La enfermedad del lado izquierdo

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sábado, 3 de octubre de 2009

El accidente, de Ismail Kadaré




1
El suceso parecía de lo más común. Un taxi se había
estrellado en el kilómetro 17 de la carretera que conducía
al aeropuerto. Los dos pasajeros habían resultado
muertos en el acto, mientras que el conductor, gravemente
herido, fue trasladado al hospital en estado de
coma.
El atestado de la policía incluía los datos habituales en
este género de casos: los nombres de los fallecidos, un
hombre y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa,
el número de matrícula del taxi, además del
nombre de su conductor, austriaco, así como las circunstancias,
o más exactamente, el desconocimiento
parcial de las circunstancias en las que se había producido
el accidente. El vehículo no había dejado la menor
huella de frenada en ninguna dirección. En el curso de la
marcha se había desviado hacia el costado de la calzada
como si el conductor hubiera perdido de pronto la vista,
hasta volcar en un talud.
Una pareja de holandeses cuyo vehículo circulaba detrás
del taxi, declaró que, sin la menor causa aparente,
éste había abandonado de pronto la carretera para abalanzarse
contra el quitamiedos lateral. Aunque aterrados,
los dos holandeses habían llegado a presenciar no
sólo el vuelo del taxi en el vacío, sino también la apertura
de las puertas traseras del vehículo, por donde los pasajeros,
un hombre y una mujer si no se equivocaban, se
habían visto expulsados al exterior.
Otro testigo, conductor de un camión de Euromobil,
proporcionaba poco más o menos la misma versión.
Un segundo atestado, redactado una semana después
en el hospital, cuando el taxista recuperó el conocimiento,
en lugar de esclarecerlo, lo oscurecía todo aún
más. Tras la afirmación del hombre en el sentido de que
nada infrecuente había sucedido hasta el momento del
accidente, a excepción... tal vez... del retrovisor... que
quizás hubiera atraído su atención..., el juez de instrucción
acabó por perder la sangre fría.
A la reiterada pregunta acerca de lo que había visto en
el espejo retrovisor, el chófer fue incapaz de responder.
Las intervenciones del médico en sentido de que no se
fatigara al paciente no impidieron al instructor continuar
su interrogatorio. ¿Qué había visto en el retrovisor si-
tuado sobre el salpicadero del vehículo, en otras palabras,
qué se estaba produciendo de infrecuente en el asiento
trasero del taxi como para llegar a distraerlo por completo?
¿Una trifulca entre los dos viajeros? ¿O al contrario,
caricias eróticas especialmente atrevidas?
El herido decía que no con la cabeza. Ni una cosa ni
la otra.
Entonces ¿qué?, estuvo a punto de gritar el otro. ¿Qué
es lo que te hizo perder la cabeza? ¿Qué demonios viste?
El médico se disponía a intervenir de nuevo cuando el
paciente, arrastrando las palabras como venía haciendo,
comenzó a hablar. Al término de su respuesta, que resultó
interminablemente larga, el juez y el médico intercambiaron
una mirada. Antes del choque, los dos pasajeros
del asiento trasero del taxi... no habían hecho otra
cosa... otra cosa... que... esforzarse por... besarse...


2
Aunque el testimonio del taxista, a falta de credibilidad,
fue interpretado como producto de las secuelas
postraumáticas, el expediente del accidente del kilómetro
17 se declaró cerrado. La argumentación era sencilla:
cualquiera que fuese la explicación que pudiera proporcionar
el conductor sobre lo que había visto o había
creído ver en el espejo retrovisor, eso no cambiaba gran
cosa respecto a la esencia de la cuestión: el taxi había volcado
como consecuencia de algo que había sucedido en
su cerebro: distracción, alucinación o súbito oscurecimiento
de sus facultades, todas ellas cosas mediante las
que difícilmente podía establecerse alguna clase de vínculo
con los pasajeros.
Sus identidades fueron establecidas, como de costumbre,
junto con otros pormenores: él, analista al servicio del
Consejo de Europa para cuestiones del los Balcanes occidentales;
ella, una mujer joven, hermosa, becaria en el
Instituto Arqueológico de Viena. Al parecer, amantes. El
taxi había sido llamado desde la recepción del Hotel Miramax,
donde las víctimas habían pasado las dos noches
del fin de semana. El informe de la revisión técnica del
vehículo excluía cualquier acto de sabotaje.
En un último intento por dilucidar si existían contradicciones
en el relato del taxista, el juez le hizo una pregunta
trampa sobre lo que había sucedido con los viajeros
tras la caída por el barranco. De la respuesta del interpelado
en el sentido de que sólo él se había estrellado contra
el suelo, pues los otros habían abandonado el taxi, por así
decirlo, se habían disociado de él por los aires, podía concluirse
al menos que el herido no mentía en lo relativo a
lo que había visto o imaginaba haber visto.
Aunque trivial a primera vista, el expediente, debido
al testimonio insólito del taxista, fue no obstante archivado
en el casillero de los «accidentes atípicos».

Primeros capítulos de la nueva novela de Ismail Kadaré (Alianza Editorial) que el próximo 23 de octubre recogerá el Premio Principe de Asturias de las Letras 2009.

Entrevista y reseña de Lola Galán para Babelia aquí

2 comentarios:

Miguel A. Zapata dijo...

Kadaré es exquisito, un escritor único en el difícil arte de desarticular la rigidez de la Historia para adaptarla a una trama fantástica, sin renunciar por ello a la verdad del espíritu de la época que trata. Leed "El nicho de la vergüenza" y disfrutad. Abrazos.

Baco dijo...

Completamente de acuerdo, MAZ. Kadaré es un autor a descubrir por m uchos lectores.
Un abrazo.