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miércoles, 28 de octubre de 2009

De mecánica y alquimia, de Juan Jacinto Muñoz Rengel


De mecánica y alquimia
Juan Jacinto Muñoz Rengel

(Ed. Salto de Página, 2009)

La orfebrería del cuento
Por Esteban Gutiérrez Gómez

Intro.
Decir que Juan Jacinto Muñoz Rengel es un especialista en el cuento sería obvio para muchos de los seguidores de este blog, pues conocerán de sobra su trabajo. Decir, además, que domina las técnicas clásicas y que aplica la teoría con rigor científico para lograr su propósito (el propósito de cualquier cuentista: sorprender al lector, conmocionarlo, crearle una realidad paralela de la que le sea difícil salir, alterar su normalidad, cambiar su mundo de tal manera que éste no sea el mismo después de haber leído el cuento), es también una obviedad; añadir, además, que es heredero (Borges, Bioy Casares) y trasmisor (algunos de sus alumnos del taller Fuentetaja y muchos de sus admiradores en todo el mundo) de lo mejor que en cuento fantástico podemos llevarnos a los ojos es asumir una verdad.

Tras este reconocimiento a una sapiencia, comenzaré la reseña de este libro por el final: deben leerlo, es imprescindible tanto si les apasiona el cuento fantástico como si se apegan a la realidad, deben leerlo si les gusta sumergirse en atmósferas inquietantes, si buscan el simple entretenimiento, la evasión de lo cotidiano, si encuentran placer en los juegos narrativos que dan qué pensar. En cualquier caso, deben leerlo, porque les aseguro que este volumen de cuentos no les defraudará.

I.
El proyecto literario que nos ofrece Juan Jacinto Muñoz Rengel no tiene equivalencia entre lo publicado en los últimos veinticinco años. No encontraran una propuesta tan armada de artificios y juegos, tan profunda, tan ambiciosa, tan inmortal.


Los cuentos fantásticos que conforman De mecánica y alquimia trasportarán al lector a mundos lejanos o inexistentes y les provocarán paradojas que se le van formulando en su mente según avanza la lectura. Y cada una de ellas en su momento. Qué gran conquista ésta, que independientemente del bagaje cultural del lector o de su práctica literaria, cada uno verá formulada su paradoja en el momento preciso. Porque ese es uno de los secretos que esconde este volumen de cuentos: han sido elaborados con infinidad de formulas para lograr llegar a todos.

El dominio de la maquinaria en su construcción, el tono narrativo empleado, los giros en las tramas y lo oculto (pero revelado); los principios y finales óptimos, que tensionan la atención del lector, hacen que el interés prenda en él como un fuego ambicioso que no parará hasta arrasar su mente. No en vano, muchos de estos cuentos han obtenido premios literarios de relevancia.
La atmosfera especial que emana de cada uno de los cuentos de este volumen (la típica atmósfera de cuento), la propuesta de innumerables mecanismos lúdicos al lector, la densidad que desprenden cada uno de ellos ( acumulativa, cuanto a cuento, como después explicaré), su contenido abismal en cuanto a pretensión literaria, y, atención, la vinculación de unos con otros de tal forma que la lectura lineal de los cuentos es casi obligatoria, hacen que la propuesta de Juan Jacinto Muñoz Rengel sea meritoria sólo por ello, por la causa, aunque no hubiese logrado el efecto deseado en el lector (que es muy poco probable).

Este libro se ha fraguado durante años, la vinculación de un relato con el siguiente (existe una ordenación temporal de los mismos) en forma de trama añadida, la utilización de instrumentos de decantación de humores, habrá obligado una y otra vez a Juan Jacinto Muñoz Rengel a la reescritura de los cuentos sin hacerles perder “naturalidad”.

Ese es el secreto de su alquimia: el lector disfrutará de la lectura y se preguntará cómo es posible. El lector admirará a Juan Jacinto Muñoz Rengel por su genialidad, por su chispa creativa. Sin embargo no sabe que para conseguir sorprenderle, cautivarlo, el autor estuvo tres años buscando el párrafo clave de la historia o aquella palabra demoledora que causó su nocaut.


II.
De mecánica y alquimia
pretende mostrar la trasformación del mundo a través de los elementos mecánicos y químicos. La materia y la psique, cuerpo y alma, involucrados en el proyecto de la evolución. Desde el Toledo musulmán hasta nuestros días la ambición del hombre siempre ha sido la misma: obtener aquello que desea y no pagar un alto precio por ello. En diversas etapas en ese recorrido histórico se detiene Juan Jacinto Muñoz Rengel, mostrando las trasformaciones de ese mundo en cada época. Pero esas trasformaciones son una metáfora porque en realidad siempre ocurren. Ocurren con la muerte (se pasa del estado “vivo” al estado “muerto”), y ocurren cuando un personaje humano se trasforma en un pez o se humaniza un robot o cobra vida un pedazo de barro. Y estos son ejemplos de los personajes que pueblan estos cuentos: robots, golems, fantasmas, objetos inanimados que comienzan a hablar.

El libro conforma un puzzle en todos los sentidos (fondo y forma) y cada relato se acumula en el siguiente, hilvanándose, añadiendo valor al conjunto. Lo repito, ya sé, pero es que es muy importante para entender el alcance de este proyecto narrativo.

El primero de los cuentos “El libro de los instrumentos incendiarios” obligó al camarero que me servía el desayuno a calentarme dos veces el café porque me sumergía tanto en el ambiente de cuento, en ese Toledo musulmán de sabios astrónomos y de constructores de máquinas del futuro, que lograba abstraerme de la realidad. En el cuento ya se utilizan casi todas las armas narrativas de Juan Jacinto Muñoz Rengel, logrando la atmósfera ideal y proponiéndonos infinidad de juegos y lecturas.

El siguiente cuento, “El relojero de Praga”, muestra al menos dos (quizá en ulteriores lecturas descubra alguno más, porque les aseguro que este volumen de cuentos esconde muchísimos secretos), al menos, decía, dos hilos de seda casi imperceptibles que lo unen al primero, siendo consecutivo en el tiempo (ya dije que los cuentos están ordenados cronológicamente) volviendo a crear atmósfera de cuento legendario, clásico, inmortal. La historia no tiene desperdicio y todos aquellos que hayan visitado Praga y hayan estado frente a las esferas doradas del reloj, sentirán un estremecimiento helador.

Lo mismo ocurre con el siguiente cuento, con “Lapis philosophorum”. Juan Jacinto Muñoz Rengel nos introduce en una abadía medieval en la Provenza y nos presenta al hijo de Nostradamus. Hijo que hereda los poderes proféticos de su padre a pesar de sus impedimentos y que luchará contra su maestro, un monje que busca la Piedra Filosofal y que será consumido por su ambición.

Y así cuento tras cuento, situando la acción en algún lugar de Europa y en momentos consecutivos de la Historia. Sagas malditas, juegos de muerte, historias cada vez más fantásticas. La evolución por la trasformación del mundo, el cambio a través de elementos mecánicos y químicos.


Epílogo.
Hay un cuento clave en este volumen. Se trata de “El sueño del monstruo”. La historia es clásica, sobre todo para muchos de nosotros, los cuentistas que no publicamos porque parece ser que a nadie le importa lo más mínimo lo que tenemos que decir. El personaje principal es un escritor y la acción se sitúa en Londres mediado el siglo XIX. Nuestro escritor no logra publicar, pero su mente no deja de trasladarle historias que escribir. Son historias descabelladas, con personajes imposibles. Se nos presentan intercaladas entre frazadas de la realidad cotidiana y aburrida de ese personaje escritor. Quién sabe si no es este escritor “fracasado”, que acaba tragado por el mundo de la ficción, el personaje que, a modo de delegación cervantina en Cidi Hamete Benengeli, ha escrito los cuentos que conforman este volumen.

Vale.




El botón de muestra:

El pescador de esponjas

Entró en la cantina, buscó con la mirada, evitando los cuerpos de los feligreses que se desparramaban sobre las mesas, se acercó al capitán y le dijo:

—Soy un pescador de esponjas.
El capitán rio de buena gana.
—¡Todo el mundo en Kalymnos es pescador de esponjas! —Al reír descubrió la doble hilera de dientes podridos, y las encías ulceradas, enmarcadas en una barba gris. Luego la sonrisa volvió a sumirse en las comisuras de una boca torcida, y se bebió el vaso de un trago, como para cauterizar las llagas que lo mortificaban.— A ver, muchacho, ¿de cuántas expediciones has vuelto ya con vida?—
De ninguna todavía, señor. Pero puedo contener la respiración durante mucho tiempo, soy fuerte, no me importa el riesgo y aprendo rápido. Y si he venido hasta estas islas es porque quiero ser un pescador de esponjas de Kalymnos. —El pecho desnudo del joven precipitaba su ritmo conforme avanzaba en su discurso, y sus grandes pulmones parecían querer escapar a algún otro sitio.
—Comprendo —dijo el hombre, volviendo a encajar la mirada entre las botellas que se alineaban tras la barra—, eres todo voluntad.
Esa noche el capitán llevó al joven a su casa, y le ofreció hospedaje y alimento a cambio de unas pocas monedas, hasta que partieran para la siguiente expedición. Mientras tanto, esos días practicarían la pesca de esponjas en la orilla, a tres o seis metros de profundidad, le dijo, algo que necesita tanto de técnica como de astucia, y de mucho tesón. Aquella misma noche comieron sardinas con pan y aceitunas, sobre una mesa de madera ennegrecida por el hollín y la grasa. Antes de que el joven se retirara a su alcoba, la esposa del capitán le pidió que le diera la mitad de las monedas como señal. El muchacho así lo hizo, y la mujer contó una a una cada pieza de cobre, y las envolvió en un pañuelo manido que fue a parar a su seno. Cuando subía las escaleras, el joven miró hacia el calor del hogar, y vio al hombre y a la mujer allí de pie, siguiendo sus pasos fijamente, con ojos redondos y chispeantes, como dos gatos que cazan en la noche.
Principiaba el otoño, la estación en la que comienzan las partidas de pesca a lo ancho del Egeo, para luego alcanzar las costas de Túnez, Libia y Egipto. El joven tendría que aprender pronto el oficio de buzo, si quería hacerse rico recolectando las esponjas que todos conocían como el oro de Kalymnos. En su primera jornada, nadando con un cilindro de metal entre los brazos, cuya base de vidrio le permitía ver el fondo marino, aprendió a distinguir la acaracolada y porosa psilo de la esponja lagophyto, que era más bien como un gran trozo de seta, o de la tsimoucha, que parecía alargar sus dedos anaranjados hacia los cuerpos de los pescadores.
—Es cierto que estos animales valen su peso en oro —le dijo el capitán, sentado junto a las capturas—. Pero no te engañes, ningún buzo de las islas del Dodecaneso se hace rico pescando esponjas. Con mayor probabilidad se dejará aquí la vida, prendida de cualquier arrecife. O quedará paralítico. Ni siquiera yo, con un pequeño barco de no más de seis tripulantes, llegaré nunca a escapar de la miseria. En estos fondos no hay ninguna piedra filosofal.
—Pero mucha gente se ha hecho rica con las esponjas... —decía el muchacho, siguiendo al capitán por las rocas, tratando de distinguir dónde pisaba el marinero para apoyar él su pie en el mismo sitio.
—Unas cuantas familias, sí. Pero ellos no pescan, ellos tienen sus empresas en Londres, en Kiev y en Moscú. ¿Has visto la casa de los Vouvalis, aquí en Pothia?
—Sí —asintió el joven, con un suspiro preñado de sueños.
—Pues tú nunca tendrás una casa así. —El capitán se volvió para mirarle.— Tú morirás aquí —sentenció con la línea negra de su boca, y al torso bronceado del muchacho lo recorrió un escalofrío disfrazado de húmeda brisa del crepúsculo.
—Me están saliendo unas extrañas durezas en las manos y en los pies— dijo el muchacho, sentado en la mesa de la oscura cocina, anegada por el humo de las sardinas asadas.
—Es normal —le contestó el capitán—, habrás cogido hongos.
—Pero son más bien como verrugas, enormes y llenas de escamas.
—¿Te duelen? —preguntó la mujer.La esposa del capitán era achaparrada y obesa, tenía la nariz torcida y pegada al labio superior, y llevaba el pelo grasiento recogido en un moño.
—No. Pero no dejan de crecer, y se me empiezan a extender por todo el cuerpo —continuó el joven, señalando con el dedo algunas erupciones que le rodeaban el codo.
—Tonterías, eso son tonterías para un mozo sano y fuerte como tú. Se te curarán solas —zanjó la mujer, frotando con ambas manos los hombros desnudos del apuesto muchacho.
Más tarde en la cama, el joven pescador de esponjas soñó que estaba en el fondo del mar, y que no podía librarse de la piedra que los buceadores usan como lastre para mantenerse pegados al lecho marino. Arriba, en el sueño, de pie sobre la cubierta de un barco, deformados por las ondulaciones de una masa de agua verde, estaban el capitán y su esposa, observando cómo se ahogaba sin que ninguna onda conmoviera la expresión de sus semblantes, con ojos grandes como platos.
Cuando las esponjas son sacadas del agua, son de color negro y tienen un aspecto poco atractivo. Apenas el muchacho arrojaba sobre las rocas las esponjas que había amontonado en su cilindro de metal, el capitán las pisoteaba con fuerza, hasta romper los tejidos internos. Luego, entre ambos, las sumergían en el mar en una red, y las dejaban allí durante horas, para que se les desprendiera la membrana exterior y todos los tejidos, y se quedaran en la mera fibra del esqueleto. El muchacho era tenaz e incansable, sonreía por cualquier motivo, y cada jornada sus proporciones clásicas de efebo se sumergían en el mar dos veces más que el resto de los aprendices de buzo que practicaban en la orilla. A pesar de que la enfermedad que le atacaba las manos y los pies lo estaba deformando por completo.
Cada atardecer, al final de la jornada, los dos hombres golpeaban las esponjas capturadas con las ramas de una palma, para eliminar cualquier cuerpo extraño trabado entre las fibras, una vez desechados los tejidos. Pero aquel día lo hubo de hacer el capitán sin ayuda, porque los dedos del muchacho se habían convertido en un manojo de bultos chatos, como una ristra de mórbidos berberechos, que no le permitía coger nada punzante. Más tarde, al regresar a casa, el joven se tuvo que apoyar en los viejos hombros del capitán, porque sus pies regastados no le permitían ya desplazarse por la tierra firme.
—Las tenderemos en el patio, y cuando estén secas las prensaremos —le decía el capitán, para hacerle pensar en algo distinto que su dolor—. Luego el comerciante al que se las vendamos las recortará en su taller, y les dará formas de fantasía, y las bañará en agua y ácido hasta que se tornen doradas.
En la casa, la mujer ayudó a su marido a subir al joven a su alcoba, y sumando las fuerzas de ambos lo consiguieron introducir en la cama; los peldaños quedaron manchados por un rastro blanquecino, como la baba de un molusco gigante. Una vez bien arropado en su jergón, los ancianos permanecieron un rato mirándolo, complacidos. El lecho del joven era blando y confortable, tenía el poder de sumirlo en el sueño apenas lo tocaba, meciéndolo con el vaivén de las algas acunadas por la marea; y sin embargo, luego, el joven acababa siempre arrastrado hasta pesadillas angustiosas, pesadas, con la forma de un remolino que se hunde y se hunde en las profundidades. A la mañana siguiente, las piernas del muchacho terminaban donde empezaban sus rodillas.
—¡No tengo piernas! —lloró el muchacho venido del norte en busca de fortuna.
—No te preocupes —le tranquilizó el viejo marino—, para bucear no son estrictamente necesarias las piernas. Podrás seguir haciéndolo en cuanto te recuperes.
—¡Pero no podré andar! ¡Ya no puedo andar, ya no hay nada ahí abajo, mis pies no están! ¡Y puede que pierda mis manos! Entonces no podré pescar, ni coger nada, no volveré a ser una persona normal nunca más...
—Vamos, tienes que ser fuerte —dijo la vieja, acompañándolo de nuevo a la cama—. Acuéstate y pronto estarás bien.—¿Han llamado a un médico? —preguntó el muchacho.
—Sí —respondió ella—. Pronto estará aquí. Ahora está en otra isla, pero es muy buen médico y pronto llegará. Duérmete.
La mujer lo ayudó a meterse en la cama, estiró la sábana sobre el colchón deforme, que cada día se mostraba más y más grande, y revistió los extremos de membrana que habían quedado al descubierto. Allí, arropado, el perfil del joven pescador de esponjas parecía una cordillera de arena deshaciéndose bajo el agua, un hatillo de sangre, carne y esperanzas filtrándose sobre un tamiz de millares de poros. Los viejos, sin perder detalle, se abrazaron.

Relato extraído de “De mecánica y alquimia", Salto de Página, 2009

Esteban Gutiérrez Gómez, 2009

1 comentario:

Miguel A. Zapata dijo...

Magnífica reseña, Esteban, acorde con el libro de JJ. Me lo pones difícil para la mía. Abrazos.