La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

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miércoles, 2 de abril de 2008

JUAN PEDRO APARICIO: Cuentista del mes


De Juan Pedro Aparicio destaco una vez leída parte de su obra, todos los cuentos y, sobre todo, los cuentos muy breves. Junto con Luis Mateo Diez y Jose María Merino, forma la triada leonesa del Filandón, de éxito garantizado en cada una de las actuaciones que han llevado a cabo (memorables las de los festivales Hay-on-Wye).







Sus dos últimas obras aparecidas ( La vida en Blanco, publicada en la editorial palentina Menoscuarto, de la que es director de publicaciones, y La glorieta de los fugitivos, que contiene toda su minificción, en Páginas de Espuma) conforman una decidida apuesta por lo breve.



Recomiendo la lectura de esta muy buena entrevista en Literaturas.

Como estoy liadísimo con el tema de El Laberinto (como no día ser de otro modo tratándose de un laberinto) y he encontrado muchos de los textos que Juan Pedro aporta a la obra que ha motivado su inclusión en este espacio (Palabras en la nieve [Un Filandón] Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino, 128 páginas, 13,75 €, ISBN: 978-84-935531-0-4 en Rey Lear Editorial), os dejo los relatos publicados en la Revista Lateral y espero que, esta vez sí, se opine sobre ellos.



*La obra maestra y otros cuentos
JUAN PEDRO APARICIO

LA OBRA MAESTRA
Compartían celda. Uno era alto y de ojos morunos, otro grueso y de porte nervioso, el tercero menudo y de poco espíritu. Un tribunal improvisado los había condenado a muerte. Eso era todo lo que sabían. Ni se habían molestado en leerles la sentencia ni les habían señalado día. De vez en cuando oían las voces de mando de los pelotones de ejecución provenientes de alguno de los patios y en seguida las descargas de fusilería. Pasó el tiempo y la rutina de la muerte entró en sus carnes en forma de una fiebre que les mantenía en un estado de abandonado frenesí. El más grueso lamía a veces la piedra de la pared en busca de sabores, el más menudo se concentraba en las formas del muro como dicen que había hecho Leonardo para buscar inspiración, el más alto escribía una novela. Pero, como no tenía papel, ni pluma, ni tiza, ni utensilio alguno para escribir, lo hacía en su mente, construía las palabras cuidadosamente, las corregía, las leía en voz alta, las comentaba con sus compañeros y las volvía a corregir.Así hizo una novela de más de trescientas páginas, trescientas treinta y tres exactamente, de 30 líneas por 60 espacios, según sus precisos cálculos mentales. Bien memorizada, se la leyó más de una vez a sus compañeros. Pero pasaban los días sin que se ejecutaran sus sentencias y como aquella lectura a todos gustaba, fueron muchas las que hizo hasta que el más grueso de ellos logró retenerla también en su memoria, no sin hacer alguna corrección y sugerencia, discutidas, y en su caso aceptadas, por el autor de la novela. Entonces se les ocurrió que, por si alguno de ellos se salvaba, deberían los tres aprenderla de memoria para reproducirla en papel cuando las circunstancias lo permitieran. Los tres comulgaban con la idea de que era la mejor novela de que ellos hubieran tenido jamás noticia. La novela mejoró todavía con las siguientes lecturas y correcciones, hasta el punto que, cuando vinieron a buscarles, ninguno dudaba de su condición de obra maestra. Un día se llevaron al más alto; otro, al más grueso; pero el tercero, menudo y de poco espíritu, fue indultado. Nunca logró transcribir la novela. Su memoria, tan desconchada como los muros que recibían las descargas de fusilería, era incapaz de presentársela entera. A duras penas lograba reconstruir el argumento completo. Sostenía sin embargo que era una obra maestra, una de las mejores novelas que jamás se habían escrito. Y así lo mantuvo siempre, incluso treinta años después de aquellos sucesos.


MI NOMBRE ES NINGUNO
Los habían capturado por el motivo más nimio, alguien había dicho que uno de ellos había gritado: “¡Viva la República!”. Otro que había blasfemado; de dos o tres se ignoraba la razón; el resto, se decía –lo decían ellos mismos–, que por pertenecer a un sindicato o a un partido de izquierdas. Algunas noches venían unos jóvenes de oscuro y un sujeto mayor de pelo blanco; leía este en voz alta tres o cuatro nombres de una lista y se los llevaban. Nadie dudaba del fatal destino que esperaba a los que se iban. Elicio Ostiz cada vez que se abría el portón, antes de que leyeran aquellos pocos nombres, se meaba y se cagaba en los pantalones. Una noche dijeron su propio nombre, Elicio Ostiz, y el olor a heces blandas y recientes se notó incluso por encima del hedor del cobertizo. Pero, sobre el miedo, prevalecía en los hombres el deseo de evitar las burlas que la incontinencia de aquel flojo compañero provocaría en sus ejecutores. Aurelio Mataix dio un paso al frente y se hizo pasar por Elicio. Poco importaba morir hoy o morir mañana, si ya había perdido la esperanza. Desde aquella noche creció entre los supervivientes un sentimiento de pertenencia a un colectivo que se imponía sobre la pulsión individual. Quizá por eso cuando llamaron a Aurelio Mataix y de nuevo el pobre Elicio fue incapaz de contener sus esfínteres, otro compañero tomó de nuevo su puesto. La cosa se hizo así costumbre hasta que sólo quedó con vida el propio Elicio, entonces le subieron a un camión y le llevaron a una prisión del ejército. Se habían acabado los fusilamientos. “¿Cómo te llamas?” –le preguntaron. “No lo sé” –contestó. Y nadie nunca le sacó más allá de esas tres palabras.


LA CONFESIÓN
Desde hace algún tiempo hago la mayor parte de mi compra de libros a través de Internet. No me gustan las grandes superficies que están acabando con los libreros. En Internet busco a mis autores favoritos de todos los tiempos y elijo libro, encuadernación y edición a mi capricho; todo depende, como siempre, del dinero que esté dispuesto a gastarme. Hace unos días recibí mi último encargo. Vino de Minneapolis, Minnesota, Estados Unidos, era un libro de Horace Beemaster, el gran clásico norteamericano, uno de mis escritores favoritos. Era una primera edición, debo decir que sin huellas de haber sido leída nunca, por la más que razonable suma de doscientos dólares, transporte y entrega incluidos. Anoto esto porque todavía compré dos ejemplares más idénticos, también primeras ediciones, uno se lo encargué a una librería de Maryland, por trescientos veinticinco dólares, otro a una de Colorado por cuatrocientos cuarenta, ambos en algo peor condición que el primero. Tuve que hacerlo, sin embargo. Quiero decir que tuve que comprarlos para corroborar que lo que había encontrado en el primero no era parte de la ficción. Me refiero a una nota manuscrita del propio Horace Beemaster que venía entre las paginas 132 y 133 del ejemplar de Minneapolis y que decía así:A quien pueda concernir: A la hora de mi muerte, yo, Horace Zebulon Beemaster, declaro solemnemente que mi jardinero, Anthony Whilam, un mocetón irlandés analfabeto que sirvió en mi casa durante veinticinco años, ha sido el autor de todos mis escritos. Mientras él se bebía mi whisky, yo copiaba literalmente cuantas palabras iban saliendo de su boca. Así nacieron mis novelas más importantes: El calderero, La furia del alba, Los árboles ahogados, El camino de un sueño y El mendigo de horas. Ni siquiera los títulos son míos, que brotaron también de su boca. Hoy dejo esta nota en este ejemplar de El Mendigo de Horas que yo guardo en mi biblioteca, con la esperanza de que, a mi muerte, la verdad resplandezca y mi alma recupere la paz. Firmado Horace Z. Beemaster
PD. : Anthony Whilam murió de una cirrosis hepática el 27 de febrero de 1829 a la edad de cuarenta y cuatro años.


LA COYUNTURA
Hilario y Rosendo eran gemelos, pero la Guerra Civil sorprendió a Hilario en zona franquista y a Rosendo en zona republicana. El primero dedicó su tiempo a teorizar sobre las excelencias de la España una, grande y libre, mientras que el segundo se aplicó en la elucidación de los nuevos caminos del internacionalismo. Cuando acabó la guerra, Rosendo tuvo que exiliarse. Su novia Luisa se negó a seguirle, por un lado no quería abandonar a su madre, por otro, según ella misma decía, tenía raíces de árbol. A oídos de Hilario llegó que Rosendo sufría una terrible depresión que no le permitía escribir. Como Luisa siguiera en sus trece, Hilario, soltero y sin compromiso, viajó a México y le propuso a Rosendo que cambiasen de identidad. Así se hizo y Rosendo volvió a España, al lado de Luisa, con el pasaporte de Hilario.Las cosas no pudieron irles mejor desde entonces. Sus obras crecieron cada año con nuevos títulos muy del gusto de sus seguidores respectivos. Rosendo, con el nombre de Hilario, contribuyó a dotar al sindicalismo franquista de un punto de humanismo. Hilario, con el nombre de Rosendo, iluminó aspectos oscuros y utópicos del obrerismo. Los dos hermanos para ser ecuánimes se repartían los derechos de autor.


CARTA SIN RESPUESTA
Una amiga había comentado ante el espejo: “Nadie me llama guapa, así que yo me lo digo muchas veces a mí misma para animarme”. A Sofía, que nunca había recibido una carta de amor, se le ocurrió enviarse una, escrita por ella misma, pero firmada por un inventado Roberto Sastre que vivía en Villalba. Para más verismo, tomó el tren de cercanías y echó la carta en un buzón de esa localidad. Y de esa manera recibió muchas cartas, casi una a la semana. Había que ver con qué ilusión abría el sobre y leía las dos o tres cuartillas manuscritas, con una letra recta, firme, que no se doblegaba a derecha ni a izquierda. A veces, Roberto y ella tenían discusiones y hasta pequeños enfados, como pasa con todas las parejas de enamorados. Roberto se empeñaba en que fueran a Marbella una semana y ella le ponía excusas, por más que lo estuviera deseando. Le decía que no estaba segura de que compartir habitación durante siete días fuese una buena idea. Procuraba no obstante ser muy suave y persuasiva porque no quería perderle ni que se enfadara, pero Roberto tenía que comprender que llevaban muy poco tiempo de relaciones como para convivir así una semana. En esas estaban cuando la última carta de Roberto no llegó. Esperó una semana, diez días, un mes, reclamó a Correos pero definitivamente la carta no llegó. Se sintió muy ofendida por el silencio. “¿Qué se habrá creído este?” –le llegó a decir a una amiga. Y nunca más le volvió a escribir, que ella no se iba a rebajar.


CIELO
Iba por el bosque con mi perrita cuando la perdí de vista, algo bastante frecuente y que sólo me preocupaba cuando estábamos cerca de la carretera, como era el caso. La llamé con insistencia, silbé, pero no acudió. “Boni, Boni” –seguí voceando. De repente, de entre la espesura vi correr hacia mí a un perro. Tenía ese trote saltarín, con las orejas subiendo y bajando, que obedece a la llamada del cariño. Pero no era Boni, aunque, cuando llegó a mí, intentó encaramárseme. Se trataba de una perrita común de pequeño tamaño, con la piel negra y blanca. Le hice una caricia y seguí llamando a Boni. Enseguida vi venir a otro perro, un setter de color cobre, de magnífica estampa cazadora, que también se acercaba jubiloso. Y, mientras la perrita y el recién llegado me hacían carantoñas con sus saltos, moviendo los rabos como hélices, yo seguía voceando el nombre de Boni. Un tercero apareció. Era un cachorro de apenas dos meses, gris y juguetón. Mi padre me había regalado uno igual, un perro lobo, decía él, cuando yo era niño y se me había muerto de parálisis un mes después. Lo llamábamos Tobi. Algo confundido, insistí en mi llamada, y sólo cuando vi venir a dos perros más empecé a comprender. Eran Freak y Bolo, los últimos que había tenido, que se acercaban con idéntico alborozo. Entonces reconocí también a todos los demás. Con cuánta emoción abracé a mi perrita Lista, la primera en venir, que seguía lamiéndome la cara, y a la que, siendo yo muy niño, mató un coche; a Sol, el perro de Franquito, el único que murió de viejo; a Tobi, el pobre cachorrillo que llevé imprudentemente a un baño en el río. El médico me había prevenido contra las emociones fuertes y tuve miedo de que mi cansado corazón fuera a estallar, incapaz de soportar el júbilo que el abrazo de todos los perros que alguna vez había querido me provocaba, saltando y brincando sobre mí. Faltaba, sin embargo, Boni. Y, cuando la vi acercarse a la carrera, con ese trote que es una declaración de amor, ya sabía que estábamos en la otra vida


Juan Pedro Aparicio (León, 1941). Es escritor. En 1989 obtuvo el premio Nadal por Retratos de ambigú (Destino). Entre sus obras destacan La forma de la noche (Alfaguara,1994) y La gran bruma (Espasa Calpe, 2001). Recientemente ha publicado el volumen de cuentos La vida en blanco (Menos Cuarto, 2005).







*www.lateral-ed.es/revista/articulos/130_ficc.htm






©Esteban Gutiérrez Gómez, 2008

1 comentario:

Baco dijo...

Que pena que nadie tenga nada que decir de esta maravilla de micro-cuentos.
Snifff, snifff...