viernes, 30 de enero de 2009
Un cuento de Hipólito G. Navarro
Hipólito:
Estuviste tremendo, cachondo y apasionado. Lleno hasta la bandera en Tres Rosas Amarillas. No faltaron el vino y las tertulias interesantes. Todos los cuentistas blogueros estaban por allí (y los no blogueros también).
Fue un placer conocerte, Rey de Espadas, cuentista.
Los k
No es muy grande la mesa que aquí tengo. Justo lo suficiente para el ordenador y la impresora, un taco de hojillas para notas, la funda de las gafas..., el bote de los bolígrafos también, la macetilla con el cactus para absorber las radiaciones... y el teléfono éste desde el que le cuento.
Sí, en efecto, ya hace un rato largo que pasó, pero es que usted siempre comunica.
De aquí mismo salieron, de los agujeritos del auricular, uno a uno, muy despacio, como si disimularan. Luego fueron entrando por la rejilla de ventilación del aparato, también en fila india y en silencio, como la otra vez. Se pudo ver enseguida cómo algunos atravesaban por la pantalla apagada, escarbando desde dentro, con una intermitencia de iconos desquiciados, mientras otros aparecían de súbito, sin apenas transición, por la bandeja de salida de papel de la impresora.
Tan sólo unos cuantos, de intenciones menos cibernéticas, bajaron directamente a la mesa. Impunes y envalentonados, estuvieron recorriendo cada una de las púas del cactus, el interior de la funda de las gafas, la mullida y confortable brevedad de la gamuza amarilla que en otro tiempo utilicé para limpiar las lentes. Incluso un par de ellos se colaron por el agujerito del mechero, y a través de la rosa transparencia se los podía ver como nadando en el gas, que es líquido sin embargo, como sabe.
¿El total? Tres o cuatro docenas como mucho. No me explico cómo han logrado convencer a los millones que albergaba el aparato, y llevárselos a todos.
Así que esta vez, y por favor, nada de ampliaciones de memoria ni de placas añadidas. Mejor será que me instale un disco duro todavía mayor, si acaso un disco externo adicional para estas emergencias. Ya ve lo fácil que ha sido quedarse de nuevo sin los puñeteros megas. No es que el aparato se quede pequeño, desfasado, como usted profetizó; se ha quedado en blanco, encefalograma plano así ataque las teclas en plan Stravinsky intentando recuperar algún archivo.
Que con esos archivos pasa como con las abuelas, que más tarde o más temprano se queda uno sin ellas, eso también me lo dijo la otra vez. Se repite usted, amigo. Hace mucho ya que yo no tengo abuelas. A una no llegué ni a conocerla.
Y que me ponga del lado de los k. Eso también. No seré yo precisamente quien deje de considerar como bastante razonable y hasta justificado su abandono. Nadie mejor para conocer de primera mano mi producción, la que luego se hace pública..., y también la otra. Una novela entera perdí en la otra ocasión. ¿Se ríe? Bueno, sí, tendría que reírme de nuevo un poco yo también. La pérdida de una novela a medio escribir es la mejor oportunidad que se le presenta a uno para lloriquear por un motivo verdaderamente absurdo, una alegría exquisita que no se da todos los días. Transcurrido un tiempo, además, el suceso termina por convertirse en una lección soberbia, de lo más edificante: verifica uno que las novelas las pierde uno y sólo uno, y no, como en algunos momentos me hubiese cabido suponer, que las está perdiendo la historia de la literatura o, todavía más, la literatura misma...
Usted tardará semanas en poder atenderme. Me lo estaba viendo venir. De todas formas apúntelo en su agenda: fulanito ge punto de tal se quedó otra vez sin megas. Si usted, que es un buen técnico, en alguna de sus reparaciones se los encontrara y corrobora que en efecto son los míos y no otros, me los manda con una buena bronca, haciéndoles los cargos.
Vía módem, estamos okey, de acuerdo; dejo la línea abierta. Le pago con tarjeta.
Un momento, un momento: he llamado mesa a esta torpe composición, a su basto acabado: un tablero sin pulir sobre dos cajoneras macizadas de libros por un lado y un caballete a punto de vencerse por el otro. Es no obstante la mesa que me sirve. Diga a su hermano, pues, que se venga con la lija cuanto antes. La mesa ha quedado que da pena. Defecan mucho, encima, los malditos k.
Estuviste tremendo, cachondo y apasionado. Lleno hasta la bandera en Tres Rosas Amarillas. No faltaron el vino y las tertulias interesantes. Todos los cuentistas blogueros estaban por allí (y los no blogueros también).
Fue un placer conocerte, Rey de Espadas, cuentista.
Los k
No es muy grande la mesa que aquí tengo. Justo lo suficiente para el ordenador y la impresora, un taco de hojillas para notas, la funda de las gafas..., el bote de los bolígrafos también, la macetilla con el cactus para absorber las radiaciones... y el teléfono éste desde el que le cuento.
Sí, en efecto, ya hace un rato largo que pasó, pero es que usted siempre comunica.
De aquí mismo salieron, de los agujeritos del auricular, uno a uno, muy despacio, como si disimularan. Luego fueron entrando por la rejilla de ventilación del aparato, también en fila india y en silencio, como la otra vez. Se pudo ver enseguida cómo algunos atravesaban por la pantalla apagada, escarbando desde dentro, con una intermitencia de iconos desquiciados, mientras otros aparecían de súbito, sin apenas transición, por la bandeja de salida de papel de la impresora.
Tan sólo unos cuantos, de intenciones menos cibernéticas, bajaron directamente a la mesa. Impunes y envalentonados, estuvieron recorriendo cada una de las púas del cactus, el interior de la funda de las gafas, la mullida y confortable brevedad de la gamuza amarilla que en otro tiempo utilicé para limpiar las lentes. Incluso un par de ellos se colaron por el agujerito del mechero, y a través de la rosa transparencia se los podía ver como nadando en el gas, que es líquido sin embargo, como sabe.
¿El total? Tres o cuatro docenas como mucho. No me explico cómo han logrado convencer a los millones que albergaba el aparato, y llevárselos a todos.
Así que esta vez, y por favor, nada de ampliaciones de memoria ni de placas añadidas. Mejor será que me instale un disco duro todavía mayor, si acaso un disco externo adicional para estas emergencias. Ya ve lo fácil que ha sido quedarse de nuevo sin los puñeteros megas. No es que el aparato se quede pequeño, desfasado, como usted profetizó; se ha quedado en blanco, encefalograma plano así ataque las teclas en plan Stravinsky intentando recuperar algún archivo.
Que con esos archivos pasa como con las abuelas, que más tarde o más temprano se queda uno sin ellas, eso también me lo dijo la otra vez. Se repite usted, amigo. Hace mucho ya que yo no tengo abuelas. A una no llegué ni a conocerla.
Y que me ponga del lado de los k. Eso también. No seré yo precisamente quien deje de considerar como bastante razonable y hasta justificado su abandono. Nadie mejor para conocer de primera mano mi producción, la que luego se hace pública..., y también la otra. Una novela entera perdí en la otra ocasión. ¿Se ríe? Bueno, sí, tendría que reírme de nuevo un poco yo también. La pérdida de una novela a medio escribir es la mejor oportunidad que se le presenta a uno para lloriquear por un motivo verdaderamente absurdo, una alegría exquisita que no se da todos los días. Transcurrido un tiempo, además, el suceso termina por convertirse en una lección soberbia, de lo más edificante: verifica uno que las novelas las pierde uno y sólo uno, y no, como en algunos momentos me hubiese cabido suponer, que las está perdiendo la historia de la literatura o, todavía más, la literatura misma...
Usted tardará semanas en poder atenderme. Me lo estaba viendo venir. De todas formas apúntelo en su agenda: fulanito ge punto de tal se quedó otra vez sin megas. Si usted, que es un buen técnico, en alguna de sus reparaciones se los encontrara y corrobora que en efecto son los míos y no otros, me los manda con una buena bronca, haciéndoles los cargos.
Vía módem, estamos okey, de acuerdo; dejo la línea abierta. Le pago con tarjeta.
Un momento, un momento: he llamado mesa a esta torpe composición, a su basto acabado: un tablero sin pulir sobre dos cajoneras macizadas de libros por un lado y un caballete a punto de vencerse por el otro. Es no obstante la mesa que me sirve. Diga a su hermano, pues, que se venga con la lija cuanto antes. La mesa ha quedado que da pena. Defecan mucho, encima, los malditos k.
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2 comentarios:
Hipólito es una carroza de carnaval llena de poemas, el tío. Qué gracia y qué arte, pedazo de loncha de jabugo con barba. Genio total, no le queda otra, porque si suspendiendo Lengua te hace esas cosicas...
Abrazos.
Y fíjate tú, Señor de los Micros, que todo obedece a un meticuloso plan de venganza.
Ya lo dijo Poli en alguna ocasión: yo escribo para dar hostias y me sale lo que me sale.
Un saludo (hasta el intercambio)
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