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lunes, 15 de diciembre de 2008

LA CAMISA BLANCA


LA CAMISA BLANCA (relato inédito)

A Jesús Ortega

Apagué aquel chiflido infernal que hería mis oídos y me incorporé. Bajé de la cama, como siempre, por el lado derecho. Mis pies agradecieron encontrar en el suelo el tacto acolchado de la alfombra de lana. Se hundieron en ella cuando comencé a moverme. Sin contar los pasos y sin palpar las paredes caminé a lo largo de la cama, crucé por delante de ella y llegué al otro extremo, donde estaba el vestidor. Eva dormía a este lado de la cama sin casi respirar. Abrí la puerta de piano cien veces lacada y tanteé en busca del traje negro. Fue fácil una vez reconocido el marrón: un, dos, el tercero a la izquierda. Por si acaso palpé el pantalón en busca de la quemadura y allí estaba, como la costra de una herida. Lo dejé colgado en la silla del vestidor. Busqué la camisa blanca de seda. Después de la primera batida no logré reconocerla. Dudaba entre las tres últimas, el tacto era parecido: delicado, femenino, deliciosamente tierno. Deseché una que tenía doble abotonadura en el cuello (la de la boda pensé a la vez que se me dibujaba una sonrisa boba en la boca). Descolgué las otras dos. Una debía ser azul y la otra era la blanca. La situación comenzaba a impacientarme. Olí las camisas. Una de ellas desprendía aromas de lavanda (recién lavada, pensé), la otra desprendía un pequeño tufo a tabaco, a fiesta. Recordé. Intenté recordar. No había duda. Esa primera camisa era la que buscaba, la de seda blanca. Al ir a colocármela me sentí extraño, parecía que la camisa hubiese encogido y se hubiesen cerrado todas sus aberturas. No lograba encontrar los huecos de las mangas. Tras tres intentos maldije en un susurro bronco a Adolfo Domínguez y a la madre que lo parió.

Eva se levantó. Posó su mano caliente sobre mi hombro y me quitó la camisa de las manos. Abrió de nuevo el armario y sacó otra camisa. Me ayudó a colocármela, me la abotonó, me dejó sentado en la silla y volvió a la cama. No dijo nada.

Cuando despertó de nuevo ya debía haber amanecido y yo lloraba todavía sentado en la silla, en calzoncillos y con una camisa que olía ligeramente a tabaco de pipa y a sal. Recordaba con dificultad, entre hipos apagados, colores que ya no podía ver.
Texto: Esteban Gutiérrez Gómez
Fotografía: Desnudo con linterna, del fotógrafo esloveno Evger Bavcan que, al igual que el personaje del relato, es ciego.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha recordado bastante a cuando intento buscar cosas sin las lentillas puestas, a veces puede ser algo desesperante.
Enhorabuena por el cuento.
Besos,

Cris
www.labibliotecaimaginaria.es
www.elviajeimaginario.obolog.com

Baco dijo...

A mí me encanta andar a oscuras por mi casa... Provoca una sensación de desamparo.

Anónimo dijo...

A mí precisamente es lo que me da miedo...Tengo bastante miopía y me da terror quedarme ciega.