martes, 4 de mayo de 2010
Un cuento de Matías Candeira
CUANDO SE MUERE LA NEVERA
Un día va la nevera y se muere, en un gesto incomprensible. Ahora es por la mañana, muy temprano, y la familia en pleno —los dos hermanos, los padres, hasta el gato marrón— observa cómo se desliza esa enorme hemorragia de agua color violeta por toda la cocina, o allí, posada en el mango plateado, esa manada armónica de moscas que a cada poco se mueve, aletea, esperando su turno. ¿Por qué les ha hecho esto? Era una nevera preciosa, novísima, que compraron en una gran superficie hace dos o tres años, o incluso puede que cuatro, o vayan a saber. Tímidamente empiezan a acercarse. La nevera, está clarísimo, acaba de diñarla (dirían los inoportunos). Parece faltar ese runrún eléctrico de siempre; también se distingue un pollo igualmente frío y una colonia de hongos, esas cosas que albergan los cadáveres. ¿Deberían llamar a un médico para que la palpe y con un ademán trágico les confirme la defunción?
No.
Lo cierto es que no es posible.
Está muy claro lo que ha ocurrido.
De pronto, se fijan en la ventana. Un escarabajo enorme acaba de aparecer justo en el centro del cristal y está mirándolos fijamente; también a la nevera, a ella sobre todo. El escarabajo mueve las antenas de la boca, sigue ahí, se eleva un instante con sus alas amarillentas y después desaparece como un espectro. Aunque es muy extraño, apenas se inmutan. Algo tienen que hacer. Empiezan a acordarse de esas mañanas, la rutina invariable con la que la nevera los hacía, si cabe, felices en sus desayunos. El padre, cuando la nevera estaba viva, solía santiguarse frente a ella, se ajustaba las pantuflas con un respeto casi militar, y acto seguido sacaba la mantequilla. Como es seguro que quiere proteger a los suyos del dolor, les dice a sus dos hijos: «Niños, no miréis. Por el amor de Dios, tapaos los ojos». Pero los dos hermanos, es así, no pueden apartar la vista de la pequeña laguna del suelo, algo perfectamente comprensible. La nevera tenía unos imanes rojos, una libreta garabateada, ese firmamento de cosas que la madre ha estado años atesorando y que ahora, caídos por el suelo (el horno no los aceptará, se dice, ay Dios mío, yo siempre me he llevado fatal con el horno), ni siquiera se atreve a mirarlos más que algunos segundos. ¿Quién grabará con la navaja, junto a la zona de los huevos, dibujos de especies anfibias?, se pregunta el hermano. ¿Quién va a guardar mi maquillaje dentro de años, cuando crezca y me enrole en el equipo de cabareteras?, piensa la hermana. ¿Quién lo hará —piensan al unísono— ahora que no respira?
Se te muere la nevera y qué haces.
Nada.
No se puede hacer nada.
¡Rápido, niños, sacad vuestros alimentos! Querida, deberías buscar una caja de madera para guardar esos imanes. Tenemos que desconectarla —se oye un chisporroteo, un estertor—. Ya está. Vamos, vamos.
De modo que el padre y la madre elevan la nevera en alto mientras los niños, corriendo, vacían todos los jarrones con flores que tiene la casa en unas bolsas de tela. Todos juntos salen al jardín, llegan al coche y la montan en la parte de atrás. El automóvil petardea un poco al principio, enfila la calle, la carretera, y tras un largo rato los límites imprecisos y endurecidos de la ciudad. ¿Van a enterrarla bajo una encina mientras leen poemas de Pessoa? ¿Decidirán llevarla a ese campo plagado de electrodomésticos, al norte de la ciudad, para dejarla allí, al amparo de algunas lavadoras carnívoras o esos ventiladores de hospital que hace mucho, muchísimo tiempo, perdieron la razón?
El coche sigue avanzando, y la familia procura hablar en voz baja para no perturbar a la difunta. En realidad están algo inquietos. Creen haber visto a ese gordo escarabajo seguirlos, en una estela azul, apareciendo y desapareciendo continuamente. La sombra negra del insecto, en ciertas curvas, cruza el cristal delantero en una exhalación. Aunque les parece muy raro, siguen mirando a su nevera muerta (que está muerta ya empiezan a asumirlo). Consideran que es mejor honrarla como se merece. La nevera goza de un reputado cariño que se ha ganado con tesón, en tardes de cuarenta grados donde guardaba una tarrina de helado para los niños, noches oceánicas escondiendo platos secretos para una jauría de invitados —auténticas criaturas de la noche— que nunca gustaron de la comida francesa, cosas así. ¿Os acordáis de cuando se le pudrieron unos tomates y estuvo unas semanas enferma?, pregunta el padre. Sí, papá, nos acordamos. ¿Y del runrún que hacía cuando quería que os fuerais a dormir? Por supuesto, por supuesto.
Parece que ahora mismo el escarabajo está posado sobre el techo del coche. Sus patas, al avanzar, producen un sonido frío, lento, como esas arañas mecánicas que aúllan en el fondo de los desagües. ¿Por qué anda siguiéndoles? ¿A qué razones obedece? Ninguno de ellos hace mucho caso a ese zumbido oscuro. Los niños han abierto la nevera y van depositando flores en su interior —dragonarias, margaritas, orquídeas color de sangre—; hay muchas, todo se llena, y las colocan con precisión en cada estante metálico como si llevaran toda la vida preparados para ello. Está quedando preciosa.
El coche atraviesa riscos, ciudades con millones de farolas apagadas donde ladran los perros a deshora, y al fin, muchas zonas boscosas después, cuando el disco anaranjado del sol empieza a deshacerse, llegan al acantilado. Debe de ser el día en que se mueren las cosas y la gente se despide para siempre. Los cuatro, al sacarla, distinguen al fondo a dos hombres, quizá hermanos, que lanzan un sofá floreado a las aguas bravas. Y de pronto uno de ellos se derrumba. Simplemente cae al suelo, agarrándose a un cojín con lágrimas en los ojos, diciendo que si puede quedárselo. ¡Déjame quedármelo, por favor!, suplica, y entonces el otro hombre lo abraza negando con la cabeza. No es todo, sin embargo. Hay muchas más personas y pertenencias, unidas por cariños inabarcables, en este acantilado blanquecino. La familia los descubre al bajarse del coche. Decenas de seres humanos que dicen «adiós, adiós» a sus objetos, a una parte de sus sueños, quizás, y hacen con la mano el signo de despedida. Varios escolares con las narices hinchadas de llorar arrojan sus canicas al mar embravecido y todavía siguen la trayectoria con los ojos; al fondo, un hombre con barba y pasado besa un vestido de novia y luego lo deja a merced del viento, se pone a temblar violentamente bajo el disco anaranjado del sol. Hay una mecedora, un poco más allá, que arrastra ahora sus ruedas chirriantes por la hierba y empuja a una anciana por el borde. Al caer, todavía se la escucha gritar: «Te juro que no amé a la máquina de coser más que a ti, Gilda, te lo prome...» (ya no se oye nada, es tarde).
Acaban de vislumbrar cómo el escarabajo gigante eleva el vuelo y se posa en una zona pálida de las rocas, cuando se dan cuenta: hay millones de escarabajos, ahí, posados en las paredes de piedra fosforescente, y les están mirando. Escrutan a la nevera. Puede que esperen. Casi pueden notar cómo les brillan las alas y los ojos.
El padre marca el paso, todos andan hacia el borde. Sed fuertes, hijos, tenéis que ser fuertes, dice, y no se quejan por el peso, ni siquiera resoplan. Ahora tienen que andar con la cabeza bien alta, poco a poco, enderezar a su nevera con un cariño que no precisa de aspavientos graves. No le habría gustado, eso lo saben muy bien. El momento ha llegado.
Los niños besan tímidamente los costados de la nevera, dicen «te echaremos de menos».
La madre se toca despacio la zona del corazón.
El padre hace la posición de firmes.
Después la nevera cae y cae a la voracidad del océano, mientras la puerta se abre, en un chasquido, y todas esas flores vuelan sobre las aguas o se esparcen en el viento. Y los cuatro la miran durante un instante perderse en las olas, remontar la corriente, como los muertos de algunas tribus en sus balsas de madera. Y ven también que los escarabajos han levantado el vuelo, se posan sobre ella, la elevan en el aire y en un ritual extraño la conducen a través del mar, bajo la noche inmensa, quién sabe hacia dónde.
Un día va la nevera y se muere, en un gesto incomprensible. Ahora es por la mañana, muy temprano, y la familia en pleno —los dos hermanos, los padres, hasta el gato marrón— observa cómo se desliza esa enorme hemorragia de agua color violeta por toda la cocina, o allí, posada en el mango plateado, esa manada armónica de moscas que a cada poco se mueve, aletea, esperando su turno. ¿Por qué les ha hecho esto? Era una nevera preciosa, novísima, que compraron en una gran superficie hace dos o tres años, o incluso puede que cuatro, o vayan a saber. Tímidamente empiezan a acercarse. La nevera, está clarísimo, acaba de diñarla (dirían los inoportunos). Parece faltar ese runrún eléctrico de siempre; también se distingue un pollo igualmente frío y una colonia de hongos, esas cosas que albergan los cadáveres. ¿Deberían llamar a un médico para que la palpe y con un ademán trágico les confirme la defunción?
No.
Lo cierto es que no es posible.
Está muy claro lo que ha ocurrido.
De pronto, se fijan en la ventana. Un escarabajo enorme acaba de aparecer justo en el centro del cristal y está mirándolos fijamente; también a la nevera, a ella sobre todo. El escarabajo mueve las antenas de la boca, sigue ahí, se eleva un instante con sus alas amarillentas y después desaparece como un espectro. Aunque es muy extraño, apenas se inmutan. Algo tienen que hacer. Empiezan a acordarse de esas mañanas, la rutina invariable con la que la nevera los hacía, si cabe, felices en sus desayunos. El padre, cuando la nevera estaba viva, solía santiguarse frente a ella, se ajustaba las pantuflas con un respeto casi militar, y acto seguido sacaba la mantequilla. Como es seguro que quiere proteger a los suyos del dolor, les dice a sus dos hijos: «Niños, no miréis. Por el amor de Dios, tapaos los ojos». Pero los dos hermanos, es así, no pueden apartar la vista de la pequeña laguna del suelo, algo perfectamente comprensible. La nevera tenía unos imanes rojos, una libreta garabateada, ese firmamento de cosas que la madre ha estado años atesorando y que ahora, caídos por el suelo (el horno no los aceptará, se dice, ay Dios mío, yo siempre me he llevado fatal con el horno), ni siquiera se atreve a mirarlos más que algunos segundos. ¿Quién grabará con la navaja, junto a la zona de los huevos, dibujos de especies anfibias?, se pregunta el hermano. ¿Quién va a guardar mi maquillaje dentro de años, cuando crezca y me enrole en el equipo de cabareteras?, piensa la hermana. ¿Quién lo hará —piensan al unísono— ahora que no respira?
Se te muere la nevera y qué haces.
Nada.
No se puede hacer nada.
¡Rápido, niños, sacad vuestros alimentos! Querida, deberías buscar una caja de madera para guardar esos imanes. Tenemos que desconectarla —se oye un chisporroteo, un estertor—. Ya está. Vamos, vamos.
De modo que el padre y la madre elevan la nevera en alto mientras los niños, corriendo, vacían todos los jarrones con flores que tiene la casa en unas bolsas de tela. Todos juntos salen al jardín, llegan al coche y la montan en la parte de atrás. El automóvil petardea un poco al principio, enfila la calle, la carretera, y tras un largo rato los límites imprecisos y endurecidos de la ciudad. ¿Van a enterrarla bajo una encina mientras leen poemas de Pessoa? ¿Decidirán llevarla a ese campo plagado de electrodomésticos, al norte de la ciudad, para dejarla allí, al amparo de algunas lavadoras carnívoras o esos ventiladores de hospital que hace mucho, muchísimo tiempo, perdieron la razón?
El coche sigue avanzando, y la familia procura hablar en voz baja para no perturbar a la difunta. En realidad están algo inquietos. Creen haber visto a ese gordo escarabajo seguirlos, en una estela azul, apareciendo y desapareciendo continuamente. La sombra negra del insecto, en ciertas curvas, cruza el cristal delantero en una exhalación. Aunque les parece muy raro, siguen mirando a su nevera muerta (que está muerta ya empiezan a asumirlo). Consideran que es mejor honrarla como se merece. La nevera goza de un reputado cariño que se ha ganado con tesón, en tardes de cuarenta grados donde guardaba una tarrina de helado para los niños, noches oceánicas escondiendo platos secretos para una jauría de invitados —auténticas criaturas de la noche— que nunca gustaron de la comida francesa, cosas así. ¿Os acordáis de cuando se le pudrieron unos tomates y estuvo unas semanas enferma?, pregunta el padre. Sí, papá, nos acordamos. ¿Y del runrún que hacía cuando quería que os fuerais a dormir? Por supuesto, por supuesto.
Parece que ahora mismo el escarabajo está posado sobre el techo del coche. Sus patas, al avanzar, producen un sonido frío, lento, como esas arañas mecánicas que aúllan en el fondo de los desagües. ¿Por qué anda siguiéndoles? ¿A qué razones obedece? Ninguno de ellos hace mucho caso a ese zumbido oscuro. Los niños han abierto la nevera y van depositando flores en su interior —dragonarias, margaritas, orquídeas color de sangre—; hay muchas, todo se llena, y las colocan con precisión en cada estante metálico como si llevaran toda la vida preparados para ello. Está quedando preciosa.
El coche atraviesa riscos, ciudades con millones de farolas apagadas donde ladran los perros a deshora, y al fin, muchas zonas boscosas después, cuando el disco anaranjado del sol empieza a deshacerse, llegan al acantilado. Debe de ser el día en que se mueren las cosas y la gente se despide para siempre. Los cuatro, al sacarla, distinguen al fondo a dos hombres, quizá hermanos, que lanzan un sofá floreado a las aguas bravas. Y de pronto uno de ellos se derrumba. Simplemente cae al suelo, agarrándose a un cojín con lágrimas en los ojos, diciendo que si puede quedárselo. ¡Déjame quedármelo, por favor!, suplica, y entonces el otro hombre lo abraza negando con la cabeza. No es todo, sin embargo. Hay muchas más personas y pertenencias, unidas por cariños inabarcables, en este acantilado blanquecino. La familia los descubre al bajarse del coche. Decenas de seres humanos que dicen «adiós, adiós» a sus objetos, a una parte de sus sueños, quizás, y hacen con la mano el signo de despedida. Varios escolares con las narices hinchadas de llorar arrojan sus canicas al mar embravecido y todavía siguen la trayectoria con los ojos; al fondo, un hombre con barba y pasado besa un vestido de novia y luego lo deja a merced del viento, se pone a temblar violentamente bajo el disco anaranjado del sol. Hay una mecedora, un poco más allá, que arrastra ahora sus ruedas chirriantes por la hierba y empuja a una anciana por el borde. Al caer, todavía se la escucha gritar: «Te juro que no amé a la máquina de coser más que a ti, Gilda, te lo prome...» (ya no se oye nada, es tarde).
Acaban de vislumbrar cómo el escarabajo gigante eleva el vuelo y se posa en una zona pálida de las rocas, cuando se dan cuenta: hay millones de escarabajos, ahí, posados en las paredes de piedra fosforescente, y les están mirando. Escrutan a la nevera. Puede que esperen. Casi pueden notar cómo les brillan las alas y los ojos.
El padre marca el paso, todos andan hacia el borde. Sed fuertes, hijos, tenéis que ser fuertes, dice, y no se quejan por el peso, ni siquiera resoplan. Ahora tienen que andar con la cabeza bien alta, poco a poco, enderezar a su nevera con un cariño que no precisa de aspavientos graves. No le habría gustado, eso lo saben muy bien. El momento ha llegado.
Los niños besan tímidamente los costados de la nevera, dicen «te echaremos de menos».
La madre se toca despacio la zona del corazón.
El padre hace la posición de firmes.
Después la nevera cae y cae a la voracidad del océano, mientras la puerta se abre, en un chasquido, y todas esas flores vuelan sobre las aguas o se esparcen en el viento. Y los cuatro la miran durante un instante perderse en las olas, remontar la corriente, como los muertos de algunas tribus en sus balsas de madera. Y ven también que los escarabajos han levantado el vuelo, se posan sobre ella, la elevan en el aire y en un ritual extraño la conducen a través del mar, bajo la noche inmensa, quién sabe hacia dónde.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario