sábado, 3 de enero de 2009
CABALLOS (relato inédito)
Habíamos estado dando un paseo por el bosque. Durante el verano se estiraban las ramas del hayedo cubriendo con su inmenso manto la tierra a la que protegen, una tierra revestida de hojas acuosas caídas durante los pasados otoños. A pesar del calor, dentro del hayedo se estaba bien. La humedad mantenía fresco el musgo y cubría de verdín los troncos en la umbría. Me gustaba hacer esa travesía todos los años con papá.
Desde muy pequeño el hayedo se me aparecía como el bosque donde debían habitar las brujas. Era para mí un sitio misterioso, mágico, hechizado.
Papá para hacer más agradable la subida desde el valle, me narraba historias que sobre él se contaban. Mi preferida era la de los caballos salvajes que vivían en la espesura del bosque: todos decían que los oían pero nadie los había visto nunca. Bueno mi padre y yo si los hemos visto.
Un día los oímos bufar al otro lado de las zarzas, y patear el suelo. Incluso vimos como se movían las ramas bajas de los abetos. Papá me preguntó si quería ver los caballos y yo por supuesto dije que sí. Si, dijo él, ya es hora que descubras algunas cosas de la vida. Estiró los chubasqueros en el suelo en medio del sendero y nos tumbamos en ellos. Cierra los ojos y no los abras hasta que yo te lo diga, me dijo sujetándome el pecho con su brazo. Estuvimos un buen rato con los ojos cerrados tumbados en medio del camino. No se oía nada más que el vuelo de alguna de las aves del bosque. Aguanta, me dijo, que falta poco ya verás. Entonces sentí que el suelo se movía. Estate quieto y no abras los ojos todavía, susurró presionando algo más su brazo. Estaban allí. Los podía sentir: su respiración caliente sobre mi cara y su olor a barro. Ahora, escuché, y abrí los ojos. Me asusté un poco al verlos encima de nosotros. Papá me esta mirando y con un suave cerrar de pestañas me tranquilizó.
–¿Qué bonitos verdad? –dijo mientras volvía la cabeza hacia ellos.
Sí eran bonitos. Tenían mucho pelo negro en las crines y en la cola. Eran unos cinco o seis, todos de color pardo oscuro. Estaban tranquilos. Intenté incorporarme para verlos mejor y entonces, lentamente, empezaron a formar una fila y se internaron de nuevo en el bosque.
Años después descubrí el secreto de papá: por supuesto que la gente había visto los caballos, sólo había que ofrecerles un poco de sal en la palma de la mano para atraerlos.
Pero ese día papá y yo hicimos magia.
El 1 de enero, como todos los primeros días del año, acudí a mi santuario en la sierra de Madrid. Jamás lo había visto así de expresivo, tan lleno de belleza, con girones de niebla enganchados entre los pinos, con el agua del deshielo corriendo en cascadas desde los neveros, con los líquenes y el musgo cubriendo las piedras y los árboles como si me encontrase en un bosque del terciario, con la humedad máxima en el ambiente que producía un chispear brillante en el paisaje.
Tan sólo me encontré en el camino con unos caballos que pastaban mansamente en un claro del bosque cubierto de nieve y niebla.
Entonces recordé el relato que acabáis de leer.
Sirva como homenaje a la naturaleza que es capaz de crear tantas sensaciones placenteras en el alma.
Texto: Esteban Gutiérrez Gómez, 2006
Foto: Robert. (http://coloresygrises.blogspot.com/). Gracias.
Desde muy pequeño el hayedo se me aparecía como el bosque donde debían habitar las brujas. Era para mí un sitio misterioso, mágico, hechizado.
Papá para hacer más agradable la subida desde el valle, me narraba historias que sobre él se contaban. Mi preferida era la de los caballos salvajes que vivían en la espesura del bosque: todos decían que los oían pero nadie los había visto nunca. Bueno mi padre y yo si los hemos visto.
Un día los oímos bufar al otro lado de las zarzas, y patear el suelo. Incluso vimos como se movían las ramas bajas de los abetos. Papá me preguntó si quería ver los caballos y yo por supuesto dije que sí. Si, dijo él, ya es hora que descubras algunas cosas de la vida. Estiró los chubasqueros en el suelo en medio del sendero y nos tumbamos en ellos. Cierra los ojos y no los abras hasta que yo te lo diga, me dijo sujetándome el pecho con su brazo. Estuvimos un buen rato con los ojos cerrados tumbados en medio del camino. No se oía nada más que el vuelo de alguna de las aves del bosque. Aguanta, me dijo, que falta poco ya verás. Entonces sentí que el suelo se movía. Estate quieto y no abras los ojos todavía, susurró presionando algo más su brazo. Estaban allí. Los podía sentir: su respiración caliente sobre mi cara y su olor a barro. Ahora, escuché, y abrí los ojos. Me asusté un poco al verlos encima de nosotros. Papá me esta mirando y con un suave cerrar de pestañas me tranquilizó.
–¿Qué bonitos verdad? –dijo mientras volvía la cabeza hacia ellos.
Sí eran bonitos. Tenían mucho pelo negro en las crines y en la cola. Eran unos cinco o seis, todos de color pardo oscuro. Estaban tranquilos. Intenté incorporarme para verlos mejor y entonces, lentamente, empezaron a formar una fila y se internaron de nuevo en el bosque.
Años después descubrí el secreto de papá: por supuesto que la gente había visto los caballos, sólo había que ofrecerles un poco de sal en la palma de la mano para atraerlos.
Pero ese día papá y yo hicimos magia.
El 1 de enero, como todos los primeros días del año, acudí a mi santuario en la sierra de Madrid. Jamás lo había visto así de expresivo, tan lleno de belleza, con girones de niebla enganchados entre los pinos, con el agua del deshielo corriendo en cascadas desde los neveros, con los líquenes y el musgo cubriendo las piedras y los árboles como si me encontrase en un bosque del terciario, con la humedad máxima en el ambiente que producía un chispear brillante en el paisaje.
Tan sólo me encontré en el camino con unos caballos que pastaban mansamente en un claro del bosque cubierto de nieve y niebla.
Entonces recordé el relato que acabáis de leer.
Sirva como homenaje a la naturaleza que es capaz de crear tantas sensaciones placenteras en el alma.
Texto: Esteban Gutiérrez Gómez, 2006
Foto: Robert. (http://coloresygrises.blogspot.com/). Gracias.
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6 comentarios:
El día 1 me acordé de tu ritual. Te imaginé subiendo aquella cuesta hasta lo más alto del balcón. Te imaginé solo, como cada año. Un pie detrás de otro. Envuelto por la niebla de la sierra, respirando el aroma de la soledad. Qué bueno encontrar a los caballos. Debió ser mágico, como tu relato.
Un beso.
Luisa:
No hay nada como empezar el año cargando las pilas vitales en el bosque.
Fué alucinante, de verás.
Un bexo
Gracias Esteban por el precioso relato breve y ameno.
Saludos y buena escritura.
Escribimos, ciertamente, por necesidad. Necesito comunicar mis impresiones.
Ese es Mi caso.
Un fuerte abrazo
Me ha encantado el relato. Y me alegra que te haya gustado mi foto.
Un abrazo.
Gracias, Rob. La foto sí que es buena (e inspiradora. No sé si conocer un relato de Carver que se titula igual que tu foto).
Un abrazo.
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