Me estoy dando cuenta de que me gusta explicar cómo llego a los cuentistas del mes.
Cuando pienso en
Miguel Torga, mi boca forma una circunferencia admirativa (la O de ESFERA) que perdura desde hace años, y un sentimiento agradable de afecto me inunda, pero todavía no sé a qué motivo cierto se corresponde.
El caso es que el nombre de
Miguel Torga lo leí por primera vez en una entrevista de
Manuel Rivas. Lo citaba como una de sus referencias, como una -la más importante quizá- de sus influencias.
Yo, loco por entonces (la bendita vehemencia que origina la pasión) con los libros de relatos de
Rivas ¿Qué me quieres amor? y
Ella, maldita alma, roto por
En salvaje compañía y
Los comedores de patatas, me dejé aconsejar y acudí a la biblioteca en busca de algo de
Miguel Torga.

Lo primero que leí (no puedo evitarlo, primero los cuentos y luego lo demás), fue un libro de relatos titulado
Bichos, un bestiario bellísimo en el que
Torga inunda al lector de bondad. La prosa poética de
Miguel Torga no me sorprendió porque, igual que
Rivas,
Torga procedía de la poesía. Sí dibujó la O de mis labios esa afinidad entre los dos escritores, ese sentimiento terroso de que la vida vale lo que vale una buena conversación con un amigo a la puerta de una casa de pueblo.
Es estonces cuando el escritor se me hace personaje y procuro saber algo de él. Nacido en
Trás-os-Montes, la comarca más pobre y desolada de Portugal,
Miguel Torga surgió años después de haber venido al mundo realmente, porque
Miguel Torga es un pseudónimo literario. Su vida fue dura; sus padres eran campesinos sin recursos, lo que le obligó a elegir entre el seminario (único cauce de enseñanza para los pobres) o la huída, y eligió la huida. Con 13 años emigró Brasil y se curtió como persona a las órdenes de un tío suyo que había “hecho las Américas”. De vuelta en Portugal, y a pesar de que aquel tío ejerció durante algún tiempo su mecenazgo, trabajó mientras estudiaba la carrera de medicina. Una vez acabada, ejercició de médico, hasta el día de su muerte, en la tierra que le vio nacer. Estuvo en la cárcel por su inconformismo político y su defensa de la dignidad humana. Fue perseguido, señalado con la cruz de San Andrés, y la censura de la dictadura de Somoza impidió ver la luz de muchos de sus libros, entre ellos uno que denunciaba la represión franquista en España. Recibió el premio Camoens de literatura (equivalente al premio Cervantes) al final de su carrera, en 1990, y es considerado una figura fundamental en la literatura portuguesa. A pesar de eso,
Torga huyó siempre del resplandor de la fama hasta su muerte a los 87 años en 1995.
Casi toda su vida la narra él mismo en una obra fundamental que inició en 1937 y acabó a finales de los ochenta, publicada en capítulos a la manera de los fascículos, y que hoy se conoce como
La creación del mundo. Esta fue mi segunda lectura.

Pero había más libros de cuentos, traducidos todos por
Eloísa Álvarez y publicados en España por Alfaguara. Así me hice con
Rua que recoge, con igual lenguaje y efecto, historias urbanas de una ternura y una tremendidad magistrales. Melancolía, lirismo, naturalidad, extrema bondad, todo sacado de dentro, de la caja abisal que contiene los sentimientos del pueblo.
Luego llegué a
Cuentos de la montaña y los personajes rurales se convertían en barro de alfarero, en esencia de criaturas. El empleo de las palabras justas para crear el ambiente adecuado a una trama cuasireal. Muy
Rivas, muy
Torga, tanto monta, monta tanto.
Piedras labradas es el último de los libros de relatos bellos y aparentemente sencillos, que leí de
Miguel Torga.

Su descubrimiento hizo que añadiese, una muesca más en mi vara lesbia, allí donde se anotan aquellos autores que merecen tanto la pena, que releerlos no sólo es una obligación sino también un placer.
Así que, acabo de escribir esta reseña en el blog, y busco con la mirada en la estantería de los cuentos. Allí están. Reempezaré por
Cuentos de la montaña, y la O que se perfila otra vez en mi rostro, no sé bien el porqué.
Os dejo con “
Otoño”, un relato extraído de su libro
Piedras Labradas, que contiene una metáfora brillantísima (los raíles…) y esconde en el final una bella declaración de amor. Como siempre, a ver que os parece, cuentistas.