viernes, 27 de febrero de 2009
Presentación de "Submáquina", de Esther Garcia Llovet
Seguro
(fragmento)
—Los muertos cambian —dijo Ochoa mientras acariciaba el cromado de su silla de ruedas ultraligera. Tenía los párpados hinchados y olía a Davidoff y a gasolina de mechero y a cada vuelta del ventilador se encendían las brasas del fondo de su habano.
Era medianoche pasada y no quedaba nadie en el hotel, en verano, en agosto. En una habitación que daba a la piscina. Yo miraba la pantalla del televisor sentada al borde de la cama doble, con los pies descalzos sobre la moqueta morada y el pelo empapado en sudor.
—Los muertos cambian tanto que muchos se olvidan de que alguna vez estuvieron de paso por este mugre mundo —murmuró.
Ochoa detuvo el vídeo y la imagen parpadeó unos segundos entre las paredes color coral con fotos de orquídeas y surfistas y palmeras salvajes. La imagen era de una fiesta o de algo que podía haber sido una fiesta si la gente hubiera tenido otra expresión en sus caras. Todos vestían de oscuro y miraban en la misma dirección. Algunas mujeres se tapaban los labios con la punta de los dedos.
También podría ser un velatorio.
Ochoa dio una larga calada a su cigarro. Movió la silla hasta el televisor y puso un dedo sobre la pantalla. Llevaba guantes de cuero rojo como los pilotos de fórmula uno y debajo de su índice asomó una mujer vestida de negro, con gafas de sol y un gran escote de blanda carne oscura. Con muchos crucifijos y perlas y medallas pequeñas. Unos cincuenta y tantos años. Una mujer muy grande de brazos desnudos, imponentes.
—Si encuentras a esta mujer antes de una semana te doy sesenta mil pavos. Más los gastos.
Miré el cráneo de Ochoa contra la pantalla del televisor donde su dedo había dejado un halo en el cristal como si la mujer fuera una aparecida. Me aproximé a él despacio.
—¿Por qué me lo pides a mí?
La mujer tenía una expresión extraña y si eso era una sonrisa mejor que no lo fuera.
—¿Por qué no vas a la policía?
—Porque prefiero una ex policía para esto —contestó.
—Entonces cien. Cien mil. Más gastos.
Ochoa graznó una carcajada. Se calló y volvió a reír con la boca muy abierta. Miré el reflejo añil de la pantalla sobre su cráneo moreno de cabina. Luego le apreté el hombro y él colocó su mano sobre mi muñeca.
—Cien mil si consigues dar con ella. Sin anticipo.
—A pelo.
Levantó la vista y después me apretó la mano con demasiada fuerza.
—A pelo.
—¿Y cuando la encuentre?
Me arañó los nudillos.
—Cuando la encuentres ya te diré yo lo que tienes que hacer con ella.
—Hecho.
Fui a abrir las cortinas y la ventana. Afuera olía al plástico de la hierba artificial recalentado por los focos y las luces de los helipuertos parpadeaban en los rascacielos. La luna crecía, alta, ácida; lisérgica.
—¿Estás seguro de que está viva? —dije—. Calculo que este vídeo tiene más de cinco años.
Ochoa se pasó la mano por el cráneo y sentí el crepitar del vello contra su palma.
—De lo que estaba seguro hasta ayer mismo y durante los últimos cuarenta años era de que estaba bien muerta.
Apagué el ventilador. Miré a Ochoa mientras se ponía las Ray-Ban. Miré su cuello cruzado de venas gruesas como vides de la ira y su tatuaje en la nuca y de pronto me pareció un condenado a la silla eléctrica que fuera a la vez verdugo.
Bajé al bar del hotel, pedí un Martini muy seco. Llamé a un amigo productor de cine que contestó medio dormido. Le pedí un préstamo de mil quinientos y me dijo que sí, aunque con condiciones. Habló un rato sobre sus condiciones. Mientras le escuchaba me senté en un taburete en la esquina de la barra. El suelo retumbaba sobre la discoteca del sótano. Tocaban un reggaetón detrás de otro pero cuando bajé no había casi nadie. El suelo estaba viscoso y había dos hombres de traje y corbata bailando solos y borrachos. Hacían como si se pegaran en broma. Al verme dejaron de hacerlo.
Estaba cansada y preferí dormir en el hotel a volver al apartamento.
Dormí cuatro horas.
Me despertó una conversación entre las camareras en el cuarto de al lado, algo acerca de otra a la que habían cogido robando en una habitación. Una lloraba. La otra se reía a voz en grito.
Intenté dormir otra vez pero no lo conseguí.
Geppo, el productor, vivía en un ático de doscientos metros cuadrados con ventanas tintadas y asientos de pelo de vaca y kitchenette y una cinta de correr tras una mampara blanca como el revestimiento de los aviones. Cuando llegué encontré la puerta abierta y al entrar oí el motor engrasado de la máquina y la respiración de Geppo entre las voces de la tele. Me dijo «ahora salgo» y esperé de pie en el salón. En la tele estaban emitiendo un largo anuncio de un perfume que olía como el verano asiático.
Debajo del ventanal había una videoteca con unos mil quinientos títulos. Porno doméstico, grabaciones de vigilancia en aduanas, sesiones de Alcohólicos Anónimos. Antiguas grabaciones de terapia de grupo. Muchas fiestas en sótanos privados, en infrarrojo, con mujeres de pupilas blancas y brillantes e intermitentes como estaciones orbitales.
Conocía a Geppo desde que entré en la Brigada de Desaparecidos de la Policía, en el noventa y tantos. No dejamos de vernos cuando dejé el servicio y a esas alturas sabía ya que si no era el mejor era porque tenía también otras aficiones y otras compañías.
Me dirigí al televisor y coloqué la cinta de Ochoa en el aparato de vídeo. Las imágenes se sucedieron a toda velocidad: cuatro hombres corriendo a lo largo de una verja. De noche. En un campo nevado. Corrían huyendo de algo. El primero cayó de golpe. El segundo cayó de golpe y de rodillas. El tercero cayó de golpe y de rodillas y de bruces contra el suelo y el cuarto, el que llevaba la cámara, continuó avanzando a saltos y cruzó por una abertura en la verja y siguió corriendo campo a través hasta llegar a una carpa de convenciones donde se celebraba una especie de fiesta y todo el mundo miraba de un lado a otro como si buscaran a alguien o hubieran oído un ruido muy fuerte en algún lugar. Ese aire desprevenido antes del miedo. Dispersos. Ahí aparecía la mujer de los crucifijos, entre una multitud de caras muy blancas. Detuve el vídeo. Geppo estaba junto a mí. Llevaba sus chanclas japonesas y un pantalón de camuflaje.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó desperezándose. Geppo era lento y muy elástico y parecía recién pasado por una centrifugadora de alta tecnología.
—De un cliente. La compró hace un mes vía eBay y por el apodo del vendedor me parece que quien se la vendió fuiste tú.
La mujer era la única que parecía no prestar atención a nadie y giraba despacio su cabeza cardada, observando a la gente y acariciando distraída el reloj, una pieza minúscula que se hundía en el pliegue de la muñeca.
—Te digo de dónde saqué esto si me consigues una Smith and Wesson. Nueva. Sin número de serie —dijo mientras manipulaba el mando a distancia. La imagen se aceleró y el cámara salió de nuevo al campo abierto donde dos camareros hablaban con un policía que llevaba un perro enorme, un perro que parecía muy sucio y muy enfermo. Detrás de ellos había un viejo anuncio de Firestone recortado contra el cielo negro del desierto. El policía se llevó la mano a la pistola y le hizo un gesto al cámara para que cortara y la película acabó ahí.
Luego venía la nieve chirriante de la pantalla vacía.
Geppo sonrió y asintió y aspiró con fuerza por la nariz.
—¿Tienes la Smith?
—Ya veremos —contesté.
—Esto lo compré hace un par de años a una script de la PanAx, y lo que ves es una grabación del noventa y tantos, de unos reportajes que hicieron sobre la frontera y que no llegaron a emitirse nunca. Es difícil de encontrar. Una rareza de coleccionista. Se lo vendí a tu amigo al triple que lo compré. —Se acercó a la pantalla y se acuclilló despacio.— Mira la película. Esto es de Cáneva. Telmo Cáneva, el cámara —dijo—. Coincidimos en varios rodajes. Telmo. Su pelo. Le gustaba salir a correr; me acuerdo. Estaba siempre cansado pero le gustaba salir a correr y yo lo acompañaba por las noches como un buen soldado. Dos monjes del dolor. Me esperaba en el bar de los hoteles, a eso de las tres de la mañana, con las gafas de espejo siempre colocadas sobre la barra para ver quién se acercaba por detrás. Un chico nervioso. Éramos amigos pero no sabría decirte muy bien cómo era. Te puedo decir lo que hacía. No quién era. —Dio una larga calada al cigarrillo y se frotó los ojos enrojecidos.
—¿Dónde vive? ¿Cómo puedo encontrarlo?
—Cáneva murió. Murió durante el rodaje de esta película.
—¿Cómo fue?
—No lo sé —contestó—. Nunca se encontró el cadáver.
—El cadáver.
La sangre se me espesó de golpe, lo noté en la cara y en las manos.
—Quizás pueda encontrar algo en su casa —dije—. Sabrás su dirección, dónde vivía.
—No tenía sitio fijo. A veces dormía en casa de un amigo. Otras dormía con la novia del momento. Otras no dormía. Pero te puedo dar la dirección del último sitio donde estuvo cuando rodaron, en La Federal, porque estuvo en casa de una amiga mía y se dejó allí una maleta o una caja con cosas. Solía alojarse en el Hotel Fleming cuando iba para allá.
—¿Tienes alguna idea de lo que pasó? Si te llamó alguna vez o algo.
—Me llamó. Una noche, pero no le entendí nada porque estaba borracho o estaba llorando, o las dos cosas. Me dijo que se le había parado el reloj —continuó—. Era muy tarde. Tres o cuatro de la madrugada. Dijo que primero se le había parado el reloj y que luego había empezado a andar para atrás. Arrastraba las erres. Estaba muy borracho. A veces tomaba otras cosas. Me dijo que tenía miedo y que lo llamara al día siguiente y que si no contestaba avisara a alguien. Le pregunté: miedo de qué. Y me dijo que a él también le gustaría saberlo. Luego cortó y al cabo de un rato volvió a llamar y empezó a contar algo de una mujer pero entonces colgué yo. Cuando llamé al día siguiente no contestó.
—¿No avisaste a la policía?
—¿En La Federal?
—¿Tienes todavía el teléfono de tu amiga?
Asintió. Sacó el móvil y me apuntó un número.
—Era un tipo raro este Cáneva —dijo—. No parecía nunca el mismo. Muchos cambios de humor, demasiadas mujeres.
—¿Y la script?
—Se aburrió. Ni idea. Volvería a casarse. No sabría dar con ella —dijo Geppo—. Ahora quédate a tomar algo. Hace meses que no nos vemos.
Me sirvió algo en un vaso largo y luego se sentó en el sofá de cuero blanco de Ferrari. Aún tenía el pelo mojado y las plantas de los pies muy blandas y sonrosadas, como las de los gatos.
—Siempre que reapareces estás distinta. ¿Te has hecho algo? ¿En la cara? ¿En el pelo? No —replicó mirándome—. No te entiendo pero da lo mismo.
Dio un largo bostezo y dos tragos después estaba dormido en el sofá.
Me senté un momento a su lado. Lo vi dormir. Apagué la luz antes de marcharme y su cara se movió en la penumbra.
—Eso es lo malo de los desaparecidos —dijo—. Que si regresan ya no son los mismos.
(fragmento)
—Los muertos cambian —dijo Ochoa mientras acariciaba el cromado de su silla de ruedas ultraligera. Tenía los párpados hinchados y olía a Davidoff y a gasolina de mechero y a cada vuelta del ventilador se encendían las brasas del fondo de su habano.
Era medianoche pasada y no quedaba nadie en el hotel, en verano, en agosto. En una habitación que daba a la piscina. Yo miraba la pantalla del televisor sentada al borde de la cama doble, con los pies descalzos sobre la moqueta morada y el pelo empapado en sudor.
—Los muertos cambian tanto que muchos se olvidan de que alguna vez estuvieron de paso por este mugre mundo —murmuró.
Ochoa detuvo el vídeo y la imagen parpadeó unos segundos entre las paredes color coral con fotos de orquídeas y surfistas y palmeras salvajes. La imagen era de una fiesta o de algo que podía haber sido una fiesta si la gente hubiera tenido otra expresión en sus caras. Todos vestían de oscuro y miraban en la misma dirección. Algunas mujeres se tapaban los labios con la punta de los dedos.
También podría ser un velatorio.
Ochoa dio una larga calada a su cigarro. Movió la silla hasta el televisor y puso un dedo sobre la pantalla. Llevaba guantes de cuero rojo como los pilotos de fórmula uno y debajo de su índice asomó una mujer vestida de negro, con gafas de sol y un gran escote de blanda carne oscura. Con muchos crucifijos y perlas y medallas pequeñas. Unos cincuenta y tantos años. Una mujer muy grande de brazos desnudos, imponentes.
—Si encuentras a esta mujer antes de una semana te doy sesenta mil pavos. Más los gastos.
Miré el cráneo de Ochoa contra la pantalla del televisor donde su dedo había dejado un halo en el cristal como si la mujer fuera una aparecida. Me aproximé a él despacio.
—¿Por qué me lo pides a mí?
La mujer tenía una expresión extraña y si eso era una sonrisa mejor que no lo fuera.
—¿Por qué no vas a la policía?
—Porque prefiero una ex policía para esto —contestó.
—Entonces cien. Cien mil. Más gastos.
Ochoa graznó una carcajada. Se calló y volvió a reír con la boca muy abierta. Miré el reflejo añil de la pantalla sobre su cráneo moreno de cabina. Luego le apreté el hombro y él colocó su mano sobre mi muñeca.
—Cien mil si consigues dar con ella. Sin anticipo.
—A pelo.
Levantó la vista y después me apretó la mano con demasiada fuerza.
—A pelo.
—¿Y cuando la encuentre?
Me arañó los nudillos.
—Cuando la encuentres ya te diré yo lo que tienes que hacer con ella.
—Hecho.
Fui a abrir las cortinas y la ventana. Afuera olía al plástico de la hierba artificial recalentado por los focos y las luces de los helipuertos parpadeaban en los rascacielos. La luna crecía, alta, ácida; lisérgica.
—¿Estás seguro de que está viva? —dije—. Calculo que este vídeo tiene más de cinco años.
Ochoa se pasó la mano por el cráneo y sentí el crepitar del vello contra su palma.
—De lo que estaba seguro hasta ayer mismo y durante los últimos cuarenta años era de que estaba bien muerta.
Apagué el ventilador. Miré a Ochoa mientras se ponía las Ray-Ban. Miré su cuello cruzado de venas gruesas como vides de la ira y su tatuaje en la nuca y de pronto me pareció un condenado a la silla eléctrica que fuera a la vez verdugo.
Bajé al bar del hotel, pedí un Martini muy seco. Llamé a un amigo productor de cine que contestó medio dormido. Le pedí un préstamo de mil quinientos y me dijo que sí, aunque con condiciones. Habló un rato sobre sus condiciones. Mientras le escuchaba me senté en un taburete en la esquina de la barra. El suelo retumbaba sobre la discoteca del sótano. Tocaban un reggaetón detrás de otro pero cuando bajé no había casi nadie. El suelo estaba viscoso y había dos hombres de traje y corbata bailando solos y borrachos. Hacían como si se pegaran en broma. Al verme dejaron de hacerlo.
Estaba cansada y preferí dormir en el hotel a volver al apartamento.
Dormí cuatro horas.
Me despertó una conversación entre las camareras en el cuarto de al lado, algo acerca de otra a la que habían cogido robando en una habitación. Una lloraba. La otra se reía a voz en grito.
Intenté dormir otra vez pero no lo conseguí.
Geppo, el productor, vivía en un ático de doscientos metros cuadrados con ventanas tintadas y asientos de pelo de vaca y kitchenette y una cinta de correr tras una mampara blanca como el revestimiento de los aviones. Cuando llegué encontré la puerta abierta y al entrar oí el motor engrasado de la máquina y la respiración de Geppo entre las voces de la tele. Me dijo «ahora salgo» y esperé de pie en el salón. En la tele estaban emitiendo un largo anuncio de un perfume que olía como el verano asiático.
Debajo del ventanal había una videoteca con unos mil quinientos títulos. Porno doméstico, grabaciones de vigilancia en aduanas, sesiones de Alcohólicos Anónimos. Antiguas grabaciones de terapia de grupo. Muchas fiestas en sótanos privados, en infrarrojo, con mujeres de pupilas blancas y brillantes e intermitentes como estaciones orbitales.
Conocía a Geppo desde que entré en la Brigada de Desaparecidos de la Policía, en el noventa y tantos. No dejamos de vernos cuando dejé el servicio y a esas alturas sabía ya que si no era el mejor era porque tenía también otras aficiones y otras compañías.
Me dirigí al televisor y coloqué la cinta de Ochoa en el aparato de vídeo. Las imágenes se sucedieron a toda velocidad: cuatro hombres corriendo a lo largo de una verja. De noche. En un campo nevado. Corrían huyendo de algo. El primero cayó de golpe. El segundo cayó de golpe y de rodillas. El tercero cayó de golpe y de rodillas y de bruces contra el suelo y el cuarto, el que llevaba la cámara, continuó avanzando a saltos y cruzó por una abertura en la verja y siguió corriendo campo a través hasta llegar a una carpa de convenciones donde se celebraba una especie de fiesta y todo el mundo miraba de un lado a otro como si buscaran a alguien o hubieran oído un ruido muy fuerte en algún lugar. Ese aire desprevenido antes del miedo. Dispersos. Ahí aparecía la mujer de los crucifijos, entre una multitud de caras muy blancas. Detuve el vídeo. Geppo estaba junto a mí. Llevaba sus chanclas japonesas y un pantalón de camuflaje.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó desperezándose. Geppo era lento y muy elástico y parecía recién pasado por una centrifugadora de alta tecnología.
—De un cliente. La compró hace un mes vía eBay y por el apodo del vendedor me parece que quien se la vendió fuiste tú.
La mujer era la única que parecía no prestar atención a nadie y giraba despacio su cabeza cardada, observando a la gente y acariciando distraída el reloj, una pieza minúscula que se hundía en el pliegue de la muñeca.
—Te digo de dónde saqué esto si me consigues una Smith and Wesson. Nueva. Sin número de serie —dijo mientras manipulaba el mando a distancia. La imagen se aceleró y el cámara salió de nuevo al campo abierto donde dos camareros hablaban con un policía que llevaba un perro enorme, un perro que parecía muy sucio y muy enfermo. Detrás de ellos había un viejo anuncio de Firestone recortado contra el cielo negro del desierto. El policía se llevó la mano a la pistola y le hizo un gesto al cámara para que cortara y la película acabó ahí.
Luego venía la nieve chirriante de la pantalla vacía.
Geppo sonrió y asintió y aspiró con fuerza por la nariz.
—¿Tienes la Smith?
—Ya veremos —contesté.
—Esto lo compré hace un par de años a una script de la PanAx, y lo que ves es una grabación del noventa y tantos, de unos reportajes que hicieron sobre la frontera y que no llegaron a emitirse nunca. Es difícil de encontrar. Una rareza de coleccionista. Se lo vendí a tu amigo al triple que lo compré. —Se acercó a la pantalla y se acuclilló despacio.— Mira la película. Esto es de Cáneva. Telmo Cáneva, el cámara —dijo—. Coincidimos en varios rodajes. Telmo. Su pelo. Le gustaba salir a correr; me acuerdo. Estaba siempre cansado pero le gustaba salir a correr y yo lo acompañaba por las noches como un buen soldado. Dos monjes del dolor. Me esperaba en el bar de los hoteles, a eso de las tres de la mañana, con las gafas de espejo siempre colocadas sobre la barra para ver quién se acercaba por detrás. Un chico nervioso. Éramos amigos pero no sabría decirte muy bien cómo era. Te puedo decir lo que hacía. No quién era. —Dio una larga calada al cigarrillo y se frotó los ojos enrojecidos.
—¿Dónde vive? ¿Cómo puedo encontrarlo?
—Cáneva murió. Murió durante el rodaje de esta película.
—¿Cómo fue?
—No lo sé —contestó—. Nunca se encontró el cadáver.
—El cadáver.
La sangre se me espesó de golpe, lo noté en la cara y en las manos.
—Quizás pueda encontrar algo en su casa —dije—. Sabrás su dirección, dónde vivía.
—No tenía sitio fijo. A veces dormía en casa de un amigo. Otras dormía con la novia del momento. Otras no dormía. Pero te puedo dar la dirección del último sitio donde estuvo cuando rodaron, en La Federal, porque estuvo en casa de una amiga mía y se dejó allí una maleta o una caja con cosas. Solía alojarse en el Hotel Fleming cuando iba para allá.
—¿Tienes alguna idea de lo que pasó? Si te llamó alguna vez o algo.
—Me llamó. Una noche, pero no le entendí nada porque estaba borracho o estaba llorando, o las dos cosas. Me dijo que se le había parado el reloj —continuó—. Era muy tarde. Tres o cuatro de la madrugada. Dijo que primero se le había parado el reloj y que luego había empezado a andar para atrás. Arrastraba las erres. Estaba muy borracho. A veces tomaba otras cosas. Me dijo que tenía miedo y que lo llamara al día siguiente y que si no contestaba avisara a alguien. Le pregunté: miedo de qué. Y me dijo que a él también le gustaría saberlo. Luego cortó y al cabo de un rato volvió a llamar y empezó a contar algo de una mujer pero entonces colgué yo. Cuando llamé al día siguiente no contestó.
—¿No avisaste a la policía?
—¿En La Federal?
—¿Tienes todavía el teléfono de tu amiga?
Asintió. Sacó el móvil y me apuntó un número.
—Era un tipo raro este Cáneva —dijo—. No parecía nunca el mismo. Muchos cambios de humor, demasiadas mujeres.
—¿Y la script?
—Se aburrió. Ni idea. Volvería a casarse. No sabría dar con ella —dijo Geppo—. Ahora quédate a tomar algo. Hace meses que no nos vemos.
Me sirvió algo en un vaso largo y luego se sentó en el sofá de cuero blanco de Ferrari. Aún tenía el pelo mojado y las plantas de los pies muy blandas y sonrosadas, como las de los gatos.
—Siempre que reapareces estás distinta. ¿Te has hecho algo? ¿En la cara? ¿En el pelo? No —replicó mirándome—. No te entiendo pero da lo mismo.
Dio un largo bostezo y dos tragos después estaba dormido en el sofá.
Me senté un momento a su lado. Lo vi dormir. Apagué la luz antes de marcharme y su cara se movió en la penumbra.
—Eso es lo malo de los desaparecidos —dijo—. Que si regresan ya no son los mismos.
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4 comentarios:
Es difícil no devorar el texto. Me ha encantado este aperitivo. Se me ha abierto el apetito. Buen ritmo, estupendas descripciones y un argumento que promete.
Un beso.
Tiene el valor de lo arriesgado. Es una especie de puzzle (ya sabes que eso a mí me chifla). Y, desde luego, engancha desde el principio. El retrogusto, algo débil.
PD. De lo del editor, nada de nada. Un ver y conocer.
Bexos
Me lo estoy leyendo (devorándolo, más bien) y engancha mucho. Tiene un algo que aún he acabado de descifrar que me gusta: aunque tal vez sea ese el porqué para que me guste mucho, lo indescifrable.
Los de SdP se están luciendo con cada libro que sacan (y como bien sabes, Esteban, hablo del terror)
Un saludo.
Me gustan las apuestas arriesgadas, las propuestas lúdicas. Cuando acabes con él, hablamos.
un saludo
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