La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

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MI BLOG PERSONAL

viernes, 27 de febrero de 2009

Presentación de "Submáquina", de Esther Garcia Llovet

Seguro
(fragmento)

—Los muertos cambian —dijo Ochoa mientras acariciaba el cromado de su silla de ruedas ultraligera. Tenía los párpados hinchados y olía a Davidoff y a gasolina de mechero y a cada vuelta del ventilador se encendían las brasas del fondo de su habano.
Era medianoche pasada y no quedaba nadie en el hotel, en verano, en agosto. En una habitación que daba a la piscina. Yo miraba la pantalla del televisor sentada al borde de la cama doble, con los pies descalzos sobre la moqueta morada y el pelo empapado en sudor.
—Los muertos cambian tanto que muchos se olvidan de que alguna vez estuvieron de paso por este mugre mundo —murmuró.
Ochoa detuvo el vídeo y la imagen parpadeó unos segundos entre las paredes color coral con fotos de orquídeas y surfistas y palmeras salvajes. La imagen era de una fiesta o de algo que podía haber sido una fiesta si la gente hubiera tenido otra expresión en sus caras. Todos vestían de oscuro y miraban en la misma dirección. Algunas mujeres se tapaban los labios con la punta de los dedos.
También podría ser un velatorio.
Ochoa dio una larga calada a su cigarro. Movió la silla hasta el televisor y puso un dedo sobre la pantalla. Llevaba guantes de cuero rojo como los pilotos de fórmula uno y debajo de su índice asomó una mujer vestida de negro, con gafas de sol y un gran escote de blanda carne oscura. Con muchos crucifijos y perlas y medallas pequeñas. Unos cincuenta y tantos años. Una mujer muy grande de brazos desnudos, imponentes.
—Si encuentras a esta mujer antes de una semana te doy sesenta mil pavos. Más los gastos.
Miré el cráneo de Ochoa contra la pantalla del televisor donde su dedo había dejado un halo en el cristal como si la mujer fuera una aparecida. Me aproximé a él despacio.
—¿Por qué me lo pides a mí?
La mujer tenía una expresión extraña y si eso era una sonrisa mejor que no lo fuera.
—¿Por qué no vas a la policía?
—Porque prefiero una ex policía para esto —contestó.
—Entonces cien. Cien mil. Más gastos.
Ochoa graznó una carcajada. Se calló y volvió a reír con la boca muy abierta. Miré el reflejo añil de la pantalla sobre su cráneo moreno de cabina. Luego le apreté el hombro y él colocó su mano sobre mi muñeca.
—Cien mil si consigues dar con ella. Sin anticipo.
—A pelo.
Levantó la vista y después me apretó la mano con demasiada fuerza.
—A pelo.
—¿Y cuando la encuentre?
Me arañó los nudillos.
—Cuando la encuentres ya te diré yo lo que tienes que hacer con ella.
—Hecho.
Fui a abrir las cortinas y la ventana. Afuera olía al plástico de la hierba artificial recalentado por los focos y las luces de los helipuertos parpadeaban en los rascacielos. La luna crecía, alta, ácida; lisérgica.
—¿Estás seguro de que está viva? —dije—. Calculo que este vídeo tiene más de cinco años.
Ochoa se pasó la mano por el cráneo y sentí el crepitar del vello contra su palma.
—De lo que estaba seguro hasta ayer mismo y durante los últimos cuarenta años era de que estaba bien muerta.
Apagué el ventilador. Miré a Ochoa mientras se ponía las Ray-Ban. Miré su cuello cruzado de venas gruesas como vides de la ira y su tatuaje en la nuca y de pronto me pareció un condenado a la silla eléctrica que fuera a la vez verdugo.
Bajé al bar del hotel, pedí un Martini muy seco. Llamé a un amigo productor de cine que contestó medio dormido. Le pedí un préstamo de mil quinientos y me dijo que sí, aunque con condiciones. Habló un rato sobre sus condiciones. Mientras le escuchaba me senté en un taburete en la esquina de la barra. El suelo retumbaba sobre la discoteca del sótano. Tocaban un reggaetón detrás de otro pero cuando bajé no había casi nadie. El suelo estaba viscoso y había dos hombres de traje y corbata bailando solos y borrachos. Hacían como si se pegaran en broma. Al verme dejaron de hacerlo.
Estaba cansada y preferí dormir en el hotel a volver al apartamento.
Dormí cuatro horas.
Me despertó una conversación entre las camareras en el cuarto de al lado, algo acerca de otra a la que habían cogido robando en una habitación. Una lloraba. La otra se reía a voz en grito.
Intenté dormir otra vez pero no lo conseguí.
Geppo, el productor, vivía en un ático de doscientos metros cuadrados con ventanas tintadas y asientos de pelo de vaca y kitchenette y una cinta de correr tras una mampara blanca como el revestimiento de los aviones. Cuando llegué encontré la puerta abierta y al entrar oí el motor engrasado de la máquina y la respiración de Geppo entre las voces de la tele. Me dijo «ahora salgo» y esperé de pie en el salón. En la tele estaban emitiendo un largo anuncio de un perfume que olía como el verano asiático.
Debajo del ventanal había una videoteca con unos mil quinientos títulos. Porno doméstico, grabaciones de vigilancia en aduanas, sesiones de Alcohólicos Anónimos. Antiguas grabaciones de terapia de grupo. Muchas fiestas en sótanos privados, en infrarrojo, con mujeres de pupilas blancas y brillantes e intermitentes como estaciones orbitales.
Conocía a Geppo desde que entré en la Brigada de Desaparecidos de la Policía, en el noventa y tantos. No dejamos de vernos cuando dejé el servicio y a esas alturas sabía ya que si no era el mejor era porque tenía también otras aficiones y otras compañías.
Me dirigí al televisor y coloqué la cinta de Ochoa en el aparato de vídeo. Las imágenes se sucedieron a toda velocidad: cuatro hombres corriendo a lo largo de una verja. De noche. En un campo nevado. Corrían huyendo de algo. El primero cayó de golpe. El segundo cayó de golpe y de rodillas. El tercero cayó de golpe y de rodillas y de bruces contra el suelo y el cuarto, el que llevaba la cámara, continuó avanzando a saltos y cruzó por una abertura en la verja y siguió corriendo campo a través hasta llegar a una carpa de convenciones donde se celebraba una especie de fiesta y todo el mundo miraba de un lado a otro como si buscaran a alguien o hubieran oído un ruido muy fuerte en algún lugar. Ese aire desprevenido antes del miedo. Dispersos. Ahí aparecía la mujer de los crucifijos, entre una multitud de caras muy blancas. Detuve el vídeo. Geppo estaba junto a mí. Llevaba sus chanclas japonesas y un pantalón de camuflaje.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó desperezándose. Geppo era lento y muy elástico y parecía recién pasado por una centrifugadora de alta tecnología.
—De un cliente. La compró hace un mes vía eBay y por el apodo del vendedor me parece que quien se la vendió fuiste tú.
La mujer era la única que parecía no prestar atención a nadie y giraba despacio su cabeza cardada, observando a la gente y acariciando distraída el reloj, una pieza minúscula que se hundía en el pliegue de la muñeca.
—Te digo de dónde saqué esto si me consigues una Smith and Wesson. Nueva. Sin número de serie —dijo mientras manipulaba el mando a distancia. La imagen se aceleró y el cámara salió de nuevo al campo abierto donde dos camareros hablaban con un policía que llevaba un perro enorme, un perro que parecía muy sucio y muy enfermo. Detrás de ellos había un viejo anuncio de Firestone recortado contra el cielo negro del desierto. El policía se llevó la mano a la pistola y le hizo un gesto al cámara para que cortara y la película acabó ahí.
Luego venía la nieve chirriante de la pantalla vacía.
Geppo sonrió y asintió y aspiró con fuerza por la nariz.
—¿Tienes la Smith?
—Ya veremos —contesté.
—Esto lo compré hace un par de años a una script de la PanAx, y lo que ves es una grabación del noventa y tantos, de unos reportajes que hicieron sobre la frontera y que no llegaron a emitirse nunca. Es difícil de encontrar. Una rareza de coleccionista. Se lo vendí a tu amigo al triple que lo compré. —Se acercó a la pantalla y se acuclilló despacio.— Mira la película. Esto es de Cáneva. Telmo Cáneva, el cámara —dijo—. Coincidimos en varios rodajes. Telmo. Su pelo. Le gustaba salir a correr; me acuerdo. Estaba siempre cansado pero le gustaba salir a correr y yo lo acompañaba por las noches como un buen soldado. Dos monjes del dolor. Me esperaba en el bar de los hoteles, a eso de las tres de la mañana, con las gafas de espejo siempre colocadas sobre la barra para ver quién se acercaba por detrás. Un chico nervioso. Éramos amigos pero no sabría decirte muy bien cómo era. Te puedo decir lo que hacía. No quién era. —Dio una larga calada al cigarrillo y se frotó los ojos enrojecidos.
—¿Dónde vive? ¿Cómo puedo encontrarlo?
—Cáneva murió. Murió durante el rodaje de esta película.
—¿Cómo fue?
—No lo sé —contestó—. Nunca se encontró el cadáver.
—El cadáver.
La sangre se me espesó de golpe, lo noté en la cara y en las manos.
—Quizás pueda encontrar algo en su casa —dije—. Sabrás su dirección, dónde vivía.
—No tenía sitio fijo. A veces dormía en casa de un amigo. Otras dormía con la novia del momento. Otras no dormía. Pero te puedo dar la dirección del último sitio donde estuvo cuando rodaron, en La Federal, porque estuvo en casa de una amiga mía y se dejó allí una maleta o una caja con cosas. Solía alojarse en el Hotel Fleming cuando iba para allá.
—¿Tienes alguna idea de lo que pasó? Si te llamó alguna vez o algo.
—Me llamó. Una noche, pero no le entendí nada porque estaba borracho o estaba llorando, o las dos cosas. Me dijo que se le había parado el reloj —continuó—. Era muy tarde. Tres o cuatro de la madrugada. Dijo que primero se le había parado el reloj y que luego había empezado a andar para atrás. Arrastraba las erres. Estaba muy borracho. A veces tomaba otras cosas. Me dijo que tenía miedo y que lo llamara al día siguiente y que si no contestaba avisara a alguien. Le pregunté: miedo de qué. Y me dijo que a él también le gustaría saberlo. Luego cortó y al cabo de un rato volvió a llamar y empezó a contar algo de una mujer pero entonces colgué yo. Cuando llamé al día siguiente no contestó.
—¿No avisaste a la policía?
—¿En La Federal?
—¿Tienes todavía el teléfono de tu amiga?
Asintió. Sacó el móvil y me apuntó un número.
—Era un tipo raro este Cáneva —dijo—. No parecía nunca el mismo. Muchos cambios de humor, demasiadas mujeres.
—¿Y la script?
—Se aburrió. Ni idea. Volvería a casarse. No sabría dar con ella —dijo Geppo—. Ahora quédate a tomar algo. Hace meses que no nos vemos.
Me sirvió algo en un vaso largo y luego se sentó en el sofá de cuero blanco de Ferrari. Aún tenía el pelo mojado y las plantas de los pies muy blandas y sonrosadas, como las de los gatos.
—Siempre que reapareces estás distinta. ¿Te has hecho algo? ¿En la cara? ¿En el pelo? No —replicó mirándome—. No te entiendo pero da lo mismo.
Dio un largo bostezo y dos tragos después estaba dormido en el sofá.
Me senté un momento a su lado. Lo vi dormir. Apagué la luz antes de marcharme y su cara se movió en la penumbra.
—Eso es lo malo de los desaparecidos —dijo—. Que si regresan ya no son los mismos.

jueves, 26 de febrero de 2009

Presentación de "Con la soga al cuello" de Flavia Company

El próximo 26 de febrero, jueves, a las 20 horas, la Librería tres rosas amarillas y la Editorial Páginas de Espuma te invitan a la presentación del libro CON LA SOGA AL CUELLO de la escritora FLAVIA COMPANY.


Darán la bienvenida a este nuevo libro de relatos Clara Obligado, Juan Casamayor y un generoso séquito de cuentistas dispuestos a aflojar el nudo de la soga con buenas letras y con buen vino.



Librería tres rosas amarillas
San Vicente Ferrer 34
28004 Madrid
915 228 108
http://www.blogger.com/www.tresrosasamarillas.com

miércoles, 25 de febrero de 2009

El abuelo, de Pepe Pereza

Caminaba por el parque de la mano de María, su nieta de ocho años. Hacía un día estupendo. Daba gusto pasear por la sombra. Guiados por la pequeña, habían encaminado sus pasos hasta los columpios. Allí había varios niños más y María pronto se sumó al grupo. El abuelo se quedó fuera, al otro lado de la verja, atento a cada uno de sus movimientos. María se había puesto a la cola para subir al tobogán y por delante, era el turno de dos niños mayores que ella. Después de que ellos se tirasen, María llegó al último de los escalones y antes de sentarse, llamó la atención de su abuelo para que la viese deslizarse. El abuelo la saludó agitando la mano y sonrió. Ella descendió y acabó aterrizando con el culo en el montoncito de arena dispuesto a tal efecto. Siguió jugando. El abuelo sonreía al verla, pero su mente en realidad estaba en otro sitio, ocupada en inquietantes y oscuras preocupaciones. Al día siguiente, entorno a esa misma hora, le estarían operando…. Porque además de viejos, sus pulmones estaban rotos. Aquel podría ser el último paseo. Pese a todo, siguió sonriendo y jaleando cada uno de los inocentes gestos de su nieta.
Pepe PEREZA, vive en Logroño y es un entusiasta del cuento.
Gracias por tus palabras.

martes, 24 de febrero de 2009

Presentación del libro de relatos "Circunstancias Personales" , de Alberto Infante


Alberto Infante nos invita a la presentación de su nuevo libro de relatos "Circunstancias Personales" que tendrá lugar en el salón Borges de la Casa de América de Madrid, el martes 24 de febrero a las 19:30h.

El acto contará con la presencias de María Tena y Francisco Mora.

Puedes encontrar la invitación en el siguiente enlace:
http://www.albertoinfante.es/docs/invitacionCircunstanciasPersonales.pdf

lunes, 23 de febrero de 2009

La Biblioteca Imaginaria

Esta semana, entrevista y reseña con la persona que, posiblemente, más conoce el cuento y sus alrededores: Fernando Valls. Su blog, La nave de los locos, es un enlace imprescindible para los que amamos el cuento.





LA BIBLIOTECA IMAGINARIA
Novedades a fecha 23/2/2009

- JOSÉ CRUZ CABRERIZO conversa en diferido con FERNANDO VALLS.
- Soplando vidrio, de Fernando Valls, reseña escrita por José Cruz Cabrerizo.
- La figura en la alfombra, de Henry James, reseña escrita por Cristina Monteoliva.
- La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño, reseña escrita por Raúl Rubio Millares.
- Scat, de Albert García Ripoll, reseña escrita por Cristina Monteoliva.

domingo, 22 de febrero de 2009

El cuentista, de Saki



El cuentista


Saki


Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.
-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.
-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.
-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
-¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.
«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»


Hector Hugh Munro quien usaba el pseudónimo literario de Saki (18 de diciembre de 1870 - 14 de noviembre de 1916), fue cuentista, novelista y dramaturgo británico. Sus agudos y, en ocasiones, macabros cuentos recrearon irónicamente la sociedad y la cultura victorianas en que vivió. Más

jueves, 19 de febrero de 2009

Reseña y entrevista en La Bilioteca Imaginaria sobre El Laberinto de Noé

Reseña y entrevista publicadas en La Biblioteca Imaginaria por Cristina Monteoliva.
Gracias y gracias.

ENTREVISTA
Hoy, en La Biblioteca Imaginaria, tenemos el gusto de ofreceros la entrevista que hace unos días nos concedió, via email, Esteban Gutiérrez Gómez, un autor que no sólo ama el relato en todas sus vertientes, sino que, además, lucha de forma muy activa por conseguir darle su sitio a este género en nuestro país.
Tras esta entrevista, encontraréis la reseña de El laberinto de Noé, una obra que no puede dejar indiferente a ninguno de los que se deciden a leerla.
No os entretengo más. Aquí os dejo con las palabras de Esteban:

¿Cuándo comenzaste a escribir?
A los diecisiete años escribí mi primera novela Estrella del rock”. La guardo en un cajón porque, como es lógico, supura ingenuidad.

¿Podrías imaginarte tu vida sin la literatura?
No. Soy de esos locos para los que la vida no se entiende sin un buen libro entre las manos. Me gusta introducirme en las realidades paralelas que la literatura muestra.

¿Cómo surgió la idea de escribir El laberinto de Noé?
La chispa creadora surgió de una charla con Andrés Trapiello a propósito de su novela “Al morir Don Quijote”. Trapiello hablaba de un Cervantes que era un auténtico perdedor en el sentido de que no había logrado alcanzar nada de lo que se había propuesto. Sin embargo, cada vez que fracasaba se levantaba y trataba de alcanzar otro objetivo. Cervantes como perdedor. Pero qué maravilloso perdedor. De ahí surgió la filosofía que impregna el libro. Sólo pierde el que arriesga, el que juega, el que hace algo por cambiar su realidad. Hay mucha gente que no es conciente de eso.

¿Has conocido alguna vez a alguien que infunda poder de determinación en otros? Sí, suelen ser personas algo extrañas, visionarios, locos. Veo que has captado uno de los principales argumentos del Laberinto: la voluntad de ser lo que se quiera ser. Esa fuerza de querer está dentro de nosotros, puede que sea necesario que alguien nos ilumine, que nos la haga ver, pero la realidad es que con fuerza de voluntad, se puede llegar a donde se quiera, aunque la meta esté lejana y otros la consideren un ideal inalcanzable.

¿Con quién haces tus duelos literarios?
Los duelos son parte de un taller de creación literaria. Uno de mis métodos de trabajo consiente en proponer un tema para un ejercicio-relato. El viernes siguiente los alumnos deben traer el ejercicio-relato escrito, con copias para el resto de la clase. Se dan una semana para que cada uno lea los ejercicios-relatos de los demás, y los corrijan o den su visión sobre él. Para ello es necesario obrar de buena fe y entender que la escritura deja de ser nuestra una vez que es del lector.
El pequeño taller que encierra el Laberinto debe entenderse no como una muestra de erudición sino como una forma de que aquellos lectores no acostumbrados al cuento extraigan lo mejor de él.

¿Utilizas la escritura como terapia?
Sí, sí, sí. La escritura es para mí un exorcismo. Escribiendo me siento mejor. El Laberinto fue escrito en uno de esos momentos malos que todos pasamos y me ayudó a salir de él. Algunos lectores me han hecho ver que ese componente “sanador” también les ha llegado en la lectura, que les ha hecho bien en algún momento abismal. Me alegro de haber podido trasmitir esa sensación, ese ensalzamiento de la propia alma.

¿Te sientes identificado con tus personajes?
Mis personajes gozan de vida autónoma, diferente de la mía. Es indudable que suelen tener algo mío, pero no soy yo. Me gusta crearlos, hacerles actuar, meterlos en problemas. A ver qué pasa.

¿Mundo real o mundo paralelo? ¿Con cuál te quedas?
Busco siempre la fantasía. El mundo real no me atrae. En otra entrevista dije algo así como que “si no te gusta la realidad tal como es, píntala de otra manera”. Eso es lo que busco con la literatura que leo, y eso busco con mi escritura. Soy conciente de la tierra que piso, incluso, a veces, me agrada, pero sé que hay muchos mundos detrás que merecen la pena ser descubiertos.
Acabo de releer un cuento de Cheever que alguien recomendaba con frenesí. Se trata de “El nadador”, un cuento genial, en la que el maestro del cuento moderno de antepenúltima generación, etiquetado de realista (incluso para algunos, hiperrealista) utiliza la fantasía tan alejada de su habitual plasmación fotográfica de la sociedad. Y, tengo que decirlo, esto no es del todo verdad, porque también en ese relato hay una mordaz crítica de la sociedad de su época. Quiero decir que la fantasía siempre estará ahí, para hacer ver la realidad, porque una y otra son complementos indisociables, son el ying y el yang, opuestos pero complementarios.

¿Has conocido a muchos “maestros” como el de las últimas páginas de El laberinto de Noé?
Sólo a uno: mi propio abuelo, que me enseñó a mirar la vida desde otras perspectivas, a ver el mundo de manera diferente, que me insufló poder. Pero, lo que son las cosas, mi abuelo apenas leía alguna revista de ferroviarios y tenía una bellísima letra, pero no escribía más que un par de cartas al año.
Por eso le hice cortaziano, porque es otro “maestro” en lo literario. Uno de los mayores retos que me planteaba el libro era mostrar a dos personajes que, a la vez, eran lectores y escritores, y que intercambiaban sus textos para opinar sobre ellos. Cada uno tenía que tener su propia voz narrativa, diferente, pero debía mostrar como poco a poco, viernes tras viernes, sus voces se iban acercando, hasta llegar a los cuentos finales, en los que casi se confunde. Esa dualidad de tono hubiese sido imposible si no hubiese leído a Cortázar.

¿Crees que nuestro mundo tiene remedio?
Sinceramente pienso que no. Soy asocial por naturaleza y no confío en una sociedad que adora el dinero, que admira a los desaprensivos que venden sus intimidades, que ni se inmuta ante la muerte de miles de niños al día por inanición y que no ejerce la menor crítica al poder político que la gobierna aún sabiendo que está podrido.
Yo me limito a mi mundo, al que está cercano a mí. Ese sí que trato de que comulgue con mi espíritu.

¿Qué esperas que encuentren los lectores en El laberinto de Noé?
Espero que entren en él, que superen los primeros obstáculos que ofrece una estructura esbozada y novedosa que puede conducirles al desánimo, que, una vez superado ese obstáculo de lo diferente, disfruten de los cuentos, que aprecien su evolución, que se corresponde con la evolución creadora de los personajes, y que acaben impregnados por el mensaje optimista que ofrece la novela que hila los relatos.

¿Qué proyectos tienes para el 2009?
Espero publicar (el contrato ya está firmando pero ya se sabe como están las cosas ahora) para el segundo trimestre una novela corta que ha sido finalista del Premio Felipe Trigo 2008. Y ya anda a la búsqueda de editor una trilogía de libros de cuentos cuyo tema catalizador es el mundo de la pareja.
Gracias, Cris.

Muchas gracias a ti, Esteban, por tus interesantes respuestas, por dedicarnos tu tiempo y por donar las fotos personales que ilustran esta entrevista..
A vosotros que leéis esto, como siempre, muchas gracias por estar ahí. Nos vemos la próxima semana con otra nueva conversación en diferido.


RESEÑA

Título: El laberinto de Noé
Autor: Esteban Gutiérrez Gómez
Editorial: La Tierra hoy
Págs: 292
Precio: 15 €

Admitámoslo: vivimos en un mundo cruel, despiadado, donde unos pocos imponen sus normas y etiquetan sin compasión a los demás. El resto, débiles como somos, solemos caer en sus redes, creemos todo lo que nos quieren hacer pensar. Y si nos dicen que nunca podremos llegar a ser esto o lo otro, nos rendimos, sin más. Esto no debería ser así. Cada cual debería encontrar su camino, por mucho que tarde en ello. Y para aprender la manera de hacerlo, nada mejor que adentrarnos en El laberinto de Noé, la obra de Esteban Gutiérrez Gómez de la que hoy hablaremos.
Martín, un hombre que se siente acabado y que sólo piensa en ahogar sus penas en el alcohol, vuelve, después de muchos años de ausencia, a la casa de unos abuelos que ya no existen. Martín echa de menos especialmente a su abuelo, Noé, un sabio amante de las letras, y se lamenta de no haber aprendido más antes de su muerte, de no haber vuelto cuando aún estaba vivo. Quizá con la ayuda de Julián, el anciano vecino y amigo del difunto Noé, pueda Martín comprender mejor a su abuelo y encontrar la luz al final de su negro túnel.
El protagonista y narrador de esta historia es Martín, ese hombre que se siente totalmente perdido en un mundo que ya no entiende. Él nos cuenta sus recuerdos, lo mucho que echa de menos a los seres que ya no están, especialmente al abuelo Noé, el mismo anciano culto que hizo de su casa una inmensa y caótica biblioteca. Así mismo, Martín nos hace partícipe del despertar de sus pasiones aletargadas, es decir, de su evolución como lector y, sobretodo, como escritor de cuentos.
Julián es el viejo compañero de viaje de Martín en este camino iniciático que nuestro protagonista emprende casi sin darse cuenta. Él compartirá con el nieto de su buen amigo Noé no sólo su gran amor por la gran literatura, sino también la enorme riqueza que encuentran aquellos que deciden poner en común sus propios escritos.
¿Y quién es Noé? ¿Sería tan sabio como su nieto se imagina o como Julián lo describe? ¿Por qué decidió llenar su casa de libros? ¿Acaso me corresponde a mí desvelar los secretos del fantasma que pasea, siempre sigiloso, por las páginas e este libro? Creo que mejor será dejar sus misterios dentro de este volumen, para que vosotros mismos os decidáis a descubrirlos.
Sin lugar a dudas, El laberinto de Noé es una de esas obras rebeldes, difíciles de clasificar, pues si bien comienza y acaba con la forma de una novela, en la que vemos como evoluciona el protagonista, Martín, durante su estancia en la casa del abuelo Noé, gran parte de estas páginas pertenecen al mundo de la narración breve, al cuento. Podría decirse que ésta es una novela hilada con relatos. Pero yo iría más allá: yo diría que se trata de una novela subordinada al relato, pues si bien los maravillosos cuentos que Esteban Gutiérrez nos presenta (estas piezas con las que soñar, pensar y deleitarnos, por las que se pasean personajes siempre tan intensos como apasionantes son las historias que nos narran), podrían vivir de forma independiente, es decir, recopilados en un libro exclusivamente para ellos; sin embargo, la estructura de la parte novelada no se sostendría precisamente sin estos cuentos.
El laberinto de Noé no es una novela cualquiera, ni un compendio de relatos al azar. Los que ya hemos tenido el placer de leerla, nos hemos encontrado ante una obra de gran valor para los amantes del relato, tanto para los que disfrutan sólo de su lectura como para todos los que se atreven (o atrevemos) con su escritura, así como un documento lleno sabiduría, de mensajes a los que prestar atención, temas sobre los que reflexionar y, sobretodo, mucha esperanza. Acabar la última página con una sonrisa en los labios resultará imposible.
A veces nos sentimos perdidos, como atrapados en un laberinto. No encontramos la salida, nos desesperamos, perdemos la esperanza porque a alguien se le ocurrió decirnos un día que los fracasados nunca levantan cabeza. No oigamos esas voces. Adentrémonos, en cambio, en la buena literatura que nos infunde ánimo. Entremos en El laberinto de Noé y disfrutemos del camino hasta la luz.

Cristina Monteoliva

martes, 17 de febrero de 2009

Dadá ha vuelto y un cuento de Poli (para celebrarlo)

DADÁ HA VUELTO
(mix de comentarios al post anterior)

Consulta dijo...
¿qué es "destadar"?
16 de febrero de 2009 15:02

BACO dijo...
Eso me pregunto yo
16 de febrero de 2009 18:35

BACO dijo...
Eso me pregunto yo
16 de febrero de 2009 18:35

La Biblioteca dijo...
¿Qué es una persona puntillosa?
Una erratilla la tiene cualquiera,
no empecemos el lunes retorcido.
Besos,Cris
16 de febrero de 2009 18:39

BACO dijo...
Eso me pregunto yo
16 de febrero de 2009 18:55

Miguel A. Zapata dijo...
Destadar: vocablo que, en individuos con el orificio bucal imprudentemente colmado de polvorones "La Estepeña", o bien con parálisis de ambos labios y la lengua severamente adherida al paladar, viene a significar lo que todos imaginábamos: desprender la tapa, abrir un recipiente sellado..., o séase destapar, coño, que hay que decirlo to.
16 de febrero de 2009 23:51

BACO dijo...
MAZ, la clave está en los polvorones. Una vez llegados a este punto, atrévete con un micro al respecto. Seguro que Poli de esto sacaba petróleo.
17 de febrero de 2009 9:18

La Biblioteca dijo...
Ja,ja,ja,ja!!! Chicos, me parto!
17 de febrero de 2009 18:57

Miguel A. Zapata dijo...
De polvorones (y otras fiebres)
"Ya en el servicio de urgencias, después del décimo lavado de estómago, aún en sus manos pálidas la caja familiar de La Estepeña colmada de envoltorios vacíos en celofán de colores, empezó él a adivinar, en las chanzas y risitas disimuladas de enfermeras y pacientes, el significado tan distinto que tenía la expresión "nos vamos a hinchar a polvorones" en los labios de aquella chica que se había deslizado en su cama ese sábado de diciembre por la noche"

Gracias, Miguel Ángel, por este micro. Ya decía yo que los polvorones daban para mucho.

Y ahora, los calvos de Poli.



“Enésima teoría de la relatividad. Y coda”

Somos doce, todos calvos. No porque se nos haya caído el pelo, que podría ser, sino porque somos calvos de nacimiento. Como la importancia de las cosas es siempre relativa, esto de la calvicie precisamente no nos quita el sueño. Quizá nos preocupe un poco el futuro, qué habrá más allá de estas paredes, si terminaremos juntos nuestros días o si finalmente acabará cada uno por su lado, sin acordarse de los otros para nada. Pero no nos peleamos por eso.
Somos doce, y todos blancos. No existen razones para que entre nosotros se den las trifulcas y los altercados de las razas o las etnias. Sabemos que en otro lugar estarán reuniéndose ahora mismo los que tienen otro color, igual da más claro o más oscuro, y que también ellos tendrán sus preocupaciones, quizá de orden radicalmente distinto de las nuestras. Lástima no haber alternado los tamaños, los colores..., hubiera sido todo mucho más divertido.
Leemos en una misma página del periódico noticias que hablan de felicidad junto a crónicas que relatan batallas y tristes sucedidos, enjundiosos artículos que pretenden arreglar de una vez por todas los problemas del mundo junto a otros que se ocupan de pequeñas menudencias, apenas un guiño de humor que pasa inadvertido. Con todos ellos sin distinción nos entretenemos ahora, a la espera de lo que tenga que llegar. El tiempo que a nosotros nos toca es de todas formas tan breve... Comparado con el tiempo total que lleva dando vueltas el universo, casi da un poco de vergüenza pensarlo. Apenas un segundo estuvieron sobre la piel de este planeta algunas especies temibles y portentosas, cómo vamos a ser importantes nosotros, tan calvos además.
Así que esperamos muy juntos, como digo, leyendo las noticias de esta hoja sobre la mesa de la cocina, teniendo claras tan sólo unas cuantas cosas esenciales. Saldremos del cartucho uno a uno o de dos en dos, unos para fritos, otros para cocidos o pasados por agua, quizá con suerte y con patatas dos o tres juntos y en tortilla. Y nada más.
* * *
Ellas, sin embargo, pretenden disentir. A su manera, quisieran pronunciarse, manifestar nuestra singularidad. Pero mi mayor volumen se impone y las aplasta. Además, ya se decidió en su momento: de las tres que habitamos este espacio, soy yo la yema portavoz.


(Hipólito G. NAVARRO, Los últimos percances, 2005)

Más sobre Poli

lunes, 16 de febrero de 2009

LA BIBLIOTECA IMAGINARIA










A destacar la entrevista y reseña a Andrés Neuman (uno de mis cuentistas preferidos) y a Luis Luna (poeta vinculado al silencio y excelente transmisor de sensaciones almadas).
Estos chicos no paran.

LA BIBLIOTECA IMAGINARIA
Novedades a fecha 16/2/2009

- Conversación en diferido con ANDRÉS NEUMAN.
- El último minuto, de Andrés Neuman, reseña escrita por Cristina Monteoliva.
- Desde el jardín, de Jerzy Kosinski, reseña escrita por Raúl Rubio Millares.
- Territorio en penumbra, de Luís Luna, reseña escrita por Ruben García Cebollero.
- Basil Howe, de G.K.Chesterton, reseña escrita por Cristina Monteoliva.
- Una nueva entrega de NOTICIAS / PROMOCIÓNATE.
- Nuevos enlaces.

domingo, 15 de febrero de 2009

Vicente y Patxi. Libros de cuentos con Eclipsados




Los 20 relatos que integran Mi vida en la penumbra (Vicente Muñoz Álvarez) fueron publicados, en primitivas y diversas versiones, en el fanzine Vinalia Trippers y en los volúmenes Perro de la lluvia y otros cuentos (Iralka Editorial, 1997) y Los que vienen detrás y otros relatos (DVD ediciones, 2002. Ilustraciones de Miguel Martín) durante los años 1996 a 2002.
La presente antología incluye una selección de los cuentos más representativos de aquel período, reescritos especialmente para la ocasión y estructurados en un orden nuevo, y propone una lectura de los mismos sustancialmente distinta y, desde mi punto de vista, más homogénea.


Sangre, sexo, ultraviolencia, drogas, alienación, amor y desamor y crueldad y ternura ( presentes siempre de algún modo en mi prosa ), entre otras cosas, es lo que aquí y ahora, queridos drugos, os vais a encontrar.
Y la huella inconfundible del zine Vinalia Trippers.
Bienvenidos, pues, a esta penumbra.






Ajuste de cuentos es una recopilación de cuentos publicados y desperdigados en diferentes publicaciones entre 1991 y 2001: las míticas revistas El Europeo y El Canto de la Tripulación, periódicos como La Jornada (México) o populares fanzines como Monográfico o Vinalia Trippers. El libro se divide en cuatro grandes bloques: cuentos de amor (propio); cuentos de curriquis; cuentos punkis; y cuentos antimonárquicos.


Cada uno de ellos viene acompañados de un pequeño dibujo de Kalvellido, casi un exlibris, y hay un prólogo escrito por Kutxi Romero (Marea) y un epílogo de El Drogas (Barricada).


Entre medio, Patxi Irurzun en estado puro: 13 cuentos corrosivos, descacharrantes, tiernos, combativos...

Una muestra de los cuentos de Patxi:

Me gustan los gatos, los gatos callejeros. Hace unos meses el ayuntamiento colocó contenedores de basura por toda la ciudad y se lo puso difícil. Antes la basura se amontonaba en las esquinas y cuando bajabas al barrio andando podías ver turbas de gatos que huían a tu paso entre las bolsas de desperdicios. Eran gatos como los chavales del barrio, callejeros que se buscaban la vida entre las sobras de los ricos, callejeros castigados, como ellos, por eso; los chicos encerrados en coches Z, camino de la comisaría; los gatos apedreados por los niños, por los viejos, por todos.
Ahora no sé dónde están esos gatos salvajes.
A veces, antes, cuando los gatos lo tenían más fácil, algunos se te quedaban mirando con arrogancia, clavando sus preciosos ojos en ti, y maullaban, y hasta se dejaban acariciar, sin apartar nunca esa mirada descarada y brillante. Los gatos sabían que tú eras como ellos, un perdedor, un salvaje, un callejero, que tú también buscabas entre la basura de los hombres algo que te permitiera sobrevivir. Los gatos te miraban y tú te acordabas del sabor amargo de una cerveza, y sentías el humo de mil cigarrillos haciéndote cosquillas en los pulmones, y sabías que tenías los bolsillos vacíos, que eras pobre, y querías escupirle tu rabia y tu orgullo a alguien, a la sociedad, a la cara...
Ahora ya no sé dónde están esos gatos callejeros. El ayuntamiento, con sus contenedores, se lo puso difícil. El ayuntamiento, sin embargo, con sus contenedores, nos lo puso fácil a nosotros. Arden que da gusto.

Fragmento de Parpadeos (1991), relato incluido en Ajuste de cuentos (Patxi Irurzun).

sábado, 14 de febrero de 2009

Presentación de Ajuste de Cuentos en Iruña

Hola a todos. El sábado 14 de febrero vamos a ajustar cuentos.

Dentro de la iniciativa El Barrio de los artistas, organizada por el colectivo El vértigo de la trapecista (exposiciones, cuentacuentos, performances... en la calle, en los bares, en las casas...por libre y por la cara) voy a presentar mi último libro AJUSTE DE CUENTOS.

Será a las 12 del mediodía en la librería La hormiga atómica, de la calle Curia, Pamplona (Iruña), y estais todos invitados.

Me acompañarán el loco que me ha editado el libro, Nacho Escuín, de Eclipsados, mi compadre Kutxi Romero (cantante y letrista de Marea) e Íñigo Del Canto, que también presenta su poemario CLASES Y CLASES.

Os espero,

viernes, 13 de febrero de 2009

Un microrrelato agridulce (cosas de la vida)

TODA UNA VIDA
Durante un minuto no supe qué decir. Miraba el anillo, una simple arandela de plástico, y le miraba a él, con su pelo alborotado y el cerco de chocolate en los labios. Sonreía, como siempre, y le brillaban los ojos como cuando se tiene fiebre. Le dije que sí, que sería lo que tuviese que ser. Me cogió de la mano y volvimos juntos a clase un instante antes de que sonase la sirena que marcaba el final del recreo.
De esto hace más de setenta años. Sé que seguimos llenos de amor, aunque él, ahora, no recuerde nada.

Micro ganador del 2º certámen "Amor en 1 minuto" de la Cadena Ser.

Ver noticia aquí y aquí


Ni les cuento cómo lo voy a pasar el fin de semana...

Con dos amigos cuentistas

Miguel Ángel Martín presentó el miércoles (éxito de público, la plaza a tope) su "Torrijas y balas". El debú del torero fue, a decir de los entendidos, una faena maestra, demostrando dominar tanto la mano derecha como la izquierda. Las torrijas, en efecto, tenían balas.

En unos días, reseña del libro.




Dos horas después, en el CEART de Fuenlabrada, Manuel Rivas me dió una de las mayores alegrías de mi vida. Habló del rumor de la naturaleza y de los objetos, frente al ruido del mundo; de como, de ese rumor, surgen sus historias para los cuentos. Habló del momento previo a la escritura, de la captación de las esencias a través de la contemplación de lo sencillo, y de muchas otras cosas más, habló. Y todo lo que decía, era cuento.

jueves, 12 de febrero de 2009

25 años después


Julio Cortázar murió hace 25 años un 12 de febrero.

El juego de la literatura no murió con él.


Hoy, las cervezas, serán por tu eterna memoria, Maestro.


Continuidad de los parques
Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Malos tiempos para Borges

Después de leído, me hago eco, eco, eco, de este artículo de José Manuel Fajardo publicado el sábado pasado en Babelia 898.



Malos tiempos para Borges
José Manuel Fajardo 07/02/2009

Nadie duda de que Jorge Luis Borges es uno de los grandes referentes de la literatura contemporánea. Su obra goza de un extraordinario prestigio mundial, particularmente en Francia donde suele ser motivo de encuentros y exposiciones. Este año, en que se conmemora el bicentenario del maestro del cuento de misterio Edgar Allan Poe, se cumplirán también los sesenta de la publicación de uno de los libros mayores de Borges, El Aleph, y no deja de ser paradójico que el reconocimiento universal de su literatura coincida con una época de menosprecio del género en el que desplegó su talento: el libro de relatos.
Desde que Guy de Maupassant consagrara el cuento como género literario de la modernidad, los relatos han jugado un papel fundamental en la literatura de los dos últimos siglos. Libros como Las armas secretas, de Julio Cortázar; El llano en llamas, de Juan Rulfo, o La guerra del tiempo, de Alejo Carpentier, son referencias fundamentales de la literatura latinoamericana. Un papel similar han jugado en las literaturas de Estados Unidos, Rusia o Italia autores de relatos como Carver, Chéjov o Italo Calvino.
En la España predemocrática, destacaron autores como Cunqueiro o García Hortelano pero, a partir de los setenta y no sólo en España, el género entró en un declive al que ha contribuido la reconversión del sector editorial a una lógica casi exclusivamente mercantilista. La estrella del mundo editorial hoy es la novela, que se promociona y elogia en términos cada vez más comerciales y menos literarios, como puede constatarse al comparar el espacio que se da a ciertos libros, en las páginas culturales de la prensa, con sus cifras de ventas. Las grandes víctimas de esa situación han sido los libros de relatos, que en España aún se publican, aunque sólo muy recientemente hayan empezado a recuperar cierto protagonismo literario, pero que en otros países, como Francia, pueden considerarse una especie en vías de extinción.
Quizá el fenómeno sea sobre todo europeo, pues el relato sigue disfrutando de buena salud en Estados Unidos y en América Latina. Basta leer 'Hoy temprano', del argentino Pedro Mairal, uno de los relatos recogidos en la Antología de Cuento Latinoamericano (Ediciones B, 2007), para comprobar que el género continúa produciendo obras maestras. Quizá a los factores económicos haya que añadir la escasez europea (en número y repercusión) de revistas que, como sucede en tierras americanas, sirvan de plataforma al género. Pero lo que no faltan son autores. En España, Quim Monzó, Manuel Rivas, Bernardo Atxaga o Cristina Fernández Cubas han escrito extraordinarios libros de relatos en las últimas décadas.
El año pasado abría sus puertas, en Madrid, la librería Tres Rosas Amarillas, dedicada al libro de relatos, heroica reivindicación de un género al que se acusa de falta de lectores (léase, compradores), pecado mayor en nuestro mundo. Pero, en plena sociedad de la información, ya debería estar claro que la demanda se crea y que la mejor manera de que el libro de relatos carezca de lectores es precisamente no publicarlo ni publicitarlo. Si Borges tuviera hoy treinta años y paseara los manuscritos de sus cuentos por las principales editoriales de España o de Francia, lo más probable es que le dijeran que no estaban mal, pero que no eran rentables. Más le valdría ponerse a escribir una novela.


José Manuel Fajardo (Granada, 1957) es autor de Maneras de estar (Bruguera) y coautor, junto a José Ovejero y Antonio Sarabia, de Primeras noticias de Noela Duarte (La Otra Orilla).


Foto: Aviondepapel.com - El Hueco del Viernes

martes, 10 de febrero de 2009

Presentación de "Torrijas y balas", de Miguel Ángel Martín


Miguel Ángel Martín presentará mañana miércoles a las 19:00 en el Centro de Poesía José Hierro de GETAFE su libro de relatos "Torrijas y balas".
Seguro que será uno de los libros de cuentos del 2009.
Al tiempo


MIGUEL ÁNGEL MARTÍN (1963) es fotógrafo y trabaja en el Ayuntamiento de Getafe. Coordina los talleres de relato de la Fundación Centro de Poesía José Hierro desde hace cinco años y dirige la Asoc. Cultural Gastalápiz. Ha publicado distintos relatos en revistas como Cuadernos del Matemático o Qi. Torrijas y Balas es su primer libro publicado.

lunes, 9 de febrero de 2009

LA BIBLIOTECA IMAGINARIA

Esta semana destacamos en La biblioteca imaginaria la reseña sobre los cuentos de Sergio Pitol y... la reseña sobre El Laberinto de Noé y la entrevista que me hizo hace unos días Cristina Monteoliva.



No tengo palabras.


La reseña de Cris Monteoliva es, sinceramente, una de las más profundas que hasta ahora se han hecho de El Laberinto de Noé. Cris ha sabido ver todas las lecturas que se esconden dentro de él, ha encontrado los resortes secretos y ha logrado salir de EL Laberinto con una banasta de pensamientos que, creo, siempre recordará.


Y, de la entrevista, opinen ustedes.





LA BIBLIOTECA IMAGINARIA
Novedades a fecha 9/2/2009

- CONVERSACIÓN EN DIFERIDO CON Esteban Gutiérrez.
- El laberinto de Noé, de Esteban Gutiérrez, reseña escrita por Cristina Monteoliva.
- Tara, de Elena Medel, reseña escrita por Rubén García Cebollero.
- Los mejores cuentos, de Sergio Pitol, reseña escrita por Raúl Rubio Millares.
- El lobo, de Joseph Smith, reseña escrita por Cristina Monteoliva.
- Una nueva entrega de NOTICIAS / PROMOCIÓNATE.
- Nuevos enlaces.

No me resito a mostrarles el principio de la reseña:

Admitámoslo: vivimos en un mundo cruel, despiadado, donde unos pocos imponen sus
normas y etiquetan sin compasión a los demás. El resto, débiles como somos, solemos
caer en sus redes, creemos todo lo que nos quieren hacer pensar. Y si nos dicen que
nunca podremos llegar a ser esto o lo otro, nos rendimos, sin más. Esto no debería ser
así. Cada cual debería encontrar su camino, por mucho que tarde en ello. Y para
aprender la manera de hacerlo, nada mejor que adentrarnos en El laberinto de Noé, la
obra de Esteban Gutiérrez Gómez de la que hoy hablaremos...


Seguir leyendo aquí

Muchísimas gracias, Cris.

Manuel Rivas: el cuentista del mes

Creo que merece la pena la repetición del post.

MARTES 11 DE FEBRERO.

Manuel Rivas es una debilidad para mí. Su buen hacer creador, tanto en poesía como en narrativa, especialmente sus cuentos, fueron la catapulta para hacerme regresar a la creación literaria.
Admiro su tono narrativo, sus mundos mágicos y reales a la vez, sus metáforas brillantes, conseguidas; su saber envolver al lector desde la primera línea y la sinceridad de sus propuestas narrativas.
El cuento en Rivas es todo un arte. De él aprendí a ir más allá de las palabras para dejar conmocionado al lector. Con él, el relato era un sueño inacabado. La magia de su prosa me trasladaba por igual a las aldeas gallegas escondidas en la profundidad telúrica de sus bosques, o al cercano supermercado del barrio de A Coruña donde un chaval de hoy sueña con conquistar a la cajera rubia a fuerza de enseñarle que es capaz de atracar un banco por amor.
Sus libros de cuentos son el regalo preferido a mis amigos, para que los lean y disfruten de su prosa, para que acudan a ellos más de una vez, para perder la noción del tiempo, para olvidarse por unos minutos de la realidad.

Manuel Rivas estará en Fuenlabrada el martes 11 de febrero a las 20:30 horas en el auditorio de la Escuela de Música Dionisio Aguado, dentro del Centro Cultural Tomás y Valiente (C/Leganes s/n). Aunque nos conocemos y charlamos un rato cuando coincidimos firmas en la Feria del Libro de Madrid del año pasado, no puedo ocultar que estoy deseando estrechar su mano otra vez y perderme en el mar pacífico de su ojos.






*******

La escuela del relato
de Manuel Rivas
(extraido de http://www.elboomeran.com)

La vida tiene vocación de cuento.

La vida, con toda la caravana del lenguaje, lleva sobre sus hombros la
memoria. No es un lastre. Es el peso de los bienes que justifican su viaje hacia
adelante. Su sentido. Aunque a veces desconoce el verdadero contenido de los
fardos.


En todo caso, cuando la memoria se cae de los hombros de la vida y del lomo
de las palabras, porque ha estallado una tormenta, o por descuido, o por
indiferencia, sobreviene el impacto de la pérdida, la sensación de vacío. Ha de
volver sobre sus pasos, pero ya no se trata propiamente de un viaje hacia
atrás. Su tiempo ahora es la nostalgia del porvenir, un presente recordado.
Esa temblorosa excitación de las palabras que olfatean el rastro del sentido.



Sí, la vida tiene vocación de relato.

Muchos escritores hablan de primeras lecturas, de los libros que le
impresionaron, para situar el comienzo de su andadura literaria. Yo tendría
que hablar de una escalera. Esa escalera, con peldaños de madera muy
rugosa, pues así envejece el pino del país, era la que llevaba a los dormitorios
en el piso. La planta baja estaba dividida en dos espacios: el de una cuadra
interior para el ganado y el comedor campesino. Era la casa de mis abuelos
por parte de madre. Allí, alrededor del fuego del hogar, se contaban todas las
noches historias. Podría decir que mi vocación literaria comenzó al lado de
aquel fuego donde crepitaban las palabras de los mayores tintadas de vino.
Pero no. Nació en la escalera.


Yo debería estar en la cama, pero estaba en la escalera, oculto por un tabique
de tablas. Ellos no me veían, pero yo, desde mi posición, veía el resplandor del
fuego reflejado en los cristales de la ventana del lavadero. Y veía la parteiluminada de sus rostros. La memoria, tan voluntariosa, pinta ahora el lienzo
de esa ventana como un Caravaggio.



Esas personas que contaban historias eran distintas a las que yo había dejado
minutos antes. Eran las mismas, pero eran distintas. Eran narradores.
Colgado en la percha del día, habían dejado el silencio o la parquedad de quien
habla con las manos. Mis familiares y algunos vecinos que se unían a la velada
eran otros seres, transformados por el lenguaje y los juegos de luz. No tenía
sentido preguntarse si lo que contaban era real o era ficción. El relato sucedía
en ese momento. Crepitaba con la excitación de las palabras. Era verdad. ¡Era
verdad!


Quien haya llegado hasta este punto, quizás piense que les hablo de una
especie de estampa campesina idealizada, donde se cuentan leyendas y
tradiciones alrededor del fuego. Una especie de redoma, de bola de cristal,
donde habita la infancia. Nada de eso.


Los relatos que subían por la escalera para envolver al niño escondido
trataban sobre todo de crímenes y guerra, de amoríos en los que no faltaban
detalles de erótica lujuria, de escapados, de travesías en el mar y viajes de
emigrantes. Es decir, todo muy moderno. Nada de hadas, ni de brujas, ni de
duendes. Si acaso, algún aparecido, el ánima de algún muerto que volvía. Pero
también eso es muy moderno. En lo alto de la escalera había una bombilla de
luz muy, muy débil. Desnuda, sostenida por un cable trenzado. La intensidad
de la luz de esa bombilla tenía, para mí, una relación directa, a la vez, con lo
que sucedía en los relatos y en el exterior. Disminuía, hasta casi extinguirse,
cuando aullaba el viento o arreciaba la lluvia. La voz de quien hablaba se
hacía también casi inaudible. Desde entonces, cuando me hablan de "realismo
mágico" pienso en la electricidad. En aquella bombilla de pocos watios donde
revoloteaba, jugando a quemarse, la mariposa nocturna de la literatura.


Aunque todos tuviesen historias que contar, no todos los mayores las
contaban. Había una técnica muy depurada en el contar. No había lugar paralas generalidades, para las abstracciones. El relato tenía que ser sensorial:
entenderse y sentirse. Hoy diría que las palabras tenían un instinto ecológico:
volvían a nacer, recuperaban el sentido. No importaba la medida, en el contar
no se aplicaba el sistema métrico decimal. Lo importante era la densidad de
emoción. Y el narrador se tomaba libertades formales siempre que estuviesen
al servicio de la excitación, como la ardilla que recorre las ramas de un nogal y
vuelve al punto de partida con un fruto nuevo.


Los que más habían vivido, los que habían sido, por ejemplo, emigrantes,
ponían a veces sus relatos en boca de los otros, de los que contaban y que
quizás no habían ido nunca a ninguna parte. Y escuchaban con mucha
atención, sorprendidos, emocionados o riéndose, lo que se suponía que era su
propia vida como si fuese la primera vez que tuviesen noticia de ella. Y era
verdad. Era la primavera vez que su vida flameaba en llamas, excitada, en la
cámara oscura de la noche, pegada y esquiva con el mundo real como el vuelo
del murciélago.


No eran historias de la vida. Era la vida que contaba historias para sobrevivir
una noche más. Para entrelazar soledades. Y también subir peldaño a peldaño,
con la memoria a cuestas, los peldaños de la escalera donde se escondía el
clandestino.

***********


LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS







"¿Qué hay, Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas".

El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de como se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes."

La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.

Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa".Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un "picarito", la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.

"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!

"Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.

Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. "Pareces un gorrión".

Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica."¡Ya verás cuando vayas a la escuela!

"Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si le dijera a mis padres que estaba enfermo.

El miedo, como un ratón, me roía por dentro.

Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.

Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.

"A ver, usted, ¡póngase de pie!"

El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim.

"¿Cuál es su nombre?"

"Gorrión".

Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.

"¿Gorrión?"

No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.

Y fue entonces cuando me meé.

Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mi. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo".

Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.

Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.

El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese nombre, Gorrión!". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:

"Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso". Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta".A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

Una tarde parda y fría...

"Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?"

"Una poesía, señor".

"¿Y como se titula?"

"Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado".

"Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación".

El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.

Una tarde parda y fría
de invierno.
Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una marcha carmín...

"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?", preguntó el maestro.

"Que llueve después de llover, don Gregorio".

"¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.

"Pues si", dije yo no muy seguro.

"Una cosa que hablaba de Caín y Abel".

"Eso está bien", dijo mamá.

"No se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo".

"¿Qué es un ateo?"

"Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.

"¿Papá es un ateo?"

Mamá posó la plancha y me miró fijo.

"¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?"

Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.

Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.

"¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?"

"¡Por supuesto!"

El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.

"El Demonio era un ángel, pero se hizo malo".

La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras."El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?"

"Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?"

"Mucho. Y no pega. El maestro no pega".

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen carneros", y hacía que se dieran la mano.

Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.

"Si ustedes no se callan, tendré que callar yo".

Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.

Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.

"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.

"¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella.

"No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.

Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mi como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.

De regreso, cantábamos por las corredoiras como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión".Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".

"Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche.

"Los maestros no ganan lo que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces de la República".

"¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!"

Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.

Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.

"¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza".

"Yo a misa voy a rezar", decía mi madre.

"Tú, si, pero el cura no".

Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las medidas para un traje".

El maestro miró alrededor con desconcierto.

"Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa.

"Respeto muchos los oficios", dijo por fin el maestro.

Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.

"¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas".

Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.

Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.

Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.

"¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil".

"¡Santo cielo!", se persignó mi madre.

"Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, " Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo",Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.

Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.

"Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.

"Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo"

Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda".

Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro".

"Si que lo regaló".

"No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!"

Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.

Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.

Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero a quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.

Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.

"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!"

"Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!".

Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera.

"¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!"

Y entonces oí como mi padre decía "¡Traidores" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"

Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. "¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!"

Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoi era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"