La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

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MI BLOG PERSONAL

sábado, 26 de septiembre de 2009

Un cuento de Virginia Woolf


La casa encantada
Virginia Woolf


A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años...», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro...» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»

viernes, 25 de septiembre de 2009

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Nº1 Revista Al Otro Lado del Espejo


Para visualizar la revista y descargártela:

Revista /AL OTRO LADO DEL ESPEJO / Nº1
En esta ocasión contamos con:
Guy de Maupassant,Ricardo Pligia,Hipólito G. Navarro, Lorenzo Silva,Carlos Salem, David González, Ana Pérez Cañamares,Miguel Ángel Zapata,José Ángel Barrueco,Hasier Larretxea,J.Ramallo,Carlos Ardohaín, Escandar Algeet, Reyes Monje, Lola B.Gallardo, Marcos Vasconcellos, Carlos Ollero Nacho Viñuela, Inés Martín, Carlos Frühebeck, Carmen Guzmán
Nos Ilustran
Lidia Litrán (portada), Juanito Kalvellido, Leticia Vera, Ángel Rodríguez Robles, Ana Rodríguez Pastor, Beatriz Chaves, Lucía Barredo, José Naveiras, Alberto Rivas
¡GRACIAS A TODOS!
Que la disfrutéis

lunes, 21 de septiembre de 2009

Los que vienen detrás y otros relatos, de Vicente Muñoz Álvarez


LOS QUE VIENEN DETRÁS Y OTROS RELATOS

VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ

Ilustraciones de MIGUEL ÁNGEL MARTÍN
Prólogo de HERNÁN MIGOYA

DVD ediciones, 2009

Los que vienen detrás y otros relatos se publicó por DVD ediciones en el año 2002 y reúne varios de los cuentos que durante los 90 publicó Vicente Muñoz Álvarez en el fanzine Vinalia Trippers, ilustrados por Miguel Ángel Martín y prologados por Hernán Migoya.
Ahora se reeditan, también por DVD ediciones, para disfrute de los lectores.


Excluidos, perdedores (todos somos perdedores), marginados, outsiders (fuera de ley/fuera de la sociedad), fracasados (voluntarios o no) en un mundo competitivo e inhumano; jóvenes soñadores en búsqueda de “la perla azul”, anticonsumistas y aquellos que buscan una vida diferente, son los protagonistas de estos cuentos de Vicente Muñoz Álvarez. Junto a ellos, algunas historias de niños y adolescentes, con toda su crudeza, que marcan el paso del tiempo.

Algunos de los cuentos desprenden una maravillosa nostalgia, una saudade que impregnará al lector. Otros trasmiten la desolación, el hastío, el desencanto de personajes perdidos en la selva social. En alguno de ellos, el lector sentirá las palabras de Vic dirigidas directamente a su entrecejo (“¿Quién quiera saber lo que es la magia?”).

Destaca en su técnica narrativa la utilización de las descripciones, la adecuación de tonos narrativos con el fin que persigue en cada uno de los cuentos, el manejo excelente de los diálogos. Algunos de los cuentos, como “El juego”, utilizan el “cierre travelling” (a lo Aldecoa), de forma que tal como se inicia el relato cierra el cuento abandonando la historia con dos o tres descripciones que vienen a decir que la vida sigue.

Cuentos que viajan de polo a polo, de la ternura a la crudeza, que contienen joyas enigmáticas como “¿Quién quiere saber lo que es la magia?”, donde el protagonista nos invita a reírnos del mundo; realistas como “Yo fui un objetor frustrado adolescente” en el que trata de abrir los ojos a los jóvenes; o “Los que vienen detrás”, cuento que da título al libro y en un tono nostálgico nos muestra la inercia de la vida. Los que vienen detrás son los hijos, por ellos continúan luchando los padres.

Pero hay que llegar hasta el final y leer “Un cofre lleno de recuerdos”.
El personaje (el propio Vicente Muñoz) cuenta su vida, sus recuerdos, su eterna lucha en busca de “la perla azul”, el creer saberlo todo en la adolescencia, la huída de la masa siendo masa, envejecer y darse cuenta que la vida es insustancial, dejarse llevar, ser masa, también mina poco a poco. Vicente Muñoz sale del sueño de la perla azul de la mano de una mujer, con la que quiere vivir hasta el final de sus días. Sabe ya que el mundo es una mierda y que es imposible luchar con él para ganarle, pero lo lleva en la sangre “De niño soñaba que talaba árboles con un enorme cuchillo afilado y postes de teléfono y montañas”, y ahora ya no es un adolescente, ahora asume que el mundo es basura, lo sabe y deja de torturarse por ello. El mundo es basura, vale, asumido, pero que se prepare, porque no voy a dejar de luchar contra él.
Podríamos decir que este relato contiene una sinopsis del libro.

Una escritura pulcra, medida, sin florituras, al servicio de buenos argumentos y planteamientos estructurales perfectos, hacen de este libro una lectura recomendable.
Pero hay un valor añadido a este volumen de cuentos: el mágifico prólogo de Hernán Migoya, que en sí mismo es un cuento de una profundidad asombrosa; y las ilustraciones de Miguel Ángel Martín, uno de los mejores grafistas del momento.

viernes, 18 de septiembre de 2009

UN GALEÓN EN UN MAR ESMERALDA





UN GALEÓN
EN UN MAR ESMERALDA



–Si te quieres matar bebiendo, por lo menos que sea con algo de calidad.
Eso me dijo, y dejó en el carrito de la compra una botella de Cardhu. Ni levanté la mirada. Me limité a admirar aquel vidrio ambarino de contornos redondeados. Contrastaba bien con las otras diez botellas verdes. Un galeón en un mar esmeralda. Magnífico.
Sabía quién era. Lo veía cada tarde, al otro lado del seto de aligustre. Él con su lectura, y yo con mi vaso. Los dos mirando más allá de lo que parecíamos mirar. Colocaba la hamaca bajo la higuera y se introducía en otro mundo. Horas y horas, hasta que el sol dejaba de calentar. Entonces, recogía la hamaca y subía al porche a contemplar el anochecer. En ese momento nuestras miradas se unían. También más allá. La mía, vagabunda y errada, desdibujada y nostálgica, sólo encontraba consuelo con aquel último rayo de luz.
Se precisaba con urgencia cambio para la caja siete. Eso fue lo que me sacó de la ensoñación. Él seguía allí. Mirándome casi con ternura.
–No creo que tu abuelo estuviese muy orgulloso de ti en estos momentos.
Yo tampoco lo creía. Pero me daba lo mismo. Había defraudado a todo el mundo y, sobre todo, me había defraudado a mí mismo. Opté por el camino fácil. No tengo más remedio que reconocerlo. Quitarme de en medio de todo aquel espanto. Una licencia de tres meses en el trabajo. Huir de la ciudad. Refugiarme en la casa de mi infancia. Rodearme de recuerdos atrasados para empezar de nuevo. Otra vida. Volver allí donde había equivocado el camino de mi vida. Buscar otra senda, más afín conmigo mismo. Volver a empezar. Así lo había decidido. Otra vida. Llevaba un mes en el pueblo y no había hecho más que beber. Como si me intentase anestesiar para extirparme la amargura. Dormir mi mundo. Supongo que para tener valor de suturar aquella herida en el alma. Pero era despertarme y buscar qué beber para volver a dormir. Ni siquiera había limpiado la casa. Ni siquiera la habitación en la que caía derrotado cada noche. Ni siquiera me asqueaba el olor a jugos estomacales revertidos, a piel mudada, a basura y derrota. Todo alrededor me daba lo mismo. Un galeón en el mar esmeralda.
–“Será su propio Dios”. Así acababa Noé sus muchos monólogos sobre su nieto.
Intentaba recordar. Sí, algo activaba esa frase en mi cerebro. Algo poderoso. Sí, ya me acordaba. Aquellos desayunos en la garita de madera, junto a los rieles del tren y el cambio de vía. Todavía no había amanecido. Yo salía de la casa y llevaba la tartera con la tortilla de patata recién cocinada. ¡Qué buenas las tortillas de la abuela! Tenía su secreto. Separaba las claras de las yemas. Las batía un poco y, casi al final, las incorporaba a la sartén. Parece que la estoy viendo, siempre con su sonrisa amable. Todavía no había amanecido y yo salía de la casa. Cruzaba el campo, los hierbajos y las pajas que me llegaban al pecho, por la senda que cada día trazaba el abuelo. El camino diario. ¿Quién puede decir que, allí dónde nada existía, en medio del campo, una hilera de tierra como una cicatriz ha nacido de sus pies? Sólo las personas con decisión trazan nuevos caminos. Sólo ellas ven lo que nadie más ve. Sí, sólo existía esa vereda, esa minúscula senda junto a la tapia. Lo demás era selva. Iba con miedo. Sí, los ruidos del campo en la noche. Los grillos con su eterno frotar de los élitros. Con su repentina mudez al acercarme. Era como si el mar de ruidos se abriese a mi paso. Cesaban los trinos de los pájaros madrugadores, las pisadas indefinibles de los gatos o de los animales escondidos en la maleza, el roer de las ratas. Primero algo de miedo. Después no. Después me sentía enorme. Me iba agrandando al llegar al otro lado del campo. Entonces ya divisaba el perfil oscuro del resto de casas. Estaba a punto de lograrlo. La travesía. De un continente a otro. Y la tartera caliente en mis manos. El olor a comida deliciosa. A veces, incluso me atrevía a correr por aquella estrecha senda. A veces, incluso a cerrar los ojos caminando. Alguna vez gritando, cuando ya estaba a punto de salir del campo, ¡lo conseguí!
Luego se lo contaba al abuelo. Mientras comíamos de la tartera metálica y veíamos amanecer sobre aquel campo que parecía mucho más pequeño con la luz. Más pacífico. Menos acechante. Un mar dorado en calma. Le decía que parecía que las hierbas se apartaban a mi paso, que los animales callaban y que una extraña sensación de seguridad me inundaba. Entonces me lo decía. “Hijo, tú serás tu propio Dios”.
–Sí, eso decía…–Mantenimiento, pase por el almacén. Sección de electrodomésticos, le están esperando. Hoy aproveche nuestras ofertas del día–. Como puede usted ver, estaba equivocado.
Ni siquiera pensé lo que dije. Un segundo después, sí. Confesé que era un pelele, un fracasado. Ya lo había aceptado. Eso habían significado mis palabras. “Asumo que no valgo para nada”. A continuación podía ponerme a llorar. O podía abrir una botella y beber allí mismo. O podía volver a perder la mirada en otras realidades. O podía mirarle a los ojos y entregarle parte de mi lástima por mí mismo. Su voz me sacó de la espiral.
–Estás confundido. Es lógico. Ya deberías saber que en este mundo no hay ganadores. Ni uno sólo. –Su poderosa voz de locutor, de dios terrenal–. Ni siquiera todos esos que ahora aparecen en la televisión con sonrisa de perlas y cara de triunfo. Ni los diez primeros en la lista de milmillonarios. Te puedo asegurar que las cosas son así y, lo que es peor, que este mundo no tiene remedio. Ya lo dijo Cervantes con todo su Quijote hace cuatrocientos años. Así opinábamos también tu abuelo y yo.
Sí, era verdad. El viejo Noé no se cansaba de decirlo. Ya era sabio cuando yo era niño. Me miraba con sus ojos azules dentro del alma, y buscaba el momento oportuno para poner la larva. El Quijote, sí, su evangelio. Lo abría y leía con su voz de maestro un párrafo que había seleccionado. Lo volvía a leer, con exactamente la misma entonación, para que lo comprendiese. Luego me preguntaba ¿qué te parece? Nada. No me entero de nada, me daban ganas de decir, como en las clases de matemáticas de la escuela. Pero el abuelo se merecía ir más allá. Otro esfuerzo. Le pedía el libro, forrado con papel de periódico, manoseado, incluso con restos de grasa de las palancas del cambio de vía. Leía despacio. Intentaba comprenderlo. Y respondía con sinceridad. Es necesario conocer la verdad para diferenciarla de la mentira, eso decía. Un hilo del que tirar. Respondía sin miedo, porque aquello no era un examen. Era otra cosa, una especie de juego. Yo entonces no lo sabía, claro. “Pues yo diría que quiere decir que el mundo no va bien”.
Por primera vez le miré a la cara. Sus ojos rezumaban agua. Como si toda aquella luz artificial del hipermercado le hiciese daño en el iris. Tenía un pañuelo de tela en la mano que se aplicaba bajo los párpados, dejando que se empapase. Primero un ojo, luego el otro. Dejé de apoyar los brazos sobre el mango del carrito y me incorporé. Fue como subir a un segundo piso.
–Hace años que deseaba conocerte –me tendió su mano, huesuda y oscura, moteada de manchas–. Me llamo Julián.
Mientras aceptaba su apretón, tibio y firme, intentaba recordar si yo debía conocerlo a él. No era demasiado mayor, no tanto como Noé. Parecía conocerme muy bien, como si supiese mis secretos. Eso leía en su mirada. No, no recordaba a alguien así en aquella casa de piedra. No recordaba ni siquiera aquella casa de piedra al otro lado del aligustre. ¿Y qué había allí? ¿Qué había en su lugar? Nada. Allí no había nada. Bueno, algo sí había. Había un pozo artesiano, con su brocal de pedernal y su polea oxidada. ¿Y qué más? Había montones de tierra colmados por todo tipo de hierbas. Y había árboles frutales, y gatos que ronroneaban por la noche, y conejos de rabo blanco. Eso había al otro lado de la casa del abuelo Noé o, al menos, eso era lo que yo recordaba. Y es que hacía tanto tiempo que no volvía por allí. Me parecía mentira, con todos aquellos años de felicidad vinculados a aquella tierra. ¿Y por qué dejé de ir? La vida. Los estudios en la ciudad, la muerte, la huída, Canadá, juventud, chicas, Ella, trabajos, Laura. Veinte años y todo aquello enterrado. Hasta que te llaman y te dicen que el abuelo ha dejado de existir y tú lloras porque le considerabas el mejor ser del planeta. ¿Y qué te importaba en realidad? ¿Por qué no acudiste a él? ¿Por qué no te preocupaste cuando ya era mayor y necesitaba tu ayuda? La vida. El río de cada uno. Sin raíces, para el hombre es difícil ser un salmón.
Julián seguía derramando lágrimas sin llorar. La mano derecha en el bolsillo y la izquierda con el pañuelo de absorber océanos. Parecía buena gente. La chaqueta de pana, desgastada y brillante, color trigo tostado, que no debía de quitarse. Una flor en el ojal. A las doce, degustación de galletas en el quiosco del pasillo central.
–Me estaba preguntando… ¿hace mucho que conoció usted a mi abuelo?
Aquel ser de ojos de mar y voz de barítono, me sonrió por primera vez.
–Mucho. Pero mucho menos de lo que me hubiese gustado.
Creo que los dos queríamos hablar de lo mismo. A él también le había fascinado la figura de Noé. No lo sabía, pero lo presentía. También se había convertido en adora- dor. El abuelo, ferroviario de profesión y filósofo de la vida vocacional, tenía sus adeptos. Cargué las botellas en el automóvil y acepté un café en aquel porche de piedra, al otro lado del seto de aligustre, a veinte kilómetros, subiendo el valle hasta el pie de las montañas.




Fragmento de El laberinto de Noé (Ed. La Tierra Hoy, 2008)

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Finalistas del Premio Setenil


Juan Carlos Márquez, Oficios, Castalia.

Juan Bonilla, Tanta gente sola, Seix Barral.

Arturo Enríquez, El espacio alrededor, De la luna libros.

Juan José Millás, Los objetos nos llaman, Seix Barral.

Juan Ramón Santos, Cuaderno escolar, Editora Regional de Extremadura.

Vicente Molina Foix, Con tal de no morir, Anagrama.

Jon Bilbao, Como una historia de terror, Salto de Página.

Fernando Clemot, Estancos del Chiado, Paralelo Sur.

Carlos Salem, Yo también puedo escribir una jodida historia de amor, Ediciones Escalera

Andrés Pérez Domínguez, El centro de la tierra, Paréntesis.


Suerte a todos.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Niñas y detectives, de Giovanna Rivero



Niñas y detectives
Giovanna Rivero

Editorial Bartleby
Colección narrativa

Jab*
por Esteban Gutiérrez Gómez

Los relatos de Giovanna Rivero golpean la mente del lector. Bien por el tema, bien por la forma narrativa, Giovanna quiere que nadie se quede indiferente ante sus propuestas literarias.
En Niñas y detectives nos ofrece una variada muestra de su bien hacer. Lo primero que llama la atención es su capacidad para contar un hecho sucedido tiempo atrás (anticipado en el primer párrafo de tal manera que contiene la esencia del relato). El lector se siente instalado en ese antes que se narra sin notar la transición temporal. Eso demuestra dos cosas: que sigue la norma que dice que en el primer párrafo debe estar contenido todo el cuento y que los cambios (tono narrativo, trama, tiempo de la acción) los marca en el relato cuando verdaderamente llega el momento, utilizando todo el poder que ofrece la narrativa para golpear.

El atrevimiento de Giovanna Rivero con temas y actitudes que podían considerarse tabú, es otro directo al mentón del lector. En alguno de estos cuentos como “Honorarios”, no sólo busca esa conmoción, sino que provoca el nocaut. Todo ese cuento se resume en el título.

Destacan otros relatos como “Medusa”, con el que se abre el libro, “Olas de satén” o “Sangre dulce”, cuento ampliamente antologado. Sin embargo, el cuento que acompaña esta reseña, “Perras y soldaditos”, es la muestra definitiva de lo que el cuento significa para Giovanna Rivero.

Gracias a la autora y a su editor, Pepo Paz, puedo ofrecerles esta joya del arte de la narración breve.
Lean y opinen.


*Jab - Un puñetazo veloz y directo, lanzado con la mano delantera desde la posición de guardia (fuente: Wikipedia)




Perras y soldaditos

Acababa de cumplir nueve años cuando ocurrió lo que voy a contarles. Mi abuela había comprado a Yerka para que inspirara respeto a los soldaditos del Control Político de García Meza. Yerka era grande y peluda, y cuando sonreía, porque les juro que antes de que ocurriera lo que ocurrió, la perra sonreía, mostraba unos colmillos tan blancos que me provocaba envidia, porque aunque yo le daba duro con el kolinos, nunca pude conseguir ese brillo. Después de que Yerka hiciera lo que hizo, mi abuela empezó a envejecer; a veces uno se identifica con los animales más que con las personas, y es posible que mi abuela se hubiera sentido culpable. No sé de qué modo ella podría haberse sentido culpable por lo que ocurrió, pero es una impresión que me salta cada vez que pienso en ese asunto. Después de eso, nunca más hubo animales en la casa de mi abuela, nunca hubo, por decirlo de algún modo, ninguna criatura cuya forma de proceder se volviera incomprensible para la inteligencia humana. Los motivos de los animales son siempre extraños y si tratas de entenderlos puedes enloquecer. Sin embargo, hasta mis nueve años, los más felices de mi vida, teníamos a Lucía, una gata de ojos bicolores, a Yerka, la perra sonriente, y tres gallinas ponedoras que alegraban mi infancia. En el caso de las gallinas, y aquí el lector puede pensar que me contradigo en cuanto a mis apreciaciones sobre los humanos y los animales, la razón para mimarlas y darles de comer de la propia mano era diabólicamente benevolente: la idea era engordarlas, engordarlas y engordarlas para desplumarlas en Navidad, a ellas y sus pollitos. Confieso que esto no me hacía sentir mal. En cada bocado que me metía a la boca, una alegría ácida me hacía salivar, me abría el apetito. Comer lo que tú mismo has alimentado es un aderezo irresistible.

Lucía, la gata, siempre fue más astuta. No confiaba demasiado en los humanos, sospechaba que éramos seres crueles, del modo en que se puede ser cruel cuando eres humano. Quiero decir que hay formas de ser cruel y que los otros, estos seres a quienes creemos domesticar, también pueden ser crueles. Cuando a Lucía le tocaba parir elegía tejados ajenos, sus crías eran bolas diminutas de pelos blancos y ojos bicolores que decían con un precoz cinismo: “los venden en óptica El Ojo Maldito”. La extradición de los gatitos era imposible. Los vecinos del lado izquierdo de la casa – donde casi siempre Lucía decidía alumbrar– se enternecían y caían en la trampa del amor. Allá ellos con los dominios felinos a los que acababan de rendirse. Los vecinos del lado derecho de la casa, bueno, ella, la gorda enorme, sólo tenía un loro, un loro eterno y verde, y odiaba al resto de los animales. El loro decía “¡judíos, judíos!” en cuanto veía a uno de nuestros animales, fuera la gata, la perra o las gallinas. Pero no es del loro que quiero contarles, esto se trata de Yerka.

Ese verano, Yerka ostentaba una panza enorme y seis magníficos pezones, toda una madre. Por las tardes, Yerka se despatarraba sobre la losa fría del umbral para soportar el calor. Ese verano, los soldaditos sufrieron más que nunca, entraban a las casas y miraban bajo los catres y en los roperos por si encontraban a algún traidor a la patria. Con el tiempo, llegué a pensar que los traidores a la patria eran hombres que se acostaban con mujeres casadas y con viudas, una imprecisión, sin duda. Una vez realizada la inspección, los soldaditos exigían agua, bebían desaforados, se mojaban la nuca y seguían con la siguiente casa. Esto podía ocurrir cualquier día de cualquier semana de aquel verano. Tío Pinocho acababa de volver de La Paz, donde estaba terminando Sociología, y el pequeño infierno lo esperaba para cocinarle las tripas. Era la forma en que mi abuela se refería al futuro de sus hijos y sobrinos que habían preferido los estudios universitarios a los cupos para sembrar caña. Ese verano tío Pinocho no quiso llevarme a upa sobre sus hombros. Se sentaba bajo la parra de uva a pensar, eso decía, “quiero pensar”, y pensaba. Pensar cansa. Tío Pinocho sudaba, pero no de la forma en que el verano te hace sudar, sudaba por las manos y por la frente, con gotitas frías y perfectas, canicas de cristal para jugar a las guerras. Eso era pensar. Tío Pinocho abría las palmas de las manos y Yerka se las lamía.

– ¿Por qué no tienes uñas? Tío, ¿por qué no tienes uñas? ¿Por qué, por qué, por qué?

Los tíos no son lobos feroces. No mi tío, él no era el tipo de persona que fuera a contestarte: “para limpiarte mejor los oídos”.

– ¿Van a crecerte de nuevo las uñas?

Pero pensar te atonta. Pensar te quita las ganas de tener amigos. Por lo menos mientras te crecen las uñas. Yerka lo lamía como toda una madre, esa panza era su tercera camada y ella ya tenía experiencia. Aun ahora creo que a tío le crecieron de nuevo las uñas por las lamidas de Yerka, la entrega con que Yerka lo cuidó, como toda una perra, una amiga verdadera y leal, alguien que no tiene un solo pensamiento de crueldad hacia ti.

Yo estaba feliz de tener nueve años aquel verano. No me importaba vivir en el pequeño infierno, no sabía que eso era un pequeño infierno. Cuando seas grande, me recomendaba mi abuela, vas a irte de aquí, no vas a volver, aquí no hay nada para nadie. Pero por ese entonces yo era feliz y me gustaba ver pensar a mi tío bajo la parra de uva. Además, Lucía nos había traído un gatito asustado. Los ojos bicolores no le servían para nada, le había nacido ciego. Nos enteramos de que todos los gatitos le habían nacido ciegos cuando vino la gorda de la vecina con una bolsa movediza, vociferando, gritándole a mi abuela acerca de ciertos abusos de confianza que ciertas personas se mandaban como si tal cosa. Su cocina, dijo la gorda, no era un lugar para que las gatas ajenas vinieran a parir ensangrentándolo todo, qué asco, decía la gorda, y vociferaba sobre la educación y por qué estaba de acuerdo con García Meza y los soldaditos que transpiraban como chinos para recuperar el mar y poner algo de orden en la nación. Dijo que su loro había empezado a gritar “¡judíos, judíos!” y que si un loro podía darse cuenta de las cochinadas de otros, cómo era posible que una persona no pudiera ser considerada con los demás. Un abuso de confianza. En ciertas casas, dijo la vieja gorda, indicando con el índice cuál era esa cierta casa, y por supuesto apuntando a nuestra casa, no había diferencia entre las personas y los animales. No había ninguna diferencia, vociferaba, todos éramos unas bestias.

Y este es el punto donde Yerka crea un problema. Porque Yerka le salta a la vieja gorda y le arranca un pedazo de mejilla. Nadie vaya a creer que Yerka se comió el cachete, esto, en honor a la verdad, no ocurrió nunca. Que luego la vieja gorda dijera que Yerka era una perra muerta de hambre porque mi abuela era un puñete de avara, es una exageración. Yerka le arrancó la mejilla y se la llevó a su escondite como si llevara un hueso. En honor a la verdad, mi abuela acompañó a la vieja gorda hasta el hospital y luego estuvo pagando la curación durante largo, largo tiempo, incluso después de que llegaron los sures, el invierno, la primavera, la Navidad y yo cumplí diez años y luego once, doce, y el pequeño infierno se hizo todavía más pequeño.

El verdadero problema, sin embargo, no fue la mejilla arrancada, sino la venganza de la vecina gorda. La vieja “Máscara de plata” – que así empezaron a llamarla los chicos de la cuadra– avisó al Control Político que mi tío Pinocho se pasaba la tarde “craneando”, así dijo la gorda, “craneando” un modo de tomar el poder. Los soldaditos vinieron una tarde, la más calurosa de todas las tardes, e hicieron todo al revés, es decir, primero exigieron agua, mi abuela les dijo que ahí estaba el grifo, que se sirvieran todo lo que quisieran pero que a ella nadie le exigía nada de mala manera. Uno de los soldaditos la golpeó en la cara pero ella ni se movió, ni siquiera lloró, sólo dijo: “eso se llama ser machito, ¿no?”. Lo estoy viendo, clarito, como si tuviera nueve años otra vez, como si fuera aquel verano: el soldadito bajó la cabeza. Por suerte, porque si todos los soldaditos llegaban a enojarse, es seguro que venía el segundo paso: mirar debajo de las camas, abrir los roperos, y ahí, en el ropero que olía naftalina y polvo Maja, estaba escondido mi tío Pinocho, sudando, sudando harto, de calor y de miedo.

Los soldaditos se fueron sin tomar agua. Y recién cuando ellos terminaron de irse mi abuela se largó a llorar. Tío Pinocho salió del ropero, le habían vuelto a sangrar los dedos y Yerka no estaba cerca para lamerlo como toda una perra, se había escondido porque la hora de tener a los cachorros había llegado. Todo junto esa tarde de verano, los soldaditos, mi tío sin uñas, los soldaditos, Yerka, los soldaditos, mi abuela que no pone la otra mejilla. Y de fondo, del lado derecho de la casa, el loro eterno que gritaba eternamente “¡judíos, judíos!”. Qué inteligencia, qué vivaz.


Mi deseo de escribir esta historia tiene, sin embargo, otro corazón. No sé si es de mi abuela que quiero hablar, de mi tío que al principio era como un perro bravo y luego fue aprendiendo a ladrar despacito, de mí, que pese a todo, pese al verano hirviente, a los ladrillos desiguales del patio, a los gusanos gelatinosos de la parra de uva, a la vieja “Máscara de plata”, al aburrimiento de cada tarde, al miedo suavito, a todo, todo, era feliz, no sé si es de mí, digo, o de Yerka, que era otra forma de ser yo, porque la respiración de Yerka me gustaba, me daba aire. El corazón de esta historia siempre estuvo en la panza de Yerka y ella fue la única que lo supo de esa manera salvaje.

Yerka se comió a sus cachorros. Eran cinco, tres hembras y dos machos. Todos tenían ese color que las mujeres piden a sus peluqueras: chocolate beniano hervido a fuego lento. Los vimos una sola vez. Al día siguiente del nacimiento, un olor a carnicería te hacía picar la nariz. Por un instante mi abuela temió que a la vieja gorda se le hubiera gangrenado la cara. Pero la “Máscara de plata” estaba en su mejor momento, gozando su venganza.

Los motivos por los que Yerka se comió a sus propias crías, sólo ella podría explicarlos. Pero no es cosa de andar pidiendo explicaciones a un animal. Así que los restos, pelos color chocolate, pedacitos de corazón que más parecían de pájaros que de perros, fueron echados a la basura.

Desde ese momento, Yerka nunca más quiso entrar a la casa, aun cuando las tropas de soldaditos pasaran trotando y jugaran a amenazarla con sus escopetas de mentira (ahora ya sé que no tenían balas, que las habían heredado de la Guerra del Chaco y estaban todas oxidadas por dentro y todo era una pose, una pose de machitos, como decía mi abuela). Había que servirle su plato en el corredor, bañarla con manguera en plena calle y hacerle caricias alguna vez, con cuidado, porque en el fondo, lo más triste, y es lo que desde el principio de este relato quería contar, es que a Yerka empezamos a tenerle miedo. No el miedo natural que se le tiene a un perro, miedo a que te muerda, era un miedo distinto, miedo de mirarla a los ojos, miedo de reconocer a alguien atrapado en esos ojos. Es bien triste tenerle miedo a alguien que has amado mucho. De todas las cosas de este mundo, les juro que ésa es la más triste.

GIOVANNA RIVERO

( Extraído del libro de relatos Niñas y detectives. Y otros cuentos con sangre dulce.
Narrativa Bartleby. Madrid, 2009)

jueves, 10 de septiembre de 2009

Diario del hombre pálido, de Juan Gracia Armendáriz


Juan Gracia Armendáriz, al igual que hizo con sus Cuentos del jíbaro, está publicando en el blog de la editorial Demipage un nuevo libro por entregas. Se trata del Diario del hombre pálido.

Tengo la suerte de recibir periódicamente las entregas que se publican de ese diario y, cuando leí la que a continuación les ofrezco, no pude evitar pedir permiso para su reproducción (gracias).
Es sobre el mundo del cuento.
Lean y juzguen.

Diario del hombre pálido. Duodécima entrega
Día treinta y seis

Agendas, cuadernos de notas, material de papelería, nombres ficticios, señales, vectores, enumeraciones, borrones, dibujos, caracteres, listas de cualidades y defectos, objetivos, viñetas, esquemas de capítulos, asuntos, preguntas, signos de exclamación, citas: el plano de una novela… En un cajón guardo las cartas de rechazo de los editores. Esas cartas que tanto me atormentaron hace años, pero de las que no quise desprenderme, como quien guarda con morbosa delectación la prueba de una traición. Las conservé durante mucho tiempo, hasta que, por fin, un día, movido por una suerte de superstición, decidí deshacerme de ellas. Pero antes de ese acto purgativo copié a mano mi favorita. Decía así:


Querido amigo:

He leído deslumbrado su manuscrito, que me plantea un injusto problema editorial. Su libro, compuesto tal vez con la mejor prosa que me ha tocado leer en manuscrito, pertenece a un género terriblemente cruel para el editor honesto. Un poco como la poesía, el relato brevísimo y la viñeta son formas a priori condenadas dentro del engranaje comercial que rige nuestra labor. Los aforismos, por ejemplo, le están permitidos a Elías Canetti, no a cualquiera. Y si menciono la poesía, es en plena conciencia de que, aun ella, tiene más público que el género que usted cultiva.

Por lo tanto, no tengo más remedio que decirle que sigo estudiando alternativas editoriales para su texto –tiradas cortas, distribuciones especializadas, etc.– y que si se me ocurre alguna salida digna se la comunicaré sin dilación.


Cordialmente suyo,

Mario Muchnick


El editor nunca me llamó –quizá no alcanzó a encontrar una solución satisfactoria para ambas partes–, y yo tampoco lo hice. Algunos días después de recibir tan (¿gratificante?, ¿consoladora?, ¿cínica?, ¿honesta?) respuesta, el periódico El País se hizo eco de un encuentro de editores, cuyo titular decía: «Editores de todo el mundo apuestan por el riesgo ante el fantasma del fin de siglo». El periodista que redactaba la crónica escribía: «El editor Mario Muchnick comentó por su parte: Los editores somos un grupo extraño de gente y, por tanto, es el fin de siglo el que está perplejo con nosotros». Y en el colmo de la apuesta por el riesgo, agregó: Yo considero cultura todo lo que no es rentable.

En efecto, todos estamos un poco perplejos.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Un cuento de Hipólito G. Navarro

PONER PRECIO A LA NADA

El escritor de diarios acaba de pasarse con todas las armas y todas las consecuencias al enemigo. Aguantó firme durante años, quizá demasiados, pero al fin no ha tenido más remedio que claudicar. En el reducido espacio de su estudio conviven ahora la más rabiosa tecnología digital y el más lamentable estado que le pueda caber a la artesanía de la madera. Se trata del enésimo comienzo de un duelo contemporáneo bastante simple y conocido, en el que el escritor de diarios, por más que lo quiera, apenas podrá mediar.

(Prender esas velas sobre el mueble no deja de ser una idea bastante pintoresca. Casi tanto como conservar la boina.)

Los duelistas se vigilan ya: no tiene el dietarista que fijarse mucho para comprobar cómo la nueva computadora y el viejo bargueño-escritorio se observan mutuamente, estudiándose en aparente silencio.

Han sido cuatro horas de vasta configuración, después de haber dado de baja con todos los honores a una preciosa colección de plumas. Ya despedido el técnico instalador, el dietarista pone en marcha al enemigo, un clónico puro y duro muy ostentoso de las tecnologías de la autoedición y el internet. Pero no deja de sentir el escritor de diarios alguna tristeza cuando abandona el selecto club de los estilográficos, cuando se lanza de bruces en las líneas enemigas. Incluso se le hacen extraños sus propios dedos enredados en ese chaparrón de teclas más o menos grises. Alt, control, efesiete, escape, intro.

Los discos que hicieron falta para darle vida al aparato quedan distribuidos descuidadamente por algunos cajoncillos del bargueño. Así, los megas de información y los nudos de la madera conversan en la noche, mientras las plumas, que hacen como que duermen, son testigos mudos de esa conversación.

De soslayo mira el escritor de diarios al mueble tantos años compañero, intentando vislumbrar en él algún atisbo de celos. Hace demasiado tiempo que el bargueño viene mostrando a las claras sus pocas ganas de vivir, así que no estaría mal un pequeño revulsivo. Ya se sabe: los muebles viejos aceleran su tendencia suicida a darse como alimento de la carcoma, a regalarle el paladar a las termitas.

En el silencio nocturno, junto al bargueño (y el dietarista sabe escuchar), se oye la charla de los bichos con la celulosa, una inmisericorde y continua roedura que a la vez que socava las entrañas del mueble construye un triste túnel en el corazón del escritor de dietarios cada noche. Por él atraviesa el tiempo y puede fácilmente llegar hasta aquél en el que todavía era un niño, cuando el abuelo le enseñaba las combinaciones que abrían aquellos cajoncillos atiborrados de insólitos secretos, sus nostálgicos y melancólicos cachivaches ya también arruinados.

Lástima que ahora el mueble, en su decrépita vejez, no pueda disimular más su pasión por la carcoma, que reducidas ya las entrañas cientos de agujeros comiencen a adornar torpemente su fachada. Se está quedando en los huesos.

Sale súbitamente el escritor de diarios de todos los programas, desconecta el aparato. Acaba de tomar una difícil decisión.

* * *
Tres semanas hace que lo descubrió por casualidad. Han sido tres semanas de indecisas vueltas a la manzana cada tarde. Hoy es distinto.


El escritor de dietarios, después de un leve titubeo, entra en la tienda de antigüedades y pregunta por el bargueño que tienen expuesto en el escaparate, casi idéntico al que heredó del abuelo pero muy lustroso de barnices, con todos sus tiradores y bisagras, recién restaurado.
Enseguida se encarga el anticuario de sacarlo del error: el mueble es nuevo, fabricado hace tan sólo un mes; eso sí, envejecido con técnicas que dan el pego a menos que uno sea un experto. Como todo lo contemporáneo, explica, y sonríe. También advierte al dietarista que el ejemplar expuesto está vendido, pero que en dos semanas podría facilitarle otro igual, o con variaciones a la carta, a su gusto.

Piensa el dietarista que se refiere el anticuario, y así se lo hace saber, a la disposición de los cajones, a los relieves del frontal, a la sustitución de éstas o aquellas cerraduras, pero no. Las variaciones son en exclusiva de color, de apariencia de edad, del número de agujeros de carcoma que el escritor de diarios quiera simular, a cinco euros cada uno (tres con veinte en los laterales).Los agujeros simulados sacan al dietarista de la red que comenzaba a tenderle el anticuario. "Lo pensaré, lo pensaré muy seriamente", se excusa de forma atropellada, y sale de la tienda lleno de espanto.

* * *
De regreso en casa se encierra en el estudio. Mira al bargueño, luego al ordenador. El escritor de dietarios lo ignora, pero el aparato, que ya tiene un día, ha comenzado de manera irreversible a envejecer, a quedarse viejo. Le da igual de todas formas, pues presiente que la computadora va a quedarse hueca, llena de agujeros, vacía por completo de su inspiración.


Saca entonces de sus recónditos cajones la colección de plumas; les pone nuevas cargas, las calienta dibujando algunos garabatos.

Cuando llega la noche el escritor de diarios enciende unas velas, se calza la boina y se sienta junto al mueble a escuchar a la carcoma, emocionado.

HIPÓLITO G. NAVARRO

Cuento extraido del blog La ronda del libro
(Gracias, José Manuel, por permitir esta usurpación)
La Ronda del Libro, nº 8 mayo, 2004


viernes, 4 de septiembre de 2009

Un cuento de Ambrose Bierce


Muerto en Resaca



El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno de los dos edecanes. No recuerdo de dónde lo sacó el general, creo que de algún regimiento de Ohio. Ninguno de nosotros lo conocía, pero eso no era extraño, pues no había ni dos de nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera de estados contiguos. El general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente a la hora de conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar celos regionales que pusieran en peligro la integridad de aquella parte de la Nación que todavía seguía unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos en los servicios del cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas circunstancias, los servicios de un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes, para que se extendieran al ámbito de su familia y de sus amigos de juventud. De todos modos, la «voz de la trompeta de la fama» había enronquecido un poco por exceso de locuacidad.
El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura y poseía una espléndida constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos que en los hombres de su talla suelen asociarse a un valor y entereza de primera magnitud. Solía vestir el uniforme completo, especialmente en acción, mientras la mayoría de los oficiales se contentaba con lucir un atuendo menos rimbombante, por lo cual su figura resultaba llamativa e impresionante. Como todo el resto, tenía las maneras de un caballero, una mente cultivada y un corazón de león. Tenía alrededor de treinta años.
Pronto todos empezamos a sentir por Brayle tanto simpatía como admiración, y con sincero disgusto observamos, durante la batalla de Stone's River -nuestro primer combate desde que él se unió a nosotros-, que poseía uno de los defectos más criticables e indignos de un militar: se envanecía de su valentía. En el transcurso de las vicisitudes y alternancias de aquel odioso enfrentamiento, tanto cuando nuestras tropas se batían en los campos abiertos de algodón, o en los bosques de cedros, como cuando lo hacían detrás del terraplén del ferrocarril, él no se puso ni una vez a cubierto, hasta que se lo ordenó expresamente el general, que normalmente tenía otras cosas en qué pensar que en las vidas de los oficiales de su estado mayor, o en la de sus hombres, por el mismo motivo.
En los combates siguientes, mientras Brayle estaba con nosotros, ocurrió lo mismo. Permanecía sentado en su caballo como una estatua ecuestre, entre una tormenta de balas y metralla, en los puntos más expuestos, dondequiera que su deber, requiriéndole acudir, le permitiera permanecer. Sin embargo, sin ningún problema y en beneficio de su reputación de hombre con sensatez, hubiera podido situarse a resguardo, en la medida de lo posible, en esos breves momentos de inacción personal que se dan en una batalla.
Su comportamiento era el mismo cuando andaba a pie, por necesidad o por deferencia a su comandante y a sus compañeros apeados. Se erguía como una roca en campo descubierto, cuando oficiales y soldados se ponían a cubierto. Mientras hombres de más edad y más años de servicio, con más alto rango y con incuestionable coraje, preservaban sensatamente, tras alguna colina, sus vidas, infinitamente valiosas para el servicio del país, aquel hombre se colocaba en la cima de la colina, igualmente ocioso en aquel momento que sus compañeros, pero dando la cara en la dirección del fuego más nutrido.
Cuando los combates se desarrollan en campo abierto, a menudo sucede que los soldados confrontados, que se enfrentan entre ellos durante horas a la simple distancia de una pedrada, se aprietan contra la tierra como si estuvieran enamorados de ella. Los mismos oficiales, en los puestos asignados, se aplastan contra el suelo, y los oficiales superiores, cuando han matado a sus caballos o los han enviado a la retaguardia, se agazapan evitando la bóveda infernal de silbidos de plomo y aullidos de acero, sin pensar en su dignidad.
En tales circunstancias, la vida de un oficial del estado mayor de brigada no es, evidentemente, «una vida feliz»; tanto por su precaria duración como por los nerviosos cambios emocionales a que está expuesto. De una posición de relativa seguridad -de la que un civil, sin embargo, consideraría que sólo puede salvarse «de milagro»- puede ser enviado a transmitir una orden al coronel de algún regimiento situado en el frente de combate; una persona poco visible en ese momento y difícil de encontrar sin una intensa búsqueda entre hombres preocupados por otras cosas, en una madriguera en que tanto preguntas como respuestas se realizan por señales. En esos casos, se acostumbra a bajar la cabeza y a escabullirse galopando a toda prisa, pues el mensajero se ha convertido en un objeto de extraordinario interés para miles de maravillados tiradores. A la vuelta... bueno, no suele haber vuelta.
La actuación de Brayle era muy distinta. Confiaba su caballo al cuidado de su asistente -amaba mucho a su caballo- y se encaminaba muy tranquilo a cumplir su peligroso mandato, sin volverse nunca, fascinando las miradas de todos con su espléndida figura realzada por el uniforme. Lo observábamos conteniendo la respiración y con el corazón en la boca. En una de estas ocasiones, un compañero de nuestras filas se emocionó tanto que me gritó:
-Te a-apuesto d-dos d-dólares a que lo m-matan antes de que llegue a-al f-foso.
No acepté la brutal apuesta, porque yo también estaba seguro de que lo matarían.
Pero permítanme hacer justicia a la memoria de un hombre valiente. De todas las veces que exponía inútilmente su vida, no hacía después la menor baladronada ni el subsiguiente relato de sus hazañas. En las pocas ocasiones en que alguno de nosotros se había aventurado a reprenderlo, Brayle había sonreído amablemente y había dado una respuesta cortés pero firme, que no alentaba a proseguir con el tema. Un día le habló al capitán:
-Capitán, si alguna vez sufro un percance por olvidar sus consejos, espero que su querida voz me reconforte en mis últimos momentos murmurándome al oído las benditas palabras: «Ya se lo dije... »
Nos reímos del capitán, sin que hubiéramos sabido explicar por qué. Cuando aquella tarde le dispararon, hasta casi hacerlo pedazos en una emboscada, Brayle permaneció junto a su cuerpo mucho tiempo, colocando bien sus miembros con extrema delicadeza... ¡allí, en medio de un camino barrido por ráfagas de metralla y botes de humo! Es fácil censurar este tipo de cosas y no muy difícil abstenerse de imitarlas, pero es imposible no respetarlas. Y Brayle no era menos apreciado por aquella debilidad, que se expresaba de modo tan heroico. Deseábamos que no hiciera locuras, pero perseveró en su actitud hasta el final, resultando a veces gravemente herido, pero retornando siempre al cumplimiento de su deber, cuando estaba repuesto.
Por supuesto, al fin le llegó el momento. Aquel que ignora la ley de las probabilidades desafía a un adversario invencible. Fue en Resaca, en Georgia, durante el transcurso de una maniobra que resultó en la toma de Atlanta. Enfrente de nuestra brigada, las trincheras enemigas se extendían por campos abiertos a lo largo de la suave cima de una colina. Estábamos muy próximos a ellas, en el sotobosque, en cada extremo de este campo abierto, pero no albergábamos esperanzas de ocupar aquel claro hasta la noche, en que la oscuridad nos permitiría abrirnos camino como topos y surgir de las madrigueras. Nuestra línea se encontraba en el límite del bosque, a medio kilómetro del enemigo. Más o menos formábamos una especie de semicírculo en el que la línea enemiga quedaba como la cuerda del arco.
-Teniente, vaya a decir al coronel Ward que se acerque tanto como pueda, manteniéndose a cubierto, y que no malgaste munición en disparos innecesarios. Puede usted dejar su caballo.
Cuando el general impartió esta orden, nos encontrábamos en el margen del bosque, en el extremo derecho de aquel arco. El coronel Ward se hallaba en el extremo izquierdo. La sugerencia, hecha por el general, de dejar el caballo, significaba, obviamente, que Brayle debía tomar el camino más largo, a través del bosque y por en medio de los hombres. En realidad, era una sugerencia innecesaria. Ir por el camino más corto suponía fracasar con toda seguridad en la entrega del mensaje. Antes de que nadie hubiera podido interponerse, Brayle cabalgaba a medio galope por el campo abierto y de las trincheras enemigas surgía un fuego crepitante.
-¡Paren a ese maldito loco! -aulló el general.
Un soldado raso de la escolta, con más ambición que cerebro, espoleó al caballo hacia delante para obedecer, y en diez metros él y su caballo quedaron muertos en el campo del honor.
Brayle estaba ya fuera del alcance de las llamadas. Galopaba tranquilamente, en paralelo al enemigo, a menos de doscientos metros de distancia. ¡Parecía un cuadro admirable! El sombrero había volado o saltado de un disparo de su cabeza y su largo cabello rubio subía y bajaba en el aire con el movimiento del caballo. Se sentaba muy erguido en la montura, sujetando suavemente las riendas con la mano izquierda, y con la derecha colgando indolentemente a un lado. Una rápida mirada a su hermoso perfil cuando volvía la cabeza a uno u otro lado demostraba que el interés con que tomaba lo que estaba sucediendo era verdadero y sin ninguna afectación.
El espectáculo era intensamente dramático, pero en modo alguno teatral. Sucesivas hileras de rifles escupían fuego sobre él mientras avanzaba y pronto nuestra línea, en el linde del bosque, se rompió en una visible y sonora defensa. Sin más preocupación por sí mismos ni por las órdenes recibidas, nuestros compañeros se pusieron en pie de un salto y se precipitaron al campo abierto lanzando láminas de balas hacia la chispeante cima de las fortificaciones enemigas, que respondieron abriendo un bestial fuego sobre los grupos desprotegidos, con efectos mortales. La artillería de las dos partes se unió a la batalla, puntuando el crepitar y el clamor con explosiones sordas que hacían temblar la tierra y rasgando el aire con ensordecedoras tormentas de metralla. Desde el lado enemigo la metralla astillaba los árboles y los salpicaba de sangre; desde nuestro lado, ensuciaba el humo de sus armas con nubes de polvo que se levantaban de sus trincheras.
El combate general había concentrado mi atención por un momento, pero después, mirando hacia abajo, al camino despejado que quedaba entre aquellas dos nubes de tormenta, vi a Brayle, la causa de aquella carnicería. Invisible ahora para los dos bandos, condenado por igual por amigos y adversarios, estaba de pie en medio de aquel espacio barrido de disparos, con la cara vuelta al enemigo. A pocos metros, su caballo yacía en el suelo. Al instante vi lo que lo había detenido.
Como ingeniero topógrafo que yo era, a primeras horas del día había hecho un apresurado reconocimiento del terreno y en ese momento recordé que en aquel punto había un profundo y sinuoso barranco, que atravesaba el campo por el medio hasta las líneas enemigas con las que se unía al final en ángulo recto. Desde la posición donde nos encontrábamos no podía verse y Brayle, evidentemente, desconocía su existencia. Sin duda, era infranqueable. Sus ángulos salientes le hubieran proporcionado una completa seguridad si se hubiera contentado con el milagro que, sin duda, se había producido ya en su favor, y hubiera saltado dentro. No podía avanzar y no podía retroceder. Estaba de pie, aguardando la muerte. No lo hizo esperar mucho.
Por una misteriosa coincidencia, el fuego cesó casi en el mismo instante en que cayó. Unos pocos disparos aislados, a largos intervalos, acentuaron más el silencio, en lugar de romperlo. Era como si los dos bandos se hubieran arrepentido súbitamente de su inútil crimen. Poco después, cuatro de nuestros camilleros, seguidos por un sargento con bandera blanca, avanzaron por el campo sin ser molestados y se dirigieron directamente hacia el cuerpo de Brayle. Varios oficiales y soldados confederados salieron a su encuentro y, descubriéndose, los ayudaron a levantar su sagrada carga. Mientras lo traían a nuestras filas, oímos tras las trincheras enemigas el sonido apagado de los pífanos y los tambores... una marcha fúnebre. Un enemigo generoso honraba a un valiente caído.
Entre los efectos personales del muerto estaba una desgastada cartera de cuero de Rusia. Me tocó a mí en la distribución de los recuerdos de nuestro amigo, que hizo el general, en calidad de administrador.
Un año después del final de la guerra, en mi vuelta a California, la abrí y la inspeccioné sin mucha atención. De un compartimiento que había pasado por alto cayó una carta sin sobre ni dirección. Estaba escrita con letra de mujer y empezaba con unas palabras de cariño, pero sin encabezamiento. Estaba fechada en: «San Francisco, Cal., 9 de julio de 1862». La firma era: «Querida», entre comillas. De manera casual, la autora de la carta daba su nombre y apellidos en medio del texto: Marian Mendenhall.
La carta mostraba indicios de cultura y educación en su autora, pero era una carta de amor corriente, si es que una carta de amor puede ser corriente. No había en ella nada interesante, a excepción de un párrafo:
«El señor Winters (a quien aborreceré siempre por ello) ha ido contando que en una batalla en Virginia, durante la cual fue herido, te vio agazapado detrás de un árbol. Estoy segura de que quiere despreciarte ante mis ojos, como sabe que ocurriría si creyera tal historia. Podría soportar recibir la noticia de la muerte de mi amante soldado, pero no la de su cobardía.»
Aquéllas eran las palabras que aquella tarde soleada, en una lejana región, habían matado a un centenar de hombres. ¿Las mujeres son débiles?
Una noche visité a la señorita Mendenhall para devolverle su carta. Tenía la intención, también, de contarle lo que ella había provocado, aunque sin decirle que había sido la causa. La encontré en una bonita casa de Rincón Hill. Era hermosa y bien educada; en una palabra, encantadora.
-Usted conocía al teniente Herman Brayle, ¿no es así? -empecé, de una manera algo brusca-. Sin duda sabe que desgraciadamente cayó en batalla. Entre sus efectos se encontró esta carta, remitida por usted. Mi misión al venir aquí es entregársela personalmente.
Tomó maquinalmente la carta, la miró por encima y se ruborizó. Luego, mirándome con una sonrisa, dijo:
-Es muy amable de su parte, aunque estoy segura de que no merecía la pena que se molestara.
De pronto se sobresaltó y cambió de color.
-Esta mancha... -dijo-, es... seguramente, no será...
-Señorita -dije yo-, discúlpeme, pero sí, es la sangre del corazón más fiel y más valeroso que ha palpitado jamás.
Entonces tiró apresuradamente la carta a los ardientes carbones de la chimenea.
-¡Oh! No puedo soportar la visión de la sangre -exclamó-. ¿Cómo murió?
Me había levantado instintivamente para rescatar aquel pedazo de papel, sagrado hasta para mí, y estaba de pie detrás de ella. Cuando hizo la pregunta volvió la cara ligeramente. La luz de la carta ardiendo se reflejó en sus ojos y le tintó una mejilla con un color carmesí igual que el rojo de la mancha del papel. Jamás había visto nada tan hermoso como aquella odiosa criatura.
-Lo mordió una serpiente -respondí.

martes, 1 de septiembre de 2009

Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra


Mirar al agua
Javier Sáez de Ibarra

(Páginas de Espuma, 2009)

Canon de belleza,
por Esteban Gutiérrez Gómez



Lápiz y papel
una estufa encendida
casa de poeta.
David González





El carillón del reloj del Ayuntamiento comienza a tañer las campanadas que marcan las cinco de la tarde y el anciano ya ha dado las tres vueltas al cerrojo que guarda el mundo gris que genera su sustento. Anda el hombre deprisa, sin miedo a resbalar por los adoquines mojados, porque el tiempo, fuera de la puerta que acaba de cerrar, es “su” tiempo, y no soporta desaprovecharlo.
Ya en casa, se desprende del abrigo de paño marrón, deposita la cartera de piel vuelta sobre la mesa de la entrada y pone a calentar agua para un té.
Un instante más tarde, aparece enfundado en su batín granate descolorido por la zona del cuello, los puños y los codos, y calzado con zapatillas de felpa a cuadros.
Silva el agua hirviendo. Dos cucharadas soperas de te negro con cardamomo y hierbabuena, dos de azúcar y unas gotas de licor de miel colman una jarra grande de cerveza con tapa que jamás conoció el sabor del agua de cebada.
El anciano, jarra en mano, abre con alivio la puerta que da paso a su mundo apenas veinte minutos después de abandonar sus obligados quehaceres diarios.

En la penumbra pueden distinguirse los libros, las revistas y los periódicos que cubren cada uno de los muebles de la habitación. Son decenas de torres asimétricas que amenazan con venirse abajo, sin embargo, cierta estética decadente parece ampararlas. Las paredes están cubiertas de láminas a color de revistas, de reproducciones de cuadros de diferentes estilos y épocas. El narrador no reconoce ni uno solo de ellos, por lo que poca información más puede añadir. Frente a la ventana en la que se percibe la profundidad de la noche, a espaldas de una antiquísima estufa de carbón, una mesa de despacho cubierta de folios manuscritos nos da idea de a qué se dedica el anciano en su tiempo de ocio. Sin embargo, es el sillón orejero de piel, quizá marrón, desgastado en sus reposabrazos y estratégicamente colocado entre la estufa y la ventana, el que ocupa el anciano con premura depositando la jarra con el té sobre la mesa. Hace frío dentro de la habitación.

El rostro del anciano ofrece ahora una sonrisa de satisfacción. Empieza el momento más deseado del día, de cada uno de sus días. Con el sabor salado del poemario de ayer, que pretendía cambiar el mundo a golpes de verdadero amor, el anciano se enfrenta a su lectura favorita: los cuentos; porque poemas y cuentos son suficientes para colmar su ansia intelectual en lo concerniente a la literatura. Coge el libro largamente deseado que culmina una de aquellas columnas de papel, enciende la luz de la lamparilla que apenas mancha de amarillo su hombro izquierdo y se dispone a disfrutar, por sexta o séptima vez, de aquellos relatos que marcaron su juventud.

La relectura ya no le obliga, como al principio, a disfrutar de los cuentos por separado, a razón de uno al día, porque cree conocer cada uno de los mecanismos utilizados y la profundidad filosófica que ampara cada propuesta. Cree haber desentrañado los misterios que relato a relato se ofrecen al lector. Pero ello no es óbice para disfrutar una vez más de esas lecturas. Todo lo contrario.

El anciano recuerda entonces la primera vez. Era por entonces estudiante de periodismo y jamás hubiese pensado que acabaría gestionando contratos de suministro de gas en Iaşi, en la zona rumana de Moldavia. Eligió periodismo porque tuvo la no tan engañosa idea de que trascribir noticias tenía algo que ver con ficcionar la realidad. Porque lo que el quería, lo que ya por entonces deseaba, era escribir, sentirse escritor.
La primera vez, continuo contándoles los pensamientos del anciano (sentado en su sillón, enfundado en su batín, la vista perdida en los recuerdos), fue en julio del año dos mil nueve, poco después de la aparición del libro. Hubo por entonces un gran revuelo mediático porque se había alzado con el premio a libros de cuentos más dotado económicamente en aquel momento, el Ribera de Duero. Eso, en aquella época y en aquél país, en el que la literatura estaba dominada por la narrativa extensa o novela con sus diferentes apellidos, marcó un punto de inflexión y un camino a seguir por el mundo editorial. Bien es cierto que el mundo editorial sólo se movía a impulsos comerciales, y que dudaba a la hora de arriesgar cualquier mínima cantidad de dinero por un género “sin lectores”, pero pronto descubrieron que a los lectores del género extenso tan sólo había que descubrirles la posibilidad de disfrute cuasi instantáneo que el cuento les ofrecía. Algo así como obtener placer intelectual en unos minutos, sin tener que detenerse en tramas y descripciones que no hacían otra cosa que alargar el inevitable y esperado desenlace. El anciano recuerda aquella especie de batalla, en la que participó de modo activo, y a la que se sumó, con una importancia moderada, el sector publicista que acabó de crear la necesidad de lectura de lo breve en una sociedad por entonces tan alocada y presurosa, tan tonta. Pero el golpe definitivo a la novela se produjo desde los medios de publicación diarios justo cuando se iniciaba su declive definitivo a favor de la prensa digital. A ello contribuyó de forma definitiva el que la mayoría de editores y jefes de redacción eran cuentistas (de algo les servía, al fin, su licenciatura en periodismo).
Luego se supo que al premio optaron muy buenos libros de cuentos, de muy alta calidad, comparables al ganador en ese aspecto pero incomparables al mismo en su novedosa propuesta.
Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra, en aquel entonces profesor de Literatura para adolescentes y maestro de futuros escritores, supuso el inicio de la llamada revolución de lo breve. Con la distancia que ofrece el tiempo trascurrido, esa revolución coincidió con otros muchos factores que confluyeron en la llamada de atención, en el giro de cabeza de los lectores, que poco a poco participaron de la complicidad que el cuento les pedía y agradecieron ser parte de los textos que leían y, por descontado, tener en las manos un ligero libro que condensaba esencias frente a los voluminosos mamotretos que exigían esfuerzo físico más que mental y producían esguinces de muñecas.
Era el momento, recuerda el anciano, se exigía lo breve, lo intenso, lo difuminado, lo aparente: dar que pensar. Pero Mirar al agua no interesó a esos lectores conversos, a los descubridores de la Nueva América narrativa. No estaban preparados para disfrutar de un libro así. Mirar al agua ocupó altares en las bibliotecas de los amantes del cuento antes de la revolución. El porqué era lógico: se trataba de un libro que multiplicaba el riesgo, que proponía una visión nueva de la creatividad en los ordenes estéticos y literarios, un nuevo concepto de belleza no mercantilizado, que ahondaba como jamás se recordaba en propuestas filosóficas que obligaban a un replanteamiento de los nichos establecidos en la conciencia durante generaciones. De un libro que proponía dieciséis proyectos narrativos diferentes, en forma y fondo, con aplicación de técnicas y recursos formales novedosas en consonancia con los anteriores libros de cuentos que el autor publicó (El lector de Spinoza en 2004 y Propuesta imposible en 2008, ambos en una editorial, Páginas de Espuma, que en una década se convirtió en la editorial referente en cuanto al género breve concernía en España, hasta que dejó de apostar por los noveles y llegó la venta digital y poseer literatura en papel pasó a ser un lujo).
Cada uno de los cuentos era, aún hoy es, una invitación, un desafío al lector. Y eso es lo que más aprecian los lectores de cuentos, que se les ponga a prueba.
Eso recuerda el anciano, acariciando los lomos desgastados de su ejemplar de Mirar al agua, sin siquiera haberlo abierto todavía. Toda aquella conmoción le llega a la cabeza con ecos de cambio de rumbo. A él también le afectó y le supuso seleccionar el camino narrativo que elegiría y del que jamás se ha arrepentido. La mirada extraviada regresa desde sus pensamientos y sus ojos cobran la lucidez. Entonces mira a su alrededor y reconoce satisfecho el tesoro de los libros de papel que han sobrevivido al frío y las láminas (una a una miradas y disfrutadas cada noche) que cubren el papel ajado de las paredes. Aquel libro que marcó su nueva concepción de creación y dio un significado distinto al término “belleza”. Quizá eso fue lo más significativo, interiorizar que el arte puede ser abominable si utiliza la crueldad humana para satisfacerse o puede ser maravilloso si se representa como una vía de escape a esa realidad (Escribir mientras Pelestina), o la posibilidad de ver las cosas de otra manera, incluso de no verlas, de sentirlas de modo diferente apreciando otra realidad creativa, renegando de unos ojos ciclópeos acostumbrados y enseñados por un mal social (Jerónimo G.), y la determinación de que los amaneceres o los anocheceres son obras de arte que se nos ofrecen y despreciamos en su valor porque no cuestan nada, porque en el basurero una lata oxidada de sardinas parecía carente de belleza y colocada sobre un pedestal blanco e iluminada con una luz cegadora se nos aparecía como una metáfora de vida (Ready-made). Sí, lo recuerda perfectamente, como recuerda a aquella mujer que hace arte de un hecho cotidiano, y que repite anualmente para afirmar que todo lo que lleva dentro, todo su mundo abstracto, todas sus proyecciones creativas se simplifican en un desafío al mundo desde una ventana en un populoso barrio italiano (Una ventana en Via Speranzella), y, sobre todas aquellas propuestas, la necesidad de meditar sobre la relación entre el mal y la belleza, la necesidad de discernir, de apreciar lo bello sin obligarse a seguir los cánones comerciales y de enfrentar ese sentimiento que lo bello genera en los hombres frente a su aparentemente intrínseca maldad (La belleza).
El anciano menea la cabeza ligeramente, como negando algo pero, todo lo contrario, les aseguro que está afirmándose en sus recuerdos. Coge la jarra de té aromado (palabra de Javier Sáez de Ibarra que el narrador suscribe, si se le permite la licencia) y se brinda un sorbo largo que parece inundar su interior con satisfacción. Abre, entonces sí, el libro y busca el índice para elegir aquellos cuentos que más le apetece leer. Pero nada más posar su vista sobre la lista de relatos recuerda el otro aspecto sobresaliente de la obra: su voluntad de innovar, de traspasar límites, de disolver imposibilidades. Reconoce en los títulos de los relatos las imágenes proyectadas (composiciones contemporáneas que en aquella época utilizaban medios audiovisuales en mixtura con los orgánicos o con los elementos fundamentales de la naturaleza, fotografías, lienzos, performances, collages, graffitis, composiciones abstractas, ready-made, autorretratos, paisajes) y, más allá de lo visible, la cantidad de técnicas y recursos formales empleados que hacen de cada una de los relatos una propuesta literaria diferente.
El tono narrativo empleado en Mirar al agua, el relato con el que comienza el libro, es fundamental para llevar al lector allí donde Javier Sáez de Ibarra quiere llevarle, para hacerle subir desde la incomprensión simpática con el personaje a la posibilidad de empezar a saber si alguien te guía adecuadamente. Y se permite el anciano una sonrisa irónica, porque eso mismo hizo él con aquellos que renegaban del cuento como género literario, para pasar de contemplarlo como algo menor a ser fundamental para los buenos amantes de la literatura. Sonríe porque siempre pensó que el arte abstracto descrito en el relato por Javier Sáez de Ibarra podría ser una metáfora del cuento.
Y qué decir de Un hombre pone un cuadro, en el que la aparente historia principal que se cuenta con profusión de descripciones va tornándose secundaria una vez que el narrador da detalles de aquella fotografía que el hombre trata de colgar. Pero es tan liviano ese camino, suspira nuestro anciano quizá con ganas ya de la relectura.
No le da tiempo, el siguiente título que encuentra, Las Meninas, es un ejercicio extremo de la utilización del diálogo, un cuento dialogado (magnífico el tono narrativo diferenciador utilizado para cada personaje, el único recurso disponible por Javier Sáez de Ibarra al prescindir del narrador), que tiene la facultad de conformar una fotografía memorable.
Pero había uno, uno... Sí, vuelve a sonreír el anciano al reconocer el título de uno de los relatos preferido del libro: La superstición de Narciso o aprender del que enseña. Merece la pena recordarlo más sosegadamente, detenerse en él. Como en Mirar al agua, el autor da un vuelco total a la narración, y el relato principal, magistralmente urdido, sin una fisura que muestre equivocada la teoría del primer Narciso sobre el arte de atraer, aparece difuminándose por los comentarios a pié de página (más acá de Foster Wallace) de un aparente relato secundario que se muestra dominante al final, con completa pérdida de objetividad, y que nos ofrece al segundo Narciso. Pero no sólo eso: la captación de la mente del lector, el enfoque de la misma primero a la televisión, luego al narciso gigoló y, finalmente, sobre el crítico proclive a lanzar anatemas. Y, además, para completar la esfericidad del relato, la sutil patina de ironía que envuelve la trama, la que Javier Sáez de Ibarra otorga a los dos narcisos, cruel metáfora de sus respectivos fracasos.
En fin, mueve de nuevo el anciano la cabeza como negando, pero no, afirmando aquella maestría demostrada por el autor. Mira de nuevo el índice y levanta las cejas. Hay tantos y tantos buenos relatos en ese libro.
La belleza, sí, ¿qué es la belleza? Se levanta del sillón y gira noventa grados una de las láminas de la pared, se aleja un paso y la contempla un instante. Realiza la misma operación con cada lámina de la habitación. Sigo sin reconocer ninguno de los cuadros, pero todos parecen ahora diferentes. Desprenden, tengo que confesarles, una cierta atracción almada. Cuando acaba, el anciano recupera el libro que dejó sobre la mesa y se sienta de nuevo en el sillón.

Dejémosle con sus cuentos, dejémosle disfrutar de la lectura. Parece que, ahora sí, abre las páginas del mismo y se ajusta las gafas a la nariz. Seguro que el libro volverá a una de las repisas y la estufa permanecerá apagada una noche más. Qué mayor sacrificio puede hacer. Pero tomó su elección y fue consciente de ello: decidió amar la literatura.

El botón de muestra: Mirar al agua (primer cuento del libro)