La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

También estoy aquí...

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MI BLOG PERSONAL

martes, 30 de noviembre de 2010

Nuevos proyectos, nueva editorial: EUTELEQUIA












El año que viene se presenta preñado de proyectos literarios. Muchas antologías en las que participo (Viscerales, Al Otro Lado del Espejo, Perversiones (que ya es una realidad), Cuentos para hambrientos 2...) y dos propuestas individuales: un libro de cuentos (por fin un libro de cuentos) y una novela corta.

De ésta última os puedo escribir, porque ya está firmado el contrato y tiene fecha de salida, y porque se trata de una nueva editorial, Eutelequia, que ha realizado una apuesta fuerte para el año que viene en cuanto a narrativa se refiere. En ella publicaremos, de momento, José Ángel Barrueco, Mario Crespo, Luis Ingelmo (traductor de los maravillosos cuentos de Larry Brown), Germán San Nicasio, Patxi Irurzún o yo mismo, con propuestas más que arriesgadas, como podréis comprobar.

Eutelequia es una palabra inventada por Clea, la editora, y viene a significar "tener un buen propósito". Nada mejor que un buen propósito para iniciar el año.



Diario de un escritor delgado
Germán San Nicasio
Diario de un escritor delgado es la historia de un hombre ingenuo y primitivo que unos días contempla la vida desde el optimismo más beligerante y otros desde el más profundo desaliento. Sobre unas cosas parece tener las ideas muy claras, sobre otras no tanto, pero su peculiar sentido de la realidad siempre le está empujando a dejar testimonio de todo. Cualquier inci­dente cotidiano, por insignificante que pueda parecer, le sirve como excusa para ejercitar el lenguaje achulado y en ocasiones barrio­bajero que le caracteriza, y mientras se cuenta a sí mismo sus andanzas y chismes íntimos, aprove­cha para hacer una crítica, a pequeña escala, del mundo mediocre y ruin que le ro­dea, dis­parando en to­das di­recciones sin pensar en las consecuencias. De modo que al final, entre introspección y autoexamen, nuestro escritor delgado consigue enhebrar sus anotaciones para que el anec­dotario del día a día acabe cobrando forma de memoria imaginada.

Cuento kilómetros
Mario Crespo
Cuento kilómetros podría ser el diario de un navegante del S. XVI adaptado a nuestro tiempo, un cuaderno de bitácora contemporáneo, pero, en realidad, este compendio de relatos conectados entre sí por distintas voces narra la historia de una pareja que rompe la secuencia espacio-tiempo para fundir sus almas en una sola y viajar lejos, muy lejos. Mario Crespo construye una ficción con entidad de novela mediante relatos cortos que se articulan en torno a las aventuras del personaje de Claudio Rivera y donde el propio autor entra y sale de la narración en un inquietante juego entre la ficción y la realidad de sus vivencias.



Asco
José Ángel Barrueco
Asco cuenta el periplo de una familia a bordo de un crucero por el Adriático, el mismo barco en el que una vez viajó el escritor David Foster Wallace para elaborar uno de sus más célebres reportajes. Durante la travesía, en la que atracan en las costas de Grecia, Croacia e Italia, el narrador empieza a sentir aversión hacia el comportamiento de muchos pasajeros, contaminados por la gula y la falta de respeto.
Asco es una diatriba visceral contra el consumismo y la mala educación, contra todo lo que hay de simple y de egoísta en el hombre. Relato inclasificable, novela que juega con el diario, el ensayo y el libro de viajes, es la última obra narrativa de José Ángel Barrueco.




La enfermedad del lado izquierdo
Esteban Gutiérrez Gómez
Pascual se levanta de la cama y descubre que no puede apoyar el pie izquierdo. El médico le dice que sufre una calcificación del talón de Aquiles. Meses después, cuando lo del pie parece que se ha solucionado, el testículo empieza a darle problemas. Entonces cae en la cuenta de que una serie de lesiones y enfermedades que está sufriendo (infección de muelas, contracturas, roturas de huesos, pérdida de visión y de audición, trastornos en el estómago…) se localizan curiosamente en el lado izquierdo de su cuerpo. Analizando la situación llega a la conclusión de que ese lado izquierdo es el que más próximo está de su mujer a la hora de dormir, y que quizá todo se deba a su influencia maligna. Podrían pensar ustedes que eso es algo demencial, pero no conocen a su mujer, Norma, ni sus Leyes Fundamentales escritas en un cuaderno de hule azul.

Así comienza esta hilarante aventura de un hombre a la búsqueda de su destino.




La métrica del olvido
Luis Ingelmo
Abriéndolo al azar, en La métrica del olvido escucharemos todo un coro de voces en cualquiera de sus páginas. Aquí resuena el dolor punzante que se provocan las parejas, los comienzos de un romance que nunca llega a consumarse, los enredos de un acusado, las confesiones de los anacoretas de hoy, las reflexiones filosóficas de un prisionero antes de ser ejecutado, los suspiros y anhelos de mujeres despechadas, la búsqueda de uno mismo en los otros, los aullidos hacia una posibilidad de amor siempre en el horizonte o las respuestas duras y certeras de un escritor ante las impertinencias del reportero. Al adentrarnos en sus relatos, sentiremos la obsesión que transmite un lenguaje afilado donde el estilo se convierte en contenido, todo ello bañado con la espuma del humor, enriquecido con un acondicionador de ironía, perfumado con los fluidos del sexo y, por fin, desinfectado de la trivialidad con litros de alcohol. Relatos que permanecerán siempre actuales en una espontaneidad expresada con la palabra digna y orgullosa de ser ella misma.




¡Oh Janis, mi dulce y sucia Janis! Memorias de una estrella del porno (amateur)
Patxi Irurzun
En los años 80, Dick Grande, un barrendero “heavy” de Pamplona se convierte accidentalmente en estrella internacional del porno. ¿El secreto de su éxito? Su privilegiada herramienta de trabajo (la “blakandeker”), sí, pero sobre todo su aspecto de hombre vulgar: tirillas y difícil de ver, cuando aparece en sus películas haciendo el amor con las mujeres más hermosas del mundo, los hombres solos, tristes y rotos creen que pueden ser como él. Dick Grande recorre los santuarios secretos del porno “amateur” —La Habana, París, Bangkok, Manila, México DF…—, funda un movimiento musical (el porno-rock radikal vasco), financia involuntariamente con sus películas una guerrilla maoísta… Pero él también es un hombre insatisfecho, que solo persigue desesperadamente el corazón de la mujer que le introdujo en el mundo del porno: la dulce y sucia Janis. Brutal y tierna, soez y poética, animal y, por ello, terriblemente humana, ¡Oh Janis, mi dulce y sucia Janis! se convierte, bajo la apariencia de una novela de género (erótico) en un pimpapúm social que no deja títere con cabeza y un artefacto infalible para hacer reír a mandíbula batiente mientras una pantera resopla en nuestra entrepierna. Por fin una novela atrevida (que antes fue novela-blog y recibió medio millón de visitas), escrito a tumba abierta por un autor valiente para lectores valientes cansados de leer solapas de libros que nunca cumplen lo que prometen.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Un cuento de Ana María Matute (¡PREMIO CERVANTES!)




El niño al que se le murió el amigo


Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:


-El amigo se murió.
-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.


El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.


Extraído de “El árbol de oro y otros relatos”, de Ana María Matute

Recupero esta entrada. Ana María Matute se merece el Premio Cervantes. Me he alegrado mucho, porque mucho he disfrutado de sus relatos.
¡Disfruta, reina!

martes, 23 de noviembre de 2010

Próximamente: "Perversiones"

Lo que empezó como un blog de muestra de raras parafilias, se ha convertido en un libro excitante que espero salivando.

Participan con sus microrrelatos:

Andrés Portillo, Rafael Linero, Raúlo Cáceres, Ángel Olgoso, Antonio Dafos, Isabel González González, Manuel Moyano, Quim Pérez, Jorge Fornés, Vicente Muñoz Álvarez, Hugo Rg [pobreartista], Joaquín Torres, U! a.k.a Uriel A. Durán, Ginés Cutillas, Miguel Sanfeliu, Fusa Díaz, Cristina de Cos, Fco. Javier Pérez, Pablo E. Soto, Hugo García, Marina Guiu, David González, Pablo Gallo, Carlos Vitale, Manuel Rebollar, Ana Ayuso Verde, Isabelle López, Francisco Naranjo, Alejandro Santos, Rubén Little Nemo, Marina Baizán, Hilario J. Rodríguez, Elvis Gato, Juan Jacinto Muñoz Rengel, José Ángel Barrueco, Isabel Wagemann, David Guirao, Joan Ripollès Iranzo, El Bute, Eva Díaz Riobello, Salvador Moreno Valencia, Popá, Elías Moro, Martín Pardo, Carlos Manzano, Kikus, Nacho Cagiga, Felisa Moreno Ortega, Andrés Neumam, Juan Gonzalo Lerma, Manu Espada, Joaquín López, M.A. Cáliz, Pepe Cervera, Rita Vicencio, María Simó, José Ángel Cilleruelo, José Abad, Amanda Manara, Miguel Ángel Zapata, Federico Villalobos, José Cruz Cabrerizo, Esteban Gutiérrez Gómez, Oscar Esquivias, Pablo Ruiz, Carola Aikin, Raul Brasca.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Presentaciones de "Simpatía por el relato" esta semana (Madrid, Fuenlabrada y Oviedo)

17 DE NOVIEMBRE (MIÉRCOLES): MADRID

Presentación en el Fnac de Madrid (Callao) a las 19:30 horas. Estarán presentes los antólogos (los escritores Patxi Irurzun y Esteban Gutiérrez), el editor y varios de los autores que participan en el libro. Habrá alguna actuación en acústico y lecturas de los autores.
Media hora antes (19:00 horas) los autores, antólogos y el editor ofrecerán una rueda de prensa.

Autores confirmados a fecha de hoy (26/10/2010):
Agnes (LILITH)
Daniel Sancet Cueto (INSOLENZIA)
Monty (SWEET LITTLE SISTER)
Felipe Zapico (DEICIDAS)
Ángel Petisme (PETISME)
Antonio Yeska (YESKA)
Iñaki Estevez (THE BLACK DOGS)
Carlos Pina (PANZER)
Juan Abarca (MAMÁ LADILLA)
Indio Zammit (TARZÁN Y SU PUTA MADRE OCUPANDO PISO EN ALCOBENDAS)
Javier Gallego “Crudo” (DEAD CAPO)
Eduardo García Martín “Luter” (LUTER)


Fiesta (lecturas y músicas) en la mítica Sala Gruta 77(C/Cuclillo, 6) a las 21:30 horas.
Actuación de JUAN ABARCA (MAMÁ LADILLA), LUTER, INSOLENZIA y ÁNGEL PETISME.
Estarán presentes los antólogos (los escritores Patxi Irurzun y Esteban Gutiérrez), el editor y varios de los autores que participan en el libro.
Lecturas a cargo de muchos de los autores del libro.
Entrada gratuita.

Autores confirmados a fecha de hoy (26/10/2010):
Agnes (LILITH)
Daniel Sancet Cueto (INSOLENZIA)
Monty (SWEET LITTLE SISTER)
Felipe Zapico (DEICIDAS)
Ángel Petisme (PETISME)
Antonio Yeska (YESKA)
Iñaki Estevez (THE BLACK DOGS)
Carlos Pina (PANZER)
Juan Abarca (MAMÁ LADILLA)
Indio Zammit (TARZÁN Y SU PUTA MADRE OCUPANDO PISO EN ALCOBENDAS)
Javier Gallego “Crudo” (DEAD CAPO)
Eduardo García Martín “Luter” (LUTER)

***
18 DE NOVIEMBRE (JUEVES): FUENLABRADA
(atención: el acto empezará a las 20:30 horas)

Fiesta-presentación en la Sala El Grito (Pz. Huerto del Cura, s/n) a partir de las 19:30 horas.
Actuaran KIKE BABAS & LA DESBANDADA, YESKA, LUTER e INSOLENZIA.
Estarán presentes los antólogos (los escritores Patxi Irurzun y Esteban Gutiérrez), el editor y varios de los autores que participan en el libro.
La entrada es gratuita.

Autores confirmados a fecha de hoy (26/10/2010):
Kike Suárez “Babas” (KIKE SUÁREZ & LA DESBANDADA)
Antonio Yeska (YESKA)
Eduardo García Martín “Luter” (LUTER)
Monty (SWEET LITTLE SISTER)
Agnes (LILITH)
Daniel Sancet Cueto (INSOLENZIA)



***

19 DE NOVIEMBRE (VIERNES): OVIEDO

Presentación en la Librería Cervantes (C/ Doctor Casal, 9), a las 19:00 horas. Estarán presentes los antólogos (los escritores Patxi Irurzun y Esteban Gutiérrez), el editor y varios de los autores que participan en el libro.
Presenta el acto Manuel D. Abad.

Autores confirmados a fecha de hoy (26/10/2010):
Daniel Sancet Cueto (INSOLENZIA)
Pablo Tamargo (BLACK HORDE)
David Suárez “Suarón” (LOS MAJADEROS)

La fiesta será en La Antigua Estación (Calle de Martínez Vigil 9), a las 21:30 horas con lecturas por parte de alguno de los participantes y música (LOS MAJADEROS Y BLACK HORDE). Estarán presentes los antólogos (los escritores Patxi Irurzun y Esteban Gutiérrez), el editor y varios de los autores que participan en el libro. Presenta el acto Manuel D. Abad.
Autores confirmados a fecha de hoy (26/10/2010):

Daniel Sancet Cueto (INSOLENZIA)
Pablo Tamargo (BLACK HORDE)
David Suárez “Suarón” (LOS MAJADEROS)

La entrada es gratuita

domingo, 14 de noviembre de 2010

Francisco López Serrano gana el Setenil con "Los hábitos del azar"


Enhorabuena al ganador.
No he podido leer
Los hábitos del azar
pero espero hacerlo pronto.

martes, 2 de noviembre de 2010

Un cuento de Alejo Carpentier



Viaje a la semilla




I


-¿Qué quieres, viejo?...


Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.


Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.


Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.




II


Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.


Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.


En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.


El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.


Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida




III


Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.


Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.


Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.




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A propósito del cuento al revés (el cuento que comienza por el final, por el desenlace, pero que mantiene la intensidad y atrapa al lector hasta el final, que es el principio) incluimos en el nº3 de AOLdE un relato de Fernando Aramburu ("Enemigo del pueblo", de su libro Los peces de la amargura) que, a nuestro parecer, cumple con creces el requisito y es un ejemplo a seguir. Javier Serrano (también publicado en ese número) añade este otro cuento clásico a la lista.


viernes, 29 de octubre de 2010

Un cuento de Felisa Moreno Ortega


EL NÚMERO CUATRO

No sé cuánto tiempo llevo encerrada aquí. Al principio gritaba y arañaba las paredes con mis uñas, hasta sangrar. Finalmente desistí; a veces un pequeño sollozo me asaltaba, otras era una lágrima salada que rebañaba ansiosa con mi lengua para deleitarme en su sal, hastiada de los alimentos tan sosos que me obligaban a ingerir.

La habitación tiene cuatro muebles, es importante lo del número; todo aquí es par, menos yo, aunque pienso que también estoy duplicada. Algunos días consigo verme a mí misma tumbada encima de la cama, con las piernas cruzadas y las manos sobre el pecho, como en el último reposo de un difunto. En una esquina hay un par de sandalias de tacón alto, están destrozadas y cubiertas por una pasta seca. No me atrevo a tocarlas.
El armario está vacío, tiene cuatro cajones, con frecuencia los saco y me entretengo con ellos, los alineo y les explico la lección, como cuando era niña y jugaba a ser maestra. Aunque parecen iguales, cada uno dispone de una personalidad diferenciada, el izquierdo superior atesora una mancha de aceite en el fondo con forma de diamante, el inferior está desconchado en el frontal, como si hubiera sido picoteado por un ave hambrienta. El superior derecho huele intensamente a alcanfor y el cuarto sufre un descuadre estructural, lo que obstaculiza el encaje en su hueco.
Me divierte meterme dentro del armario, permanezco un buen rato aspirando el aire viciado y oscuro. Cuando por fin salgo, disfruto con la sensación de libertad, lleno los pulmones de aire y grito con todas mis fuerzas. Las paredes acolchadas se tragan el sonido de mi voz, como los pavos de la abuela engullían el maíz hinchado que le arrojábamos desde la puerta del corral. ¿Por qué recuerdo esos pavos de moco colorado y no el motivo por el que estoy aquí?

El otro mueble es una butaca de piel sintética, con cuatro patas y cuatro botones adornando el respaldo. Juego a marcarlos en mi espalda, hasta hacerme daño, otra excusa para gritar. El sillón es rígido, como los que se ven en los hospitales de la seguridad social.

Un descalzador es el tercer elemento. Siempre me pregunto qué hace aquí, si yo no tengo zapatos. Me da asco usar las sandalias, aunque debieron de ser bonitas en su momento. Creo que los pies me han crecido de tanto andar descalza por la habitación. La banqueta me da escalofríos, siento como si estuviera allí para recordarme algo que trato de olvidar.

El cuarto mueble, y último, es la cama. No tiene mantas, ni colcha, ni sábana superior; sólo la bajera, fuertemente sujeta al colchón con unas correas. No puedo taparme con nada y eso me impide conciliar el sueño. Para mí no existía mayor placer que esconderme bajo una sábana, sentirla sobre mi cuerpo, resguardarme en el hueco que moldea, acogedor y cálido como el vientre de una madre. Hay cosas que transcienden de la propia memoria.

Además del mobiliario y las sandalias, junto a una esquina hay una ducha y un váter. De la ducha casi nunca sale nada. Todos los días, cuando creo que es de día, porque nunca veo la luz del sol, abro el grifo y me meto en ella, esperando que caiga el agua sobre mí. Puedo aguardar durante horas. He aprendido que, casi siempre, la paciencia me es recompensada. Aun así, en ocasiones, me desespero y golpeo la pared con los puños, hasta despellejarlos. El agua me calma, la necesito, ¿por qué me la niegan?

No hay espejos, apenas recuerdo cómo es mi cara. La recorro con los dedos, creo que soy guapa, la piel suave, las facciones rectas, el cuello largo, los hombros esbeltos. Estoy desnuda, ya me he acostumbrado. Llevo peor lo de no tener sábanas para cubrirme por las noches. Mis miedos infantiles me atacan, nada me protege de los monstruos.

No sé lo que he hecho para merecer este castigo. Ni siquiera sé si esto es un castigo o una forma de vida. Me cuesta trabajo recordar los momentos en los que me movía libremente por las calles, cuando el sol me calentaba el rostro y el aire despeinaba mi cabello y me arrullaba con sus susurros. A veces pienso que todo eso sólo es un sueño, que no hay otra realidad que la que encierran estas cuatro paredes. Cuatro.

Los zapatos. Es lo último que recuerdo con claridad, estaban allí, sobre un estante forrado con terciopelo verde. Eran unas sandalias doradas, con pequeñas incrustaciones de brillantes y tacones de vértigo. Me recuerdan a las que yacen abandonadas en una esquina de este cuarto. Cuánto las desee nada más ver mis pies vestidos con ellas. El precio…, sí, eran muy caras.

La puerta se abre, es la hora de la cena, entra el encapuchado de siempre y me deja la comida en el suelo. Como todos los días le pregunto quién soy, qué hago allí encerrada, obtengo el mismo silencio que ayer, la misma indiferencia a mis gritos.

Las sandalias…, eran realmente preciosas, con ellas puestas me sentía la reina de la fiesta, capaz de conseguirlo todo, incluso ese papel en la nueva película de un afamado director. ¿Soy actriz?

Sí, era un contrato para hacer una película, me lo ofrecieron nada más ver mis zapatos, ¿o fue al revés?, ¿compré las sandalias después de firmarlo? Recuerdo algunas palabras sueltas, recuerdo la boca con bigote fino que las pronunciaba: cine experimental..., oportunidad única en su carrera..., mucho dinero..., estudio sobre soledad..., mucho dinero... Recuerdo que pensé que con esa cifra podría comprarme las preciosas sandalias doradas.

Cómo he podido olvidar algo tan importante. Me siento en el descalzador para comer, la bandeja sobre mis rodillas. La comida se compone de una sopa y un puré indescriptible. Este último cambia de color cada día, pero mantiene el gusto insulso, a cartón mojado. He pensado en dejar de ingerirla, si enfermo tendrán que llamar a un médico y él me sacará de aquí; siempre desisto, el hambre consigue doblegar mis propósitos. Es un puño que aprieta mi estómago y me obliga a tragar.

El número cuatro sigue rondando mi cabeza, como si fuera lo único que puede sobrevivir dentro de ella. Cuatro, cuatro, cuatro… ¿Cuatro qué? Cuatro muebles en la habitación, cuatro cajones, cuatro botones en un sillón, cuatro… ¡¡¡¡¡¡años!!!!!!
De repente lo comprendo todo, mi memoria intermitente vuelve a torturarme con la verdad, he vendido cuatro años de mi vida para comprarme unas sandalias.

Cuatro, cuatro, cuatro… ¿Cuatro qué?


(Relato incluido en el libro Trece cuentos Inquietantes, editorial Hipálage, 2010)


Felisa Moreno Ortega : http://felisamorenoortega.blogspot.com/


miércoles, 27 de octubre de 2010

Firma en Getafe Negro


El viernes 29 de octubre, de 18:30 a 20:30 horas estaremos firmando Jose Ángel Barrueco y yo ejemplares de nuestros libros en la caseta de la Editorial Drakul,dentro de la Feria Getafe Negro.

Si os apetece, allí nos vemos.

viernes, 22 de octubre de 2010

Presentación del nº3 de Al Otro Lado del Espejo


Será el martes 26 de octubre, a las 20:00 horas en la librería Tres rosas amarillas y contaremos con muchos de los participantes , como Antonio Crespo Massieu, cuentista del número. También habrá alguna sorpresa (alguién del otro lado del Atlántico que a más de uno le dejó con la boca abierta con sus relatos).
Os esperamos para compartir una noche más de cuento.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Un cuento de Jean-Marie Gustave Le Clézio





“La Rueda de Agua”

El sol todavía no ha salido sobre el río. Por la angosta puerta de la casa, Juba mira las aguas planas que ya espejean, al otro lado de los campos grises. Se incorpora en la cama, aparta la sábana que lo envuelve. El aire frío de la mañana le da escalofríos. En la casa oscura, hay otras formas enrolladas en las sábanas, otros cuerpos dormidos. Juba reconoce a su padre, al otro lado de la puerta, a su hermano y, al fondo, a su madre y a sus dos hermanas muy juntas bajo la misma sábana. Un perro ladra largamente, en alguna parte, con una voz extraña que canta y luego se estrangula. Pero no hay muchos ruidos en la tierra, ni en el río, pues el sol todavía no ha salido. La noche está gris y fría, lleva el aire de las montañas y del desierto y la luz pálida de la luna.
Juba mira la noche temblando, sin moverse de su cama. A través de la manta de juncos trenzados, el frío de la tierra sube y se forman gotas de rocío sobre el polvo. Fuera, las hierbas brillan un poco, como filos húmedos. Las acacias grandes y delgadas están negras, inmóviles en la tierra resquebrajada.
Juba se levanta sin hacer ruido, dobla la sábana y enrolla la estera, luego camina sobre el sendero que atraviesa los campos desiertos. Mira el cielo, al este, y adivina que el día aparecerá de un momento a otro. Siente la llegada de la luz en el fondo de su cuerpo, y la tierra también lo sabe, la tierra labrada de los campos y la tierra polvorienta entre los arbustos de espinos y los troncos de acacias. Es como una inquietud, como una duda que viene desde el cielo, recorre el agua lenta del río y se propaga a ras de la tierra. Las telas de araña tiemblan, los pastos vibran, los moscardones sobrevuelan las charcas, pero el cielo está vacío, pues los murciélagos se han ido y todavía no han llegado los pájaros. Bajo los pies descalzos de Juba, el sendero es duro. La vibración lejana camina al mismo tiempo que él, y los grandes saltamontes grises comienzan a brincar por los pastos. Lentamente, mientras Juba se aleja de la casa, el cielo se aclara río abajo. La bruma desciende entre las orillas, a la velocidad de una balsa, estirando sus membranas blancas.
Juba se detiene en el camino. Mira un instante el río. Sobre las orillas de arena, los juncos mojados están inclinados. Un gran tronco negro oscila en la corriente, se hunde y saca sus ramas como el cuello de una serpiente que nada. La sombra está todavía sobre el río, el agua es pesada y densa, fluye formando pliegues lentos. Pero más allá del río, ya aparece la tierra seca. El polvo es duro bajo los pies de Juba, la tierra roja está quebrada como las vasijas viejas, los surcos zigzaguean, semejantes a antiguas fisuras.
La noche se abre poco a poco, en el cielo, sobre la tierra. Juba cruza los campos desiertos, se aleja de las últimas casas de campesinos, ya no ve el río. Sube un montículo de piedras secas de donde cuelgan algunas acacias. Juba recoge del suelo algunas flores de acacia que mastica al escalar el montículo. El jugo se esparce en su boca y disuelve el embotamiento del sueño. Al otro lado de la colina de piedras esperan los bueyes. Cuando Juba llega cerca de ellos, los grandes animales patean cojeando y uno de ellos echa la cabeza hacia atrás para mugir.
«¡Tttt! ¡Uta, uta!», dice Juba y los bueyes lo reconocen. Sin dejar de chasquear con la lengua, Juba les quita las trabas y los conduce hacia lo alto de la colina de piedras. Los dos bueyes avanzan con dificultad, cojeando, porque las trabas han entumecido sus patas traseras. El vapor sale de su hocico.
Cuando llegan frente a la noria, los bueyes se detienen. Se agitan y tiran para atrás, hacen ruidos con la garganta, las pezuñas golpean el piso y despiden piedras. Juba ata los bueyes en el extremo de un largo madero. Mientras ajusta las bestias en el yugo, sigue chasqueando la lengua contra el paladar. Las moscas comienzan a volar alrededor de los ojos y el hocico de los bueyes y Juba ahuyenta las que se posan en su cara y en sus manos.
Los animales esperan junto al pozo, el pesado timón de madera cruje y rechina cuando dan un paso adelante. Juba tira de la cuerda atada al yugo y la rueda comienza a gemir, como un barco que se sacude. Los bueyes grises caminan pesadamente por el sendero circular. Las pezuñas se apoyan sobre las huellas del día anterior, cavan los antiguos surcos en la tierra roja, entre las piedras. En el extremo del largo madero está la gran rueda que gira al mismo tiempo que los bueyes y cuyo eje impulsa el engranaje de la otra rueda vertical. La larga correa de cuero baja hasta el fondo del pozo, llevando los cubos hasta el agua.
Juba excita a las bestias haciendo chasquear la lengua continuamente. También les habla, en voz baja, suavemente, porque la oscuridad envuelve aún los campos y el río. La pesada máquina de madera rechina y cruje, se resiste, vuelve a empezar. Los bueyes se detienen cada tanto, y Juba tiene que correr tras ellos, darles un latigazo en las nalgas, empujar el timón. Los bueyes retoman su marcha circular, la cabeza gacha y resoplando.
Cuando el sol sale por fin, ilumina de una vez los campos. La tierra roja está llena de surcos, muestra sus bloques de greda seca, sus piedras agudas que brillan. Sobre el río al otro lado de los campos, la bruma se rasga, el agua se ilumina.
Una bandada de pájaros surge brutalmente de las orillas, entre los juncos, estalla en el cielo claro lanzando su clamor. Son las gangas, las perdices del desierto, y sus gritos agudos sobresaltan a Juba. De pie sobre las piedras de los pozos, las sigue por un instante con la mirada. Los pájaros suben alto en el cielo, pasan frente al disco del sol, luego se inclinan nuevamente hacia la tierra y desaparecen en las hierbas del río. Lejos, al otro lado de los campos, las mujeres salen de las casas. Encienden los braseros, pero la luz del sol es tan nueva que no llega a empañar el brillo rojo del carbón de madera que está ardiendo. Juba oye gritos de niños, voces de hombres. Alguien, en alguna parte, llama y su voz aguda resuena largo rato en el aire:
«Ju-uuu-baa».
Ahora los bueyes caminan más rápido. El sol recalienta sus cuerpos y les da fuerzas. El molino gime y rechina, cada diente del engranaje cruje al encajar en el otro, la correa de cuero, tensa por el peso de los cubos, produce una vibración continua. Los cubos suben hasta el brocal del pozo, se derraman por la canaleta de chapa, vuelven a bajar golpeando las paredes del pozo. Juba mira el agua que fluye haciendo olas a lo largo de la canaleta, corre por la acequia, baja a espacios regulares hacia la tierra roja de los campos. El agua corre como tragos lentos y la tierra seca bebe ávidamente. El barro invade el fondo del foso y el flujo regular avanza, metro a metro. Juba no se cansa de mirar el agua, sentado sobre una piedra en el borde del pozo. Junto a él, la rueda de madera gira muy lentamente, crujiendo, y el zumbido continuo de la correa sube por el aire, los cubos golpean contra la canaleta de chapa, uno después de otro, derraman el agua que fluye sibilante. Es una música lenta y llorosa como una voz humana, llena el cielo vacío y los campos. Es una música que Juba reconoce día tras día. El sol se eleva lentamente por encima del horizonte, la luz del día vibra sobre las piedras, sobre los tallos de las plantas, sobre el agua que fluye en la acequia. Los hombres caminan a lo lejos, en la curva del campo, siluetas negras en el cielo pálido. El aire se calienta poco a poco, las piedras parecen inflarse, la tierra roja brilla como una piel de hombre. Hay gritos, de un extremo a otro de la tierra, gritos de hombres y ladridos de perros, y que retumban en el cielo sin fin, mientras la rueda de madera gira y cruje. Juba ya no mira más a los bueyes. Les da la espalda, pero oye el aliento que les raspa la garganta, que se aleja, que vuelve. Las pezuñas de los animales golpean siempre las mismas piedras en el camino circular, se hunden en los mismos huecos.
Entonces Juba envuelve su cabeza en la tela blanca y ya no se mueve. Mira a lo lejos, tal vez, al otro lado de los campos de tierra roja, al otro lado del río metálico. No oye el ruido de la rueda que gira, no oye el ruido del pesado timón de madera que gira alrededor de su eje.
«¡Eh-oh!»
Canta en su garganta, lentamente, él también, con los ojos entrecerrados.
«¡Eeeeh-oooh, oooh-ooooh!»
Con las manos y el rostro ocultos bajo la tela blanca y el cuerpo inmóvil, Juba canta al mismo tiempo que la rueda que gira. Abre apenas la boca y su canto sale largamente de su garganta, como el aliento de los bueyes, como el zumbido continuo de la correa de cuero.
«¡Eeh-eeh-eyaah-oh!»
El aliento de los bueyes se aleja, vuelve, gira sin cesar a lo largo del camino circular. Juba canta para sí mismo y nadie lo puede oír, mientras el agua fluye a borbotones a lo largo de la acequia. La lluvia, el viento, el agua pesada del gran río que desciende hacia el mar, están en su garganta, en su cuerpo inmóvil. El sol sube sin prisa en el cielo, el calor hace vibrar las ruedas de madera y el timón. Quizá sea el mismo movimiento que mueve el astro hacia el centro del cielo, mientras los bueyes avanzan pesadamente a lo largo del camino circular.
«¡Eya-oooh, eya-oooh, oooh-oh-ooo-oh!»
Juba oye el canto que sube en él, que atraviesa su vientre y su pecho, el canto que viene de la profundidad del pozo. El agua fluye en olas, del color de la tierra, y desciende hacia los campos desnudos. El agua gira también, lentamente, rodea los ríos, rodea los muros, rodea las nubes alrededor del eje invisible. El agua fluye estallando, crujiendo, fluye sin cesar hacia el abismo oscuro del pozo donde los cubos vacíos la vuelven a tomar.
Es una música que no puede terminar, pues está en todo el mundo, en el mismo cielo, donde asciende lentamente el disco solar, a lo largo de su camino curvo. Los sonidos profundos, regulares, monótonos, suben de la gran rueda de madera de engranajes plañideros, el torno gira alrededor de su eje haciendo su queja, los cubos de metal descienden hacia el pozo, la correa de cuero vibra como una voz y el agua sigue fluyendo por la canaleta ,en oleadas, inunda el canal de la acequia. Nadie habla, nadie se mueve y el agua cae en cascadas, crece como un torrente, se expande en los surcos, en los campos de tierra roja y de piedras. Juba inclina un poco la cabeza hacia atrás y mira el cielo. Ve el lento movimiento circular que deja sus huellas fosforescentes, ve las esferas transparentes, los engranajes de la luz en el espacio. El sonido de la rueda de agua llena toda la atmósfera, gira interminablemente con el sol. Los bueyes caminan al mismo ritmo, con la frente inclinada, la nuca tiesa bajo el peso del yugo. Juba oye el ruido sordo de sus pezuñas, el ruido de su aliento que va y viene, y les sigue hablando, les dice palabras graves que duran mucho, palabras que se mezclan con el quejido del timón, con los ruidos de esfuerzo de los engranajes de las ruedas, con el tintineo de los baldes que suben sin cesar, derraman el agua.
«¡Eeeya-ayaaah, eyaaa-oh! ¡Eyaaa-oh!»
Luego, mientras el sol sube lentamente, arrastrado por la rueda y por los pasos de los bueyes, Juba cierra los ojos. El calor y la luz forman un torbellino suave que lo transporta en esa corriente, a lo largo de un círculo tan vasto que parece que nunca se volverá a cerrar.
Juba está sobre las alas de un buitre blanco, muy alto en el cielo sin nubes. Se desliza sobre sí mismo, a través de las capas del aire, y la tierra roja da vueltas lentamente bajo sus alas. Los campos desnudos, los caminos, las casas de techos de hojas, el río de color metal, todo gira alrededor del pozo, haciendo un ruido que cruje y se desvencija. La música monótona de las ruedas de agua, el aliento de los bueyes, el gorgoteo del agua en la acequia, todo eso da vueltas, lo transporta, lo levanta. La luz es grande, el cielo está abierto. Ahora no hay más hombres, han desaparecido. Solamente hay agua, tierra, cielo, planos móviles que pasan y se cruzan, cada elemento semejante a una rueda dentada que muerde un engranaje.
Juba no duerme. Ha abierto nuevamente los ojos y mira frente a él, más allá de los campos. No se mueve. La tela blanca cubre su cabeza y su cuerpo y respira suavemente.
Entonces aparece Yol. Yol es una ciudad extraña, muy blanca en medio de la tierra desierta y de las piedras rojas. Sus altos monumentos todavía se mueven, indecisos, irreales, como si no hubieran sido terminados. Son semejantes a los reflejos del sol en los grandes lagos de sal.
Juba conoce bien esta ciudad. La ha visto a menudo, a lo lejos, cuando la luz del sol está muy fuerte y un velo de fatiga cubre los ojos. La ha visto a menudo, pero nadie se ha acercado, por los espíritus de los muertos. Un día, le preguntó a su padre el nombre de la ciudad, tan bella y tan blanca, y su padre le dijo que se llamaba Yol, y que no era una ciudad para los hombres sino solamente para los espíritus de los muertos. Su padre también le habló de aquel que reinaba en esta ciudad, hace mucho tiempo, un joven rey que había venido del otro lado del mar y que llevaba el mismo nombre que él.
Ahora, en la música lenta de las ruedas, en la luz cegadora, cuando el sol está en lo más alto del cielo, Yol ha aparecido, una vez más. Crece delante de Juba y él ve claramente sus grandes edificios temblar en el aire caliente. Hay altas torres sin ventanas, casonas blancas en medio de jardines de palmeras, palacios, templos. Los bloques de mármol brillan como si acabaran de ser cortados. La ciudad gira lentamente alrededor de Juba y la música monótona de la rueda de agua se parece al rumor del mar. La ciudad flota sobre los campos desiertos, liviana como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal y, frente a ella, fluye el agua del río Azan como un camino de luz. Juba escucha el rumor del mar, al otro lado de la ciudad. Es un ruido muy pesado, que se mezcla con los redobles del tambor y con los bramidos de las bocinas y de las tubas. El pueblo de Himyar se amontona en las calles de la ciudad. Hay esclavos negros llegados de Nubia, cohortes de soldados, caballeros de capas rojas con cascos de cuero, los niños rubios de los habitantes de las montañas. El polvo sube por el aire, por encima de los caminos y de las casas, forma una gran nube gris que se arremolina en las puertas de las murallas.
«¡Eya! ¡Eya!», grita la multitud, mientras Juba avanza a lo largo de la vía blanca. Es el pueblo de Himyar que lo llama, que le tiende los brazos. Pero él avanza sin mirarlos, a lo largo de la vía real. En lo alto de la ciudad, por encima de las casas y de los árboles, el templo de Diana es inmenso, sus columnas de mármol parecen troncos petrificados. La luz del sol ilumina el cuerpo de Juba y lo embriaga, y él oye crecer el rumor continuo del mar. La ciudad a su alrededor es liviana, vibra y se ondula como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. Juba camina y sus pies no parecen tocar el suelo, como si lo transportara una nube. El pueblo de Himyar, los hombres y las mujeres caminan con él, la música escondida resuena en las calles y en las plazas y, a veces, el rumor del mar queda cubierto por los gritos que llaman:
«¡Juba! ¡Eya! ¡Ju-uuu-baa!».
La luz aparece de repente, cuando Juba llega a lo alto del templo. Es el mar inmenso y azul que se extiende hasta el horizonte. El lento movimiento circular traza la línea pura del horizonte y la voz monótona de las olas retumba contra las rocas.
«¡Juba! ¡Juba!»
Las voces del pueblo de Himyar gritan y su nombre suena en toda la ciudad, por encima de las murallas color tierra, en los peristilos de los templos, en los patios de los palacios blancos. Su nombre llena los campos rojos, hasta los límites del río Azan.
Entonces Juba sube los últimos peldaños del templo de Diana. Está vestido de blanco, sus cabellos negros están atados con una cinta de hilo dorado. Su bello rostro color cobre señala la ciudad y sus ojos oscuros miran, pero es como si vieran a través del cuerpo de los hombres, a través de los muros blancos de los edificios.
La mirada de Juba atraviesa las murallas de Yol, va más allá; sigue los meandros del río Azan, pasa la extensión de los campos desiertos, va hasta los montes Amour, hasta el manantial de Sebgag. Ve el agua clara que surge entre las rocas, el agua preciosa y fría que fluye haciendo su ruido regular.
La multitud se calla ahora, mientras Juba mira con sus ojos sombríos. Su rostro se parece al de un joven dios y la luz del sol parece multiplicada en sus ropas blancas y en su piel color cobre.
La música surge nuevamente, como un clamor de pájaros, reverbera entre los muros de la ciudad. Hincha el cielo y el mar, su onda se aleja largamente.
«Soy Juba», piensa el joven rey, luego dice en voz alta, con fuerza:
«¡Soy Juba, el hijo de Juba, el nieto de Hiempsal!».
«¡Juba! ¡Juba! ¡Eya-oooh!», grita la multitud.
«¡Soy Juba, vuestro rey!»
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!»
«¡He regresado hoy y Yol es la capital de mi reino!»
El rumor del mar sigue creciendo. Ahora, por los escalones del templo sube una joven mujer. Es hermosa, lleva un vestido blanco que se mueve con el viento y sus cabellos claros están cargados de chispas. Juba toma su mano y camina con ella hasta el templo.
«¡Cleopatra Selene, hija de Antonio y de Cleopatra, vuestra reina!», dice Juba.
El ruido de la multitud cubre la ciudad.
La joven mira sin moverse las casonas blancas, las murallas y la extensión de tierra roja. Tiene una leve sonrisa.
Pero el lento movimiento de las ruedas continúa y el ruido del mar es más fuerte que las voces de los hombres. En el cielo, el sol desciende poco a poco, en su camino circular. Su luz cambia de color en los muros de mármol, alarga las sombras de la columnas.
Es como si ahora estuvieran solos, sentados en lo alto de los escalones del templo, junto a las columnas de mármol. A su alrededor, la tierra y el mar giran mientras emiten su quejido regular. Cleopatra Selene mira el rostro de Juba. Admira el rostro del joven rey, la frente alta, la nariz aguileña, los ojos alargados rodeados por el dibujo negro de las pestañas. Ella se inclina hacia él y le habla suavemente en una lengua que Juba no puede comprender. Su voz es suave y su aliento perfumado. Juba, a su vez, la mira y dice:
«Todo es hermoso aquí, hace tanto tiempo que deseo volver. Cada día, desde mi infancia, pensaba en el momento en que podría volver a ver todo esto. Quisiera ser eterno, para no abandonar nunca esta ciudad y esta tierra, para ver esto siempre».
Sus ojos sombríos brillan por el espectáculo que lo rodea. Juba no deja de mirar la ciudad, las casas blancas, las terrazas, los jardines de palmeras. Yol vibra a la luz de la tarde, ligera e irreal como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. El viento que sopla mueve los cabellos de Cleopatra Selene, el viento lleva hasta la parte más alta del templo el rumor monótono del mar.
La voz de la joven lo interroga, pronunciando simplemente su nombre:
«¿Juba… Juba?».
«Mi padre murió vencido aquí mismo», dice Juba.
«Me llevaron como un esclavo a Roma. Pero hoy esta ciudad es bella y quiero que sea aún más bella. Quiero que no haya una ciudad más bella sobre la Tierra. Se enseñará la filosofía, la ciencia de los astros, la ciencia de las cifras, y los hombres vendrán de todos los puntos del mundo para aprender.»
Cleopatra Selene escucha las palabras del joven rey sin comprender. Pero también mira la ciudad, escucha el rumor de la música que gira alrededor del horizonte. Su voz canta un poco cuando lo llama:
«¡Juba! ¡Eyaaa-oh!».
«En la plaza, en el centro de la ciudad, los maestros enseñarán la lengua de los dioses. Los niños aprenderán a venerar el conocimiento, los poetas leerán sus obras, los astrólogos predecirán el porvenir. No habrá tierra más próspera ni pueblo más pacífico. La ciudad resplandecerá por los tesoros del espíritu, por esta luz.»
El hermoso rostro del joven rey brilla en la claridad que rodea el templo de Diana. Sus ojos ven lejos, más allá de las murallas, más allá de las colinas, hasta el centro del mar.
«Los hombres más sabios de mi nación vendrán aquí, a este templo, con los escribas, y yo estableceré con ellos la historia de esta tierra, la historia de los hombres, de las guerras, de los grandes hechos de la civilización, y la historia de las ciudades, de los cursos de agua, de las montañas, de las orillas del mar, desde Egipto hasta el país de Cerné.»
Juba mira a los hombres del pueblo de Himyar que se amontonan en las calles de la ciudad, alrededor del templo, pero no oye el ruido de sus voces, escucha solamente el rumor monótono del mar.
«No he venido por venganza», dice Juba.
Mira también a la joven reina sentada a su lado.
«Mi hijo Ptolomeo va a nacer», sigue diciendo. «Reinará aquí, en Yol, y sus hijos reinarán después de él, para que nada se termine.»
Luego, se pone de pie, en la plataforma del templo, completamente frente al mar. Una luz cegadora está sobre él, la luz que viene del cielo, que hace resplandecer los muros de mármol, las casas, los campos, las colinas. La luz viene del centro del cielo, inmóvil sobre el mar.
Juba ya no habla. Su rostro parece una máscara de cobre y la luz brilla en su frente, en la curva de su nariz, en sus pómulos. Sus ojos sombríos ven lo que hay más allá del mar. A su alrededor, las paredes blancas y las estelas de calcita tiemblan y vibran como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. El rostro de Cleopatra Selene está inmóvil también, iluminado, apaciguado como el rostro de una estatua.
Juntos, de pie el uno contra el otro, el joven rey y su esposa están sobre la plataforma del templo y la ciudad gira lentamente a su alrededor. La música monótona de las grandes ruedas ocultas llena sus oídos y se confunde con el ruido de las olas sobre las rocas de la orilla. Es como un canto, como una voz humana que grita de muy lejos, que llama:
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!».
Las sombras se agrandan en la tierra, mientras el sol baja poco a poco hacia el oeste, a la izquierda del templo. Juba ve los edificios temblar y deshacerse. Se deslizan como nubes y, en el cielo y en el mar, el canto de las ruedas se vuelve más grave, más quejumbroso. Hay grandes círculos blancos en el cielo, grandes ondas que nadan. Las voces humanas disminuyen, se alejan, se desvanecen. A veces, todavía, se oyen los acentos de la música, los sonidos de las tubas, las flautas agrias, el tambor. O los gritos guturales de los camellos, cerca de las puertas de las murallas. La sombra gris y malva se extiende bajo las colinas, avanza en el valle del río. Sólo el templo está iluminado por el sol, se levanta sobre la ciudad como un navío de piedra.
Ahora Juba está solo en las ruinas de Yol. Las ondas lentas pasan sobre los mármoles quebrados, agitan la superficie del mar. Las columnas descansan en el fondo del agua, los grandes troncos petrificados perdidos entre las algas, las escaleras devoradas. No quedan hombres ni mujeres aquí, no hay más niños. La ciudad se asemeja a un cementerio que tiembla en el fondo del mar, y las olas vienen a golpear los últimos peldaños del templo de Diana, como un escollo. Siempre está el ruido monótono, el rumor del mar. Es el movimiento de las grandes ruedas dentadas que rechinan todavía, que gimen, mientras el par de bueyes atados al timón hace más lenta su marcha circular. En el cielo azul oscuro, la luna creciente ha salido y brilla con su luz sin calor.
Entonces Juba se quita el velo blanco que cubre su cabeza. Tiembla, porque el frío de la noche llega rápido. Sus miembros están entumecidos y tiene la boca seca. En el hueco de su mano, toma un poco de agua de un cubo inmóvil. Su bello rostro está muy oscuro, casi negro, por todo el calor del sol. Sus ojos miran la extensión de los campos rojos, donde ahora no hay nadie. Los bueyes se detienen en su camino circular. Las grandes ruedas de madera ya no giran, pero crujen y rechinan y la larga correa de cuero vibra todavía.
Sin prisa, Juba deshace los nudos de los bueyes, separa la pesada viga de madera. La noche avanza al otro lado de la tierra, río arriba. Cerca de las casas, los fuegos de brasas están encendidos y las mujeres están paradas frente a los braseros.
«¡Ju-uuu-baa! ¡Ju-uuu-baa!»
Es la misma voz que llama, aguda y musical, en alguna parte al otro lado de los campos desiertos. Juba se da la vuelta y mira por un instante, luego desciende el montículo de piedras guiando a los bueyes por la correa. Cuando llega al pie del montículo, Juba anuda las trabas a los jarretes de los bueyes. El silencio en el valle del río es inmenso, ha cubierto la tierra y el cielo como un agua calma donde no se mueve ni una ola. Es el silencio de las piedras.
Juba mira a su alrededor, largo rato, escucha el ruido de la respiración de los bueyes. El agua ha dejado de fluir por la acequia, la tierra bebe las últimas gotas, en las fisuras de los surcos. La sombra gris ha cubierto la ciudad blanca de los templos livianos, las murallas, los jardines de palmeras.¿Queda, quizás, en alguna parte, un monumento en forma de tumba, una cúpula de piedras partidas, donde crecen las hierbas y los arbustos, no lejos del mar? Tal vez mañana, cuando las grandes ruedas comiencen de nuevo a girar, cuando los bueyes vuelvan a empezar, lentamente resoplando, por su camino circular, tal vez entonces la ciudad aparezca nuevamente, muy blanca, temblorosa e irreal como los reflejos del sol. Juba gira un poco sobre sí mismo, mira solamente la extensión de los campos que descansan de la luz bañadas por el vapor del río. Luego, se aleja, avanza rápidamente por el camino, hacia las casas donde esperan los vivos.


Cuento perteneciente a "Mondo y otras historias" (Tusquets, 2010)

Jean-Marie Gustave Le Clézio ganó el premio Nobel de literatura en 2008.

Presentación de "Un koala en el armario"



El próximo jueves, 21 de octubre, a las 20.00h., Cuadernos del Vigía y Tres rosas amarillas te invitan a la presentación de UN KOALA EN EL ARMARIO de GINÉS S. CUTILLAS. Intervendrán el autor, Clara Obligado y Carmen Peire.


UN KOALA EN EL ARMARIO es finalista del Premio Setenil 2010 al mejor libro de relatos publicado en el año. Según el escritor Jesús Ortega, unos cuentos que pueden atraer a los jóvenes al mundo de lo breve.

lunes, 18 de octubre de 2010

Presentación del libro "CHÉJOV COMENTADO"



Nevsky Prospects y Tres rosas amarillas te invitan a la presentación del libro "CHÉJOV COMENTADO" el próximo martes, 19 de octubre, a las 20h. 16 relatos de Chéjov comentados por 16 autores de excepción: Jon Bilbao, Matías Candeira, Luis Alberto de Cuenca, Óscar Esquivias, Ignacio Ferrando, Hipólito G. Navarro, Víctor García Antón, Eduardo Halfon, Salvador Luis, Juan Carlos Márquez, Ricardo Menéndez Salmón, Elvira Navarro, Marta Rebón, Care Santos, Eloy Tizón y Paul Viejo. Nos acompañará el editor de este volumen, Sergi Bellver y alguno de los comentaristas. ¡No puedes perdértelo!

miércoles, 13 de octubre de 2010

Nº 19 Revista Narrativas


Ya está en línea el número 19 de NARRATIVAS. Revista de Narrativa contemporánea en castellano. La revista puede descargarse en la siguiente dirección: http://www.revistanarrativas.com/
Este número consta de los siguientes contenidos:
- Ensayo
Vanos a la memoria y la imaginación, por Demetrio Anzaldo González
La chola y el cholaje en La Paz. La fiesta del Señor del Gran Poder como sostén social en el marco de la novela paceña actual, por Magdalena González Almada
La novela histórica inglesa en la época victoriana: los seguidores de Walter Scott, por Enrique García Díaz
“Conejo en la luna” y “Matando cabos”; espectáculo de la violencia, por Guadalupe Pérez-Anzaldo
- Relato
Los surcos de la esquiadora de fondo, por José Luis Muñoz
El primer paciente del doctor Emilio Castelao, por Fernando Aínsa
Lunacon 71, por David Bombai
La plaza infinita, por Adriana Bañares
Variantes del laberinto, por Rosalba Campra
¿De qué estábamos hablando antes?, por Roberto Strongman
Viñeta de niño y pelota, por Gustavo Made
Magnetismo, por Alan Grané
La rosa azul, por José Ignacio Alonso
Descenso al purgatorio, por Ángeles Prieto Barba
Yocasta, por Ramiro Sanchiz
Microrrelatos, por Víctor Lorenzo
Pide un deseo, por Noel Pérez
Irse, por Lucía Lorenzo
Correspondencia nicaragüense (VII), por Berenice Noir
Esqueleto del monte Irago, por Diego Chozas
Por un franco, por Juan Manuel Candal
Artritis, por Topogenario
El perro de Kafka, por Daniel Sánchez Pardos
Último asalto (chupa, chupa más fuerte), por José Antonio Lozano
Aquel día de lluvia, por Blanca del Cerro
El hombre del saco de doble fondo, por Juan Amancio Rodríguez García
Rutinas, por Federico Manuel Rodríguez Sluismans
La burbuja de cristal, por Catalina Gómez Parrado
Mujeres en los árboles, por María Aixa Sanz
Un lunes cualquiera, por José Alejandro Brito Boadas
Quinto anaquel, por Jorge Eliécer Pacheco
- Novela
Tierra de bárbaros (Capítulo I), por Norberto Luis Romero
- Narradores
Ángel Olgoso
- Reseñas
“El menor espectáculo del mundo” de Félix J. Palma, por Luis Borrás
“Una heredera de Barcelona” de Sergio Vila-Sanjuán, por José Luis Muñoz
“Cuentos vagabundos” de Gisbert Haefs, por Ághata
“La perdiz blanca” de Cecilia Bardají, por José Luis Muñoz
“Con el pie en el estribo” de Ramón Acín, por Luis Borrás
“Carne cruda” de Josecarlos Nazario, por Rey Andújar
“Tarde, mal y nunca” de Carlos Zanón, por José Luis Muñoz
“Ojos que no ven, corazón desierto” de Iris García, por Joaquín Guillén Márquez
“Recuerdos de la era analógica. Una antología del futuro” de Daniel Tubau, por Ághata
- Miradas
Sobre la titulación, por Jorge Eliécer Pacheco
“Cartas” de Emily Dickinson, por María Aixa Sanz
El nacimiento del cine. Sueños y Realidad, por Ángeles Prieto Barba
- Novedades editoriales

viernes, 8 de octubre de 2010

Pedro Mairal en Madrid


Uno de los escritores del momento. Su libro de relatos Hoy temprano no tiene desperdicio.

Ganas tenía de conocerlo.