La enfermedad del lado izquierdo

La enfermedad del lado izquierdo
El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

También estoy aquí...
MI BLOG PERSONAL

lunes, 31 de mayo de 2010

Un cuento inédito de Miguel Ángel Zapata


Demiurgo

Al respirar yo, se repliega el mundo como una marea y se deja absorber fosas nasales adentro. En esta inspiración de totalidades, puedo sentir a la dueña de los labios que beso atravesar la tiniebla de mi pituitaria y descender por la laringe sin memoria de mi rostro ni mis caricias, siento reabsorberse dentro de mí la cama, el dormitorio que nos contenía, la casa que alquilamos alguna vez, el felpudo de bienvenidos, el barrio entero con sus comercios y sus parques y sus señoras de pelo enlacado y sus repartidores de propaganda y sus monovolúmenes cargados de familias. Como un reflujo amorfo ajeno a los relojes, penetran en mí museos, piscinas municipales, semáforos y cines, los límites difusos de los suburbios de mi ciudad, los prados y sus vacas, los pueblos colindantes, la comarca, el país entero con la mutante red de capilares de sus ríos, sus carreteras, sus canales. Vuelan hacia mis entrañas de madre, magnetizados por la fuerza succionadora de mis pulmones: corbetas en misión de paz, estadios de fútbol, torres de alta tensión, estaciones de esquí, montañas, mesetas, linces, vencejos, franjas climáticas, orgasmos, errores, homicidios, concilios vaticanos, espíritus nacionales, acuerdos mercantiles, emisiones de CO2, continentes, océanos, casquetes polares, fotos con magnesio, huelgas de la siderurgia, revoluciones neolíticas, opas hostiles, los Beatles, monjes benedictinos, Gengis Khan, despotismos ilustrados, disidencias, Rosa Luxemburgo, Parménides, el Yom Kippur, sonrisas taimadas, pulgares apuntando al suelo, columnas palaciegas de Persépolis, ejes de rotación, un diplodocus, Maradona, planetas propios o ajenos, soles menguantes, galaxias desprevenidas, quásares por descubrir, universos paralelos, tangentes, superpuestos, en expansión o recesión, contenidos en otros o en sí mismos.
Cuando el fuelle de mis pulmones advierte el borde afilado y procaz de la nada más allá de todo ahí fuera, contengo la respiración durante unos segundos, intentando paladear plenitudes y cronologías, filosofías y espacios enormes. Incapaz de sentir la totalidad que menudea con fiebre en algún recodo nocturno de mis bronquios tras mi última inspiración, borrado yo por una inconmensurable sensación de vacío sin rostro, vuelvo a vaciar mis pulmones, dejando que mi boca reintegre al exterior lo posible y lo imposible, en una vaharada cálida donde todo se recompone nuevamente en caprichosas combinaciones, en dialécticas inextricables y novedosas.
Tras cada ciclo respiratorio completo, tras esos diez segundos de plenitud y nada simultáneas, me juro a mí mismo que será la última vez, que bastará con contener el muscular trasiego que ordena a mis pulmones ese ejercicio atroz de succión y vómito universal de una existencia que no llego a comprender, a disfrutar, a paladear como un soplo de aire fresco de un hombre cualquiera una mañana cualquiera con las ventanas del dormitorio abiertas de par en par.


Es una muestra del nuevo trabajo que prepara Miguel Ángel Zapata, que estará firmando el domingo 6 de junio en la caseta de Páginas de Espuma (107) la antología "Por favor, sea breve 2", a las 12:00 horas, y ese mismo día firmará también ejemplares de "Baúl de prodigios" y "Revelaciones y Magias" en la caseta de Traspiés (197) a las 13:00 horas, en la Feria del Libro de Madrid.

martes, 25 de mayo de 2010

Ángel Olgoso en Madrid

El viernes pasado, Ángel Olgoso estuvo en Madrid presentado Los líquenes del sueño, una magnífica recopilación editada por Tropo de sus primeros libros de cuentos, ya inencontrables.
JJ Muñoz Rengel hizo la presentación y leyó alguno de sus cuentos.

En esta foto: Miguel Ángel Zapata, Ángel Olgoso y Juan Jacinto Muñoz Rengel, tres cultivadores de lo breve, amantes de lo fantástico, andaluces patafísicos.

Un relato de Ángel Olgoso:

Cleveland


El humo se acumulaba en el techo de la bolera. Los muchachos, confiados, lanzaron sus bolas como quien exprime un jugoso racimo de bayas y lo arroja lejos. Habían puntuado alto y ahora charlaban y fumaban tranquilamente, estudiando los ventiladores y el bruñido de la tarima. Mi turno. Entre las bolas vino rodando un cráneo, limpio y brillante. Los muchachos miraron con preocupación. Introduje los dedos en los orificios de los ojos. Sentí que se ennegrecían de sombra y de vacío de gruta. Era dolorosamente más ligero que las demás bolas corrientes. Ladeé la cabeza calibrando peso y distancia. Retrocedí unos pasos para tomar impulso. Al lanzarlo cerré los ojos y hubiera cerrado los oídos si éstos funcionaran de tal manera. El cráneo salió proyectado, describió una buena trayectoria y rodó por el centro de la pista percutiendo contra el suelo pulido, como un meteoro color crema a la deriva en la corriente de las probabilidades.

jueves, 20 de mayo de 2010

VI Concurso Microcuentos “El Planeta de los Libros”


VI Concurso Microcuentos “El Planeta de los Libros”

“El Planeta de los Libros” convoca la VI Edición de su Concurso de Microcuentos, “El planeta de los libros”. El programa se emite todos los miércoles a las 13:00h en Radio Círculo (100.4 FM Madrid), la emisora del Círculo de Bellas Artes, y puede escucharse también en www.elplanetadeloslibros.com Como en ediciones anteriores, podrá participar cualquier persona desde cualquier lugar del mundo, los textos serán en español y de acuerdo con las Bases, disponibles en la página web del programa: http://elplanetadeloslibros.com/html/concurso-vi.htm

La recepción de microcuentos será desde el 19 de mayo hasta el 10 de junio de 2010. El Concurso es de temática libre, si bien se valorará especialmente los relatos que traten sobre la aplicación de las Nuevas Tecnologías a la Literatura, el Libro Electrónico y otros dispositivos de lectura. Junto a la maestría literaria, se estimará también la capacidad radiofónica del relato para su posterior lectura en antena.. La extensión máxima de los relatos será de 300 palabras y los participantes podrán presentar tantos textos como deseen cada una de las tres semanas de concurso.

El finalista de cada semana será anunciado en programa de radio El Planeta de los Libros, donde se leerá junto al resto de relatos que el jurado considere oportuno. El relato que semanalmente resulte ganador será publicado en la página web www.elplanetadeloslibros.com y su autor recibirá un lote de libros, en papel y en formato electrónico.

El ganador final del VI Concurso de Microcuentos “El planeta de los libros” será anunciado el miércoles 23 de junio, durante la emisión del programa, y su autor recibirá una fotografía original de Jesús Mª Muñoz Monge, Frescura, valorada en 500 €, y un Lector de Libros Electrónicos, Iriver Story, de la Editorial Digital Luarna, valorado en 279€.

Madrid, 19 de mayo de 2010

miércoles, 19 de mayo de 2010

Conferencia sobre "El cuento" en Jerez de la Frontera

Poli G. Navarro y Fernando Iwasaki dispararán sus balas breves en el patio maravilloso de Hojas de Bohemia (Jerez). El tercer villano, Juan Casa Mayor, demostrará que el cuento también es rentable para un editor.



Pincha sobre la imágen para ampliar la información.


martes, 18 de mayo de 2010

Presentación del nuevo libro de relatos de Ángel Olgoso


Presentación del libro Los líquenes del sueño, de Ángel Olgoso
Fecha:
Viernes, 21 de mayo de 2010
Hora:
20:00 - 22:00
Lugar:
Café Libertad 8 (Madrid)
Descripción
El café LIbertad 8, está como todo indica, en la C/ Libertad Nº 8 en Madrid.



La presentación contará con la presencia del autor,

el escritor Juan Jacinto Muñoz Rengel y el editor.

lunes, 17 de mayo de 2010

Taller literario: los sentidos



El Taller de relatos Inventario y Valtí Viajes, organizan el

Taller literario: los sentidos, a partir de textos de Italo Calvino

Una actividad lúdica destinada a todos aquellos que sienten interés por la literatura y la creación. Quienes deseen participar pueden escribir o llamar a las siguientes direcciones:

direccion@valtiviajes.com Teléfono 958 993770

Se seleccionarán 20 alumnos (más cinco suplentes) quienes deberán formalizar su inscripción antes del día 10 de junio. El taller se llevará a cabo en el Gran Hotel de Benahavis, situado en la localidad de Benahavis, Málaga (****), del 25 al 27 de junio, con el siguiente programa.

· Propuesta literaria
Italo Calvino escribió al final de su vida tres cuentos sobre los sentidos, para un proyecto más ambicioso, aunque su muerte en 1985 le impidió terminarlo. Dejó sin embargo tres magníficos relatos reunidos en el volumen “Bajo el sol Jaguar” en los que el autor intenta aproximarse mediante la literatura a la identidad del gusto, el olfato y el oído.

Desarrollo:
El taller, se configura en cuatro sesiones de dos horas de duración cada una, durante las cuales se leerá cada uno de los relatos escritos por Italo Calvino, y publicados en el volumen “Bajo el sol jaguar”:

1. Viernes por la tarde: Lectura del relato “Un rey escucha”. Hablaremos de la importancia del lenguaje en la literatura, proponiendo fórmulas narrativas que potencien la expresividad de los alumnos. Inicio de la parte práctica

2. Sábado por la mañana: Lectura del relato “Bajo el sol jaguar”. Comentario sobre el argumento del relato y la construcción de los personajes que aparecen en el mismo. Continuación de la práctica.

3. Sábado por la tarde: Lectura del relato “El hombre, la nariz”. Comentario sobre los narradores sucesivos que aparecen en este relato.

4. El domingo por la mañana se llevará a cabo la sesión en el Circuito de agua del hotel que incluye spa, piscina, aguas termales. Leyéndose algunos de los trabajos de los alumnos.

5. Almuerzo de despedida del curso en el Hotel Benahavis.


- Matrícula: 200 euros, en habitación doble (suplemento de 75 euros en individual) que incluye:
- Estancia en el Gran Hotel de Benahavis (****) noches del 24/6/2010 y 25/6/2010 (/www.granhotelbenahavis.com)
- Pensión completa, desde la cena del día 24/6/2010 al almuerzo del domingo 27/6/2010
- Clases prácticas sobre los textos de Italo Calvino acerca de los sentidos, impartidas por Miguel A. Cáliz .
- Jornada de Spa, circuito de aguas termales del Gran Hotel Benahavis la mañana del domingo 27.
- Monitor: El curso será impartido por el escritor y editor Miguel A. Cáliz

Más información: http://tallerderelatosinventario.blogspot.com/


Organizan: Taller de relatos inventario
C/ Ángel, 4 de Granada
*************
Por qué el relato, elogio de lo breve por Miguel A. Cáliz
Hace ya bastantes años el crítico George Steiner advertía en su obra "Lenguaje y silencio" del empobrecimiento que está sufriendo el lenguaje literario en los finales del siglo XX, y de la imparable tendencia a la "liviandad" que parece aquejar a las obras de los escritores de la posmodemidad. Abogaba Steiner por recuperar como canon literario la complejidad y extensión verbal, para contrarrestar esa corriente de "simplificación" que él consideraba negativa. Resulta además frecuente encontrar en las páginas de las revistas especializadas en literatura y en los suplementos de los diarios, que la crítica reclama una mayor densidad e incluso dificultad en el lenguaje que han de emplean los escritores. Para agravar este problema los nuevos medios surgidos a finales de milenio, por ejemplo Internet, están creando un discurso donde prima la superficialidad para agilizar la comunicación.De todo ello se deduce un gran desconcierto que lleva a muchos lectores a confundir literatura breve con literatura liviana o simple, de forma que el escritor de relatos, aforismos o cuentos pasa automáticamente a formar parte de ese ejército que al propugnar la simplificación de las formas expresivas está contribuyendo al empobrecimiento de la literatura. Más aún, puede llegar a pensarse que la brevedad y la concisión son en el fondo los peligros que acechan a la literatura de nuestra época. Nada más lejos de la realidad.A la vista de esta situación hemos de preguntamos: ¿Puede un escritor riguroso enarbolar la bandera de las formas breves? ¿Podemos reivindicar por ejemplo la concisión o la elipsis, como virtudes estilísticas?En primer lugar conviene recordar que al principio de los tiempos y durante muchos siglos la literatura tuvo como máxima ineludible la brevedad, por cuanto que en sus inicios era inevitablemente oral (la literatura es anterior a la escritura). De esa remota época conservamos grandes monumentos de la palabra como son los cuentos populares, las fábulas, los mitos o los refranes, que adoptan claramente los cánones de la literatura breve ya que durante siglos su forma de conservación y transmisión fue memorística, y como es lógico, un texto que ha de ser repetido y conservado gracias al recuerdo no puede tener una gran extensión.Pero todo lo que el hombre quiso en un principio contar lo quiso luego escribir, y tras el desarrollo de las técnicas adecuadas finalmente las creaciones literarias fueron registradas en un texto. Tras poner por escrito la Balada de Gilgamesh, la Biblia o la Odisea el hombre comenzó a pensar que la brevedad ya no era tan importante, puesto que las obras se podían conservar en un lugar diferente de la memoria. Entonces se propuso seguir consiguiendo avances en las formas escritas y por tanto en la complejidad del discurso, desarrollando los géneros así como las posibilidades técnicas del texto para alcanzar finalmente uno de los inventos más perfectos y benéficos que hasta ahora ha logrado la humanidad: el libro. Tras el libro apareció la imprenta, y una vez perfeccionada ésta los escritores pudieron por fin dar rienda suelta a las posibilidades que el uso del lenguaje y la ficción les ofrecía; la época dorada del libro comienza precisamente entonces, cuando Cervantes, Shakespeare, Moliere, Quevedo y otros muchos autores a lo largo de los siglos siguientes consigan sacarle todo el partido posible a la lucha y al juego con el lenguaje, seguros de que luego va a poder ser eficazmente reproducido en un texto impreso.Es cierto como detecta Steiner en el ensayo aludido al principio, que tras el colosal trabajo llevado a cabo por Joyce, Nabokov, Cortázar, etc. los escritores actuales parecen “cansados” de desarrollar las posibilidades del texto escrito, que se habla constantemente de la crisis de la novela y que ha perdido prestigio la labor de innovar.Pero es que además el hombre del siglo veintiuno es un consumidor voraz e insaciable de ficciones. Contempla continuamente historias en las películas que ve, pero también en los anuncios televisivos, en los reportajes o en los dibujos de un cómic, de forma tal que durante una vida normal cualquier persona ha conocido miles de argumentos y tramas. Frente a tamaña competencia el escritor difícilmente puede aspirar a crear una nueva historia, pero lo que sí puede hacer es aprovecharse del conocimiento que el lector tiene ya de la ficción para llevarle a algún lugar que no haya visitado aún. Y es precisamente esa experiencia previa sobre la ficción uno de los grandes aliados del escritor de formas breves, que en ocasiones sólo tiene que sugerir un inicio para que sus lectores imaginen el resto de la historia, y en otras, juega con la previsibilidad de los argumentos.Regresando a la simplicidad y dejando puertas abiertas para que el lector colabore en la construcción del relato, el escritor de formas breves puede plantearse nuevos retos relacionados con la intensidad y complejidad del lenguaje. En esa estrategia entraría la admiración por la elipsis, por la concisión, por el poder de la sugerencia, por la reelaboración de las estructuras narrativas, que en muchos casos trabajan los escritores de géneros breves.Sería pues a partir de estos presupuestos sobre los cuales el relato moderno construiría su razón de ser, abriendo nuevos caminos para la literatura y la expresión escrita sin renunciar a sus propios valores estilísticos, y sin que se le infravalore por no seguir el canón establecido desde hace siglos.

viernes, 14 de mayo de 2010

Un cuento de Ángel Olgoso


Caballeros de los puentes
El lunes pagué a una prostituta para que pisoteara en mi presencia dos docenas de ostras abiertas con sus zapatos de tacón alto, que lamí a continuación.
El martes pagué a otra, casi una niña, para que me masturbara con estiércol fresco de caballo entre los dedos.
El miércoles alquilé a una nueva para que me vistiera y maquillara de mujer mientras yo enjabonaba y rasuraba el rostro de la joven.
El jueves prometí una elevada cantidad a dos prostitutas para que me siguieran por los callejones con el fin de defecar luego en sus bocas.
El viernes cloroformicé a una prostituta entrada en años y le coloqué sanguijuelas en la vagina hasta que éstas se saciaron.
El sábado me negué a pagar a la prostituta alquilada tras azotarla con varillas extraídas de un paraguas, aduciendo el desagrado que me produjeron sus inoportunos gritos.
El domingo dormí casi todo el día, besé a mi esposa, a mis hijas, a las doncellas de mi esposa y a la institutriz de mis hijas, paseé durante una hora por el parque con el confesor de la familia y cené después opíparamente en Casa Beristain, en compañía de los demás magistrados. Todos bebimos vino de peptona, el mejor confortativo de los debilitados, restablecedor de las fuerzas y del apetito.


En unos días, Ángel Olgoso presentará su nuevo libro de relatos Los líquenes del sueño.

jueves, 13 de mayo de 2010

Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual.


La editorial Menoscuarto acaba de publicar, en edición de Gemma Pellicer y Fernando Valls, Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual.


La antología incluye cuentos de Pilar Adón, Pablo Andrés Escapa, Jon Bilbao, Ernesto Calabuig, Matías Candeira, Carlos Castán, Cristina Cerrada, Pepe Cervera, Fernando Clemot, Óscar Esquivias, Patricia Esteban Erlés, Ignacio Ferrando, Víctor García Antón, Esther García Llovet, Daniel Gascón, Cristina Grande, Ismael Grasa, Irene Jiménez, Juan Carlos Márquez, Berta Marsé, Ricardo Menéndez Salmón, Lara Moreno, Manuel Moyano, Miguel Ángel Muñoz, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Hipólito G. Navarro, Elvira Navarro, Andrés Neuman, Ángel Olgoso, Jesús Ortega, Julián Rodríguez, Javier Sáez de Ibarra, Miguel Serrano Larraz, Berta Vias Mahou y Ángel Zapata.

Presentamos el libro el próximo viernes 14 de mayo, a las 19,30 h, en la Librería Picasso (Granada),con Fernando Valls, Andrés Neuman, Álgel Olgoso, Miguel Ángel Muñoz, Jesús Ortega y Pepe Cervera.


más presentaciones:


El jueves, 10 de junio, se presenta en ZARAGOZA, librería Los portadores de sueños (Jerónimo Blancas, 4), a las 20 horas.

El viernes 11 de junio, a las 19 horas, será presentado en MADRID, en la librería La Central del Museo Nacional de Arte Reina Sofía (MNCARS, Ronda de Atocha, 2 - 28012).

jueves, 6 de mayo de 2010

Un cuento de Felix J. Palma


CONFUSIÓN MACABRA
Félix Palma



Los lunes, la ciudad tiene un despertar cansado de perra recién parida. Eliseo Barroso siempre asiste al remiso advenimiento del día tenso bajo las mantas, imaginando que su parsimonia se debe a los problemas de la luz para asirse a un mundo que la noche abandonó húmedo, como si la claridad resbalara continuamente de las lentejuelas de rocío derramadas sobre la hierba del jardín. A veces, consume un largo rato contemplando a Verónica, que duerme separada de él por esa distancia que la rutina matrimonial impone en el lecho. Y entonces siente una mezcla de piedad y envidia al oír el significativo ronroneo con que ella anuncia la perfección de su descanso. Por su postura confiada, Eliseo deduce que Verónica cree ocupar el espacio que le corresponde, su exacto lugar en el mundo. Incluso se atrevería a decir que ha dejado que la vida la arrastre sin resistirse hacia este momento de vulgar plenitud, convencida de que yacer cada noche junto a él es lo correcto.
Eliseo, sin embargo, apenas logra adentrarse en el sueño, como esos ancianos que no pasan de mojarse los pies en la puntita del mar. Hace casi tres años que le atormenta la idea de habitar una madriguera errónea, de encontrarse en el colchón equivocado. Por eso, en las honduras de la madrugada, se escurre del lecho y se encierra en el baño. Allí, sentado sobre el inodoro, realiza siempre el mismo ritual. Abre su cartera y, con dedos de cirujano, le extrae el corazón: el recorte de periódico que le confirma que toda su vida es un error monumental, un despropósito en el que nadie repara. Ajado y amarillento, el recorte muestra la fotografía de una mujer que dedica a la cámara una mirada entre aturdida y furiosa. En el pie de foto puede leerse: Laura Cerviño Frías, una de las víctimas del equívoco. Sobre la crónica, hay una entradilla donde se nos informa de que, debido a un error del hospital, una mujer tuvo que velar durante diez horas el cadáver de una desconocida. El titular reza: Confusión macabra.
Cuando la primera cuchillada de luz hiende la cortina del dormitorio, Eliseo dedica al despertador el alzamiento de cejas que lo hace sonar. Verónica, como si el timbre la arrancara siempre de entre los brazos de Errol Flynn, suelta invariablemente un gruñido hosco. Comienza entonces la torpe representación de la higiene personal, los tropiezos en la angostura del baño y el rezongar del niño, una coreografía doméstica con aires de danza sagrada que acaba desembocando milagrosamente en la pastoril escena del desayuno: Verónica perfumada hasta la médula, vestida de profesora de instituto; el niño repeinado, practicando la lectura con las esquelas del periódico; y él amortajado en gris sucio para la oficina. Todos alrededor del plato de tostadas que ha brotado como por arte de magia durante el ceremonial.
Intentando que su hastío no le rebose el alma, desbaratándole la sonrisa de estúpida complacencia que esgrime ante la que tal vez sea su familia errónea, Eliseo da un sorbo al café. Rogad a Dios en caridad por el alma de Doña Francisca López Grimaldi, dice Arturito, con su voz puntiaguda de huérfano de Dickens. Por un instante, Eliseo sopesa la posibilidad de sugerirle que practique con los pedestres titulares de la sección de deportes, ya que no le parece saludable compartir el desayuno con los fallecidos del día anterior, pero finalmente decide dejarlo correr. Una de sus aspiraciones de padre es explicarle al niño en todo momento los motivos por los que le ordena tal o cual cosa, evitar en lo posible recurrir a la denostada muletilla "porqueyolodigo"; pero considera que Arturito es demasiado pequeño aún para ser aleccionado sobre los arcanos de la muerte, y mucho más para explicarle los ridículos trámites que hay que seguir para desembarazarse civilizadamente de un cadáver. En su lugar, mordisquea su tostada y asiente como si escuchara el parloteo de Verónica, que hoy versa sobre el dilema de plantar azucenas o begonias en el parterre situado al fondo del jardín. A Eliseo le importa una mierda una flor u otra, pues duda de poder distinguirlas o de que alguna vez se detenga ante el arriate con el único propósito de contemplarlas. Escoge las begonias rezando no tener que justificar su elección. Descansó en la paz del Señor Don Pedro Vega Bermúdez, continúa el niño, pasando revista a la tropa de los difuntos con su dicción trabajosa.
Tras el episodio del desayuno, la familia se dispersa. Madre e hijo suben al coche, y tras despedirlos agitando la mano maquinalmente, Eliseo camina hacia la parada del autobús, ubicada a sólo unos metros de su adosado. Una vez en su asiento, con el maletín sobre las rodillas, se dispone a consumir la media hora de trayecto hasta la oficina pensando en Laura Cerviño Frías, la mujer a la que cree que debería amar. Sólo la ha visto una vez, y ni siquiera le pareció hermosa. A lo sumo se imagina que podría resultar atractiva con un maquillaje acertado que potenciara sus ojos color miel, el rasgo más destacable de su persona. Tampoco se le antojó simpática, más bien todo lo contrario, aunque eso lo achaca a la situación en que se conocieron. Aun así, Eliseo está cada vez más convencido de que su destino es amarla. Amarla con desesperación. Amarla como nunca ha amado a nadie.
La conoció hace ya casi tres años, el mismo día en que falleció su madre. Ambos sucesos ocurrieron la tarde de un miércoles invernizo, con el mundo entoldado por un emplasto de nubes negras. Eliseo acudió después del trabajo al Hospital Clínico, donde la noche antes había ingresado a Sagrario, su madre, en estado de semiinsconciencia. Por la mañana le habían comunicado a través del teléfono que se encontraba estabilizada, pero esa tarde, cuando la enfermera lo condujo hasta la cama donde se hallaba, Eliseo se encontró ante el cuerpo entubado de una anciana que no conocía. La examinó con denuedo, no fuera a negarla por despiste. Lo que yacía en aquella cama también consistía en un montoncito de arcilla al que se le transparentaba la osamenta, pero no era su madre. Cuando advirtió a la enfermera del error, ésta le dedicó una mirada escéptica. Tuvo que insistir varias veces para que la empleada se decidiera a inclinarse sobre aquel cuerpo acartonado para preguntar: ¿cómo te llamas, guapa? Con un hilito de voz, la interpelada contestó: Matilde Frías Romero, para servirla. Dedicó Eliseo a la descreída enfermera una sonrisa de triunfo que enseguida se le congeló en los labios, pues aquel equívoco aparentemente tonto podía tener consecuencias nefastas. Lo comprendió cuando el personal sanitario comenzó a buscar a su madre con cierta alarma. Primero barrieron la estancia donde se hallaban, una amplia habitación que, debido al concierto de tantas respiraciones agónicas, parecía encontrarse junto al mar. Luego continuaron con el resto de la planta. Eliseo colaboró en aquella batida entre la incredulidad y la zozobra. Rastrearon los quirófanos, la UVI e incluso la cafetería, como si su madre fuese una niña traviesa que podía esconderse en cualquier parte del edificio, pero Sagrario no aparecía por ningún lado. Entonces, a un paso de mirar en los armarios de la limpieza, Eliseo sintió un presagio funesto. Agarró del brazo a la enfermera que capitaneaba la hueste de celadores y le preguntó si durante la noche había habido alguna defunción. Con el alboroto de una turba de linchamiento, todos se dirigieron al mostrador de recepción. Allí les informaron de que durante la noche había fallecido una mujer, que respondía al nombre de Matilde Frías Romero. Eliseo y la enfermera cruzaron una mirada significativa. Corrieron al cementerio, pero llegaron demasiado tarde: la supuesta Matilde Frías acababa de ser incinerada. Un grupo de personas cabeceaba junto al horno entre la consternación y la modorra. Todas recibieron con espanto la irrupción en la sala de Eliseo y su séquito de curiosos. Una mujer delgada, de unos cuarenta años de edad, que tenía los ojos color miel enrojecidos por el llanto, se desgajó del grupo con una zancada bizarra y plantó cara a los intrusos identificándose como la hija de la finada. Eliseo la sacó de su equivocación: Tu madre está viva, acabo de verla en el hospital. Ésa era mi madre.
Poco sospechaba Eliseo que fuese a encontrar el amor de su vida en un tanatorio, ante las cenizas presentes de su madre. Pero eso lo sabía ahora; en ese momento, ante el rostro atónito de la mujer que había invertido casi diez horas en velar a una desconocida, no pudo considerar que aquella situación mereciera otro adjetivo que el de "macabra", como certificarían los periódicos del día siguiente. Dado que la hija no había querido identificar el cadáver, prefiriendo recordar a su madre viva, y que ahora ya era demasiado tarde para hacerlo, a Eliseo le costó que lo creyeran. La mujer atendía a sus explicaciones entre aturdida y recelosa, como quien asiste al discurso de un charlatán de feria. Por un momento, sus reiteradas negaciones de cabeza hicieron pensar a Eliseo que aquella desconocida había vertido tantas lágrimas que ahora no querría reconocer que las había malgastado. Incluso temió que prefiriese dejar las cosas así, fingir que su madre había muerto realmente y traspasarle a él la anciana del hospital, aquella pieza de más que arruinaba el sentido de la escena. Pero finalmente, gracias a la intervención de la enfermera, el desconcertado velorio acabó por aceptar que aquellas cenizas pertenecían exclusivamente a Eliseo. Se escucharon aquí y allá murmullos de alivio, y luego se hizo un silencio expectante. Enjugándose las lágrimas, todos miraban a Eliseo, el único que al parecer tenía derecho a llorar allí. Más por complacerles que por propia voluntad, Eliseo se acercó al horno, pero le resultó imposible derramar lágrimas, de la misma forma que no podía vaciar la vejiga en un urinario abarrotado. Ahora estaba obligado a manifestar un dolor superior al que la desconocida había mostrado, y no creía poder lograrlo sin resultar cómico. Se limitó a ejecutar un par de ademanes consternados; y luego se volvió hacia los presentes encogiéndose de hombros, como disculpándose por su falta de pasión.
Juntos como hermanos, marcharon al hospital a formular las denuncias pertinentes, pero antes fueron a la planta donde había empezado todo. Laura Cerviño abrazó el cuerpo de su madre con tanto ímpetu que Eliseo temió que lo desmigara sobre las sábanas. Pegado al marido de la mujer, un hombre pálido con aspecto de pasarse los días clasificando legajos en algún sótano olvidado, asistió a un reencuentro que ni le iba ni le venía, sintiendo un ligero desagrado ante la sonrisa floja con que la anciana se dejaba hacer. Parecía comportarse como si realmente hubiese obrado el milagro de la resurrección y volviese de verle las enaguas a la muerte, cuando la realidad era que ni siquiera había tenido vista para abandonar el lecho y emular a Tom Saywer en el sueño de todo hombre: asistir a su propio funeral. Luego, llegó el siguiente acto de aquel tétrico sainete, la hora de pedir cuentas. Ella quería que la clínica pagara por las lágrimas que había derramado, y él por las que no había vertido. El hospital, naturalmente, descartó toda negligencia o error médico, amparándose en una serie de coincidencias entre las dos pacientes: ambas ingresaron la misma noche con apenas diez minutos de diferencia, eran octoganarias y padecían falta de conciencia. La confusión se había producido porque la familia de Matilde no identificó el cadáver. Aún así, Laura Cerviño siguió adelante con la denuncia y Eliseo, por inercia, también realizó los trámites. Después llegaron los periodistas, y se encontraron cercados de micrófonos como una pareja de amantes famosos. Cuando aquella pesadilla acabó y Eliseo pudo recalar al fin en el plácido regazo de Verónica, lo hizo demudado y absorto, como si fuese él el resucitado. Y no fue hasta el día siguiente, al encarar la crónica del periódico, cuando comprendió que no lo había soñado. Todo aquel delirio había sido real. Y su madre había muerto sin esperarle, abandonando el mundo de los vivos con una discreción ejemplar. Su único consuelo era que al menos alguien la había acompañado en su desembarco en las tinieblas, llorando su muerte con una sinceridad que tal vez él no hubiese podido manifestar. Aunque no quisiera reconocerlo, eran muchos años ya lidiando con los arrebatos seniles de su madre como para sentir ante su marcha un dolor limpio, incontaminado de alivio.
Al principio, guardó en su cartera el recorte del periódico —donde aparecía una indignada Laura Cerviño— sin saber exactamente por qué. No era un recorte apropiado para enseñarlo a los amigos ni a los nietos, pero era la crónica de algo que le había ocurrido a él, de un suceso que, lo quisiera o no, le había sucedido. Y conservar el recorte equivalía a aceptarlo sin rencor. Ahora aquel hecho formaba parte de su existencia, se sumaba al rosario de incidentes que era su vida, y debía darle la bienvenida como a todos los demás. A partir de ese momento, él sería el hombre que una vez perdió a su madre en los insondables intestinos del Hospital Clínico. Esa sería su cruz, la referencia exótica de su vida, como para otros era el haber sido agraciados por la fortuna en un sorteo o sodomizados por un amigo en una borrachera.
Un mes después, asumido tanto el fallecimiento de su madre como los desgraciados acontecimientos que lo habían rodeado, Eliseo Barroso pudo estudiar lo sucedido con frialdad. Y pese al inevitable aire grotesco del entuerto, no logró evitar sentirse maravillado por el hecho de que una desconocida hubiese velado a su madre. ¿Qué sentido tenía aquel dolor sin dueño? ¿Y qué sucedería cuando muriese la auténtica madre de Laura Cerviño? ¿Le atormentaría no llorarla con el mismo énfasis que había dedicado a la desconocida? Aquellas preguntas siempre acababan anegándole de una tristeza infinita hacia la mujer de la fotografía, que tendría que vivir la muerte de su madre dos veces.
Pero, con el paso de los días, empezó a examinar el recorte con otros ojos. Pronto dejaron de preocuparle las consecuencias trágicas del equívoco, y a intrigarle el hecho mismo de que éste se hubiese producido. ¿Por qué habría querido el azar que su existencia se cruzara con la de la mujer de la fotografía? Eliseo siempre había mostrado una morbosa fascinación por las casualidades de la vida, desde las más idiotas a aquellas que rigen veladamente el destino de los hombres. Y estaba claro que Laura Cerviño y él aún conservaban en la piel la tibieza de esa mano invisible que movía las piezas furtivamente, a escondidas del creador. Olvidarlo, encogerse de hombros, equivalía a no ver en aquel enredo más que un malentendido sin ningún sentido, y era precisamente esa falta de sentido lo que lo volvía desagradable y absurdo. Pero, ¿por qué no habría de tenerlo? Por encima de todo, aquel suceso había propiciado que la mujer y él se conocieran, y ese podría ser su loable propósito, la aspiración final de aquel rebuscado cambalache de cuerpos. Fue así como Eliseo empezó a considerar que el azar, al que no podía evitar adjudicarle el rostro de su madre, trataba de unirlo a Laura Cerviño Frías. Y que aquel celestineo fantasmagórico formaba parte de un ambicioso proyecto de restauración del mundo, porque el azar bien podía consistir en una fuerza benefactora cuyo objetivo era ordenar el caos primigenio, una fuerza que el hombre despreciaba porque éste sólo veía pinceladas aisladas, pues se necesitaba una mente abierta para distanciarse del lienzo lo suficiente y ver el cuadro en su totalidad.
Las casualidades estaban tan presentes en el mundo que era idiota no reconocer que formaban parte de un plan conjunto. Hasta Fabián y Julia, la insufrible pareja con la que Verónica se empeñaba en cenar todos los sábados, se habían conocido debido a una confusión de maletas. Eliseo lo sabía porque Fabián se apresuraba a contarlo a la menor oportunidad, nada más la conversación le daba pie para filosofar sobre el sinsentido de la vida. Antes del suceso del hospital, a Eliseo le parecía que lo único absurdo de su existencia eran precisamente aquellas cenas, pero luego, cuando empezó a caminar por la vida con la fotografía de una desconocida en la cartera, vislumbró en la tonta anécdota de las maletas la misma mano atenta que había tratado de enhebrar su existencia con la de Laura Cerviño. Se le escapaban los motivos que tendría el destino para unir a aquel par de botarates, pero resultaba evidente que, a pesar de que habían ido construyendo su vida como dándose la espalda, cada uno se dirigía sin saberlo hacia la maleta del otro, presa de una sutil fuerza magnética que rubricaría su labor en el aeropuerto de la ciudad. Su relación con Verónica, sin embargo, había crecido ajena a los volatines del azar. Ahora, Eliseo le ponía los cuadros, le fregaba los platos o le hacía el amor maldiciéndola en secreto, reprochándole que hubiese tenido la desfachatez de nacer en su mismo rellano. Aquella falta de suspense le irritaba, y se mortificaba pensando que debía haber convencido a sus padres para mudarse de casa en vez de jugar con la hija de los vecinos a lanzar escupitajos por el hueco de la escalera, enroscados ambos en los hierros de aquella barandilla que los vería crecer, explorarse las diferencias, hacerse novios, mudarse juntos. Por eso, asqueado del sencillo hilado de sus vidas, muchas veces se imaginaba viviendo con la mujer del recorte. ¿Queréis saber cómo conocí a Laura?, preguntaría a los amigos durante las cenas de los sábados y, sin esperar respuesta, relataría con voz de trovador el trapicheo de progenitoras que los había arrojado al uno en brazos del otro, mientras imaginaba a su madre sonriendo con complicidad desde alguna tronera de la ultratumba.
Cuando el autobús llega a su parada, Eliseo sacude la cabeza con brusquedad, como si necesitara de ese gesto físico para ahuyentar sus ensoñaciones, y se apea sin ganas, la fotografía de Laura Cerviño quemándole el corazón a través de la cartera. ¿Hasta cuándo durará este suplicio? De hoy no pasa, se dice una vez más, sabiendo que, a pesar de que Verónica y Arturito tienen ensayo de la obra de Navidad, al llegar a casa no hará nada. Como mucho buscará el número de teléfono que hace algún tiempo copió de la guía, y se acercará al aparato aclarándose la garganta, pero una vez más no realizará la llamada que cambiará su vida.
—¿Dígame?
—Buenas tardes, ¿hablo con Laura Cerviño?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Eliseo. Eliseo Barroso.
—...
—¿No me recuerda?
—No, lo siento, pero...
—Nos conocimos hace hoy 1.019 días. El miércoles 20 de octubre de 1999.
—...
—Soy el hijo de la mujer a la que usted confundió con su madre en el tanatorio.
—¿El hijo de...? Ahora le recuerdo, sí. Hace tanto tiempo, que no...
—Lo sé, no se preocupe. Yo, sin embargo, lo recuerdo perfectamente. Conservo incluso un recorte del suceso, ¿sabe?
—Ya.
—Y su madre, ¿cómo está?
—Mi madre murió, dos meses después de aquello.
—Lo siento mucho.
—Se lo agradezco. Y, dígame, ¿qué es lo que quiere?
—Yo... Verá, necesito hablar con usted.
—¿Hablar? ¿Quiere hablar de lo que ocurrió? Yo ya lo he olvidado, ¿sabe? Cursé la denuncia, pero...
—No se trata de eso. Es mucho más importante. ¿Podríamos vernos mañana?
—¿Mañana?
—¿Le parece muy precipitado?
—No, no es eso. Es que me resulta raro... Perdone, pero no se me ocurre de qué podríamos hablar usted y yo.
—Tenemos mucho de qué hablar, se lo aseguro. ¿Conoce la cafetería Céfiro, la que se encuentra enfrente de la iglesia de Santa Catalina?
—Sí, la conozco, pero...
—La espero allí a las seis. Por favor, Laura, no falte.
—Pero, oiga, yo...
Click.

Cafetería Céfiro. Interior. Día.
Eliseo ocupa desde hace tiempo la mesa del fondo, la que se encuentra junto al ventanal, desde donde puede contemplarse, al otro lado de la calle, la fachada airosa de la iglesia de Santa Catalina. Ha llegado media hora antes, con el objeto de poder preparar el discurso con el que tratará de formar una nueva familia sin tener a su hijo revoloteando a su alrededor, a su mujer trasteando en la cocina. Pero faltan menos de cinco minutos para las seis y aún no sabe cómo iniciar la conversación. El hecho de que la mujer no se acordase de él lo ha inquietado enormemente. Por un lado, lo encuentra lógico, ya que es consciente de que no dispone de uno de esos físicos imponentes que se graban a fuego en las retinas femeninas, pero una parte de su alma albergaba la romántica ilusión de que Laura Cerviño hubiese consumido las noches de todos estos años meditando sobre lo sucedido, aprendiendo a amar a aquel hombre larguirucho y apocado que había ingresado a su madre diez minutos después que ella. Ahora, sin embargo, está casi seguro de que la mujer no ha visto en la confusión del tanatorio ninguna señal del destino, por lo que deberá empezar desde cero. Sin embargo, hablarle de las casualidades de la vida y de su función organizadora no se le antoja prudente. Quizá lo único que consiga soltándole sus teorías sea espantarla, mostrarse como un loco que no superó que al hospital se le traspapelara su madre. Tras un nuevo sorbo de café, considera la posibilidad de revelarle el misterio que no se ve, la poesía oculta en los quiebros del azar. Aquello sólo fue el final, Laura, podría decirle. Yo era el muchacho que aguardaba detrás de ti en la cola de correos cuando enviaste aquel enorme paquete a tu primer novio, el causante de la quemadura de cigarrillo que descubriste en tu vestido al regresar de aquella fiesta, la silueta sin rostro que se levantó de su asiento para dejarte pasar en la penumbra de un cine. Fui la sombra que aquella noche te hizo acelerar el paso, el paraguas olvidado en el café. Compré la última entrada del ballet porque tú ocupaste el único hueco del parking. ¿Y no recuerdas mi voz? ¿Acaso nunca he respondido al teléfono para decirte que te equivocabas de número?
El tañido de la iglesia le impulsa a consultar su reloj: las seis. Eliseo se retrepa en el asiento, traga saliva, y clava su mirada en la entrada del local. Tal y como esperaba, la cafetería se encuentra medio vacía, por lo que el rincón escogido resulta lo suficientemente íntimo. El pulso se le acelera cada vez que entra alguien. Las mejillas le arden. Mira la fachada de la iglesia, el destello del rosetón, las palomas dispuestas en su cornisa con un orden de bibliotecario. Le sudan las manos. Siente impulsos de huir. Mejor regresar a casa, se dice, olvidarse del asunto. Pero algo le retiene en el asiento, aguardando a aquella mujer antipática con el nerviosismo de los adúlteros. El tiempo se extiende, diez minutos, quince, veinte, y llega un momento, pasada la media hora, en el que comprende que ella no vendrá. Aun así, continúa esperando, como si su presencia allí fuese lo único capaz de conjurarla.

A la mañana siguiente, Eliseo cabecea apesadumbrado ante las tostadas, mientras Arturito, el niño nigromante, convoca a los espíritus de los muertos. Hoy más que nunca se encuentra demasiado cansado como para ejercer de padre, y deja que su hijo enumere las bajas del día anterior sin ni siquiera reprenderlo con la mirada. Ha pasado la noche en vela, asimilando el plantón de Laura Cerviño, de esa mujer antipática a la que aprendió a amar con la disposición de un novicio. Pero su indiferencia le ha abierto los ojos, haciéndolo consciente de la estúpida cruzada en la que andaba embarcado. Después de todo, ahora lo ve con claridad, aquella confusión que les hizo conocerse no fue más que un episodio grotesco sin finalidad alguna, un patético incidente del que es mejor olvidarse. El azar, reconsidera, es una fuerza sin tino, una chispa que brota inevitablemente de ese entrechocar de gente que componen la humanidad. No hay nada más, como no hay calculo en el viento que dibuja las dunas. Descansó en la paz del señor Hilario Cid Martínez, que falleció a los 83 años de edad, después de recibir los Santos Sacramentos. Mientras sorbe el café, casi siente posarse sobre sus maltrechos hombros todas aquellas almas difuntas, como esos pajaritos que ejercen de pisapapeles en el lomo rugoso de los rinocerontes. Verónica le propone entonces la disyuntiva matinal: ¿qué quieres que prepare para Navidad, pavo o cordero? Eliseo escoge las begonias, rezando no tener que justificar su elección. Con ganas de echarse a morir en un rincón, acaba su café de un trago urgente. Rogad a Dios en caridad por el alma de Laura Cerviño Frías. A Eliseo se le estanca en la boca el buche de café. Sus familiares ruegan que asistan a la misa de córpore insepulto hoy miércoles, en la iglesia de Santa Catalina, avisa Arturito, como si se dirigiese a él. ¿Laura Cerviño, muerta? Con un esfuerzo supremo, Eliseo consigue componer una mueca de absoluta indiferencia, y espía a su mujer de soslayo. Pero Verónica no ha percibido su sobresalto, y tampoco parece acordarse del nombre de la mujer que veló el cadáver de su madre, si es que alguna vez se preocupó de retenerlo.
El desayuno se convierte en un suplicio interminable. Y sólo cuando su mujer y su hijo parten hacia el colegio, Eliseo puede manifestar su incredulidad ante esa carta inesperada que el azar ha deslizado sobre el tapete. ¿Ha sido Laura Cerviño una de esas víctimas silenciosas de los malos tratos? ¿Acarreaba acaso alguna enfermedad incurable? Sea como fuere, él debe ser una de las últimas personas con las que habló, reflexiona mientras sube al autobús, tropezando más de lo habitual con los otros pasajeros. La conmoción tampoco lo abandona en la oficina, donde contempla los informes de siempre como si hoy revelasen los escondrijos de los terroristas más buscados. Y cuando concluye su jornada, Eliseo se dirige hacia la iglesia de Santa Catalina, movido por el difuso convencimiento de que debe estar allí, ejecutar al menos una consternada genuflexión ante el féretro de la mujer a la que ha amado en secreto estos últimos años.
La parroquia parece haberlo estado aguardando desde hace siglos. Tras detenerse ante su fachada, para recomponerse el peinado con los dedos, Eliseo se aventura con determinación en su nebuloso interior. La misa ha acabado, y ante el ataúd sólo permanecen un puñado de familiares compungidos. Eliseo se dirige hacia allí intentando pasar desapercibido, como si hubiese francotiradores apostados en los rincones, entre la sillería del coro y detrás de los confesionarios. Cuando llega al féretro no puede disimular cierta decepción al encontrarlo cerrado. De alguna manera esperaba volver a contemplar a Laura Cerviño, observar cómo había cambiado en estos años. Pero al parecer su destino era verse una única vez. Sólo una. Sin saber qué hacer, y sintiéndose espiado por el corrillo de familiares más próximo, Eliseo contempla el ataúd durante un rato, hasta reparar en que está poniendo en el cajón una atención ridícula, como si pensara adquirir un modelo igual. Aprovecha entonces que una mujer regordeta, probablemente la hermana de la difunta, se separa del grupo para abordarla. ¿De qué ha muerto?, le pregunta con la mayor delicadeza posible. La mujer lo mira sorprendida, y durante unos segundos estudia su rostro con concentración, tratando de ubicarlo en la genealogía familiar. Mientras aguarda su respuesta, Eliseo descubre al marido de Laura Cerviño observándole con atención desde el banco donde está sentado. ¿Se acordará de él?, se pregunta. Incómodo por el escrutinio del hombre, al que durante los últimos años consideró su rival, el pálido guardián de la dama, con el que tal vez hubiese de batirse, Eliseo vuelve a clavar sus ojos en la supuesta hermana de la finada. Laura sufrió un accidente con el coche, responde al fin la mujer. Salió ayer por la tarde de su casa, sin decir a nadie dónde iba, y ya no volvió. Otro coche la embistió en un cruce. Eliseo no puede evitar componer una mueca de perplejidad. ¿Quién es usted?, pregunta entonces la mujer con cierta suspicacia. Pero Eliseo apenas atina a balbucear: nadie, un amigo, antes de despedirse de ella y buscar la salida con paso inseguro.
La luz de la tarde le hace parpadear. ¿Se dirigía Laura Cerviño a verle?, se pregunta lleno de asombro, ¿tenía intención de acudir a la cita que él le había propuesto? Eliseo no sabe cómo tomarse aquello. Necesita pensar, determinar hasta qué punto puede considerarse responsable de su muerte y qué lección puede extraerse de todo ello. Confundido y algo mareado, cruza la calle hacia la cafetería Céfiro, con la intención de calmarse con una copa. Pero casi no ha alcanzado la acera cuando alguien lo agarra del brazo. Se vuelve distraído, para recibir en pleno rostro el impacto de un puño. El golpe lo hace trastabillar, y apenas tiene tiempo de reaccionar cuando un par de manos increíblemente pálidas lo aferran por las solapas de su chaqueta. Eres tú, ¿verdad, hijo de puta?, le grita el rostro desencajado del marido de Laura Cerviño. Eliseo trata de zafarse, pero las manos del hombre son dos tenazas poderosas que no cesan de agitarlo. Varios peatones intentan separarlos. ¡Sabía que ella tenía un amante!, le grita el hombre pálido mientras un par de individuos se esfuerzan por apartarlo de él, ¿iba a verte, hijo de puta? ¿Ha muerto por acudir a tu cama? Eliseo contempla desconcertado la agitación del hombre, que por fin logra calmarse y regresa a la iglesia, todavía dedicándole insultos. El individuo que tiene a su lado, sosteniéndole del brazo para que no se derrumbe, le tiende un pañuelo al tiempo que se señala la nariz. Mareado, Eliseo se tapona la hemorragia y se deja conducir por el samaritano al interior de la cafetería.
Allí se desploma en la mesa del rincón, la que se encuentra junto a la cristalera, mientras oye a su acompañante pedir un par de cafés. ¿Se encuentra bien, amigo? Eliseo responde con un gruñido ininteligible, y observa el revuelo que se ha formado en la entrada de la iglesia. Le resulta inconcebible que Laura Cerviño pudiese tener un amante, pero en el fondo, el hecho de que su marido lo haya identificado como tal, no deja de resultarle irónico. Cuando finalmente la multitud se disipa, Eliseo se vuelve hacia el hombre que tiene enfrente y lo contempla sin demasiado interés. Es un individuo flaco, de unos cuarenta años, que luce una barba recortada quizá para otorgar un poco de seriedad a su rostro aniñado. Eliseo le sonríe flojamente, agradeciéndole la ayuda y la invitación, y clava los ojos en su taza de café, esperando que no tarde mucho en marcharse. Tiene buena pegada el marido de Laura, ¿eh?, oye comentar al hombre. Sorprendido, Eliseo levanta la cabeza hacia el desconocido. ¿Quién es usted?, pregunta desconcertado. El hombre traza una sonrisa casi afectuosa, como si se sintiera francamente satisfecho de haber llamado la atención de Eliseo. Soy la persona con quien acaban de confundirlo, responde. Siento que se haya llevado un golpe que estaba destinado a mí. Eliseo lo contempla perplejo. ¿Es usted el amante de...? El hombre asiente con la cabeza. Estaba esperando fuera, sin atreverme a entrar, añade con timidez.
Eliseo se reclina en el asiento, y contempla al desconocido entre el desprecio y la estupefacción. Piensa en la mujer del recorte, que ha muerto dejando a tres hombres solos. Dos de ellos nos encontramos ahora sentados el uno frente al otro, piensa, mirándonos en silencio. Nos conocimos hace casi cuatro años, ¿sabe?, dice al fin el amante de la mujer, en el tono suave y reconcentrado de las confesiones. Soy abogado, y ella solicitó mis servicios para un asunto de negligencia hospitalaria, un asunto tan absurdo que no lo creería. Pero eso hizo que nos viéramos con frecuencia, y no pudimos evitar enamorarnos, admite con cierta vergüenza. Laura solía decir que yo era el hombre que le estaba destinado, haberme conocido era lo único que le daba sentido a la confusión médica de la que había sido víctima. Eliseo se le queda mirando con los ojos muy abiertos durante unos instantes. Luego baja la cabeza y asiente despacio, sintiendo un amago de llanto. Sin embargo, no era a mí a quien se dirigía a ver cuando ocurrió el accidente, le aclara el hombre, tal vez invitándole a confesar a su vez qué papel juega él en todo esto. Eliseo le sostiene la mirada unos segundos, antes de posarla de nuevo sobre su café. Su papel en este sainete macabro es demasiado difícil de explicar, piensa. Y se encuentra tan cansado. Al desconocido, de todas maneras, tampoco parece resultarle una información imprescindible. Sonríe ligeramente ante su gesto, como si existiese entre ellos una complicidad que no sabría definir, y se levanta para marcharse. ¿Cómo fue el accidente?, lo retiene Eliseo. El desconocido lo mira con curiosidad. Parece que el otro coche se saltó un semáforo, responde poniéndose el abrigo. La mujer que conducía está ingresada en el Hospital Clínico, en observación, aunque apenas ha sufrido daños. Eliseo asiente, y remueve el café con movimientos absortos y circulares, mientras piensa que tal vez haya confundido su lugar de destino con un eslabón más de la cadena. Nunca hay un final que no sea, a su vez, una continuación, murmura para sí, contemplando al amante de Laura Cerviño desaparecer al cabo de la calle.

Soledad Atienza Vera sólo recuerda que el estúpido guerrero intergaláctico estaba agotado. Había visitado ya tres jugueterías sin ningún éxito, y sabía que no podría pedir otra tarde libre en el trabajo hasta después de Navidades, por lo que debía encontrar uno antes de que cerrasen las tiendas o no dispondría de otra oportunidad. Sospechaba que Santiago, su exmarido, ya lo habría adquirido. A Santiago le gustaba hacer las cosas con antelación, apuntarlo todo en aquella libretita con la que siempre cargaba, por eso le había resultado tan difícil convivir con ella, que desde adolescente había asumido que era una persona incapaz de organizarse. Casi podía verlo: el día de Navidad, Santiago aparecería en su casa con la odiosa sonrisa de felicidad que gastaba desde que salía con aquella alumna suya, y uno de esos malditos guerreros estelares envuelto en papel de regalo, dispuesto a anotarse otro tanto ante Jorge, a quien ella habría tenido que regalar cualquier idiotez comprada a última hora. En eso pensaba cuando aquel coche se le cruzó por delante.
Ha vuelto en sí cuatro o cinco horas antes, para descubrirse en una cama de hospital, alimentada por suero. Los médicos le han dicho que está en observación, pero que no tiene nada de lo que preocuparse. La mujer que conducía el otro coche, según ha oído, falleció en el acto. Soledad piensa en ella con lástima, y siente un vago desconcierto. ¿Por qué ha sobrevivido ella, a cuya desastrosa existencia le hubiese venido como un guante un final así?
En ese momento, la puerta de la habitación se abre y entra alguien portando un enorme ramo de rosas. Antes de que las flores le permitan ver su rostro, Soledad da por sentado que sólo puede tratarse de su exmarido, más atento que nunca desde que se separaron, como si quisiera revelarse a cada momento como un diamante en bruto que ella no supo tallar. Pero el hombre que deposita cuidadosamente las rosas en la mesilla no es Santiago. Es un individuo al que jamás ha visto, cuarentón, de aspecto algo desgarbado, que sin embargo le sonríe como si la conociera desde siempre. Hola, Soledad, la saluda. Ella responde a su saludo con cautela. El desconocido la contempla con avidez unos instantes, y luego, ampliando su sonrisa hasta que logra resultar macabra, pregunta: ¿recuerdas mi voz, crees que alguna vez te dije por teléfono que te habías equivocado de número?

miércoles, 5 de mayo de 2010

Presentación de EL MENOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO de FÉLIX J. PALMA



Este jueves 6 de mayo, a las 20.00h., la editorial Páginas de Espuma y Tres rosas amarillas te invitan a la presentación de EL MENOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO de FÉLIX J. PALMA, acompañado por Óscar Esquivias y con lectura de María José Bausá.

LIBRERÍA TRES ROSAS AMARILLAS
TRES ROSAS AMARILLAS, C.B.
C.I.F.: 852919698E
CL SAN VICENTE FERRER, 34
28004 - MADRID
Tel.: 915228108 / Fax: 915228108
http://www.blogger.com/www.tresrosasamarillas.com / info@tresrosasamarillas.com

martes, 4 de mayo de 2010

Un cuento de Matías Candeira

CUANDO SE MUERE LA NEVERA



Un día va la nevera y se muere, en un gesto incomprensible. Ahora es por la mañana, muy temprano, y la familia en pleno —los dos hermanos, los padres, hasta el gato marrón— observa cómo se desliza esa enorme hemorragia de agua color violeta por toda la cocina, o allí, posada en el mango plateado, esa manada armónica de moscas que a cada poco se mueve, aletea, esperando su turno. ¿Por qué les ha hecho esto? Era una nevera preciosa, novísima, que compraron en una gran superficie hace dos o tres años, o incluso puede que cuatro, o vayan a saber. Tímidamente empiezan a acercarse. La nevera, está clarísimo, acaba de diñarla (dirían los inoportunos). Parece faltar ese runrún eléctrico de siempre; también se distingue un pollo igualmente frío y una colonia de hongos, esas cosas que albergan los cadáveres. ¿Deberían llamar a un médico para que la palpe y con un ademán trágico les confirme la defunción?



No.

Lo cierto es que no es posible.

Está muy claro lo que ha ocurrido.



De pronto, se fijan en la ventana. Un escarabajo enorme acaba de aparecer justo en el centro del cristal y está mirándolos fijamente; también a la nevera, a ella sobre todo. El escarabajo mueve las antenas de la boca, sigue ahí, se eleva un instante con sus alas amarillentas y después desaparece como un espectro. Aunque es muy extraño, apenas se inmutan. Algo tienen que hacer. Empiezan a acordarse de esas mañanas, la rutina invariable con la que la nevera los hacía, si cabe, felices en sus desayunos. El padre, cuando la nevera estaba viva, solía santiguarse frente a ella, se ajustaba las pantuflas con un respeto casi militar, y acto seguido sacaba la mantequilla. Como es seguro que quiere proteger a los suyos del dolor, les dice a sus dos hijos: «Niños, no miréis. Por el amor de Dios, tapaos los ojos». Pero los dos hermanos, es así, no pueden apartar la vista de la pequeña laguna del suelo, algo perfectamente comprensible. La nevera tenía unos imanes rojos, una libreta garabateada, ese firmamento de cosas que la madre ha estado años atesorando y que ahora, caídos por el suelo (el horno no los aceptará, se dice, ay Dios mío, yo siempre me he llevado fatal con el horno), ni siquiera se atreve a mirarlos más que algunos segundos. ¿Quién grabará con la navaja, junto a la zona de los huevos, dibujos de especies anfibias?, se pregunta el hermano. ¿Quién va a guardar mi maquillaje dentro de años, cuando crezca y me enrole en el equipo de cabareteras?, piensa la hermana. ¿Quién lo hará —piensan al unísono— ahora que no respira?



Se te muere la nevera y qué haces.

Nada.

No se puede hacer nada.

¡Rápido, niños, sacad vuestros alimentos! Querida, deberías buscar una caja de madera para guardar esos imanes. Tenemos que desconectarla —se oye un chisporroteo, un estertor—. Ya está. Vamos, vamos.



De modo que el padre y la madre elevan la nevera en alto mientras los niños, corriendo, vacían todos los jarrones con flores que tiene la casa en unas bolsas de tela. Todos juntos salen al jardín, llegan al coche y la montan en la parte de atrás. El automóvil petardea un poco al principio, enfila la calle, la carretera, y tras un largo rato los límites imprecisos y endurecidos de la ciudad. ¿Van a enterrarla bajo una encina mientras leen poemas de Pessoa? ¿Decidirán llevarla a ese campo plagado de electrodomésticos, al norte de la ciudad, para dejarla allí, al amparo de algunas lavadoras carnívoras o esos ventiladores de hospital que hace mucho, muchísimo tiempo, perdieron la razón?

El coche sigue avanzando, y la familia procura hablar en voz baja para no perturbar a la difunta. En realidad están algo inquietos. Creen haber visto a ese gordo escarabajo seguirlos, en una estela azul, apareciendo y desapareciendo continuamente. La sombra negra del insecto, en ciertas curvas, cruza el cristal delantero en una exhalación. Aunque les parece muy raro, siguen mirando a su nevera muerta (que está muerta ya empiezan a asumirlo). Consideran que es mejor honrarla como se merece. La nevera goza de un reputado cariño que se ha ganado con tesón, en tardes de cuarenta grados donde guardaba una tarrina de helado para los niños, noches oceánicas escondiendo platos secretos para una jauría de invitados —auténticas criaturas de la noche— que nunca gustaron de la comida francesa, cosas así. ¿Os acordáis de cuando se le pudrieron unos tomates y estuvo unas semanas enferma?, pregunta el padre. Sí, papá, nos acordamos. ¿Y del runrún que hacía cuando quería que os fuerais a dormir? Por supuesto, por supuesto.

Parece que ahora mismo el escarabajo está posado sobre el techo del coche. Sus patas, al avanzar, producen un sonido frío, lento, como esas arañas mecánicas que aúllan en el fondo de los desagües. ¿Por qué anda siguiéndoles? ¿A qué razones obedece? Ninguno de ellos hace mucho caso a ese zumbido oscuro. Los niños han abierto la nevera y van depositando flores en su interior —dragonarias, margaritas, orquídeas color de sangre—; hay muchas, todo se llena, y las colocan con precisión en cada estante metálico como si llevaran toda la vida preparados para ello. Está quedando preciosa.

El coche atraviesa riscos, ciudades con millones de farolas apagadas donde ladran los perros a deshora, y al fin, muchas zonas boscosas después, cuando el disco anaranjado del sol empieza a deshacerse, llegan al acantilado. Debe de ser el día en que se mueren las cosas y la gente se despide para siempre. Los cuatro, al sacarla, distinguen al fondo a dos hombres, quizá hermanos, que lanzan un sofá floreado a las aguas bravas. Y de pronto uno de ellos se derrumba. Simplemente cae al suelo, agarrándose a un cojín con lágrimas en los ojos, diciendo que si puede quedárselo. ¡Déjame quedármelo, por favor!, suplica, y entonces el otro hombre lo abraza negando con la cabeza. No es todo, sin embargo. Hay muchas más personas y pertenencias, unidas por cariños inabarcables, en este acantilado blanquecino. La familia los descubre al bajarse del coche. Decenas de seres humanos que dicen «adiós, adiós» a sus objetos, a una parte de sus sueños, quizás, y hacen con la mano el signo de despedida. Varios escolares con las narices hinchadas de llorar arrojan sus canicas al mar embravecido y todavía siguen la trayectoria con los ojos; al fondo, un hombre con barba y pasado besa un vestido de novia y luego lo deja a merced del viento, se pone a temblar violentamente bajo el disco anaranjado del sol. Hay una mecedora, un poco más allá, que arrastra ahora sus ruedas chirriantes por la hierba y empuja a una anciana por el borde. Al caer, todavía se la escucha gritar: «Te juro que no amé a la máquina de coser más que a ti, Gilda, te lo prome...» (ya no se oye nada, es tarde).



Acaban de vislumbrar cómo el escarabajo gigante eleva el vuelo y se posa en una zona pálida de las rocas, cuando se dan cuenta: hay millones de escarabajos, ahí, posados en las paredes de piedra fosforescente, y les están mirando. Escrutan a la nevera. Puede que esperen. Casi pueden notar cómo les brillan las alas y los ojos.

El padre marca el paso, todos andan hacia el borde. Sed fuertes, hijos, tenéis que ser fuertes, dice, y no se quejan por el peso, ni siquiera resoplan. Ahora tienen que andar con la cabeza bien alta, poco a poco, enderezar a su nevera con un cariño que no precisa de aspavientos graves. No le habría gustado, eso lo saben muy bien. El momento ha llegado.

Los niños besan tímidamente los costados de la nevera, dicen «te echaremos de menos».

La madre se toca despacio la zona del corazón.

El padre hace la posición de firmes.



Después la nevera cae y cae a la voracidad del océano, mientras la puerta se abre, en un chasquido, y todas esas flores vuelan sobre las aguas o se esparcen en el viento. Y los cuatro la miran durante un instante perderse en las olas, remontar la corriente, como los muertos de algunas tribus en sus balsas de madera. Y ven también que los escarabajos han levantado el vuelo, se posan sobre ella, la elevan en el aire y en un ritual extraño la conducen a través del mar, bajo la noche inmensa, quién sabe hacia dónde.