La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

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miércoles, 30 de junio de 2010

Un cuento de Muhsin Al-Ramli



NARANJAS Y CUCHILLAS EN BAGDAD

Nadie puede estar sentado en el último asiento y a pesar de ello oler el sudor de los sobacos del conductor del autobús excepto al mediodía de un verano bagdadí, cuando el aire llamea, los cerebros bullen y el pasajero del asiento de al lado dice: ¡Esto es el infierno! El asfalto de las calles se funde y los chicos lo arrancan con los dedos en forma de bolitas del tamaño del huevo de un pajarito, las mastican como chicle gratuito tras escupir al principio tres veces para quitar el sabor de las ruedas de los coches, del humo de los tubos de escape y de las meadas de los perros abandonados. Después se alejan en el espejismo, que aquí rodea cada criatura a treinta metros a la redonda, y se convierten en siluetas de colores como golpes de brocha de un pintor que piensa que cualquiera de sus chorradas es modernismo o pos. Después los chicos desaparecen en los callejones o entre las puestos de madera de los vendedores de garbanzos y remolachas en la plaza donde paran los autobuses que no tienen acondicionadores de aire, porque el gobierno impone a las fabricas exportadoras a que quiten el aire acondicionado para que el pueblo no se acostumbre al lujo mientras estemos en guerra.
Aquí sólo los eucaliptos son verdes como las banderas de las tumbas de los santos y las temperaturas nunca superan los 49 grados en la radio, y esto no ocurriría si no hubiera una cláusula olvidada en la “Constitución Real” que se remonta a la época de los ingleses, que da a la gente el derecho a no moverse si el termómetro llega a los 50 grados. Mientras, el mercurio del termómetro de mi dormitorio, que traje del Rastro de Madrid en un viaje estudiantil, no baja de los 67 grados. Según mis amigos está estropeado, ¿No escuchas la radio? Prefiero creerles y nos conformamos con tenerlo como recuerdo colgado en la pared, con el mercurio entre el torero, a la derecha, y la gordita bailarina de flamenco sacudiendo su vestido, a la izquierda.
Mi cerebro se cuece en el último asiento del autobús y lo único que quiero es llegar al Departamento de la Nacionalidad antes de que salga el funcionario que me prometió ayer, al cabo de un mes entero de reiteradas entrevistas, que dará por terminado mi trámite para obtener un duplicado de mi extraviado DNI. Luego volveré a mi casa y me echaré en la cama sin mirar mi termómetro español, después de quedarme diez minutos con la ropa encima bajo la ducha. Me duele el hueco de la cabeza cada vez que rebota el autobús en los baches que dejaron los chicos en el asfalto. Entonces la cojo entre las manos para que no se agite el aceite de mi cerebro dentro del cráneo. Empiezo a pensar en algo que no sea el sueño de llegar, retrasado por este atasco, vuelvo a buscar un hilo narrativo para coser con él las imágenes de un relato que hace un año que quería escribir con el nombre de Cuchillas. Recupero lo que ya tenía preparado empezando por mi recuerdo de la primera cuchilla de afeitar que conocí. Pues, cuando éramos niños nadábamos en la orilla del río sin darnos cuenta de cómo pasaba el mediodía los días de agosto, nos olvidábamos del sol, del tiempo y de las bofetadas de los profesores mientras pasábamos el tiempo resbalando por una bajada de barro suave a la que dábamos forma con nuestros traseros echando agua al surco para que se pareciera a los toboganes del parque de atracciones. Subíamos a lo alto del surco y nos sentábamos al borde de la bajada y nos deslizábamos por el barro hasta que nos arrojaba riéndonos al río. Nos reíamos cada verano, cada agosto, cada día hasta que se peleó Yamil con Yamal y escondió una mina en nuestro tobogán en forma de una cuchilla de afeitar. La hincó a escondidas en el barro, no resaltaba más que el filo y dijo: Para demostraros que he hecho las paces de verdad con Yamal, hoy le cedo mi primer turno para que baje primero. Les aplaudimos riéndonos, pero Yamal pegó un grito al bajar al agua teñido de sangre, ya que le vimos salir a la orilla mirándose el trasero y vimos con él la herida fina que subía desde el tobillo del pie izquierdo hasta la nalga.
De pequeño, jugando con las niñas de los vecinos, vi a Suád convenciendo a su hermana Saadía para que se cortara el flequillo recto como las actrices de las fotografías. Saadía aceptó después de quitarse de la cabeza la idea del posible enojo de su madre y Suád se fue y volvió con una regla, un peine y una cuchilla de afeitar. Sentó a Saadía sobre un bidón de aceite vacío. Le peinó el cabello de la frente y puso la regla en el centro e hizo una línea apretando la cuchilla y Saadía gritó, vimos la fina roja línea antes de que la cubriera con las manos y corriera llorando a su madre que estaba en la cocina.
Miré a una niña que estaba en brazos de su madre, sentada en los primeros asientos del autobús. La niña miraba estupefacta a un hombre negro que se sentaba en el centro. Mi cerebro se cocía en el último asiento del autobús. ¿Cómo podría juntar las imágenes de las cuchillas? Como aquella que me contó la mujer de mi tío del segundo día de su boda, cuando a media noche les salió un dedo por una ventana que había encima de la cabecera de la cama. El dormitorio de los novios estaba iluminado por una vela situada en la esquina y ellos no conciliaban el sueño fácilmente por causa del olor del incienso hindú y el mutuo descubrimiento del gozo del contacto con el cuerpo del otro. Dejaron de tocarse y se pusieron a observar el dedo mirón que intentaba mover la cortina de la ventana, mi tío lentamente quitó la mano del pecho de ella y la extendió hasta el cajón de la mesilla de noche para coger una cuchilla. Y en un rápido movimiento con la otra mano cogió fuertemente el dedo y le apretó la cuchilla diciendo: Para que mañana sepamos quién es.
Espero alcanzar al funcionario que frecuenté durante medio mes. Él me repetía cada día que mañana se acabaría mi trámite y tendría mi DNI: “Sólo te falta un papel”. Y a mí me falta desde hace un año la trama para unir todas las imágenes del relato. Incluso la historia de los miserables que vi en “el Barrio de Al-Fadl”, sacaban de debajo de la lengua, de entre los labios inferiores y los dientes cuchillas de afeitar, con las que se herían los unos a los otros al pelearse jugando al dominó. Y quisiera tener lugar para la expresión de mi madre: “me callaré como un tragacuchillas”, que repetía cada vez que mi padre le impedía dar su opinión sobre la boda de las chicas. La niña seguía mirando detenidamente al hombre negro; mi vecino de asiento al fondo del autobús dijo secándose el sudor que le chorreaba por la cara: ¡Esto es el infierno... el infierno rojo! Le contesté: Sí, es un verdadero infierno. Y añadí para mis adentros: Y la guerra también lo era. Y me distraigo del mediodía de Bagdad que me cuece el cerebro buscando un hilo narrativo que una todos mis recuerdos sobre las cuchillas en un relato, hasta aquellos de los días de la guerra, como cuando Husham el pastor cortó el pito rojo a uno de los perros de otro pastor. No estaba solo sino que lo vieron todos los soldados que estaban conmigo en el tanque en la retaguardia del frente. Nadie esperaba que Husham hiciese eso porque le conocemos bien, sencillo y tierno se acercaba todos los días con sus cabras para pacer en la hierba de la ladera de la colina donde escondíamos en lo alto el tanque, excepto el cañón, después de pringarlo con barro para que no lo viesen los aviones atacantes. Husham pasaba con nosotros largas horas tomando el té y nos llenaba un cubo de leche de sus cabras y nos contaba su amor hacia su prima y las bodas de su pueblo que veíamos muy pequeño desde la colina, pero cuando lo veíamos con los prismáticos del tanque veíamos claramente cada detalle, las ventanas, los hornos y ataderos de los burros, incluso las gallinas buscando gusanitos y granos de cebada bajo las patas. Podíamos ver de noche a través de los prismáticos nocturnos del tanque y nos enterábamos de las fiestas de boda de su pueblo que nos detallaba él al día siguiente. Una tarde los perros copularon mientras hablaba. Se juntaron sus perros y los perros de otro pastor que pasaba el tiempo con los soldados del otro tanque en la colina contigua. Todos olfateaban el trasero de su perra y se ladraban entre sí, todos querían montarla hasta que ganó el negro, el más fuerte de los perros del otro pastor. De repente, se levantó Husham y fue corriendo bajando la colina hacia los perros. Pegó al negro con el bastón y con los pies hasta que consiguió bajarle del lomo de su perra, pero éste seguía unido a ella por detrás, el órgano rojo colgaba entre las patas traseras hasta el orificio de la perra, y cada uno miraba en dirección contraria al otro y aullaba bajo los golpes de Husham que no conseguían separarlos. “Porque la perra cuando copula tiene de costumbre agarrar con mucha fuerza el órgano del macho” nos explicó después, al subir hacia nosotros con el rojo miembro del perro negro sangrando, todavía latiendo, y entre los dedos de la otra mano la cuchilla de afeitar.
La otra imagen de los días de la guerra es de cuando avanzamos a las primeras líneas del frente después de un ataque que cubrió la tierra de cadáveres que se hincharon hasta reventar los uniformes militares. De madrugada, antes de la llegada del Oficial Inspector, Dauúd buscaba un sitio adecuado donde fijar su espejo, que no era más que un fragmento en forma de triángulo de un espejo grande. Lo puso en el escudo del tanque y al lado el plato del agua y el trozo de jabón, pero no se sintió a gusto afeitándose de pie. Quería sentarse. Dio dos vueltas con los útiles de afeitar en las manos y al hombro una toalla sucia. No encontró un sitio donde sentarse y poner su espejo triangular como quería, entonces se dirigió a un cadáver cercano, tiró de la barba del muerto, le abrió la boca y fijó el borde del espejo entre los dientes y se sentó sobre el pecho del cadáver, poniendo el plato de agua y el trozo de jabón enfrente y las piernas a los dos lados.
Repitió mi vecino de asiento: ¡Esto es el infierno rojo! Mientras la niña se había soltado de los brazos de su madre sentada en la parte delantera del autobús, de donde venía el olor de los sobacos del conductor. Vino andando hacia nosotros, la cabeza llegaba a la altura de los asientos y llevaba una naranja en sus manos, entonces yo me dije: porqué no dejo la idea de escribir un relato con el título Cuchillas y escribo otro con el título Naranjas, es un bonito título, una bonita palabra. Repetía a gusto: Naranjas, Naranjas. Cuando la niña se había acercado al hombre negro, ella empezó a tocar su brazo y mirar a su manita, le frotaba la cara y volvía a mirar su manita, ¿se había teñido? Después, al callarse todos, le dijo: Tío..., ¿por qué no tomas yogur? Nos reímos todos, incluso el hombre negro, el gordo que estaba a mi lado y el conductor. La madre llamó a su hija: ¡Ven que ya hemos llegado! Nos bajamos y me dirigí al Departamento de Nacionalidad que queda en la periferia de la ciudad. Subí las escaleras hasta la quinta planta porque el ascensor estaba averiado, llegué hasta el funcionario jadeando y empapado de sudor. Le di el papel que me dijo ayer que faltaba. Revisó mi expediente y dijo: Todavía te falta otro papel. Le dije enojadísimo: Pero hermano, ¿por qué no me dijiste desde el principio cuáles son los papeles requeridos en vez de machacarme con ir y venir todo este tiempo? Se levantó tranquilamente de su mesa, cambió la posición de sus gafas y me dijo: ¡Ven! Me llevó a la ventana y añadió: ¿Ves eso? Miré y le dije: ¡Es un cementerio, son muertos! Entonces me dijo: Todos ellos no finalizaron su trámite..., murieron antes de completar los papeles requeridos... Pues, ¿por qué estás tan molesto, hermano?

Cuento perteneciente a su próximo libro de relatos.
Más información en: Muhsin Al-Ramli

lunes, 28 de junio de 2010

Un cuento de José María Merino




El amor es algo muy especial. Por eso cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de la luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la hierba, el rumor del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo más benéfico de su naturaleza a esta presencia recobrada.
La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de tachaduras, las vicisitudes del frente. Pero las cartas, que inicialmente hacían referencia, aunque confusa, a los sucesos y a los paisajes, fueron ciñéndose cada vez más a la crónica simple de la nostalgia, de los deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban saturadas de una añoranza tan descarnadamente relatada, que a ella le hacían llorar siempre que las leía.
Entonces no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él; y la vieja, aunque muy enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos trajines, o en las charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él y las oscuras noticias de la guerra. Al año murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la mano derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente ningún permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.
Quedó entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día (excepto cuando se acercaba a donde su hermana para alguna breve charla), en un pueblo también silencioso, del que faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia con ánimo pasmado.
Se absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa rigidez de horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina, del lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del campo, segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia de él como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún inmediato despertar.
Pero el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los motivos de la guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal diabólico y temible, infeccioso como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el enemigo dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos seres monstruosos, venidos de algún país lejano y ominoso. Hasta tal punto que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo en convoy con prisioneros, y los vecinos salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerina manifestó, en su pintoresca exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los enemigos no mostraban el aspecto que las diatribas del cura y otras noticias les habían hecho imaginar.
—¡No tienen rabo!
No tenían rabo, ni pezuña, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos con capotes sucios, con chaquetones raídos. Sobre las cabezas peladas llevaban pasamontañas y gorrillas cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los rostros flacos, aunque también se veía las mejillas barbilampiñas de algunos mozalbetes.
A ella, de pronto, la visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente la imaginación de su propio marido, acaso en esos momentos también acarreado en algún camión embarrado, encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios rostros el rostro querido, sumida en una súbita confusión que le llenó de angustia.
Pasó el tiempo. Otro año. E1 pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo quedaron los niños, las mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión alegre de contar fábulas y recordar sucesos y eran ya solamente motivos de rezos. Rosarios y letanías, novenas y misas, ocupaban las horas de la comunicación colectiva.
Cuando llegó este San Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos, con su rey, encendían la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro. Fueron los niños los que suscitaron la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran fuego en la plaza. E1 fuego atrajo a la gente, que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche clara, cálida, sin pizca de viento.
Los niños gritaban alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los mayores recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de algarabía y desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa obligada mezcla de indulgencia y malhumor que traía la sumisión a un rito inevitable, ahora se añoraba como una parte amputada de su vida.
Porque este año, como el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las matanzas, los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos. Y tampoco nadie borraría las sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares. E1 pueblo se había quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a aquella evidencia, más dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban, una particular melancolía.
Cuando la hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó por casa de su hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa. Entonces vio la sombra junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a correr y le abrazó con todas sus fuerzas.
Había cambiado. Estaba más flaco, más pálido y, en sus gestos, había adquirido una especie de reflexiva demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla de una granada, había ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y repuesto, decidió escapar y volver a casa. Fue una huida penosa, que duró semanas. Pero aquí estaba ya, silencioso y sonriente.
Era preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo la vida de costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las horas de luz. Por la noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la huerta y se sentaban uno junto al otro, sintiendo latir las estrellas parpadeantes, el río que murmuraba, los pájaros que se reclamaban entre las enramadas invisibles.
Recuperó en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio y la congoja de los besos y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial, todos los problemas (la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas tareas, los complicados trueques para conseguir todo lo necesario para una regular subsistencia) pasaron a una consideración muy secundaria.
Su única preocupación era ahora que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando regresaba con una carga de leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la denuncia que produjo la deserción (cuyo propósito había sido, al parecer, anunciado entre las pesadillas febriles del hospital), los guardias registraron la casa. Y aunque no fueron capaces de encontrarle, aquella visita inesperada la colmó de angustia, al pensar que podían sorprenderle algún día y llevárselo otra vez para castigar acaso su huida con la muerte.
Así, entre las dulzuras de tenerle en casa y los sobresaltos de sus temores, fue transcurriendo el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el pueblo, callado y mohíno, su actitud era acogida con una sorpresa desconcertada.
Sin embargo, un extraño sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la de la noche y, a pesar de sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel desordenado de miedos sombríos, como el futuro estuviera ya marcado y se cumpliesen en él toda dase augurios desfavorables.
El mismo día que empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella. Era un día gris, oloroso a humedad. Le buscó en la casa, en el corral, pero no pudo hallarle. Aquella ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad, suscitó en ella una intuición temerosa.
A la hora del ángelus vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con más fuerza y tenían los capotes de hule cubiertos de agua.
Le habían encontrado. Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los miembros estirados para asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo. Sin duda, la herida se le había vuelto a abrir en el largo camino de la huida. El cuerpo estaba reseco como una muda de culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por lo menos, desde San Juan.

jueves, 24 de junio de 2010

Un relato de José Ángel Barrueco





José Angel Barrueco
Muelas y señales




Hete aquí viviendo como un gusano
día tras día, genio del hambre,
fiel a una vocación sagrada.
John Fante



Maldigo a quienes creen que ser bohemio y maldito es agradable y encantador.
Me llamo Martín de Acero y soy escritor. Algunas personas, en esta ciudad, se empeñan en ofenderme despojando mi identidad de ese sustantivo, pero siempre dije que si uno pasa la mañana escribiendo cuentos, o fragmentos de novelas, o ensayos, o lo que sea, bueno, el caso es que no es barrendero, ni notario, ni empleado de oficina. Es, simplemente, un tipo que escribe, que se dedica a escribir. No hay vuelta de hoja.
Tengo veintinueve años y en breve voy a cumplir los treinta y sé que quizá estas páginas no vean nunca la luz. No me importa. Llevo los zapatos gastados y rotos y los dobladillos del pantalón hechos trizas. Mis camisas, a menudo, conservan los lamparones del día anterior. Suelo ir por la calle sin afeitar, con barba de una semana, y en invierno me pongo un abrigo largo, uno de esos que llaman tres cuartos, que me otorga el aspecto de bohemio cuya etiqueta se empeñan en adjudicarme. Mi estampa no es elegante y nunca me he puesto traje y corbata, pero siempre salgo a la calle con el cabello limpio. En las cafeterías a las que acudo pido café o un zumo que me revitalice el organismo, y los sábados procuro emborracharme, así que, en teoría, para los habitantes de esta ciudad estoy empezando a tomar una inusual fama.
Aún vivo con mi familia. Pertenecíamos a la clase media. Pero eso era antes. Ahora me temo que somos de la clase baja. A veces nos cuesta llegar a fin de mes sin que nos corten el agua caliente o sin que la compañía de la luz nos deje a oscuras.
Quizá sea mi aspecto, pero algunas personas me consideran un escritor maldito y un bohemio en regla. Para ser un maldito nadie tendría que haberme publicado, y algunas de mis obras circulan por ahí. Y, si doy pinta de bohemio, tal vez sea por mi bajo nivel de vida.
Escribir es un trabajo. La gente piensa que es una aventura romántica. Nada de eso. Procuro madrugar, me siento ante el ordenador y las horas transcurren. Es un ordenador viejo que va a trompicones y tiene las teclas desgastadas. Cuando la mañana termina, suele dolerme el culo y en la espalda tengo molestias.
Un escritor vende poco, salvo si es uno de esos tipos célebres que arrasan en las librerías y cuyos libros todo el mundo regala por Navidad. Los críticos y los esnobs acostumbran a machacar sus novelas y su reputación, pero no veo nada de perjudicial en enriquecerse escribiendo. Si un doctor se enriquece sanando enfermos, ¿querrá eso decir que es un mal médico?
Hace unas semanas pasé unos momentos malos. Muy malos. Debía algún dinero y, a menudo, me encontraba a esa gente con la que había contraído deudas.
-¿Cuándo demonios vas a pagarme?
-Pronto, muy pronto.
-¿Vas a ganar algún premio gordo?
-Sí, Alfredo, voy a ganar un premio gordo y luego te pagaré.
-Más vale que sea cierto.
Por supuesto, era mentira. No es barato enviar relatos y novelas a los concursos. Cuesta dinero. Dinero para el cartucho de tinta, dinero para hacer copias en la copistería, dinero para los sobres y los sellos y también para los envíos certificados.
En aquellos días de los que hablo no llevaba mis cuentas muy mal. Con mis ahorros podía permitirme salir los fines de semana, invitar a una chica de vez en cuando a cenar y comprar folios y cartuchos de tinta. Entonces me cogí un catarro (a pesar de que era verano) y empezaron a dolerme las muelas.
Si uno tiene el dinero justo para el mes, las muelas son un problema grave. No puedes conciliar el sueño, es casi imposible pensar, resulta fatigoso escribir una sola línea. No quería pedirle prestado a nadie, así que supe que tendría que volver a trabajar unos días en algún oficio apartado de la escritura.
-Roberto, tú conoces gente.
-Sí. Mucha. ¿Por qué?
-Verás, afronto un doble problema. Por un lado me duelen las putas muelas. Un problema de caries, supongo. Necesito un trabajo esporádico, algo que me permita lograr un poco de dinero. Cuando cobre, acudiré al dentista. No sé hacer nada, excepto escribir, pero creo que durante un par de semanas podría disimularlo. En cuanto se dieran cuenta de mi incompetencia, me echarían. Pero habré ganado cierta pasta.
-Mira, un amigo mío se encarga de los trabajos temporales.
-¿Trabajos temporales?
-Sí, maldita sea, ya sabes. Sale un trabajo duro, te llaman para un par de días y cobras al terminar. Todo muy sencillo.
-¿Crees que podrás enchufarme?
-Lo haré, no hay problema. Yo también ando flojo de pasta. Procuraré que nos fiche juntos.
-Eso estaría muy bien.
Roberto era un tipo duro. Impulsivo, hablador, entusiasta, perdido como yo. Procurábamos echarnos cables. Su amigo fue rápido en las gestiones. Unos días después nos llamó para acudir a su despacho.
-Chicos, ha salido un trabajo. Son tres días en una carretera. Seréis señalistas.
-¿Qué significa eso?
-Se trata de ir a una carretera en obras, coger una señal e indicar a los coches cuándo deben pasar y cuándo deben detenerse. Tranquilos, no hace falta un doctorado. Cualquier imbécil puede hacerlo. Aquí tenéis todos los datos. Es en la carretera que va hacia Sayago. Os encontraréis con un tipo a las siete en punto de la mañana. Es el capataz. O el ayudante del capataz, creo.
-¿Cuándo?
-Mañana. Procuraros una gorra. Seguro que volvéis morenitos.
Aceptamos el trabajo.
El hombre nos esperaba en un diminuto pueblo de la comarca. Aguardaba al pie de una caseta, vestido con un mono de color amarillo fluorescente. Llevaba el rostro sin rasurar, ya sudado a pesar de la hora, y una doble papada que hacía que uno evitase mirarle a la cara. Junto a él había otros dos muchachos, reclutados, como nosotros, para el trabajo de esas tres jornadas.
-Buenos días. Soy Cerezo. El ayudante del capataz. El trabajo es muy sencillo. ¿Traéis almuerzo y gorras?
Todos asentimos en silencio. Alguno fumaba un pitillo para despejar el sueño.
-Bien, necesitaréis ambos. Ahí dentro, en la camioneta, tengo los uniformes y las señales. Quiero que os vistáis, y nos vamos. Las máquinas han ido para allí, lo que quiere decir que en unos minutos empieza el trabajo. Por el camino os explicaré lo que hay que hacer.
Abrió la portezuela de la camioneta. A mí me dolían las muelas y, al madrugar aquella noche y antes de la ducha y el café, había tomado un analgésico. Apaciguaba, pero no era capaz de borrar por completo el dolor. También me dolía la certeza de que no iba a poder escribir ni una línea aquella mañana.
-Este es el equipo. Daos prisa, chicos, hay uno para cada uno. El capataz es buena gente, pero se encabrona si no cumplimos los horarios.
El ayudante nos tendió una bolsa de celofán. La abrí. Dentro había un mono como el suyo, una especie de chaleco y unas paletas. En un lado de la paleta vi una señal de stop. En el otro, una flecha hacia arriba.
Agradecí que hubiera sol. De lo contrario me habría deprimido mucho. En realidad, ya lo estaba.
-¿Cómo es esto de las paletas? ¿Cómo las utilizamos? –preguntó alguien.
-Es muy fácil. Os lo explicaré luego. Venga, meteros dentro. No os separéis del bocadillo, eso será lo mejor del día. Poneros las gorras. Hoy va a hacer un sol muy cabrón y toda la piel que llevéis tapada es piel que no se os quemará.
Arrancó con brusquedad y nos pusimos en marcha. Las ruedas levantaron polvo alrededor, en el camino, antes de pisar el asfalto.
Pronto divisamos la carretera en obras. Operarios vestidos como nosotros esperaban de pie a que las máquinas llegaran. Algunas máquinas servían para verter la brea y otras para alisarla. Vimos excavadoras y camiones de reparto de suministros.
-A vosotros os dejaré en los tramos que se van a trabajar estos días. Son tramos nuevos. Coger la paleta, os lo explico.
Llevaba gafas de sol de patrullero. Sudaba. Procuraba explicarse con una mano y manejaba el volante con la otra.
-Esto se coge así, por el mango. Estaréis sincronizados de dos en dos. Al primero le tocará, por ejemplo, parar a los coches que vienen hacia él. Le muestras el stop. Tu compañero, cuando mire, verá el otro lado, es decir, la flecha. Si ves la flecha –le indicaba al tipo sentado en el asiento del copiloto–, eso significa que tienes que dar paso a los que vienen por tu lado. Y ya está.
Guardamos silencio. Parecía fácil, pero ninguno lo entendimos. Queríamos hacerlo bien, no meter la pata. Transcurrieron unos minutos sin que nadie hablara. Luego Cerezo dijo:
-Es un trabajo fácil. Jodido. Pero pagan bien. Y te pones moreno, ¡jaja!
De cuello para arriba el ayudante estaba torrado. Por debajo de la garganta tenía la piel pálida.
Uno de los muchachos preguntó:
-Perdona, no lo he entendido muy bien. ¿Cuándo tengo que prohibir el paso a los de mi lado?
-Es fácil. Aplicaos esta norma: si ves que el de tu derecha, que es quien va a manejar el cotarro, te enseña una flecha, enséñasela tú a los conductores que llegan de tu lado. Y al contrario. Eso quiere decir que, si tu colega impide el paso, tú lo cedes. Y al revés. Lo que veas en la señal de él es lo que harás para el resto. Es sencillo. Agarrar bien la señal. Que se vea en alto, que se vea bien. Nadie quiere que el capataz se enfade. Tú te bajas aquí, con uno de éstos. Venga, el primero que esté junto a la puerta, que salte. Fermín os explicará dónde colocaros.
El muchacho del asiento del copiloto bajó. Roberto iba atrás, pegado a la puerta del lado derecho, así que también saltó al asfalto. Nos despedimos con un gesto.
-Buena suerte, chicos. Ah, lo olvidaba. Se come a la una. Os lo recordarán los compañeros. A vosotros dos os necesitaré más adelante. El primero que baje trabajará con Pancho, que también es señalista. Al último le toca solo.
Yo era el último.
Unos metros más adelante el vehículo se detuvo y el chico de mi derecha salió. A la cabina se acercó un hombre de constitución ruda, mostrenca, enfundado en un mono idéntico al nuestro, pero ajado por el uso. Se había desprendido de la parte superior y llevaba las mangas atadas a la cintura. El sol ya no le importaba: tenía una camiseta sin mangas y dos brazos muy musculosos al aire. Estaban negros y resecos.
-¿Cómo va la cosa, Pancho?
-En marcha. El capataz está de buen humor. Aunque me han dicho que va a visitarnos su excelencia.
Cerezo se giró hacia mí:
-Su excelencia es el ingeniero de la obra. Un cabrón de chaval joven. Más joven que nosotros. Se hará rico en poco tiempo, el hijoputa…
Pancho sonrió. Le faltaban los paletos de arriba y una cicatriz le surcaba la frente. Se despojó de unas gafas de sol modernas y se limpió el sudor de los ojos.
-Veo que traes gente nueva.
-Son los de trabajo temporal. Nos ayudarán en estos días.
-Perfecto.
El ayudante derrapó y nos alejamos de allí.
-Antes de dejarte en un recodo en el que te tocará estar solo, vas a ayudarme un momento con las señales del arcén. A veces se caen al pasar los camiones o las tira el viento. Esta noche ha soplado mucho viento. O eso, o los hijoputas salen por la noche a derribar señales. También tenemos que cambiar un par de ellas de sitio.
Nos detuvimos en una zona a la que no habían llegado aún las máquinas. Saltamos de la furgoneta y el tipo me explicó lo que debíamos hacer. Las señales de tráfico tenían un trípode y pesaban más que aquel maldito hombre. Algunas, bastaba con incorporarlas. Otras, en cambio, era necesario cambiarlas de un lado del arcén al otro. El ayudante levantaba la señal y se la cargaba al hombro, como si fuera una res y él un operario de los mataderos. No supe cómo cogerlas. Al final me las eché sobre el pecho, igual que cuando uno toma en brazos a un bebé.
-Ya estamos terminando.
Estuvimos diez minutos moviendo señales. Luego se aproximó a la parte trasera y abrió las puertas. Dentro vi más señales. Me pidió que le ayudase a descargarlas. Fuimos colocándolas en algunos puntos estratégicos.
-Sube, te llevaré a tu puesto.
Para entonces empezaba a afectarme el madrugón y había sudado de lo lindo. El filo de las señales cortaba y me hice un rasguño al levantar la última. Los nervios de mis muelas continuaban martilleando en mi boca.
-Aquí te bajas, figura. Es un coñazo que te toque estar solo. No puedes hablar con nadie, pero bueno, así es la suerte. Nos veremos cuando venga a traeros agua.
-Gracias. Gracias por todo.
-A trabajar, ¿eh?
Me quedé completamente solo en un recodo de la carretera. No había visibilidad para los conductores que llegaban por mi izquierda. A mi derecha, una excavadora iba demoliendo la vieja carretera. Los cascotes y los trozos de asfalto se desgajaban dejando una estela de polvo. Mi misión, me explicó Cerezo, consistía en detener el paso a quienes aparecieran por mi izquierda cuando la máquina se echase casi en el centro de la carretera.
-Es una curva mala –dijo–. Cuando aparezcan, que te vean impidiéndoles el paso. De lo contrario, podrían estocinarse contra la máquina. Así que no pierdas ojo.
Durante la primera hora empezó a molestarme el sol. Aún no calentaba como lo haría después, pero picaba en los ojos. Sentí su fuego en la nuca, en la nariz, en las manos. El trabajo era sencillo. Levantaba la pala. La bajaba. Daba paso. Lo prohibía. El ayudante no había mentido.
En la segunda hora sobrevino el aburrimiento. Tras el exceso de tráfico de ocho a ocho y media, cuando la gente viajaba a la ciudad a trabajar, la cosa se relajó. Doblaban el recodo algunos camioneros y eso era todo.
En ocasiones miraba el reloj de mi muñeca. Un cuarto de hora se me hacía eterno. Estaba allí, de pie, en soledad, en medio de la nada, mirando a los árboles de enfrente, cuya sombra no me alcanzaba, con una pala de señales en la mano, el sol torturándome a cada segundo y las muelas jodiéndome vivo. ¿Qué demonios hago aquí?, me pregunté. ¿Por qué no estoy empleando las manos para escribir? ¿Cuánto puede aguantar un hombre de pie, mirando el vacío, mientras las horas de su vida se derraman y mueren?
Me preguntaba qué sería de Roberto y de los otros muchachos.
A media mañana creí estar enloqueciendo. El tráfico se intensificó, lo que permitía olvidarse de aquella maldita putada y dejar de pensar un poco. A ratos miraba el asfalto. Asfalto viejo y podrido que aún no había quitado la máquina. Pronto lo haría. A ratos observaba, junto a mis zapatos, a los insectos que trataban de cruzar al otro lado: hormigas, escarabajos, mariquitas.
Levantaba el brazo y lo bajaba. Una y otra vez. Una y otra vez. Los operarios pasaban por allí a contarme algo o a decir que, en breve, me cambiarían de lugar. Todos estaban negros, sucios, polvorientos, renegridos, con los labios resecos y la marca de las gafas de sol y de la camiseta en torno a los pómulos y a los bíceps.
Procuraba recordar el pasado para matar el aburrimiento. Hacer recuento de mi infancia y adolescencia, contarme cuentos que inventaba sobre la marcha.
En la adolescencia había leído a Bukowski, a Carver, a Fante, a Cheever, a esos escritores norteamericanos que las pasaron putas en vida. Tardaron en ganar dinero y alcanzar fama, y la vida miserable y su vocación los aniquiló, pero eso germinó en su literatura y sus páginas se inflaron de rosas nacidas del barro y del hambre. En el instituto quería ser como ellos: un maldito, un hombre que gana poco dinero y sobrevive en pensiones de mala muerte y en apestosas habitaciones de hotel, un bohemio. Pues bien. Ahora había alcanzado ese rango miserable. Era maldito, pobre y bohemio. Y no me gustaba nada.
-¿Un trago?
Me había ensimismado. No vi al ayudante detener su furgoneta delante de mí.
Bebí el agua que me ofrecía con avidez. No estaba fría, sólo fresca, y de ella habían bebido muchos hombres.
-Gracias.
-Bien, cambio de lugar. Sube. Te llevaré a la zona donde movimos las señales. Ahora te toca allí. Conocerás al capataz.
El capataz era un tipo tosco y serio, de unos cincuenta años. No recuerdo muy bien de qué hablamos. Me dolían las muelas y el sol me quemaba los ojos, las orejas, la nuca, esas zonas que la gorra dejaba al aire. Muelas, sol, tedio. No supe qué era peor.
Volví a mi puesto. Me quedé solo, cerca de las máquinas que operaban e iban levantando una polvareda hacia mí.
Poco después llegó la hora del almuerzo. Solía llevar conmigo la bolsa con el bocadillo y, cuando me cambiaban de sitio, la dejaba detrás, entre los arbustos. Alguien detuvo una furgoneta y me hizo dos gestos con las manos: se señaló el reloj y luego la boca, como si se metiera comida. “Hora de comer”, traduje. Pisó el acelerador y se esfumó. Pararon las máquinas y unos cuantos operarios subieron juntos a una camioneta y se alejaron. Otra vez estaba solo y me introduje entre la maleza reseca.
Comí el bocadillo y casi me quedo dormido encima de la rama gruesa de un árbol. Temí que hubiera demasiadas serpientes y escalé el tronco, para sentirme a salvo.
Una hora después estaba de nuevo en la carretera.
No vale la pena explicar el resto de la tarde. Fue exactamente igual, pero el sol no molestaba tanto. A media tarde, alrededor de las siete, terminamos. El ayudante nos recogió y volvimos a juntarnos en la furgoneta. Estábamos cansados, achicharrados. Ellos tuvieron la fortuna de conversar con alguien.
-Me han echado un rapapolvo –dijo Roberto, en voz baja–. Por sentarme un par de veces en el suelo a descansar. Esto es jodido, Martín.
-Al menos tenías con quien hablar. Para mí ha sido una eternidad con sol.
Fue una mala noche. Al dolor de muelas, que nunca se apaciguaba, se unió un variado catálogo de quemaduras.
Descansando en el lecho, con el cuerpo molido, recordé que, en esas horas muertas, no sólo me había contado cuentos y observado a los insectos. Había pensando en una chica a la que deseaba invitar a salir. La conocía de verla en algunos bares. Pero para invitarla era necesario llevar dinero encima. Necesitaba dinero para reparar las muelas. Y antes debía ganarlo tostándome al sol.
El siguiente día resultó similar. En las postrimerías de la jornada me pusieron junto a Roberto. Cuando no oíamos coches, nos acercábamos uno al otro un par de metros y salvábamos la distancia conversando a gritos. Era agradable contar con alguien para departir. Nunca había sentido una soledad tan profunda como en esa carretera.
Fuimos vestidos para la ocasión. Las quemaduras nos obligaron a aplicarnos protector solar. Colocamos camisetas y trapos bajo las gorras, al estilo Lawrence de Arabia, para que nos preservasen la nuca. Llevamos guantes y gafas de sol. Nos subimos las solapas del mono. Parecíamos mercenarios de un país de coña.
-Yo no aguanto más –dijo Roberto–. Dos días aquí me han parecido un infierno. No cobraremos mal, pero esto es una mierda. ¿Qué hacen aquí dos tipos como nosotros?
En efecto, el trabajo era una tortura. Había currado en otras mierdas del estilo, pero esta me pareció la más indigna. A los demás hombres se les veía infelices, torturados, pero bajaban la cabeza y aceptaban su destino porque había que pagar el alquiler y la comida y alimentar a los hijos.
-Yo también me voy. Creo que, con lo que he sacado estos dos días, podré empastarme la muela cariada.
-¿Y si son dos?
-Tendré que elegir una –me encogí de hombros.
Antes de terminar la jornada, volví a recordarla. Habíamos hablado en algunas ocasiones, las suficientes para atreverme a llamarla. Con dolor de muelas o sin él había que decidirse. El sol encima durante todo el tiempo y el tedio de los largos ratos con la pala en alto, o mirando al suelo, me añadieron cierto coraje. Me dije que la telefonearía la tarde siguiente, y luego me acercaría hasta un dentista, a pedir hora.
-Es el último día –le dijo Roberto a Cerezo–. No creo que vengamos mañana.
-¿Estáis seguros?
-Sí.
-Bien, en ese caso os llevaré a la oficina del capataz. Os dará el cheque.
Al capataz, sentado en la silla de su oficina portátil, con un cigarro en la boca, no le gustó nada aquello.
-Estos chavales… –movió la cabeza–. Bueno, lo solucionaremos. Llama ahora mismo al móvil de quien nos envió a estos chicos. Que manden otros cuatro para mañana, a primera hora. Lo que sobra es gente sin empleo.
Olvidé decir que los otros dos compañeros también se rajaron. Éramos blandos. O inconformistas. No lo sé.
Me dieron un cheque y, por primera vez en días, me vi los dedos bajo otra óptica. Ahora sujetaban la promesa del dinero. Aquellos dedos habrían podido escribir muchas líneas durante esas dos mañanas de horno, pero las muelas eran una prioridad y la chica también. Las muñecas se me habían quemado y los dedos mostraban arrugas de los atropellos del sol. Se puede uno chamuscar demasiado, de pie en la carretera.
Llegué a casa más roto que nunca. La noche fue horrible. Tras echarme Aftersun, tumbé mis espantados huesos en la cama. En los pies se arremolinaban las ampollas, de habérmelos cocido con los zapatos y de soportar el calor y las horas sujetando el peso del cuerpo. Los labios, resecos. Los riñones, maltrechos. Aquellos obreros eran gente dura. No sabían hacer otra cosa excepto aguantar. Pensé en varios asuntos para conciliar el sueño. Se me ocurrió la idea de escribir un libro de cuentos realistas y amargos, basados en la vida en mi pequeña ciudad. Un libro que hablara de los hombres que sufrían y trabajaban en ella, de los desempleados y los alcohólicos, de los tipos que soportaban amores fracasados o encontraban a otras parejas. Cuando las muelas me lo permitían, pensaba en esto y en la chica. Necesitaba a esa chica tanto como había necesitado una sombra en la carretera.
Programé el orden de la mañana. Primero, llamarla. Luego, ir al banco a cobrar el cheque. Después, el dentista: con suerte me atendería antes de comer, porque el doctor era familiar de Roberto, y me miraría sin cita previa.
Las muelas sólo me dejaron dormir un par de horas. A las nueve de la mañana estaba en pie. Me duché con cuidado. Las quemaduras aún dolían. Reparé las ampollas. Contemplé mis zapatos rotos. ¿Iba a invitar a una chica a salir, con esos zapatos? Debería comprarme unos nuevos.
Entonces, cuando iba a afeitarme, miré mi cara en el espejo. Las ojeras acentuaban la delgadez del rostro, como si fuera un espectro. La barba de varios días daba sensación de desaliño y de suciedad. En los labios, en las orejas y en la nariz había llagas del sol. Parte de la mandíbula izquierda se había inflamado por el dolor de muelas. ¿Quién saldría conmigo?
Nada de aquello era agradable y encantador. Lo parecía en la literatura, pero no lo era en la vida real.
Postergué los planes y fui a la máquina de escribir. Una máquina antigua que había encontrado en un contenedor de basura, al ir a tirar unos cuantos cartones viejos: llena de hojas podridas de lechuga y cáscaras de huevo. Pero la había rescatado de su miseria para ocasiones como esa, en que no necesitaba el ordenador.
Tienes que escribir algo y llamarla. Arreglarte las muelas y llamarla. Comprar un par de zapatos y llamarla.
Pulsé una tecla. La máquina sonaba fatal, como si agonizase. Era un callejón sin salida. Escribí su nombre y no supe continuar.
Los nervios alterados de las muelas seguían golpeando, al fondo de la boca, como un martillo. Recordándome mi condición.
Cuento recogido en la antología HANK OVER / RESACA.

lunes, 21 de junio de 2010

Un cuento de Miguel Delibes

El refugio

Vibraba la guerra en el cielo y en la tierra entonces, y en la pequeña ciudad todo el mundo se alborotaba si sonaban las sirenas o si el zumbido de los aviones se dejaba sentir. muy alto, por encima de los tejados. Era la guerra y la vida humana, en aquel entonces, andaba baja de cotización y se tenía en muy poco aprecio, y tampoco preguntaba nadie, por aquel entonces, si en la ciudad había o no objetivos militares, o si era un centro industrioso o un nudo importante de comunicaciones. Esas cosas no importaban demasiado para que vinieran sobre la ciudad los aviones, y con ellos, la guerra, y con la guerra la muerte. Y las sirenas de las fábricas y las campanas de las torres se volvían locas ululando o tañendo hasta que los aviones soltaban su mortífera carga y los estampidos de las bombas borraban el rastro de las sirenas y de las campanas del ambiente y la metralla abría entonces oquedades en la uniforme arquitectura de la de la ciudad.
A mí, a pesar de que el Sargentón me miraba fijamente a los ojos cuando en el refugio se decían aquellas cosas atroces de los emboscados y de las madres que quitaban a sus hijos la voluntad de ir a la guerra, no me producía frío ni calor porque sólo tenía trece años y sé que a esa edad no existe ley, ni fuerza moral alguna que fuerce a uno a ir a la guerra y sé que en la guerra un muchacho de mi edad estorba más que otra cosa. Por todo ello no me importaba que el Sargentón me mirase, y me enviara su odio cuidadosamente envuelto en su mirada; ni que me refrotase por las narices que tenía un hijo en Infantería, otro enrolado en un torpedero y el más pequeño en carros de asalto; ni cuando añadía que si su marido no hubiera muerto andaría también en la guerra, porque no era lícito ni moral que unos pocos ganaran la guerra para que otros muchos se beneficiaran de ello. Yo no podía hacer nada por sus hijos y por eso me callaba; y no me daba por aludido porque yo tampoco pretendía beneficiarme de la guerra. Pero sentía un respiro cuando el Cigüeña, el guardia que vigilaba la circulación en la esquina, se acercaba a mí con sus patitas de alambre estremeciéndose de miedo y su ojo izquierdo velado por una nube y me decía, con un vago aire de infalibilidad, apuntando con un dedo al techo y ladeando la pequeña cabeza: «Ésa ha caído en la estación», o bien: «Ahora tiran las ametralladoras de la Catedral; ahí tengo yo un amigo», o bien: «Ese maldito no lleva frío; ya le han tocado». Pero quien debía llevar frío era él, porque no cesaba de tiritar desde que comenzaba la alarma hasta que terminaba.
A veces me regocijaba ver temblar como a un azogado al Cigüeña, allí a mi lado, con las veces que él me hacía temblar a mí por jugar al fútbol en el parque, o correr en bicicleta sin matrícula o, lisa y simplemente, por llamarle a voces tío Cigüeña y Patas de alambre.
Sí, yo creo que allí entre toda aquella gente rara y con la muerte rondando la ciudad, se me acrecían los malos sentimientos y me volvía yo un poco raro también. A la misma Sargentón la odiaba cuando se irritaba con cualquiera de nosotros y la tomaba asco y luego, por otro lado, me daba mucha pena si cansada de tirar pullas y de provocar a todo el mundo se sentaba ella sola en un rincón, sobre un ataúd de tercera, y pensaba en los suyos y en las penalidades y sufrimientos de los suyos. y lo hacía en seco, sin llorar. Si hubiera llorado, yo hubiera vuelto a tomarla asco y a odiarla. Por eso digo que todo el mundo se volvía un poco raro y contradictorio en aquel agujero.
En contra de lo que ocurría a muchos, que consideraban nuestra situación como un mal présagio, a mí no me importaba que el sótano estuviera lleno de ataúdes y no pudiera uno dar un paso sin toparse de bruces con ellos. Eran filas iterminables de ataúdes, unos blancos, otros negros y otros de color caoba reluciente. A mí, la verdad, me era lo mismo estar entre ataúdes que entre canastillas de recién nacido. Tan insustituibles me parecían unos como otras y me desconcertaba por eso la criada del principal que durante toda la alarma no cesaba de llorar y de gritar que por favor la quitasen "aquellas cosas de encima" , como si aquello fuese tan fácil y ella no abonase a Ultratumba, S.A., una módica prima anual para tener asegurado su ataúd el día que la díñase.
En cambio a don Serafín, el empresario de Pompas Fúnebres, le complacía que viésemos de cerca el género y que la vecindad de los aviones nos animase a pensar en la muerte y sobre la conveniencia de conservar incorruptos nuestros restos durante una temporada. Lo único que le mortificaba era la posibilidad de que los ataúdes sufrieran deterioro con las aglomeraciones y con los nervios. Decía:
-Don Matías, no le importará tener los pies quietecitos, ¿no es cierto? Es un barniz muy delicado éste.
O bien:
-La misma seguridad tienen ustedes aquí que allá. ¿Quieren correrse un poquito?
También bajaba al refugio un catedrático de la Universidad, de lacios bigotes blancos y ojos adormecidos, que, con la guerra, andaba siempre de vacaciones. Solía sentarse sobre un féretro de caoba con herrajes de oro, y le decía a don Serafín, no sé si por broma:
-Éste es el mío, no lo olvides. Lo tengo pedido desde hace meses, y tú te has comprometido a reservármelo.
Y daba golpecitos con un dedo, y como con cierta ansiedad, en la cubierta de la caja, y la ancha cara de don Serafín se abría en una oscura sonrisa.
-Es caro -advertía y el catedrático de la Universidad decía:
-No importa; lo caro, a la larga, es barato.
Y la criada del principal hacía unos gestos patéticos y les rogaba, con lágrimas en los ojos, pero sin abrirlos, que no hablasen de aquellas cosas horribles, porque Dios les iba a castigar.
Y la ametralladora de San Vicente, que era la más próxima, hacía de cuando en cuando: «Ta-ca-tá, ta-ca-tá, ta-ca-tá». y el tableteo cercano dejaba a todos en suspenso, porque barruntaban que era un duelo a muerte el que se libraba fuera y que era posible que cualquiera de los contrincantes tuviera necesidad de utilizar el género de don Serafín al final.
Las calles permanecían desiertas durante los bombardeos, y las ametralladoras, montadas en las torres y azoteas más altas de la ciudad, disparaban un poco a tontas y a locas y los tres cañones que el Regimiento de Artillería había empotrado en unos profundos hoyos, en las afueras, vomitaban fuego también, pero habían de esperar a que los aviones rondasen su radio de acción, porque carecían casi totalmente de movilidad, aunque muchas veces disparaban sin ver a los aviones con la vaga esperanza de ahuyentarlos. Y había un vecino en mi casa, en el tercero, que era muy hábil cazador, y los primeros días hacía fuego también desde las ventanas, con su escopeta de dos cañones. Luego, aquello pasó de la fase de improvisación, y a los soldados espontáneos, como mi vecino, no les dejaban tirar. Y él se consumía en la pasividad del refugio, porque entendía que los que manejaban las armas antiaéreas eran unos ignorantes y los aviones podían cometer sus desaguisados sin riesgos de ninguna clase.
En alguna ocasión bajaba también al refugio don Ladis, que tenía una tienda de ultramarinos, en la calle de Espería, afluente de la nuestra, y no hacía más que escupir y mascullar palabrotas. Tenía unas anacrónicas barbitas de chivo, y a mi madre le gustaba poco por las barbas, porque decía que en un establecimiento de comestibles las barbas hacen sucio. A don Ladis le llevaban los demonios de ver a su dependiente amartelado en un rincón con una joven que cuidaba a una anciana del segundo. El dependiente decía en guasa que la chica era su refugio, y si hablaban lo hacían en cuchicheos, y cuando sonaba un estampido próximo, la muchacha se tapaba el rostro con las manos y el dependiente le pasaba el brazo por los hombros en ademán protector.
Un día, el Sargentón se encaró con don Ladis y le dijo:
-La culpa es de ustedes, los que tienen negocios. La ciudad debería tener ya un avión para su defensa. Pero no lo tiene porque usted y los judíos como usted se obstinan en seguir amarrados a su dinero.
Y era verdad que la ciudad tenía abierta una suscripción entre el vecindario para adquirir un avión para su defensa. y todos sabíamos, porque el diario publicaba las listas de donantes, que don Ladis había entregado quinientas pesetas para este fin. Por eso nos interesó lo que diría don Ladis al Sargentón. Y lo que le dijo fue:
-¿Nadie le ha dicho que es usted una enredadora y una asquerosa, doña Constantina?
Todo esto era también una rareza. Dicen que el peligro crea un vínculo de solidaridad. Allí, en el refugio, nos llevábamos todos como el perro y el gato. Yo creo que el miedo engendra otros muchos efectos además del de la solidaridad.
Me acuerdo bien del día en que el Sargentón le dijo a don Serafín, el empresario de Pompas Fúnebres, que él veía con buenos ojos la guerra porque hacía prosperar su negocio. Precisamente aquel día habían almacenado en el sótano unas cajitas para restos, muy remataditas y pulcras, idénticas a la que don Serafín prometió a mi hermanita Cristeta, años antes, si era buena, para que jugase a los entierros con los muñecos. A mi hermana Cristeta y a mí nos tenía embelesados aquella cajita tan barnizada del escaparate que era igual que las grandes, sólo que en pequeño. Por eso don Serafín se la prometió a mi hermanita si era buena. Pero Cristeta se esmeró en ser buena una semana y don Serafín no volvió a acordarse de su promesa. Tal vez por eso aquella mañana no me importó que el Sargentón dijese a don Serafín aquella cosa tremenda de que no veía con malos ojos la guerra porque ella hacía prosperar su negocio.
Don Serafín dijo:
-¡Por amor de Dios, no sea usted insensata, doña Constantina! Mi negocio es de los que no pasan de moda.
Y don Ladis, el ultramarinero, se echó a reír. Creo que don Ladis aborrecía a don Serafín, por la sencilla razón de que los muertos no necesitan ultramarinos. Don Serafín se encaró con él:
-Cree el ladrón que todos son de su condición -dijo. Don Ladis le tiró una puñada, y el catedrático de la Universidad se interpuso. Hubo de intervenir el Cigüeña) que era la autoridad, porque don Serafín exigía que encerrase al Sargentón y don Ladis, a su vez, que encerrase a don Serafín. En el corro sólo se oía hablar de la cárcel, y entonces el dependiente de don Ladis pasó el brazo por los hombros de la muchachita del segundo, a pesar de que no había sonado ninguna explosión próxima, ni la chica, en apariencia, se sintiese atemorizada.
De repente, la sirvienta del principal se quedó quieta, escuchando unos momentos. Luego se secó, apresuradamente, dos lágrimas con la punta de su delantal, y chilló:
-iHa terminado la alarma! ¡Ha terminado la alarma! y se reía como una tonta. En el corro se hizo un silencio y todos se miraron entre sí, como si acabaran de reconocer- se. Luego fueron saliendo del refugio uno a uno.
Yo iba detrás de don Serafín, y le dije:
-¿Recuerda usted la cajita que prometió a mi hermana Cristeta si se comportaba bien?
Él volvió la cabeza y se echó a reír. Dijo:
-Pobre Cristeta; iqué bonita era!
Fuera brillaba el sol con tanta fuerza que lastimaba los ojos.

jueves, 17 de junio de 2010

Un relato de David González


EL CAMINO DE REGRESO A CASA

Mi padre me llevaba a la cárcel en su buga, un Renault 18 que algún tiempo después, una de las pocas veces que me dejó las llaves, pilotando de noche por una carretera comarcal con los ojos cerrados y las luces de los faros delanteros apagadas, le desgraciaría, al salirme en una curva, contra una de esas barreras de seguridad, con el agravante, además, de que yo salí ileso, sin un rasguño, nada.
Tú estás muy equivocado, David, hijo, trataba de corregirme mi madre. Muy confundido. Algún día te darás cuenta de que tu padre no es tan malo como tú le pintas.
No, mamá, pensaba yo, es peor, bastante peor.

Pero ahora conducía él. Me llevaba, acabo de decirlo, a la cárcel. Yo no tengo hijos, y no puedo saberlo, ni sentirlo, sin embargo sí puedo hacerme una idea, por ligera que esta pueda ser, de lo triste, terrible y desgarrador, de lo duro e indescriptiblemente doloroso, que ha de resultarle a un padre, a cualquier padre, incluso al mío, tener que conducir a un hijo a la cárcel y tener, sobre todo, que dejarle allí dentro encerrado.
Tu padre, insistía mi vieja, te quiere más de lo que tú te imaginas, sufre por ti lo mismo que yo, está siempre preguntándome por ti: ¿Y David? ¿Está bien? ¿Sabes algo de él?

Yo sí sé algo acerca de mi padre, bueno, sé muchas cosas acerca de mi padre y una de ellas esta: la puntualidad nunca fue una de sus virtudes. Nunca llegaba a los sitios a la hora, llegaba antes, y también en esta ocasión, como era de esperar (yo ya contaba con ello), llegamos antes, como tres cuartos de hora antes. Mi padre, entonces, dijo, y era lo primero que salía por su boca (dejando a un lado el humo de su tabaco) en más de doscientos cincuenta kilómetros de viaje, dijo:
Vamos a seguir hasta el pueblo y hacer tiempo en un bar.
El pueblo se llamaba (y se seguirá llamando supongo) Monterroso, y el bar no sé, no creo ni que me fijara en el nombre, el primero que encontramos abierto imagino.
¿Qué vas a tomar?, me preguntó mi padre.
Una garimba, le dije.
¿Una qué?
Cerveza, le aclaré. HeinekenÒ, si tienen.
Tenemos, dijo la camarera, sonriendo.
Y a mí, le dijo mi padre, haces el favor de traerme un café, un cortado, con unas pingaratas, no muchas, de whisky, pero que sea DycÒ.
¿Me puedes decir dónde están los tigres?, le pregunté yo.
¿No sabes hablar como es debido?, me reprendió mi padre. ¿No te enseñaron a hablar como las personas? ¿Qué es eso de los tigres?
Pero la camarera debía de estar ya familiarizada con mi vocabulario, porque antes de que me diese tiempo a rectificar y decir: Los servicios, por favor, ella, adelantándoseme, señalando con el dedo, dijo:
Por aquella puerta.

Había una placa de latón, atornillada a ella, en la que se podía leer: PROHIBIDO ESCUPIR EN EL SUELO. Prohibido mear en el suelo, tendría que haber puesto. Me acerqué al lavabo de puntillas y abrí el grifo, y mientras el agua corría, saqué seis comprimidos de LudiomilÒ 0,25 mg, dos de HalcionÒ 0,50 y uno de RohipnolÒ, los metí en la boca, me incliné sobre el lavabo, cogí un poco de agua en las manos y bebí un buen sorbo para poder pasar las pastillas, todas de una sentada. Después me atranqué en uno de los excusados, me bajé los alares y los gallumbos y me puse en cuclillas. Me acordé, en aquel momento, antes de empetarme , de Henri Charrière, de Papillon, de cuando le llevaban a la Guayana Francesa, a pudrirse en el presidio.
Mi estuche, es cierto, no tenía una parte macho y una parte hembra, y era de plástico, y no de aluminio, maravillosamente pulido, como el suyo; por lo demás, también se abría desenroscándolo por la mitad y su longitud venía a ser la misma: unos seis centímetros. Su grosor no, y su contenido tampoco. El estuche de Papillon era grueso como un pulgar y contenía cinco mil quinientos francos en billetes nuevos; el mío, en cambio, era grueso como dos pulgares y contenía liquidadores de la ansiedad, o dicho de otro modo: contenía tranquilizantes menores, ansiolíticos, ciento veintiséis pastillas en total.
Las ruedas no eran mías, sino de Riesgo, un asturiano, de Gijón, del barrio de La Calzada, con el que rulaba por el Módulo y con el que solía burlar a los dados, a las cartas, al parchís o a lo que se terciara. Me las había pasado, las rulas, su vieja, sí, flípalo, su propia vieja, no te miento: el último día de mi permiso, un permiso ordinario de salida de cinco días, por indicación de mi colega, por prescripción suya, me acerqué hasta su casa a hacerle una visita.

Se trataba de una mujer descomunal, como su hijo, mi colega: ancha, alta y muy voluminosa, una giganta, y al igual que Riesgo, con algo de chepa. Su pelo, que lo llevaba corto, era como algodón, como el algodón que recogían las mujeres negras en las plantaciones de esclavos. También ella, en cierta manera, era una esclava. Una esclava de su hijo.
¿Y cómo está Santiago?, me preguntó ya nada más verme aparecer por la escalera. ¿Cómo está mi hijo? ¿Se encuentra bien?
Se encuentra de puta madre, señora, pensé, porque además no dejaba de ser cierto: a Riesgo, que era uno de los kíes, uno de los que mandaban en el Módulo B, no le faltaban nunca los jurdós y, por tanto, siempre tenía tabaco, drogas y jala del economato; pero me salió la vena jesuita (en algo se tenían notar los cuatro años que había estudiado con ellos, en el Inmaculada) y dije algo así como:
Solo habría una manera de que su hijo se encontrara mejor de lo que ya lo está.
¿Qué manera?, me preguntó.
Que pudiese estar aquí ahora, le dije, con usted.
¿No me engañas?, me preguntó. ¿De verdad que no me estás engañando? ¿De verdad que Santiago está bien?
Está de muerte, le respondí.
No mucho tiempo después, estaba muerto. Lo encontrarían en su celda. Suicidio, dijeron. Por ahorcamiento. Y nosotros, como somos gilipollas, vamos y nos lo creemos, ¿no?.

Pasamos dentro. Sobre la mesa de la cocina, mostrador de farmacia, había cajas y frascos de medicamentos, recetas y volantes de la Seguridad Social, un rollo de celofán, unas tijeras, preservativos sueltos y un huevo KinderÒ sorpresa. Me comí la cáscara, que como sabes es de chocolate, desenrosqué el huevo de plástico de color amarillo que venía dentro, saqué la sorpresa (un cochecito azul) y en su lugar metí todas las pastillas que pude, todas las que entraron, y luego volví a enroscar el huevo, le di tres vueltas de celo, lo metí dentro de uno de los condones, le hice un nudo al condón y listo.

Me levanté.

La camarera estaba hablando con mi padre.
Pues tienes un hijo muy guapo, oí que le decía.
Tú sí que estás guapa, cabrona, pensé.
Salió a la madre, le dijo el viejo, quitándose medallas.
Algo de culpa tendrá el padre también, le dijo ella, trasteándole.
Ya iba a entrar yo a buscarte, me dijo mi padre, pasando totalmente de ella, en cuanto me vio. ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué has tardado tanto? ¿Qué estabas haciendo?
¿A ti qué te parece que estaba haciendo?
¿No habrás estado…
Tú estás enfermo, le corté. No riges bien de la cabeza.
Es casi la hora, dijo él, dando el tema por zanjado. Hay que irse.
Sí, pensé, no vaya a ser que llegue tarde y me pierda algo.

El pasillo, así como la escolta de mi padre, terminaba en un mostrador metálico, con un funcionario de prisiones detrás, y en un arco detector de metales que daba paso a una sala de espera, a estas horas vacía, y silenciosa.
Mi padre me abrazó.
Y pórtate bien, me dijo, casi sin voz, por la emoción.
No te preocupes, le dije.
Pórtate bien, repitió. Procura no meterte en líos.
El hombre se esforzaba por contener las lágrimas.
Ya tendrá tiempo luego, en el camino de regreso a casa, pensé, para llorar.


DAVID GONZÁLEZ. ALGO QUE DECLARAR, Bartleby Editores, Madrid, 2007.

jueves, 10 de junio de 2010

Un relato de Garth Risk Hallberg


La buena gente de la revista mejicana HERMANO CERDO, nos ha sorprendio este mes con una selección de cuentistas norteamericanos que merece la pena llevarse a los ojos. De entre los relatos que llevo leídos, este me ha parecido digno de destacar.

Me permito mostrales unos párrafos. Para acabar de leerlo añado el enlace de la revista.

Espero que lo disfruten.


Proyecto oGFX por Blackaller





A Light That Never Goes Out
Por Garth Risk Hallberg

Como si de veras necesitáramos que DiRossi nos dijera “mantened la calma, no os dejéis llevar por el pánico, no va a pasar nada”; para entonces, habíamos realizado el simulacro tantísimas veces que ya casi lo teníamos integrado en nuestra placa base. Desde el fondo de la clase observé a los chicos levantándose de sus pupitres como sonámbulos y dirigiéndose en fila hacia la puerta; lo que se asemejaba bastante a cómo terminaba habitualmente la quinta clase, salvo porque en esta ocasión nadie hablaba ni se quedaba rezagado para hacerle la pelota al Sr. D. Era ese orden (el inusual silencio) lo que revelaba que existía una cierta inquietud.
Eso, y cómo todo el mundo se llevó las mochilas y bolsas. En teoría, no debíamos preocuparnos por nuestras pertenencias. Las instrucciones que siempre nos habían dado eran que dejáramos allí los libros, los trabajos y la ropa de deporte. Cuando se daba la señal de que había pasado el peligro, volvíamos a clases que hacían pensar que se había producido la segunda venida de Jesucristo para llevarse a todos sus fieles: lápices abandonados en mitad de la frase, pupitres en los que se amontonaban pañuelos de papel, bolsas tiradas por los pasillos como si fueran cadáveres… Pero esta vez no se trataba de un simulacro, según el Sr. DiRossi, y ni por asomo pensaba dejar allí mis pasquines, mi reproductor de compactos y a mi Morrissey (mi vida, en dos palabras).
El insólito silencio se mantuvo mientras atravesábamos los campos de fútbol camino del edificio de los vestuarios: la zona segura que nos había sido asignada. La Academia Ellicott estaba situada en lo alto de una colina de Georgetown, lo que comportaba máximo sol para los campos de deporte y máxima fatiga en las clases de educación física que se desarrollaban en ellos en esa época del año. Los senderos que el encargado del mantenimiento había segado se distinguían perfectamente: franjas verdes intercaladas como bandas en una bandera gigante. Se olía el yeso de las líneas de demarcación. Una ráfaga de aire embistió contra mi pelo engominado.
Allá en lo alto, un reactor surcó el cielo, y las cabezas se alzaron inquietas para seguir su vuelo. Kate MacArthur, unos diez metros por delante de mí, no despegó la mirada de sus zapatos. En un mundo más lógico, tal vez hubiera alargado el brazo para apartarle una mano de la agenda que tenía aferrada contra el pecho; pero, en este, bastante estaba teniendo con mantener el tipo.
Intenté imaginar lo que mis padres estarían haciendo en esa impecable tarde de tarjeta postal de ese veranillo de San Martín: mi padre dejar su taza de té encima de una pila de exámenes; mi madre clasificar la ropa sucia en la mesa de la cocina, registrando los bolsillos de mis pantalones y olisqueando mis camisas. Desde el 2001, mi madre tenía la pequeña televisión de la repisa de la cocina encendida todo el tiempo, casi como si estuviera impaciente por que se produjera otra crisis. Me imaginé a mi padre saliendo de su estudio para averiguar la causa de sus gemidos. Deteniéndose un instante delante de las escaleras que llevaban al ático. Considerando la posibilidad de arrancar el póster del inglés que lo miraba despreocupadamente desde la puerta que yo mantenía cerrada siempre. Él la tranquilizaría: “¿Dónde va a estar el chico más seguro que en el colegio?”. Le recordaría: “No queremos reaccionar de manera exagerada, Geeta; es hoy cuando tiene el gran examen. Seguro que sólo se trata de un malentendido”.
Una voz familiar me habló; bueno, me habló prácticamente al oído.
—¿Qué es lo que pasa?
Simon se había adelantado a sus compañeros de la clase de contabilidad de la quinta hora para darme alcance.
—Probablemente nada.
—Pero os han sacado del PSAT.
—Cierto. Entonces es que pasa algo.
A veces se comportaba como un crío…
—¿Es que no te parece preocupante?
—¿Y qué gano con preocuparme? Haz como si no fuera más que una de esas fiestas para animar a nuestro equipo, ¿vale?; finge que vamos a que hagan unas fotos de la clase.
Durante un rato continuamos caminando en silencio. Luego Simon dijo:
—En serio, Pankaj, a veces me pregunto si eres humano.
Un día normal no hubiera dejado que eso quedara así; pero no se trataba de un día normal… y aunque últimamente su necesidad de mí me ponía de los nervios… bueno, al menos… Pues eso, que a todo el mundo le gusta que lo necesiten...


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(Texto e ilustración tomadas prestadas de la revista HERMANO CERDO (gracias))


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Garth Risk Hallberg is the author of the novella A Field Guide to the North American Family and was selected by Richard Bausch as one of 2008′s “Best New American Voices.” His short stories have been published, most recently, in Glimmer Train, Canteen, and The Pinch. Essays have appeared in Slate, More Intelligent Life, and the Best of the Web anthology. A 2008 New York Foundation for the Arts Fellow in Fiction, Garth teaches at Fordham University. He’s finishing up his first novel and a story collection.

Find me online at The Millions, at afieldguide.com, and at the late, lamented The Fabulous Adventures of Hot Face.

viernes, 4 de junio de 2010

Un relato de Batania


*Todo eres cuento de niños

Mi perro se muere. Aquella flecha de nieve que saltaba los alambres de las huertas de Lauros se apaga ahora entre tumores, cataratas y una punta de años. Comenzó a renquear hace tres meses, a la entrada del otoño, y desde hace dos semanas ya no alcanza a subir las escaleras. Lo saco al parque en brazos, como si lo llevara a la enfermería, y los otros dueños de perros se me quedan mirando:

–¿Qué le pasa a tu perro?
–Nada.
–¿Cómo que nada?
–Años. Diecisiete.
–¡Ostras!

Lo dejo en el suelo y camina tres o cuatro pasitos con mucho cuidado, bamboleante, como si estuviera borracho, y de pronto se queda clavado, con las cuatro patas fijas, y se pone a mear como las perras. Y yo, que soy un capullo y siempre le he dado trato de capullo, le digo en voz alta, para que los demás perros se enteren:

–Lo que me faltaba por verte: meando como una perra. No me jodas, Argi.

Él me mira despreciativo, como diciendo calla, cabrón, ya me gustaría verte a ti con ochenta tacos, a ver cómo manejas a esa edad el aerosol. El pobre ya no puede mear como un perro porque ahora, cada vez que intenta levantar la pata trasera, pierde el equilibrio. Y yo no perdono:

–Manda cojones, Argi. Cuatro patas y no te mantienes en pie. Estás como para andar en bici.

Me he obligado a tratarle con este lenguaje de siempre, no sea que me note la tristeza. Si sabe que disimulo estoy perdido: se me muere mañana, sé de sobra lo orgulloso que es.

Qué perro. Pudo morir a los siete meses de edad, cuando estaba durmiendo y se le tumbó encima Faustina, una vaca suiza mía que lo confundió con una almohada. Más tarde se convirtió en un perro digno del Circo Mundial: saltaba las vallas, pasaba por el aro o recogía las pelotas imposibles que perdíamos en los frontones. Se paraba como un mimo en cuanto le decía “geldi hor”... Nunca pisaba un sembrado, por mucho que cayera una pelota. Se quedaba esperándome, sin correa ni horario, a la salida de los supermercados de Madrid. Qué perro, ya digo. Un crack.

–Por este perro te pago el dinero que quieras –me ofrecieron varias veces.
–Te lo vendería ahora mismo –les decía yo–, pero él no se vende.

Sólo me hacía caso a mí y a mi padre. La última vez que estuvimos en Vizcaya fue directo al lugar donde solía sentarse mi padre, y ahí comprendí que Argi no sabe aún que se ha muerto hace más de cinco años. Él piensa que mi padre está vivo. Y tiene razón.

Llevo toda la semana pensando en acudir al veterinario para que le dé la eutanasia, pero siempre me arrepiento, porque cada vez que Iratxe vuelve del trabajo le viene como un pequeño renacer. Hasta en ese culto a Iratxe se parece a mí. Pero a la hora en que escribo esto su situación ha empeorado: ayer ni siquiera logró ponerse en pie. Lo miro a los ojos para saber si está sufriendo y me devuelve una mirada altanera que logra confundirme. Qué pedazo de cabrón: no quiere morirse sólo por no defraudarnos.

Mi perro se muere. Con él se va el último trozo de mi padre. Mi padre otra vez. Mi perro. Y yo aquí, maldito incapaz, sin aprender a escribir todavía.

* Todo eres cuento de niños es un verso del poema El pelícano, de Quevedo


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miércoles, 2 de junio de 2010

Arder en el invierno, nuevo libro de relatos de Marcelo Luján



Arder en el invierno
Marcelo Luján
Baile del sol, 2010

La motivación del escritor es una selva tropical con múltiples microclimas. A veces la necesidad de contar algo. Otras, querer que te escuchen, que te lean. El ansia de trascendencia o el exorcismo. En algún caso, como este, la necesidad surge del recuerdo de algo que se va perdiendo.

Marcelo Luján sentía que su español porteño se le iba de los labios, sentía que el desapego de su tierra durante años le hacía perder identidad. Lo mismo le ocurrió a su compatriota y amigo Carlos Salem, que acuñó para definirse el término argeñol. Eso lo dice todo.

Luján no quería perder el piolín, el acento de su infancia y su juventud, y se impuso la escritura de este libro para recuperarlo. Cada día volcaba en el blog una reflexión, un relato, un texto poético, un mensaje de modo que recuperase aquel mundo de allá que empezaba a difuminarse.
Así nació Arder en el invierno, fruto de la necesidad de volver a la huella, de reconocer los lugares, de no callar aquello que se voceaba y no era capaz de pronunciar. El compromiso consigo mismo, la máxima muestra de honestidad.

Arder en el invierno es un libro polivalente, que no admite etiquetas. Si fuese el tejado de una casa tendría decenas de vertientes. Es, además, difícilmente entendible para los más racionalistas, críptico y genial, hermoso. Se presenta ante nuestros ojos en forma de relatos cortos, cuasi microrrelatos, iniciados por las letras del alfabeto, por palabras concretas, con las que ofrece historias a varias voces, historias (para acabar de liar la madeja) hiladas. Así es: un juego, un puzzle. Si te va lo diferente, ir más allá de las palabras, el conocer qué se esconde entre las líneas, dejar de leer para pensar, este es tu libro.
No podía ser de otro modo. Luján es un jugón de la forma y del fondo. Se ha fogueado con el arte de los cuentos y atesora premios tan importantes como el Kutxa o el Ciudad de Alcalá. Domina el arte de la escritura, propone una utilización de la puntuación muy diferente a la tradicional, una utilización de los dos puntos que obliga al lector a beber de otros paisajes literarios, de otros ritmos. El español porteño presente en cada texto nos llevará hasta el mismo río, a las calles del otro lado del atlántico. A media lectura descubrirán hilos de seda invisibles que entrelazan unos relatos con otros, y sentirán la tentación de abrir el libro por cualquiera de sus páginas y dejarse llevar por el azar, porque el destino final puede ser diferente. Eso le gusta a Luján, el espíritu de los contrarios, de los términos en confrontación, de las metáforas opuestas que choquen en la mente del lector.

Tan sólo una les desvelaré, a modo de ejemplo: Arder en el invierno, el título de este proyecto narrativo contiene dos términos enfrentados: arder e invierno, pues bien, arder e invierno, o sus semejantes metafóricos, se encuentran en todas las historias que cuentas estos relatos.
Teniendo en cuenta que esas historias nos hablan del tiempo, de literatura, de amores y de revoluciones, de injusticias y de gratitudes, de vida. Teniendo en cuenta que existen palabras clave como cartografías, como ñoquis, como ojos y xenofobias, como whiskys, la diversión está asegurada.


Introducción (por Ana María Shua)

Hace unos años recibí en mi correo electrónico una nota de un
joven autor que me escribía desde España y me proponía, como
presentación, un texto de su blog. Como tengo el defecto de ser
buena corresponsal, me cuido mucho de iniciar cualquier tipo de
intercambio de mensajes. Leí el texto, que se llamaba «Anillos», y
decidí que me encontraba frente a un narrador meritorio, con el
que valía la pena establecer comunicación. Había leído el primer
texto de lo que sería, con el tiempo, este libro.
Arder en el invierno es breve pero intenso. Está estructurado
en tres partes en las que aparece un texto por cada letra del alfabeto.
En las secciones del libro se repite la estructura, retomando
los títulos y excavando en los temas. A través de un clima onírico,
cargado de melancolía, se cuenta y no se cuenta una desoladora
historia de amor, que es también una historia de nostalgia por el
terruño, que es también poesía, que es también pasión por la mujer
y por el fútbol, por la infancia y por el mate, y contiene ese delicado
entusiasmo por el fracaso que define la buena literatura: Marcelo
Luján sabe, como cualquier escritor de raza, que ninguna historia
humana termina bien.
Hay zonas geográficas en que las fronteras se vuelven difusas
y uno no puede estar tan seguro de que está en un país y no en el
otro. Así nos sucede a los buenos lectores con ciertos libros a los
que es difícil encasillar en un género determinado. ¿Poesía? ¿Minificción?
¿Prosa poética? ¿Cuento breve? ¿Qué importa, en tanto los
textos sean de alta calidad literaria, en tanto la lectura sea profunda,
gozosa, perturbadora y feliz? Ese es el efecto que propone Marcelo
Luján
con Arder en el invierno.

1. ANILLOS
Quién me obliga a ver tu nombre grabado dentro de un círculo.
A recordar la tarde en que los compramos, a recordar la ilusión
de aquella tarde. A recordar la otra tarde (siempre invierno) en
que me lo pusiste y te lo puse y nos los pusimos. Ay ilusión. Ay
esperanza. Ay: qué impuntuales son. Si todo coincidiera como
coincidieron orificio y dedo tenso. Si todo se limitara a esa acción.
Quién me obligó. Quién toma y quién obliga. Cordón metálico
que me aprieta los vicios del anular. Qué fácil fue abrirte
la manito, qué fácil fue que me miraras. Qué fácil tus ojos y qué
fácil tu sí. Qué fácil la noche que de verdad ardimos. Qué simple
parece todo cuando hay voluntad y pasión y horizonte. Qué claro
el horizonte con tu nombre grabado en el interior de una cinta.
Después hay que raspar y raspar para borrar ilusión esperanza
horizonte. Eso sí cuesta. Eso sí cobra. Caro. Ahora borro y borro
como si nunca hubiera existido aquella tarde, como si nunca hubiera
sido lo que alguna vez fue realidad.

Marcelo Luján estará firmando ejemplares de Arder en el invierno en la Feria del Libro de Madrid, caseta de Baile del sol (262), la tarde del domingo 6.