La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

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jueves, 25 de septiembre de 2008

¡Vive! ¡Vive! ¡Vive! ¡Vive! (relato inédito)

Alguien escuchó sus gritos y llamó a la policía. Tuvieron que derribar la puerta. Olía a sal y a hierro oxidado. Siguiendo sus aullidos dieron con él. Con sus puños ensangrentados golpeaba incesantemente el pecho de ella sin dejar de gritar: ¡Vive! ¡Vive! ¡Vive! ¡Vive!
La policía no se atrevía a apartarle de aquel cuerpo convertido en un amasijo de carne y vísceras. La sangre cubría todo su pecho y sus brazos y su rostro. Los ojos parecían a punto de saltar de sus cuencas. Una y otra vez, como un imparable martillo hidráulico, levantaba las manos dirección al cielo y las descargaba sobre el cadáver gritando:
¡Vive! ¡Vive! ¡Vive! ¡Vive!
Le sujetaron los brazos entre seis o siete personas. En ese momento tensó su cuerpo arqueándolo hacia atrás como un toro, aulló larga y profundamente y, después, se derrumbó sobre el entarimado de madera como una estatua griega de mármol. El estruendo fue atronador.

Él llevaba dos horas intentando reanimarla con un masaje cardiaco.

Ella llevaba dos horas muerta.

© Esteban Gutiérrez Gómez

martes, 23 de septiembre de 2008

La noche boca arriba: Julio Cortázar

Este post reivindica una forma de entender el cuento. Quizá sea clásico, pero es necesario para saber qué es lo que tenemos entre las manos antes de renegar.

La noche boca arriba
Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.



A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

lunes, 15 de septiembre de 2008

DAVID FOSTER WALLACE

Parece que fue el viernes, ya de noche, cuando DFW consiguió aquello que deseaba y por lo que él mismo pidió hace años ser internado.

DFW, el mejor escritor norteamericano actual, supo ver historias donde los demás no veíamos nada (no hay que dejar de leer La niña del pelo raro o Entrevistas breves con hombres repulsivos ); supo hacer con la escritura un ejercicio inverosímil (metaliteratura o el hombre que exprimía las palabras hasta colmar la paciencia del lector), un salto al vacío que, hasta entonces, muy pocos escritores habían intentado (Joyce, Cortázar). Y, en la mayoría de los casos, utilizó el cuento para demostrarlo.

Superando la etiqueta (ya sabéis, la palabra clave para que los más tontos sepan definir y saber a qué atenerse) de líder, terrible y carismático, de la penúltima generación de escritores norteamericanos, los posmodernos (al fín lo escribí), DFW ha optado por abandonar toda realidad.


Literariamente ya lo hizo desde sus primeros escritos, enseñando el camino a aquellos que no veían más allá de sus narices y no salían de la senda del perdedor, haciendonos ver desde otras perpectivas que todos estábamos, de una u otra manera, metidos en el mismo camino. Para ello, DFW utilizó todos los medios a su alcance, sin despreciar a sus creadores, pero superando lo que había.




Algunas consideraciones personales sobre la literatura de DFW :

De las formas:
-el cuento como realidad fotográfica (Cortázar y mucho más allá)
-toda palabra aún no ha dicho la última palabra
-la utilización de la descripción con fines contrarios a lo dictado por las normas hasta entonces
-unido a lo anterior, la provocación
-el realismo más escandaloso mostrado desde fuera del realismo (aquí su logro fundamental: para hacer ver el problema no hace falta ser parte del mismo)
-más allá del humor hay...
-la búsqueda del sentimiento escondido en el lector fuese de la forma que fuese (hay que conmocionarlo)
-y, en consecuencia, la importancia del fondo sobre la forma

Sobre el fondo:
-el mundo actual lo domina la televisión que nos tiene enganchados porque somos unos viciosos mirones (ver post en Bacovicious sobre el tema Vicarius del grupo norteamericano Tool)
-la basura informativa y sus perfectas mentiras asumidas por todos (somos unos viciosos mirones)
-el exceso de información provoca caos (pero somos viciosos y mirones)
-la incomunicación más extrema se da paradójicamente en la era global de Internet (viciosos)
-somos unos viciosos, nos va la adicción a lo que sea (por fin nos hemos convertido en los “felices apastillados” que decía Bioy Casares)
-todo lo anterior hace que el ser humano sea cada vez menos humano


Aquellos de vosotros que hayáis leído El laberinto de Noé, os sonará todo esto. Noé y su alter ego asumen que el mundo es una mierda y que, además, no tiene remedio. Sólo convenciéndose de esa realidad son capaces de encontrar ese otro mundo que estaban buscando. Ironías de la vida.

Por último, DFW nos deja una enseñanza sobre la que los amigos del cuento deberíamos reflexionar: lo escrito por él no sólo es aplicable a su Norteamérica (no fronters). En la actualidad, en el mundo global, capitalista, consumista y mediatizado por la televisión, lo mismo ocurre en cualquier país del mundo occidental y, por supuesto, en España. Ejemplos como la crisis petrolífera o la hipotecaria, el problema del terrorismo, el consumismo desaforado, los programas televisivos en lo que lo fundamental es reírse de la gente, del prójimo, porque es preferible reírse del vecino y no llorar por cómo te va a ti; la desestructuración de las familias, la deshumanización, la pérdida de valor de la educación, etcétera, etcétera y etcétera, son fondos únicos y permiten la expansión de la irreverencia más allá de las fronteras norteamericanas.

Tres cosas más:
Una. Esta entrada se debe fundamentalmente a Alvy Singer y a la gente de Masacre en los jardines, que esta mañana me despertaron con la noticia.
Dos. Ahora mismo, 17:43 horas, todavía se duda de la veracidad de la misma noticia en algún periódico norteamericano (véase cómo está el mundo).
Tres. Acabo de escribir del nuevo Joyce, y siento vértigo.

© Esteban Gutiérrez Gómez,2008

viernes, 12 de septiembre de 2008

RIDE ON (2)

En correspondencia con el post anterior, ahora el cuento que inspiró esa canción de AC/DC.

Ride on

Vanesa plegó sus párpados de mariposa y los hizo aletear.
–¿Qué me has dicho?¿Qué es lo que acabas de decir?
Frunció los labios morados, a juego con su pelo, y me miró a los ojos como queriéndome sacar las tripas por ellos.
–¡No me lo puedo creer!
Sonaba en la radio de aquel vetusto Peugeot 205 lo nuevo de Tool. Por un instante, mi pensamiento voló tras las luces de un escenario gigantesco en el que cuatro sombras se proyectaban desde el pasado.
–Es fácil de entender –dije–. Lo que pasa es que tú no quieres entenderlo.
Bajo el terraplén, una serpiente de hormigas rojas recorría la carretera nacional a toda velocidad. Más abajo, la alfombra luminosa de dorados titilantes, cuidaba las calles de la ciudad dormida. Un coche arrancó a nuestro lado. Pensé que habían ido a lo que habían ido. Después, no se quedaban hablando como nosotros. Aún así, hacía tiempo que no veíamos amanecer, que no amanecíamos fundidos en el asiento de atrás, desnudos, tan sólo cubiertos con la suave manta de lana.
Vanesa callaba, como si rumiase en su interior algo vengativo, pero sabía, porque me conocía, que no había nada que hacer. Sí, la decisión estaba tomada.
–Vente conmigo.
Fue aquella tarde a finales del pasado invierno. Aquella tarde empecé a pensar en ello. Miraba el reloj y parecía no moverse. Sólo esperaba que llegasen las seis para salir corriendo hasta el garaje de Yon. Quedaban unos minutos nada más cuando llegó el camión. Había que descargarlo. “Son productos frescos. Para la cámara”, dijo el encargado. Maldije por lo bajo. Traería unas treinta jaulas. Tardaríamos veinte minutos por lo menos en bajarlas del camión y llevarlas a las cámaras frigoríficas, al otro extremo del muelle. Una llamada perdida me reclamaba. Tiré de la primera jaula con toda la fuerza que fui capaz. Se me vino encima. Alguien intentó sujetarla por detrás justo cuando salía del camión y entraba en el muelle. Se desvió. Chocó con la puerta. El sonido del hueso al quebrarse me heló la sangre. Luego se mezclaron el dolor y el pavor al ver la mano colgando de los tendones.
Tardé meses en volver a acariciar el mástil de la guitarra. Tardé más tiempo en poder hacer fuerza con las yemas de los dedos para presionar las cuerdas. Y más tiempo aún en volver a cantar con el alma. Durante los días siguientes al accidente, algo parecido al vacío me atenazaba la garganta y me impedía hablar. Luego me daba miedo incluso seguir en un susurro mi propia voz grabada en un cedé.
–¿De verdad crees en esa fantasía? ¿Crees de verdad en ello? Eres un niño, Fran, un bebé. ¿De qué vas a vivir? ¿Dónde? ¿Crees que eres superior a los demás? ¿Crees que tú sí llegarás y los demás no? ¿Quién son esos que dicen que te han escuchado y quieren tu voz? No los conoce ni Dios.
Vomitó más cosas, pero no quise escucharlas. Prefería pensar en la primera vez que la vi, con su escúter amarilla entre las piernas y esa sonrisa perlada que la hacía ser la diosa de las chicas de Ponferrada. Prefería acordarme de la primera vez que la olí, como un lobo y en un descuido, a la salida del instituto. Aromas de jazmín y madera de bosque. Busqué aquel perfume en todas las tiendas y, al final, di con él. Era caro, pero compré un frasco. Lo atomizaba cada noche sobre mi almohada, poco antes de acostarme. Las veces que lo habíamos hecho sin ella saberlo antes de acostarnos juntos de verdad. Y el primer día que quedamos, cuando la recogí en la puerta de la tienda y su padre me miraba como diciéndome “¿a ver qué vas a hacer, pitón, que te corto los huevos?”, y ella con la minifalda vaquera y el gato fiero de Los Suaves en la camiseta. Y nada más. Le regalé el perfume. Se sorprendió de que supiese cuál era su preferido. Fue ella la primera en buscar mi boca. En colocarme la mano entre sus piernas. Me susurró con lujuria que estaba loca por mí.
–Ya te lo dije. Tengo un sueño. Estoy decidido a intentarlo. En ese sueño también estás tú. Sobre todo estás tú, pero, si espero más tiempo, nunca sabré si lo hubiese conseguido, y no podría vivir sin saberlo, sin haberlo intentado. Compréndeme.
También a mí me dolía todo aquello. Debajo de aquella manta en la que aparecía dibujado un rebaño de cebras, había algo muy importante para mí, el calor de un hogar. Ya se lo había dicho muchas veces, que la necesitaba a mi lado, que no podía vivir sin ella, que en su cuerpo estaba mi refugio. Pero no entendía mi necesidad, nunca creyó que fuese capaz de hacerlo. Yo lo quería todo, decía ella, y me obligaba a decidir. Hasta ahora ella siempre había ganado la apuesta, y me retenía a su lado.
Entonces fui yo el que lloré. Me anticipé a sus lágrimas carcelarias. A sus abrazos de candado. Me anticipé a sus lamentos. A sus amenazas de dejar de existir. Le hablé de aquella tarde, de las operaciones y de la ilusión que puse por volver a tocar como antes. Tenía miedo de haber perdido rapidez, de no poder arpegiar como hasta entonces, de que aquellas canciones volasen de mi mente. Recordaba a Prada. Hay que intentarlo, me dije, por lo menos intentarlo. Si no se llega, no pasa nada, pero hay que intentarlo. ¿Cómo iba yo a dejar escapar esta oportunidad?
–Es injusto, Fran. Sabes que haría lo que fuese por ti. Todo menos abandonar mi hogar. Les rompería el co- razón.
Desde que empezamos a salir siempre estábamos juntos. Hablábamos por teléfono horas y horas. Ella en la tienda, o en los servicios del instituto, o en su habitación. Yo en el almacén del supermercado. Gastaba la mitad de mi sueldo en facturas del teléfono móvil. Le compré uno, sólo para escuchar su voz por la noche, para que me llamase y me dijese “dulces sueños, amor” después de oír todas las guarrerías inimaginables capaz de ser pronunciadas. Nos mirábamos y parecía que podíamos leernos el pensamiento. Hacíamos el amor y el mundo podía estallar.
– Sólo quiero que vengas conmigo. Es verdad, no te puedo ofrecer nada, pero es una aventura. Saldremos adelante. Ahora eres tú quién tiene algo que decir.
Yo, salvo un trabajo penoso y mal pagado en el Carrefour, no tenía qué perder. Veintidós años era edad para apostarlo todo. Ella sí, ella se jugaba un futuro confortable y sin problemas. Los dos lo sabíamos. Ya no se trataba de calzarse los pantalones vaqueros ajustados y las camisetas de Ramstein. No todo era llegar al garaje y pavonearse de salir con el líder de Satam, el alma heavy del valle. Ya no se trataba de salir a tomar copas al Zambra o al Apocalipsis, de hacer posados en los billares, de bailar a ritmo frenético, de subir luego al coche y hacer el amor. Ya no se trataba de eso. Ahora había que apostar, decidir para el futuro.
–Y tú, ¿qué harás allí? Si no voy…
Me preguntaba eso, pero sus ojos violetas estaban llenos de reproches. Y yo me preguntaba si alguna vez ella de verdad había pensado en el futuro, en vivir juntos con un sueldo de ochocientos euros en un piso alquilado junto a la vía del tren, oliendo a basura todos los días. Me preguntaba si yo era para ella como una atracción que mostraba a sus amiguitas del insti. El tío más duro de la ciudad, con sus aros en la oreja y su pelo largo y su cazadora de cuero de los Ángeles del Infierno. También me preguntaba si no era al revés. Si era yo el que mostraba de mi brazo a aquella princesita de porcelana, delicada y suave, de rasgos mínimos y cuerpo perfecto. Si era yo el que me beneficiaba de todo aquello.
–Mira, Vanesa. Te espero mañana a las tres de la tarde junto al puente de hierro. Si no estás allí, no te reprocharé nunca nada.
Hicimos el amor bajo aquella manada de cebras. Fumamos en silencio. Estábamos despiertos, meditando cada uno sus propios pensamientos, pero no decíamos nada, como si cualquier palabra pudiese herirnos. No queríamos eso. Aún así, sentí algo frío y telúrico que parecía empezar a separarnos. Una tenue claridad nos mostró los cristales empañados del coche, llorando, marcando garras con sus lágrimas. Limpié el agua de una de las ventanas. En silencio, por el espejo retrovisor, vimos amanecer.

A las tres de la tarde la ciudad estaba vacía. Nevaba dulcemente. Los copos caían enormes como tejas en un balanceo de columpio. Apoyado en la puerta del coche, sobre el puente de hierro, miraba correr el río, y el paseo alfombrado de hojarasca a la derecha y, a la izquierda, las murallas del castillo. Miraba como si fuese la última vez que las vería. Luego me volví. Vanesa no estaba allí. No estaba allí. Acabé de fumar el cigarro y me metí en el coche. El motor rugió cuando lo encendí. La correa del alternador chillaba con un soniquete infernal. Dejó de chillar cuando apreté el acelerador. Aceleraba una, dos, tres veces, pero no arrancaba el coche, no quitaba el freno de mano, no metía la marcha. Me sentía confuso. Miré el reloj y, como suspirando, dejé que el coche se desplazarse por la pista de aguanieve. Encendí el radiocedé y busqué la canción que últimamente no salía de mi cabeza, el “Ride on” de AC/DC. Había traducido la letra: “Me marcharé”. Pensé que en ella estaba escrito mi destino.

Solitario. Un hijo de puta testarudo que quiere ser su propio Dios. Aceleré a fondo. El coche bufaba. Atrás quedaban las casas con el tejado de pizarra de las minas. Atrás el vacío helado del río abismal. Atrás casi toda mi vida. Cruzaba el polígono en busca de la salida de la ciudad. Un poco más allá, en la cuesta empedrada, una maleta roja y un chubasquero amarillo llamaron mi atención. Corrían a mi encuentro por medio de la antigua carretera. Me hacía señas, como indicando que parase.
Cerré los ojos. Un espejismo. No era ella. La canción seguía sonando. Sí, es posible. Puede que todo salga mal, que me arrepienta cada noche, que cada noche quiera cambiar de nuevo mi destino. Es posible, pero tengo que intentarlo. Me marcharé, seré un solitario y seguiré mi propio camino. Así son las cosas. Mi propio Dios. A lo peor, quién sabe, es necesario perder para ganar.

BACØ

miércoles, 10 de septiembre de 2008

La tarde del dinosaurio, de Cristina Peri Rossi. Tropo editores recupera una obra maestra.

Es una gran noticia, y demuestra que el camino abierto con la reedición de Museo de la Soledad de Carlos Castán, promete agradables reencuentros. Copio el literal del artículo de Myriam Martínez, que me parece muy explicativo de lo que supuso y supone esta reedición.



Tropo Editores acaba de reeditar el libro de la uruguaya “La tarde del dinosaurio”
“Yo creo que el tiempo siempre es el gran juez de la literatura y del arte en general”, afirma Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941), respondiendo a una llamada telefónica de este periódico, desde su casa de Barcelona. La escritora uruguaya acaba de recibir, esa misma mañana, varios ejemplares de la reedición de su libro “La tarde del dinosaurio”, que dejó en manos de la editorial aragonesa Tropo Editores y que supone el segundo título de la colección “2º Asalto”, ‘inaugurada’ recientemente por Carlos Castán con su “Museo de la soledad”. Cristina está muy contenta por cómo ha quedado –“tiene hasta sobrecubierta”, dice-, aunque se muestra menos satisfecha con el servicio de Correos: “Me lo han enviado en paquete certificado y ha tardado quince días”, dice entre sorprendida y molesta.
“La tarde del dinosaurio” se publicó por primera vez en 1976, con Planeta, pero no superó la censura y sólo pudo distribuirse por América Latina. “De hermano a hermana” es el cuento favorito de Cristina Peri de toda su creación literaria. Aborda el enamoramiento que siente un adolescente por su hermana. La autora considera que la literatura puede ayudar a comprender incluso aquellas cosas que están prohibidas. Aunque no hay ninguna escena explícita, este texto resultó demasiado molesto en aquella época.
Tampoco debió de ayudar, en ese sentido, “La influencia de Edgar A. Poe en el poeta Raimundo Arias”, un texto que habla del exilio y que entró en imprenta cuando todavía no había muerto Franco. Por entonces, en España no se podían denunciar las dictaduras latinoamericanas.
“La tarde del dinosaurio es una sucesión de cuentos conectados por una sensación de persecución y por la solidaridad que eso crea a veces entre dos personas”, analiza la autora, una de las grandes escritoras hispanoamericanas, que ha firmado también otros libros como “Solitario de amor”, “Desastres íntimos”, “La nave de los locos” o “Habitación de hotel”.
“En la playa” da título a un relato protagonizado por un matrimonio joven aburguesado y una niña que encuentra la pareja y que les hace preguntas insólitas. También es un cuento de fronteras como la que se establece entre el mundo de la pequeña y el de los adultos.
De nuevo otra línea difícil de cruzar, la que parece dividir, en “Simulacro II”, el mundo de los sentimientos y el de una ficticia órbita lunar, donde los robots que la habitan carecen de ellos.
“El libro es un rescate de la emoción y del sentimiento como forma de la relación más humana posible”, reflexiona Peri Rossi. “Yo creo que la palabra con la que termina este relato, ‘piedad’, es lo que expresa este libro, la piedad que siento hacia mí y hacia todos los seres humanos, porque estamos condenados a morirnos, a sufrir dictaduras, porque estamos condenados muchas veces a la opresión y tenemos que encontrar, en medio de estos dolores, a nuestros semejantes”.
JULIO CORTÁZAR
En 1980, “La tarde del dinosaurio” fue reeditado por Plaza y Janés, como parte de una colección de 20 libros de escritores españoles y latinoamericanos que se habían exiliado. Aseguran que Julio Cortázar sólo ha firmado dos prólogos en su vida, en cuanto a libros de narrativa se refiere, y uno de ellos es éste de Peri Rossi.
Con esa voz profunda, que parece llegar al fondo de las cosas y de las personas, y ese acento que refuerza el prestigio de los latinoamericanos como oradores y que la uruguaya conserva intacto a pesar de sus años en España, Cristina Peri Rossi recuerda las enormes afinidades que compartía con Julio Cortázar, cuando se conocieron en torno a 1973. “Nos encantaban los dinosaurios y entonces estos animales no tenían ninguna fama, eran una cosa de tres o cuatro locos. Yo tengo una colección de libros y una colección de láminas de dinosaurios que me regaló él, y nos mandábamos dinosaurios de todas partes del mundo. Por supuesto –dice con energía-, ahora que están de moda por Spielberg, yo ya ni me acuerdo de los dinosaurios”.
Cuando terminó de escribir el libro, no sabía qué título ponerle. Recuerda la escena con mucha claridad y la relata de una manera muy amena, tanto que apetece coger el libro cuanto antes y beber los relatos a borbotones. Era una tarde de verano, muy calurosa, y ella se encontraba tomando un café con una amiga, en el barrio Gótico de Barcelona. Algunos metros más allá, varios estudiantes británicos apuraban unas cervezas y, cuando se marcharon, dejaron un sobre abierto sobre la mesa. Cristina Peri Rossi lo recogió y comprobó que tenía doce postales del Museo Británico, con otras tantas reproducciones de las especies más famosas de los dinosaurios. “Le dije a mi amiga: el título ya está, es La tarde del dinosaurio”, epígrafe que encabezaba, además, uno de los relatos.
Esa noche, Cristina llamó a Julio y le contó lo que había pasado. Él le pidió que le enviara el libro. “Nosotros nunca nos leíamos las cosas, porque teníamos mucho miedo a la mutua influencia. Cuando lo leyó, me mandó el prólogo y me dijo que le había fascinado”.
ELEMENTOS SIMBÓLICOS
¿Qué tienen los dinosaurios para que ejercieran tal fascinación en Cristina Peri Rossi y Julio Cortázar?. Ella considera que hay muchos elementos simbólicos en estos seres y al evocarlos se remonta a la gestación de su libro. “Yo tenía una pesadilla habitual con un dinosaurio, era muy repetitiva y me asustaba mucho”. Eran tiempos del Montevideo previo al golpe militar, ocupado por el Ejército y donde la gente desaparecía muy a menudo. “Soñaba que, de pronto, había un inmenso dinosaurio en la ciudad, que iba entrechocando las cabezas de la gente, pero sólo yo lo veía. Había simbolizado en ese dinosaurio el miedo al golpe de estado, a la dictadura, era el peligro, la amenaza”.
“Eran tiempos en los que el Ejército entraba en la Universidad con el sable desenvainado y herían a la gente”, añade. Y pensó entonces en “dejar un lugar en la mesa” al dinosaurio y convertirlo en “un personaje amable”. Cuando al fin escribió el cuento que da título a su libro, Cristina Peri Rossi dejó de soñar con este animal.
“Yo creo que los dinosaurios representan para los niños lo sobrenatural, cuando dejan de creer en los Reyes Magos y en Papá Noel. Los dinosaurios son de verdad, existieron y ellos se fascinan por su inmenso tamaño, porque representan algo que estuvo y ya no está, y porque pueden imaginar un mundo maravilloso”, indica la escritora.
Julio Cortázar, fallecido en 1984, narró a Cristina que él tuvo una vecina en París, que cuando le contaba algún hecho histórico a su hija como la guerra del Peloponeso o la guerra entre Inglaterra y Francia, la pequeña siempre le preguntaba: “¿Eso fue antes o después de los dinosaurios?”.
EL MUNDO INTERIOR
Cristina Peri Rossi comenta con orgullo la participación de Cortázar en su libro. “Los escritores debemos hacer muy pocos prólogos en la vida, porque, si no, los desvalorizamos. Creo que se ofreció para hacer el mío porque le gustó el libro y porque en estos relatos aparece siempre el mundo interior de las emociones y de los sentimientos. Y le tocó mucho –añade-, porque hay un par de relatos que hablan de la dura experiencia de vivir en nuestro país”.
La autora se refiere, por ejemplo, al capítulo “La influencia de Edgar A. Poe en la poesía de Raimundo Arias”, un título “provocativamente solemne”, que habla de las circunstancias a las que se ve abocado un padre con su hija, cuando se exilia a España. Confiado en que la lengua es la misma, descubre que hay muchas palabras que son diferentes. “Es un cuento doloroso, porque los dos se sienten muy solos y se invierten los papeles, ya que es la niña quien tiene que sostener emotivamente al padre”.
“Simulacro II” se desarrolla en otra galaxia. Se trata de uno de los pocos relatos de Cristina Peri Rossi que pueden corresponder al género de la ciencia ficción, pero que sobre todo es un cuento psicológico. Y, además, la autor confiesa que se trata de uno de los cuentos de los que está “más orgullosa” de haber escrito en su vida.La literatura de Peri Rossi hacía evocar a Cortázar a una serie de creadores por los que ambos compartían una gran admiración y, en el prólogo, obedeciendo a esta premisa, el escritor alude al cineasta oscense Carlos Saura.
UN LIBRO VIGENTE
Cristina Peri Rossi felicitó a Tropo Editores por el trabajo realizado. “Ha hecho una portada preciosa (obra de Óscar Sanmartín), una edición del libro muy cuidada y muy bonita. Yo suelo elegir las portadas de mis libros, pero en este caso no lo hice.
Realmente, hicieron una portada como si la hubiera elegido yo”. Y puso el acento en “el entusiasmo” con el que trabajan sus responsables –Oscar Sipán, Mario de los Santos y Amadeo Cobas-, “gente joven que tiene un gran amor por la edición y por los textos”, y que cree preciso apoyar. “Éste es un tipo de editor que ya no va a haber en el futuro, el editor vocacional, no el gerente de ventas. Es la gente que siente amor por los libros y los cuida muchísimo”.
A pesar de que Peri Rossi escribió el libro hace muchos años, “La tarde del dinosaurio” es un texto plenamente vigente. “Si yo tuve el dolor enorme de ver surgir el nazismo y el fascismo en mi país, he tenido la enorme dicha de haberme exiliado a otro donde eso se ha desbloqueado y he podido contribuir a ello”.
La escritora recordó que ha tenido que exiliarse dos veces en su vida: de Uruguay, a finales de 1972, y de España, durante el Franquismo. Dejó Montevideo para instalarse en Barcelona, donde adquirió la nacionalidad española, y tuvo que abandonar la ciudad condal para asentarse en París. Hoy, de nuevo, reside en la capital catalana. “La gente que hoy tiene 20 años quizá sea la primera generación europea que no tenga que vivir una guerra. Eso es una enorme satisfacción y ellos tienen que comprender que es, realmente, un privilegio”.
Articulo de Myriam Martínez (Diario del Altoaragón, 22 de abril de 2008)

sábado, 6 de septiembre de 2008

RIDE ON (1)

El otro día, al ver un vídeo de David González escribiendo con música me pregunté:



¿Escribir o no con música?



En alguna ocasión he utilizado la música con ese fin y siempre, creo recordar, fue esa música la que de algún modo me inspiró para "formalizar", para fraguar el relato o el poema sobre el papel.

Recordé entonces uno de los cuentos de El laberinto de Noé, Ride on, escrito con esa técnica, escuchando el bucle indefinido de la canción de mismo nombre de los AC\DC. La letra de la canción fué el punto de partida (en este caso, yo sabía que ese cuento acabaría con esa canción)


En este primer cuelgue os dejo con la música y la letra (traducida por el muá, como se puede comprobar por lo impresentable del resultado).
Tan sólo una cosa más: "ride on" significa "montar"(en moto, en coche, en caballo, en bicicleta...), pero en este tema hay que entender que Bon Scott y los Young realizan una metáfora y "montar" significa algo así, y no puedo escribirlo más abreviado, como "viajar de ciudad en ciudad sin objetivo definido tan sólo por el placer de sentir en la piel el viento de la carretera y de oler siempre a libertad".

Si no tienes el album, pincha aquí para oír la canción mientras lees la letra:
RIDE ON (MONTAR)

Otra noche solitaria
en otra solitaria ciudad
no soy demasiado joven para preocuparme
ni demasiado viejo para llorar
cuando una mujer me deja tirado.

Otra botella vacía
y otra cama vacía
no soy demasiado joven para admitirlo
ni demasiado viejo para mentir
soy exactamente un cabeza hueca.

Porque estoy solo
porque soy un solitario,
pero sé lo que quiero hacer.

Quiero montar (viajar)
montar
montar
Por el borde de la carretera
montar
El dedo al aire
montar
Uno de estos días
montar
Quiero cambiar mi malvado camino
montar
Hasta entonces yo estaré montando.

He roto otra promesa
he roto otro corazón
pero no soy demasiado joven para darme cuenta
como no soy demasiado viejo para intentarlo,
intentar volver a la salida (al principio).

Y esa es otra luz roja de pesadilla
otra calle con semáforo rojo
y no soy demasiado viejo para apresurarme
porque no soy demasiado viejo para morir
estoy seguro que todavía puedo golpear duro.

Pero estoy solo
¡Dios estoy solo!
¿qué quiero hacer?
Montar
montar
conseguir un billete de ida
montar
montar
yendo por la carretera equivocada
montar
quisiera cambiar mi malvado camino
montar
uno de estos días...
uno de estos días...

Montar
montar
quiero montar
montar
buscando un carro (camión)
montar
montar
seguir montando
montando y montando y montando y montando... montar
montar
quiero ser mi propio Dios (libre)
montar
Oh sí
montar montar montar
uno de estos días
montar
uno de estos días... (tengo que cambiar)


Ride on,
AC/DC,
Young, Young & Scott,
1976
En el próximo post, colgaré el cuento que inspiró esta canción y que se incluye en El Laberinto de Noé.


© Esteban Gutiérrez Gómez, BACO, 2008



jueves, 4 de septiembre de 2008

LITERATURA ESTADOUNIDENSE CONTEMPORANEA


Acabo de recibir el nuevo número del mes de septiembre de la revista mexicana de literatura En Sentido Figurado (GRACIAS Valeria). Entre otras maravillas, destaca la segunda parte de un ensayo sobre literatura estadounidense contemporánea, a mi juicio, bastante acertado, mostrando el porqué del auge del cuento en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX.

El ensayo ha sido realizado por el escritor Guillermo Ortíz, y su página web http://www.guilleortiz.com/ y su persona, han sido un muy grato descubrimiento.

La lectura de la segunda parte de este ensayo, me hizo buscar la primera parte en el número de agosto de En Sentido Figurado.

Transcribo las primeras líneas del ensayo y aconsejo a los cuentistas que siguen el blog, su lectura completa en los enlaces abajo relacionados.

REALISMO, POLÍTICA Y ADOLESCENCIA EN LA LITERATURA ESTADOUNIDENSE CONTEMPORANEA (PRIMERA PARTE)

Los Estados Unidos son un país muy joven, casi adolescente, y como todo adolescente tiene una difícil relación con la realidad, basada en la perplejidad y el asombro ante lo que le rodea. Por ello, aunque el realismo está considerado el movimiento literario estadounidense por excelencia, hay que dejar claro que esa aproximación a la realidad no se ha hecho de forma aséptica o resignada, una especie de “así son las cosas”, sino más bien al contrario: esa realidad se disecciona desde muchos ángulos, de manera crítica y casi siempre dudando de ella o incluso ofreciendo sociedades alternativas que sustituyeran a la vigente.
Aparte, hay que tener en cuenta que los Estados Unidos no sólo son un país joven sino también tremendamente poderoso e influyente. Esto repercute en su literatura de manera brutal y contradictoria: extendiendo por todo el mundo unas tendencias de pensamiento y sus contrarias. Así, desde la II Guerra Mundial, cuando numerosos pensadores europeos tuvieron que refugiarse para huir de la persecución nazi, en EEUU conviven intelectuales marxistas y anti-comunistas, neoliberales y críticos, fanáticos defensores de la globalización y teóricos del multiculturalismo.
Este sentimiento crítico, esquizofrénico y a menudo opresivo ante la realidad hace que la literatura norteamericana sea, especialmente desde los años 50, una literatura de “outsiders”, de personajes que forman parte de la sociedad pero de una manera paralela, con sus propias reglas, con su individualidad casi imposible en una sociedad unificada por el cine, la televisión y la promesa del “sueño americano”.

De Holden Caulfield a Henry Miller
Ese sueño tiene un lado terrible. Un sueño que provoca insomnio. La mayoría de grandes personajes de la novela y el relato norteamericano son lo que se considerarían “perdedores”...

puedes seguir leyendo esta primera parte del ensayo aquí (páginas 63-65)


REALISMO, POLÍTICA Y ADOLESCENCIA EN LA LITERATURA ESTADOUNIDENSE CONTEMPORANEA (SEGUNDA PARTE)

El retrato breve: escuela de minimalistas
No es de extrañar, por esto mismo, que en la literatura norteamericana haya tenido tanta importancia el relato breve. Es el género ideal para describir una realidad incómoda sin entrar en mayores discusiones. La máxima de Scott Fitzgerald: “muestra, no expliques” es ideal a la hora de transmitir tristeza y perplejidad. Esta perplejidad y un fuerte sentimiento de soledad está ya en los primeros relatos de Hemingway con aquel solitario Nick Adams buscando su lugar en el mundo por Italia, España y el Misisipi, y seguirá a lo largo de todo el siglo con maestros como el citado John Cheever –“El nadador” (1964) o, especialmente, Raymond Carver –“¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?” (1976)- y Donald Barthelme –“60 Cuentos” (1981)- en la última parte del siglo XX.
Asimismo, es imposible obviar la importancia de las publicaciones –especialmente las dedicadas a mujeres– en el auge del relato breve. Si bien es cierto que la forma se ajusta perfectamente a las pretensiones de estos autores, también es cierto que encontraron numerosas facilidades para publicar en distintas revistas a cambio de grandes cantidades de dinero. Hubo un tiempo en Estados Unidos en el que publicar relatos o novelas cortas por entregas en una revista resultaba más rentable que ponerse a escribir una “gran” novela.
El relato estadounidense mezcla esta capacidad para el realismo más sucio y a la vez la imagen más certera. No es casualidad que los grandes novelistas estadounidenses hayan sido también relatistas (Hemingway, sí, pero también Faulkner, Fitzgerald, Salinger, Capote, Miller, Kerouac, Auster… hasta llegar al propio Bret Easton Ellis o Chuck Palahniuk…) y a la vez guionistas de cine, o que, al menos, sus obras hayan inspirado varias películas. Los cuentos americanos son eso: retratos, una sucesión de brochazos en los que queda configurada una sociedad y generalmente un desapego...
la continuación de la segunda parte de este interesantísimo estudio aquí (o en la revista de septiembre)