Por Luisa Fernández
Fuenlabrada (Madrid)
Mis ojos querían huir de sus cuencas, dejarlas vacías y sin vida,
negándose a ver más atrocidades como aquella. Seguí recorriendo la
acera calle arriba sin detenerme, sin prestar atención a los cristales
que iba aplastando con las suelas de mis botas. Negando el olor a
quemado que desgranaba el aire gris y corrompido. Y sí, obligue a
mis pupilas a que fuesen heridas. Los muros desgajados las
laceraban sin piedad. Después de cuarenta y ocho horas ardiendo, el
esqueleto de madera amenazaba con caerse desmayado al abismo de
mi mirada. Y mis necias manos no iban a ser suficiente para
amortiguar su caída.
Las columnas lisas que sustentaban los arcos eran lo único
reconocible de la sinagoga de Fassanenstrase. Elevé la cabeza a su
cúpula hexagonal y a la torreta que la encumbraba. Simples maderos
ardiendo que supe reconocer como el que identifica el cadáver de un
ser querido abrasado por las llamas. Metros más allá, sobre el sucio
empedrado de la calzada, también adiviné a mis difuntos: los libros
de oraciones y los rollos de la Torá. A un lado, las mujeres lloraban
sosteniendo los legajos de las telas doradas. Y los pocos hombres
que no se habían llevado los de la SS, recogían esos mismos cristales
con las manos desnudas. Las tenían bañadas en sangre.
Pero cómo había empezado todo aquello. En qué momento
yo, Gustav Wadskier, había convertido a la Tierra, una vez más, en
un pudridero. Mi plan se cumplía paso por paso. Después, llegado el
momento, mataría a Hitler para que se lo llevara el diablo a su
morada, haciendo ver al mundo que se había suicidado. Ese era el
trato. Cerré los ojos con fuerza. El suelo parecía temblar con el
sonido correoso de todos aquellos vidrios. La oscuridad se cernió
sobre mí. Ya no había pavimento bajo mis pies ni paredes a las que
agarrarme. Flotaba ingrávido sobre la nada oscura. Unas palmadas a
mi espalda me hicieron girar la cabeza. Reverberaban con un eco
telúrico.
—Está bien, Gustav —dijo una voz profunda y cavernosa,
cuyo dueño no logré identificar en un principio—. De nuevo lo has
conseguido. Morirán cientos, miles, millones de personas. El Señor de
las Tinieblas estará contento por un tiempo, pero luego, ¿qué harás?
El Grimorium Verum1 te ha dado su último secreto. ¿Crees que
podrás eludirnos por toda la eternidad? Permíteme dudarlo.
Ahora tenía ante mí al portador de aquella voz. Era su más
ferviente discípulo y servidor. Nunca mostraba su verdadero rostro,
siempre iba perfectamente conjuntado con un esmoquin negro de
solapas de raso y una capa de refinada hechura. Llevaba en sus
manos enguantadas el sombrero de copa y el bastón de cabeza de
lobo.
—Me he ganado unos años de tranquilidad, Beldial —argüí,
aún a sabiendas de que se negaría a escuchar mis reproches—. Tu
Señor debería besar por donde piso. Nunca nadie le dio tantas
alegrías.
Él torció el labio superior con cinismo.
—Ya sabes la respuesta a tus plegarias. Porque no irás a
decirme que éste no es otro de tus patéticos intentos para suplicar
clemencia. ¿Quieres un pañuelo, Gustav? —Y me alargó uno de
seda con la punta del bastón, que yo rechacé entornando los ojos—.
¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti? Que eres un hipócrita.
Cada vez que nos vemos tienes todas esas imágenes impresas en las
pupilas, puedo verlas, las llamas todavía se reflejan en tu iris. Los
cristales vuelan por doquier y la sangre mana de las heridas. Sientes
cada una de esas muertes. Las que han ocurrido y las que llegarán.
Las percibes como si fuesen la tuya propia. Pero ¡mírate! Eres tan
cobarde que no tienes agallas para renunciar de una vez a la vida que
se te dio. Renuncia a ella y sufre lo indecible en el averno. Afronta tu
destino.
Y me reí. Lo hice forzando mi garganta ásperamente, como el
lobo que intenta seducir a la luna. Luego, le dirigí una mirada fiera.
—Beldial, llevamos siglos jugando al escondite.
Persiguiéndonos entre los días del calendario. Primero fue la
clepsidra la que con su voz medía los minutos de mi vida vacía.
Luego el péndulo con su oscilación. Después las agujas encerradas
de una esfera. Los instrumentos para medir el tiempo cambian, pero
los minutos siguen siendo los mismos fatuos instantes en los que
veo cómo me consumo. Dejadme morir en paz. Sólo eso,
desaparecer de esta vida para siempre sin que me espere la eternidad
a vuestro lado.
Ahora el que reía era él, pero con muchísima más clase. Hueca,
desgarradora, pavorosamente. Hubiese helado la sangre de cualquier
mortal, pero a mí no me infundía ni el más mínimo respeto.
—Cómo me gustan tus lágrimas, Gustav. Eres realmente
patético. ¿Te has parado a recapacitar sobre el motivo por el cual
nos convocaste? Recuerda las velas negras, la imagen de Bofomet; la
cabra de Mencles, el mantel negro con nuestros signos, la calavera, la
daga, el cáliz de plata y la campanilla. Seguro que si cierras los ojos
las invocaciones aprendidas apresuradamente en aquella taberna
saldrían de tus labios solas.
Y como sólo pueden hacerlo los lacayos de Satanás, acudieron
a mí las imágenes de aquella noche aciaga. [...]
7 comentarios:
Muchas gracias, Baco.
Muy bueno Luisa, siempre te mueves muy bien por esos mundos misteriosos.
Enhorabuena por el libro tiene muy buena pinta.
Besos
Me ha sobrecogido el relato, y quiero más, mucho más. Sigo leyendote...saludos Luisa y mi más sincera enhorabuena.
Gracias, Ada, me alegro que hayas pasado un buen rato. Ya sabes como me gusta perderme por los recovecos de lo oscuro.
Un beso.
Eso es bueno. Querer llegar al final de un cuento es muy significativo. Lo es todo.
Gracias, Cuentera.
Un beso.
Estupendo el cuento de Luisa. Hay en él un infrecuente poso de inquietud que lo hace irresistible. Enhorabuena. Un abrazo.
Gracias, Miguel Ángel.
Ahí es nada: un infrecuente poso de inquietud… ¿Puede una desear algo mejor para su cuento?
Que sepas que uno de mis libros de cabecera y con el que no me canso de aprender, es “Revelaciones y Magia”, todo un tratado sobre el micro.
Un beso.
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