La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

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viernes, 12 de septiembre de 2008

RIDE ON (2)

En correspondencia con el post anterior, ahora el cuento que inspiró esa canción de AC/DC.

Ride on

Vanesa plegó sus párpados de mariposa y los hizo aletear.
–¿Qué me has dicho?¿Qué es lo que acabas de decir?
Frunció los labios morados, a juego con su pelo, y me miró a los ojos como queriéndome sacar las tripas por ellos.
–¡No me lo puedo creer!
Sonaba en la radio de aquel vetusto Peugeot 205 lo nuevo de Tool. Por un instante, mi pensamiento voló tras las luces de un escenario gigantesco en el que cuatro sombras se proyectaban desde el pasado.
–Es fácil de entender –dije–. Lo que pasa es que tú no quieres entenderlo.
Bajo el terraplén, una serpiente de hormigas rojas recorría la carretera nacional a toda velocidad. Más abajo, la alfombra luminosa de dorados titilantes, cuidaba las calles de la ciudad dormida. Un coche arrancó a nuestro lado. Pensé que habían ido a lo que habían ido. Después, no se quedaban hablando como nosotros. Aún así, hacía tiempo que no veíamos amanecer, que no amanecíamos fundidos en el asiento de atrás, desnudos, tan sólo cubiertos con la suave manta de lana.
Vanesa callaba, como si rumiase en su interior algo vengativo, pero sabía, porque me conocía, que no había nada que hacer. Sí, la decisión estaba tomada.
–Vente conmigo.
Fue aquella tarde a finales del pasado invierno. Aquella tarde empecé a pensar en ello. Miraba el reloj y parecía no moverse. Sólo esperaba que llegasen las seis para salir corriendo hasta el garaje de Yon. Quedaban unos minutos nada más cuando llegó el camión. Había que descargarlo. “Son productos frescos. Para la cámara”, dijo el encargado. Maldije por lo bajo. Traería unas treinta jaulas. Tardaríamos veinte minutos por lo menos en bajarlas del camión y llevarlas a las cámaras frigoríficas, al otro extremo del muelle. Una llamada perdida me reclamaba. Tiré de la primera jaula con toda la fuerza que fui capaz. Se me vino encima. Alguien intentó sujetarla por detrás justo cuando salía del camión y entraba en el muelle. Se desvió. Chocó con la puerta. El sonido del hueso al quebrarse me heló la sangre. Luego se mezclaron el dolor y el pavor al ver la mano colgando de los tendones.
Tardé meses en volver a acariciar el mástil de la guitarra. Tardé más tiempo en poder hacer fuerza con las yemas de los dedos para presionar las cuerdas. Y más tiempo aún en volver a cantar con el alma. Durante los días siguientes al accidente, algo parecido al vacío me atenazaba la garganta y me impedía hablar. Luego me daba miedo incluso seguir en un susurro mi propia voz grabada en un cedé.
–¿De verdad crees en esa fantasía? ¿Crees de verdad en ello? Eres un niño, Fran, un bebé. ¿De qué vas a vivir? ¿Dónde? ¿Crees que eres superior a los demás? ¿Crees que tú sí llegarás y los demás no? ¿Quién son esos que dicen que te han escuchado y quieren tu voz? No los conoce ni Dios.
Vomitó más cosas, pero no quise escucharlas. Prefería pensar en la primera vez que la vi, con su escúter amarilla entre las piernas y esa sonrisa perlada que la hacía ser la diosa de las chicas de Ponferrada. Prefería acordarme de la primera vez que la olí, como un lobo y en un descuido, a la salida del instituto. Aromas de jazmín y madera de bosque. Busqué aquel perfume en todas las tiendas y, al final, di con él. Era caro, pero compré un frasco. Lo atomizaba cada noche sobre mi almohada, poco antes de acostarme. Las veces que lo habíamos hecho sin ella saberlo antes de acostarnos juntos de verdad. Y el primer día que quedamos, cuando la recogí en la puerta de la tienda y su padre me miraba como diciéndome “¿a ver qué vas a hacer, pitón, que te corto los huevos?”, y ella con la minifalda vaquera y el gato fiero de Los Suaves en la camiseta. Y nada más. Le regalé el perfume. Se sorprendió de que supiese cuál era su preferido. Fue ella la primera en buscar mi boca. En colocarme la mano entre sus piernas. Me susurró con lujuria que estaba loca por mí.
–Ya te lo dije. Tengo un sueño. Estoy decidido a intentarlo. En ese sueño también estás tú. Sobre todo estás tú, pero, si espero más tiempo, nunca sabré si lo hubiese conseguido, y no podría vivir sin saberlo, sin haberlo intentado. Compréndeme.
También a mí me dolía todo aquello. Debajo de aquella manta en la que aparecía dibujado un rebaño de cebras, había algo muy importante para mí, el calor de un hogar. Ya se lo había dicho muchas veces, que la necesitaba a mi lado, que no podía vivir sin ella, que en su cuerpo estaba mi refugio. Pero no entendía mi necesidad, nunca creyó que fuese capaz de hacerlo. Yo lo quería todo, decía ella, y me obligaba a decidir. Hasta ahora ella siempre había ganado la apuesta, y me retenía a su lado.
Entonces fui yo el que lloré. Me anticipé a sus lágrimas carcelarias. A sus abrazos de candado. Me anticipé a sus lamentos. A sus amenazas de dejar de existir. Le hablé de aquella tarde, de las operaciones y de la ilusión que puse por volver a tocar como antes. Tenía miedo de haber perdido rapidez, de no poder arpegiar como hasta entonces, de que aquellas canciones volasen de mi mente. Recordaba a Prada. Hay que intentarlo, me dije, por lo menos intentarlo. Si no se llega, no pasa nada, pero hay que intentarlo. ¿Cómo iba yo a dejar escapar esta oportunidad?
–Es injusto, Fran. Sabes que haría lo que fuese por ti. Todo menos abandonar mi hogar. Les rompería el co- razón.
Desde que empezamos a salir siempre estábamos juntos. Hablábamos por teléfono horas y horas. Ella en la tienda, o en los servicios del instituto, o en su habitación. Yo en el almacén del supermercado. Gastaba la mitad de mi sueldo en facturas del teléfono móvil. Le compré uno, sólo para escuchar su voz por la noche, para que me llamase y me dijese “dulces sueños, amor” después de oír todas las guarrerías inimaginables capaz de ser pronunciadas. Nos mirábamos y parecía que podíamos leernos el pensamiento. Hacíamos el amor y el mundo podía estallar.
– Sólo quiero que vengas conmigo. Es verdad, no te puedo ofrecer nada, pero es una aventura. Saldremos adelante. Ahora eres tú quién tiene algo que decir.
Yo, salvo un trabajo penoso y mal pagado en el Carrefour, no tenía qué perder. Veintidós años era edad para apostarlo todo. Ella sí, ella se jugaba un futuro confortable y sin problemas. Los dos lo sabíamos. Ya no se trataba de calzarse los pantalones vaqueros ajustados y las camisetas de Ramstein. No todo era llegar al garaje y pavonearse de salir con el líder de Satam, el alma heavy del valle. Ya no se trataba de salir a tomar copas al Zambra o al Apocalipsis, de hacer posados en los billares, de bailar a ritmo frenético, de subir luego al coche y hacer el amor. Ya no se trataba de eso. Ahora había que apostar, decidir para el futuro.
–Y tú, ¿qué harás allí? Si no voy…
Me preguntaba eso, pero sus ojos violetas estaban llenos de reproches. Y yo me preguntaba si alguna vez ella de verdad había pensado en el futuro, en vivir juntos con un sueldo de ochocientos euros en un piso alquilado junto a la vía del tren, oliendo a basura todos los días. Me preguntaba si yo era para ella como una atracción que mostraba a sus amiguitas del insti. El tío más duro de la ciudad, con sus aros en la oreja y su pelo largo y su cazadora de cuero de los Ángeles del Infierno. También me preguntaba si no era al revés. Si era yo el que mostraba de mi brazo a aquella princesita de porcelana, delicada y suave, de rasgos mínimos y cuerpo perfecto. Si era yo el que me beneficiaba de todo aquello.
–Mira, Vanesa. Te espero mañana a las tres de la tarde junto al puente de hierro. Si no estás allí, no te reprocharé nunca nada.
Hicimos el amor bajo aquella manada de cebras. Fumamos en silencio. Estábamos despiertos, meditando cada uno sus propios pensamientos, pero no decíamos nada, como si cualquier palabra pudiese herirnos. No queríamos eso. Aún así, sentí algo frío y telúrico que parecía empezar a separarnos. Una tenue claridad nos mostró los cristales empañados del coche, llorando, marcando garras con sus lágrimas. Limpié el agua de una de las ventanas. En silencio, por el espejo retrovisor, vimos amanecer.

A las tres de la tarde la ciudad estaba vacía. Nevaba dulcemente. Los copos caían enormes como tejas en un balanceo de columpio. Apoyado en la puerta del coche, sobre el puente de hierro, miraba correr el río, y el paseo alfombrado de hojarasca a la derecha y, a la izquierda, las murallas del castillo. Miraba como si fuese la última vez que las vería. Luego me volví. Vanesa no estaba allí. No estaba allí. Acabé de fumar el cigarro y me metí en el coche. El motor rugió cuando lo encendí. La correa del alternador chillaba con un soniquete infernal. Dejó de chillar cuando apreté el acelerador. Aceleraba una, dos, tres veces, pero no arrancaba el coche, no quitaba el freno de mano, no metía la marcha. Me sentía confuso. Miré el reloj y, como suspirando, dejé que el coche se desplazarse por la pista de aguanieve. Encendí el radiocedé y busqué la canción que últimamente no salía de mi cabeza, el “Ride on” de AC/DC. Había traducido la letra: “Me marcharé”. Pensé que en ella estaba escrito mi destino.

Solitario. Un hijo de puta testarudo que quiere ser su propio Dios. Aceleré a fondo. El coche bufaba. Atrás quedaban las casas con el tejado de pizarra de las minas. Atrás el vacío helado del río abismal. Atrás casi toda mi vida. Cruzaba el polígono en busca de la salida de la ciudad. Un poco más allá, en la cuesta empedrada, una maleta roja y un chubasquero amarillo llamaron mi atención. Corrían a mi encuentro por medio de la antigua carretera. Me hacía señas, como indicando que parase.
Cerré los ojos. Un espejismo. No era ella. La canción seguía sonando. Sí, es posible. Puede que todo salga mal, que me arrepienta cada noche, que cada noche quiera cambiar de nuevo mi destino. Es posible, pero tengo que intentarlo. Me marcharé, seré un solitario y seguiré mi propio camino. Así son las cosas. Mi propio Dios. A lo peor, quién sabe, es necesario perder para ganar.

BACØ

2 comentarios:

Luisa dijo...

Solo el que se esfuerza en conseguir un sueño lo comprende. Solo el que vive por y para él. Mejor cuando tienes veintitantos. A esa edad tienen las alas más nuevas y pueden moverse al ritmo de las ráfagas. Pero los sueños también traen cadáveres consigo. Muertos a los que hay que abandonar en el camino o que son ellos los que nos abandonan porque lo ven muy lejano o inexistente. Porque el futuro incierto es de lo que se alimentan los sueños. Y qué menos que luchar. Qué menos que darles hasta el último aliento, pensando que quien no te acompañe en ese recorrido será porque no cree o no tiene fe. De visionarios está el mundo lleno. Me tengo por uno. Un beso.

Luisa Fernández.

Baco dijo...

Me encanta. Se trata de eso, de perseguir un sueño hasta alcanzarlo. Y, si tienes la suerte de haberlo logrado, buscar otro, un nuevo objetivo y perseguirlo hasta alcanzarlo. Mejor si nadie se queda atrás, pero sin rémoras. Lo malo es que somos humanos, y somos capaces de renunciar a todos los sueños por amistad o amor. Un beso.