otra parte, este pique no conduce a nada. A mí me trae sin cuidado una perdiz más o una perdiz menos, ya lo sabe usted. Pero él... Julia, ¿cómo es Juanito para esto de la caza? ¡Díselo, anda! Y figúrese usted si hay cosas importantes en la vida. Bueno, pues no; para Juanito Osuna, la caza lo primero. Y todo el día de Dios incordiando y liando. La de hoy ha sido buena, pero me gustaría que le hubiera visto el día de las pitorras, en la Sierra. ¡Dios del cielo! Y no se piense usted que con hoy se acabe. Hasta la próxima batida tendremos murga. ¡Y no quiero decirle si en la próxima tengo la suerte de hoy y Juanito vuelve a quedar por delante! Espero que Dios no lo permita. Julia, le digo a este señor que qué sería de mí si en la próxima batida vuelvo a tener el santo de espaldas. Eso sería horrible. ¿Miraba usted a la niña? Sí, a la que pone la mesa, digo. Le parece una mujer, ¿verdad? Pues catorce años. Aquí las muchachas son así. Es la hija del pastor que anda en el chozo. Buena persona, pero un animal de bellota. Anastasio, digo, Julia, ¿eh? Un tipo serio, previsor, pero le escarba usted un poco... y loco de remate. ¿Qué dirá que hace con la lana de sus ovejas? ¿Eh, Julia? La lana de sus ovejas, digo. ¡La guarda! ¿Y sabe usted para qué? Para hacer el colchón de las muchachas el día que se casen. Esa, la niña, es la mayor. ¡Hágase cargo! Las otras van detrás y tiene cuatro. Aquí la gente es así. Julia se empeña en dialogar con ellos, pero es mejor dejarles. Y le prevengo que Juanito Osuna si en vez de nacer donde ha nacido nace en otro medio, hubiera sido lo mismo, como éstos. ¡Igual! Ya le ha visto usted hoy con las perdices. Volvemos a Juanito, Julia. ¿Cenar? Cuando quieras. Vamos a cenar si a usted no le importa. Estará usted cansado, claro. No estando acostumbrado, el campo aplana. Pase, pase. Pues del bueno de Juanito Osuna le estaría hablando una vida y no acabaría. Y amigo lo es de los de verdad, eso que conste. A Juanito le dicen en París que uno anda en Madrid en un aprieto y se agarra el primer avión aunque tenga que amenazar al piloto. ¿Eh, Julia? Juanito, digo. Siente, siéntese. Juanito Osuna, defectos aparte, y todos tenemos defectos, es un tipo estupendo; lástima que esté completamente loco.

jueves, 11 de marzo de 2010

Cavalleria rusticana y otros cuentos sicilianos

El próximo 18 de marzo, a las 11 h. tendrá lugar la presentación del libro "Cavalleria rusticana y otros cuentos sicilianos", de Giovanni Verga, según la traducción realizada para Ediciones Traspiés por el profesor José Abad. Será en el Salón de Grados de la Facultad de Traductores, en la Calle Buensuceso de Granada.
En dicho acto, intervendrán el traductor José Abad, la profesora de Filología Italiana Mónica García, y el editor del libro Miguel A. Cáliz Cavallería rusticana, de Giovanni Verga, es un título mítico de la literatura europea.
Relato ambientado en la Sicilia del siglo diecinueve, ha sido fuente de inspiración para creadores como el compositor Pietro Mascagni, que lo utilizó para el argumento para su ópera más famosa, e incluso para cineastas como L. Visconti o Francis F. Coppola, que se apoyó en el espíritu del relato para el final de su trilogía sobre “El Padrino”.
La presente edición incluye una decena de relatos extraídos de los volúmenes Vita dei campi (Vida en los campos, 1880) y Novelle rusticane (Cuentos rústicos, 1883), algunos de ellos inéditos en castellano, así como un prólogo del traductor José Abad.

martes, 9 de marzo de 2010

El Libro más bello del mundo y otras historias, de Eric-Emmanuel Schmitt



Publicado por BABELIA



"Me encanta escuchar a los personajes", dice Eric-Emmanuel Schmitt, que publica El Libro más bello del mundo y otras historias
RICARDO MARTÍNEZ DE RITUERTO 20/02/2010


Ser el escritor francés vivo más vendido en el mundo y residir en la plácida Bruselas apartado de la vorágine parisina es inaudito. Eric-Emmanuel Schmitt (Lyon, 1960. eric-emmanuel-schmitt.com) lo explica sin más: "Me he separado voluntariamente del mundo literario, teatral y cinematográfico. Si hubiera estado en París escribiría menos o escribiría cosas parisinas, lo que sería peor". ¿Cosas parisinas? "Atendería más a lo intelectual y menos a lo sensible, a lo carnal o a lo poético". Y no es que Eric-Emmanuel Schmitt haga de menos a lo intelectual. Doctorado con una tesis sobre Diderot, personaje llevado por él al teatro en El libertino, fue catedrático de Filosofía hasta que de treintañero le estalló el universo de la creación y dio con la tecla expresiva: "Escribir ficción que sea filosófica". Su escritura ronda la novela de ideas, a la que da una larga cambiada con un lenguaje sencillo y personajes asequibles, tan horro de descripciones como lleno de alusiones. Schmitt es socrático: "Obligo al lector a escribir conmigo". Él escribe como una fuerza desatada de la naturaleza y llega ahora a España con El libro más bello del mundo y otras historias (Destino. Traducción de Zahara García González. Barcelona, 2010. 232 páginas. 19 euros).


Su despacho está hecho una leonera. Sobre la mesa, entre libros y papeles en perfecto desorden.... (seguir leyendo aquí)
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Leyenda en contraportada:

Una humilde vendedora que admira a un escritor de éxito, una implacable millonaria que se reencuentra con su pasado, una mujer sin ilusiones que no concibe una segunda oportunidad, una periodista de éxito asustada por la aparición de una intrusa en su hogar, una amante despechada decidida a borrar todo recuerdo de su aventura, una mujer casada con el que parece el hombre perfecto, una misteriosa princesa descalza y una reclusa soviética protagonizan los ocho relatos que conforman este libro, ocho historias que exploran los caprichos del destino y los secretos más íntimos del corazón humano. Ocho destinos de mujeres en busca de la felicidad.
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Estoy disfrutando de la lectura de este libro: profundo, reflexivo, irónico, terrenal. Lo recomiendo.

martes, 2 de marzo de 2010

Próximo libro de relatos de Jon Bilbao


Me envía Salto de Página su anticipo de novedades. Entre ellas el nuevo libro de relatos de Jon Bilbao, que todos estamos esperando después del descubrimiento de Como una historia de terror.

Será una de las lecturas de primavera. El título, Bajo el influjo del cometa, ya promete.