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viernes, 4 de junio de 2010

Un relato de Batania


*Todo eres cuento de niños

Mi perro se muere. Aquella flecha de nieve que saltaba los alambres de las huertas de Lauros se apaga ahora entre tumores, cataratas y una punta de años. Comenzó a renquear hace tres meses, a la entrada del otoño, y desde hace dos semanas ya no alcanza a subir las escaleras. Lo saco al parque en brazos, como si lo llevara a la enfermería, y los otros dueños de perros se me quedan mirando:

–¿Qué le pasa a tu perro?
–Nada.
–¿Cómo que nada?
–Años. Diecisiete.
–¡Ostras!

Lo dejo en el suelo y camina tres o cuatro pasitos con mucho cuidado, bamboleante, como si estuviera borracho, y de pronto se queda clavado, con las cuatro patas fijas, y se pone a mear como las perras. Y yo, que soy un capullo y siempre le he dado trato de capullo, le digo en voz alta, para que los demás perros se enteren:

–Lo que me faltaba por verte: meando como una perra. No me jodas, Argi.

Él me mira despreciativo, como diciendo calla, cabrón, ya me gustaría verte a ti con ochenta tacos, a ver cómo manejas a esa edad el aerosol. El pobre ya no puede mear como un perro porque ahora, cada vez que intenta levantar la pata trasera, pierde el equilibrio. Y yo no perdono:

–Manda cojones, Argi. Cuatro patas y no te mantienes en pie. Estás como para andar en bici.

Me he obligado a tratarle con este lenguaje de siempre, no sea que me note la tristeza. Si sabe que disimulo estoy perdido: se me muere mañana, sé de sobra lo orgulloso que es.

Qué perro. Pudo morir a los siete meses de edad, cuando estaba durmiendo y se le tumbó encima Faustina, una vaca suiza mía que lo confundió con una almohada. Más tarde se convirtió en un perro digno del Circo Mundial: saltaba las vallas, pasaba por el aro o recogía las pelotas imposibles que perdíamos en los frontones. Se paraba como un mimo en cuanto le decía “geldi hor”... Nunca pisaba un sembrado, por mucho que cayera una pelota. Se quedaba esperándome, sin correa ni horario, a la salida de los supermercados de Madrid. Qué perro, ya digo. Un crack.

–Por este perro te pago el dinero que quieras –me ofrecieron varias veces.
–Te lo vendería ahora mismo –les decía yo–, pero él no se vende.

Sólo me hacía caso a mí y a mi padre. La última vez que estuvimos en Vizcaya fue directo al lugar donde solía sentarse mi padre, y ahí comprendí que Argi no sabe aún que se ha muerto hace más de cinco años. Él piensa que mi padre está vivo. Y tiene razón.

Llevo toda la semana pensando en acudir al veterinario para que le dé la eutanasia, pero siempre me arrepiento, porque cada vez que Iratxe vuelve del trabajo le viene como un pequeño renacer. Hasta en ese culto a Iratxe se parece a mí. Pero a la hora en que escribo esto su situación ha empeorado: ayer ni siquiera logró ponerse en pie. Lo miro a los ojos para saber si está sufriendo y me devuelve una mirada altanera que logra confundirme. Qué pedazo de cabrón: no quiere morirse sólo por no defraudarnos.

Mi perro se muere. Con él se va el último trozo de mi padre. Mi padre otra vez. Mi perro. Y yo aquí, maldito incapaz, sin aprender a escribir todavía.

* Todo eres cuento de niños es un verso del poema El pelícano, de Quevedo


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