“Patricia Highsmith escribre sobre los seres humanos
como una araña escribiría sobre las moscas”
GRAHAM GREENE
TODO EL MUNDO la conoce en el valle: Patricia Higsmith, la signora americana. Como cada viernes desde hace tres años se ha desplazado a Locarno para hacer la compra. Las clientas de Ultramarinos Celine la saludan con un breve movimiento de cabeza y luego miran sus zapatos de hombre. Le gusta sumergir disimuladamente una mano en los sacos de arpillera rellenos de garbazos y lentejas, tomar un puñado y dejarlo resbalar entre sus dedos mientras observa a Celine, la tendera de pelo bermejo oscuro, gorda y dulce como un manatí, y se llena los pulmones de ese olor fuerte y matriarcal que desprende. El olor y el recuerdo de sus curvas marcadas bajo el guardapolvo le acompañan de regreso a casa.
En Norteamérica nadie comprende que una escritora de éxito, con más de una veintena de libros publicados y varias novelas llevadas al cine, se esconda como una repudiada en un pueblo perdido de la suiza italiana. En Aurigeno encontró lo que andaba buscando: una vida sin arrebatos ni distracciones próxima a una frontera. Una treintena de casas desperdigadas a los pies de una montaña y un cementerio de hornacinas de aluminio y flores moradas junto a una iglesia del siglo XIX. Y unos inviernos terribles. Y unas primaveras deslumbrantes. Tan sólo echa de menos las distintas texturas de la carne viva. Pero no puede escribir con alguien cerca. La bancarrota sentimental es el tributo que debe pagar. Es su guerra y no quiere damnificados. Ya no recuerda si fue Tom Ripley el que salió de su vida o si fue ella la que le dejó; tal vez no vuelvan a encontrarse. Abandonar Nueva York e instalarse permanentemente en Europa fue un golpe de estado a su destino, un cambio de rumbo valiente y necesario. Se alejó de los aplausos y de los abrigos de astracán, de los mentideros y las tendencias para no perder la perspectiva, para seguir siendo escritora: la muerte literaria es infinitamente peor que la muerte física.
El Fiat derrapa con la grava de la entrada. La próxima semana pasará sin falta por el taller y cambiará las ruedas delanteras, apenas sin dibujo. Toma las cajas con alimentos, ordenadas eficientemente por Celine, y las deposita en la mesa de la cocina. Aunque ha comido un sándwich, acompañado de una jarra de cerveza negra en una cantina de mineros, todavía tiene hambre. Coge una manzana del frutero de latón. Es tan pequeña como una mandrágora. La frota tenazmente con la manga hasta que le saca brillo y se come la mitad de un sólo bocado. Sube a la segunda planta (el caserón es enorme) y abre las contraventanas de su habitación para que entre la luz. La cama, tosca, pesada, de hierro forjado, que adquirió en una subasta en Roma hace más de veinte años, es el lugar de la casa preferido por Samian, su gato de angora. Ese es su reino de ronroneos y perezas.
Llaman a la puerta. El hecho de utilizar la aldaba de bronce en lugar del timbre le indica que es Christo, su cartero, con sus ojos de color sotana, sus mejillas inexistentes y su porte huidizo de hombros dislocados. La gente no mira ya a los ojos. Y es allí donde se forjan los ángeles y los demonios. Como cada mañana, le saluda en un tono abocinado y triste y le entrega el Herald Tribune y la correspondencia, antes de continuar con su ruta.
Rasga los sobres con un cuchillo de postre y revisa el correo. Su editor británico le envía la portada de una nueva edición en tapa dura de Extraños en un tren y le insiste, casi le suplica, que asista a la Feria del Libro de Manchester que se celebrará el mes próximo. Ya se lo ha explicado un millón de veces: no le gustan las entrevistas ni las ferias. La promoción es una tortura que soporta estoicamente con cada nuevo libro; cumple con lo ineludible y nada más. No se puede razonar con los mulos ni con los editores. Un cazador de autógrafos le envía una foto suya en blanco y negro. En ella mira por la ventana de un tranvía en Lisboa y parece triste. Se la dedica con cortesía, mecánicamente, asegurándole que nunca ha estado en Portugal. Un lector griego la tacha de sucia y retorcida y le amenaza de muerte si continúa escupiendo esa bilis negra que llama literatura y fomentando que personas decentes se identifiquen con monstruos y asesinos. Cuando escribe no se plantea axiomas morales ni ideológicos. La tentación de matar, por mucho que se escandalice la gente, aparece con la misma frecuencia que un político corrupto o un taxi con matrícula capicúa. Le dedica una sonora carcajada y arroja la carta a la basura: nada como ofender a los castos y a los hipócritas para recuperar el buen humor. Y por último, un sobre con membrete de su nueva agencia literaria. ¿Melvin? Ha cambiado tantas veces de agente que apenas recuerda su nombre. Sí, Melvin, quijada antigua y prominente y ojos de arandela. Un tipo de manos pegajosas rebujado en su eterno traje negro, que siempre se despide, sin soltar la cartera de cuero, con un abrazo de manco. Hay que reconocer que se mueve con ardor guerrero en los despachos; sabe batirse en duelo con los parásitos de la Quinta Avenida y los editores judíos. Desde una vida llagada en Nueva York, le escribe cartas impersonales que hablan de anticipos, traducciones o plazos de entrega. Sus cartas huelen a memorándum y desprenden un frío de anatómico forense.
Baja a la bodega –un agujero de silencios desconcertantes y paredes húmedas propicias para las teleplastias- y deposita un Chianti y un Rioja joven en el botellero recién barnizado. No puede evitar mirar la telaraña reflectando la luz de la bombilla: un legado de polillas secas y moscas embalsamadas en vida intentado desesperadamente terminar con su martirio y crucifixión ante la meticulosa vigilancia de la araña. Admira a esa hija de puta. Tampoco hoy la matará.
Extiende el periódico en la mesa de la cocina y comienza a diseccionarlo con interés. La administración Reagan vuelve a subir los impuestos. Los franceses realizan una prueba nuclear subterránea en un atolón de Mururoa, en el Pacífico sur. Atentando de Sendero Luminoso en Perú. AIDS, una nueva y enigmática enfermedad: investigadores de EE.UU creen que el virus causante se transmite a través de la saliva. Mijail Gorbachov es elegido nuevo secretario general del Partido Comunista de la URSS. Un tornado arrasa grandes zonas de Ohio y Pennsylvania. Se descubre en Austria una amplia red de tráfico de fetos para su utilización en la industria cosmética. Su sentido arácnido se enciende como el cartel luminoso de un casino de Las Vegas. Recorta la noticia de inmediato y la archiva en una carpeta gris. Así nacen sus novelas, golpes de intuición atrapados al vuelo. Deja la carpeta en la alacena carcomida con olor a membrillo y coloca encima, a modo de pisapapeles, su amuleto, un trébol de cuatro hojas fosilizado en ámbar.
Se prepara un café cargado y una rebanada de pan casero con mantequilla y miel y se dispone a escribir. Escribe como Isak Dinesen: un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. La rutina y la tranquilidad es una parte importante del oficio. Un sillón de lectura, una manta de cuadros y Dostoiewski, Conrad o Kafka suplen al televisor. La noche anterior se le ocurrió una teoría sobre Franz Kafka y su albacea Max Brod con la que tal vez construya un cuento. Por eso Aurigeno es un lugar perfecto para cocinar a fuego lento sus ficciones. El proceso de escritura de uno de sus libros le suele llevar entre ocho y diez meses. Cuando termina las correcciones de un original, guarda una copia en la caja de seguridad de su banco y lo envía por correo, su mente se asemeja a un rompeolas cubierto de cadáveres tras un naufragio en mitad de la noche.
Samian, y un gato callejero al que todavía no ha bautizado, se arremolinan maullando entre sus piernas. Saca una cazuela de pollo con arroz de la nevera y lo vierte en dos cuencos de mayólica. Le gusta cocinar para sus gatos. En realidad le fascinan por su independencia y su lealtad a sí mismos: comida y calor a cambio de mimos y compañía. No engañan a nadie.
Destapa la Olympia y se dispone a comenzar su jornada laboral. Compró la máquina de escribir en 1956 y nunca ha tenido que enviarla a reparar. A su izquierda, se encuentra el armazón de su nueva novela (El efecto placebo). La trama se desarrolla en el presente, 1985, y la lleva preparando varios meses; suele documentarse mucho antes de escribir una sola línea. Y a su derecha, los diccionarios y la estilográfica que perteneció a su padrastro, una Parker dorada de coleccionista con la que toma notas y abre caminos. Le resulta tan sencillo romper la cáscara endeble de la realidad y atrapar a los lectores en su lazo corredizo…la araña de su bodega conoce el secreto. Enciende un cigarrillo y, expulsando el humo hacia el techo, escribe:
CAPÍTULO PRIMERO
Estaba viendo por televisión Los pájaros de Alfred Hitchcock cuando una paloma se estrelló contra el cristal de mi ventana. Quedó muerta en el alféizar, el cuello blando, las alas encogidas y en la pata derecha un mensaje. Un mensaje que no tardé en leer. Decía lo siguiente:
YA VIENEN. CYCLOPS-157-B
Nada más. ¿Qué era aquello? ¿Una historia de amor entre bandas rivales? ¿Un asunto de la Mafia? ¿La organización de una Misa Negra por parte de una secta satánica? Había escuchado en un programa nocturno de radio que los ejércitos mantenían palomas mensajeras en sus cuarteles por si fallaban las telecomunicaciones. Pero sólo eran hipótesis sin fundamento, la imaginación de un hombre perdido.
Acababa de barrenar una parte angustiosa de mi vida. Vender el negocio familiar (una harinera obsoleta que llevaba varias generaciones dando pérdidas e infelicidad) había roto los puentes que me unían a mis padres y hermanos. Dejaba pasar los días, sin hacer nada, mirando viejas fotos y fabricando recuerdos perfectos, escuchando crecer la barba ante el espejo, esperando. La paloma me había sacado del ostracismo en el que me encontraba. Sentía curiosidad por primera vez en mucho tiempo. Impulsivamente tomé la agenda de teléfonos y marqué el número de un antiguo compañero de universidad, Jon Lee Anderson, el periodista más tenaz y brillante que había conocido; el Premio Pulitzer llevaba grabado su nombre.
-¿Jon? Soy Marcel Rubirosa. ¿Cómo estás?
-¡Rubirosa! ¡El gran Marcel Rubirosa! ¿Qué es de tu vida, amigo? ¿Consiguieron enfundarte el negocio familiar?
-Cuando gané mis primeros diez millones de dólares, abandoné el barco.
-Se lo escuché a un ruso: a los borrachos el mar les llega a las rodillas. Eres un fanfarrón.
-Ya sabes que lo soy. Necesito un favor, Jon. ¿Tienes algo para apuntar? Quiero saber qué es CYCLOPS-157-B.
-¿Quién te has creído que soy? ¿Un maldito funcionario de tráfico? ¿Vas a denunciar a un vecino que aparca en el césped de tu jardín o le has echado el ojo a una pelirroja en la autopista?
-Algo así. Prometo contarte la historia con detalle. Si averiguas algo, claro -le dije bromeando antes de colgar.
La paloma tenía los ojos abiertos: dos puntos negros del tamaño de una cabeza de alfiler. Pesaría unos cuatrocientos gramos. El rigor mortis avanzaba lentamente por las carreteras de su cuerpo. ¿Qué más podía hacer? ¿A quién podía acudir? La respuesta se presentó con forma de fogonazo nemotécnico: en la azotea de mi tía Mae. Un vecino había instalado allí su palomar. Recordaba cómo mi tía Mae, entre bandejas de pastas rancias y vino dulce, en las tardes de universidad que me dejaba caer por su casa, criticaba los malos olores y la transmisión de enfermedades y amenazaba con llevarle a los tribunales. Metí la paloma en una caja de zapatos y salí de casa. El tráfico estaba denso y una tormenta se aproximaba por poniente.
Lo encontré sentado en el interior del palomar, muy encorvado, regulando la altura de un bebedero de plástico rojo. Le llamé y se dio la vuelta sorprendido. Tenía cara de bedel de instituto en horas de clase y un cuerpo al que no le quedaba ni una brizna de juventud. Las palomas comían y ululaban a su alrededor con el buche hinchado y los ojos inquietos.
Me presenté tendiéndole la mano:
-Me llamo Marcel Rubirosa. Le felicito: su palomar es magnífico.
-Debo limpiarlo todos los días. Es por los vecinos, se aburren y vuelcan sus frustraciones conmigo. Es mi refugio. Mantener cien palomas es más económico que tener un perro. ¿En qué puedo ayudarle?
Abrí la caja de zapatos y se la mostré. La tomó con sumo cuidado, como un padre recibiendo el cuerpo de su hija ahogada, extendiendo las alas y palpándole el cuello. Luego leyó el mensaje moviendo involuntariamente los labios.
-Tenía ya el nuevo plumaje, brillante y sedoso: ése es el reflejo de la buena salud. Debió desorientarse, cosa que no es frecuente. Son capaces de utilizar el sol como compás, incluso cubierto de nubes, para regresar al palomar. ¿Qué se supone que es CYCLOPS?
-No lo sé. Confiaba en que usted me lo pudiera decir –respondí algo desilusionado.
Rompió a llover. Desde la azotea veíamos resguardarse a la gente bajo los toldos de las tiendas y la marquesina del autobús urbano. Una pareja se dejaba mojar en un largo beso sin fin. Los rayos abrían caminos en el cielo.
-¿Conoce la historia de las palomas mensajeras? –dijo mirándome desde unos ojos recorridos por venas y melancolía- El primer colombófilo reconocido fue el faraón Userkaf, de la quinta dinastía, en el 3.000 antes de Jesucristo. Decía Plinio el Viejo que toda la costa mediterránea, por donde discurrían las legiones romanas, estaba jalonada por torres con palomas; así retransmitían los avances de la guerra.
-Por lo que me cuenta, se les dio muy pronto un uso militar. Pero parecen historias alejadas de este siglo, ¿no?
-Fíjese: en la Primera Guerra Mundial los ejércitos aliados manejaban 650.000 palomas. De hecho, la primera noticia que se tuvo en el Reino Unido del desembarco en las plazas de Normandía, en la Segunda Guerra Mundial, la llevó una paloma.
-Además de los ejércitos, ¿quién más puede utilizar las palomas mensajeras?
-Pertenecí a una sociedad colombófila durante varios años. Se llamaba La valiente mensajera. Me asocié buscando una buena calidad genética y un acceso más sencillo a los medicamentos; si enfermaba una sola paloma era la sentencia de muerte para todo el palomar. Hacíamos exhibiciones por las ciudades más importantes del país. Organizábamos barbacoas y bebíamos cerveza. Pero las exhibiciones degeneraron en campeonatos y los campeonatos en apuestas. Se movía mucho dinero. Carreras de 500 kilómetros para las palomas de cinco meses, 600 kilómetros para las de nueve meses y 700 kilómetros para las de un año. Campeonatos, con más de 5.000 participantes inscritos, y con un premio tan suculento como el de Sudáfrica: un millón de dólares para el ganador. Gallos de pelea, vagabundos con los puños desnudos, caballos, perros o palomas, les da igual. Todo es susceptible de generar apuestas.
-¿Podría pertenecer esta paloma a una de esas sociedades colombófilas?
-En un principio, sí. Pero no lleva el número de identidad habitual, ni las iniciales del país, ni la fecha de nacimiento.
Le di las gracias y me despedí. La tormenta se había desatado con furia, el viento racheado hacía oscilar el coche de un lado a otro. La cortina tupida de agua dificultaba la visión, los limpiaparabrisas no hacían ningún efecto. Aparqué a dos manzanas de casa. Llegué calado hasta los huesos y escuché el teléfono desde el portal; sonaba insistentemente. Subí las escaleras de dos en dos, jugándome una fractura, y alcancé a descolgarlo justo a tiempo.
-¿Sí?, contesté casi sin resuello.
-Marcel, ¿de dónde has sacado esa matrícula, amigo? ¿Qué llevas entre manos? ¿Sabes qué es Cyclops? Era un barco de aprovisionamiento de la marina norteamericana, de 150 metros de eslora y 19.000 toneladas de desplazamiento. Desapareció, sin mandar un mensaje de socorro, con 309 pasajeros a bordo, entre las islas Barbados y Noorfolk, en el Triángulo de las Bermudas. Pero, ¿sabes lo mejor? Desapareció… ¡el 4 de marzo de 1918! Dime, ¿en qué estás trabajando? Recuerda que huelo las noticias bajo el agua.
La historia se complicaba por momentos.
Llaman al timbre. Patricia Higsmith se tensa como un arco. ¿Quién puede ser a estas horas? Frunce el ceño. Una vez que la sacan de su concentración ya no puede regresar; intentarlo sería perder el tiempo. El capítulo primero fluía con soltura. Se estaba divirtiendo con la trama. Enfila sus pasos hacia la puerta imbuida de negatividad. Gira la llave dos veces y abre.
Tom Ripley avanza hacia la luz con una maleta en cada mano.
Ha venido para quedarse.
Cuando sonríe, los dientes blancos resaltan en su cara bronceada.
© Oscar Sipán, del libro de relatos "Escupir sobre París".
6 comentarios:
Este cuento, en mi opinión, tiene dos partes, cada una complementa a la otra. La escritura del "capitulo" nos da la clave para entender a la escritora que está escribiendo la hisoria. Lo más fuerte, para mí, es como los finales se hacen coincidir en el tiempo.
Besos.
Sipán, tan genial como siempre, esta vez con guiños al mundo de lo paranormal, homenaje a Highsmith y un final sorprendente.
Besos,
Cris
www.labibliotecaimaginaria.es
www.elviajeimaginario.obolog.com
Ada y Cris:
cuando terminé de leer el cuento, algo hizo explosión en mi mente.
¿No es eso lo que perseguimos los cuentistas con nuestros relatos?
Un cuento curioso. Me ha gustado como ha pincelado la vida de Highsmith y también como ha llevado a cabo el primer capítulo. Un guiño a Hitchcok (quién llevó al cine su primera novela “Extraños en un tren”) y como va entramando, en un periquete, toda una novela de suspense. Tal como lo haría ella, que solía hacerlo nada más empezar la historia. Naturalmente, no podía faltar Ripley. Highsmith decía, que siempre había que vivir un tiempo con los personajes.
Un beso.
Luisa: vivir un tiempo con ellos y luego olvidarlos. hay michos otros personajes pululando por la mente de un escritor.
Besos
Hombre, ahí está la gracia...
Un besote.
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